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martes, 24 de diciembre de 2019

Los 25 mejores libros del siglo XXI / Juan José Saer / La grande



Los 25 mejore

libros


del siglo XXI

No 22

Juan

José Saer


LA GRANDE

El tiempo inagotable





Beatriz Sarlo
Buenos Aires, 2 de octubre de 2005



Juan José Saer
La última novela de Juan José Saer consta de siete jornadas y ha quedado inconclusa. La séptima jornada es sólo una frase que anuncia la llegada del otoño. En las seis anteriores, desde un martes a un domingo consecutivos de principios de abril de 1992, se organiza y tiene lugar un asado en esa franja de la costa, entre Santa Fe y Rincón, que es la Zona de Saer. Para quienes conozcan su obra, La grande presenta franjas del pasado que las novelas anteriores no habían narrado todavía. Quienes, en cambio, empiecen por La grande retrocederán hacia acontecimientos, mencionados de paso en esta novela, que fueron relatados en otros textos, desde "Algo se aproxima" y "Tango del viudo" hasta La pesquisa. De modo que, para nuevos lectores, La grande puede ser tanto el punto de partida como el punto de llegada de una literatura. Cerrado por la muerte de su autor, el ciclo novelístico es hoy precisamente eso: un anillo que gira pausadamente.
Juan José Saer

El tempo de La grande es lento, casi majestuoso. Los acontecimientos suceden de manera extensa, durante páginas y páginas. Toda narración se sostiene sobre la elipsis, sobre la supresión de lo que habría transcurrido entre un episodio y otro. La originalidad de un escritor se prueba, entre otros rasgos, por la elección de los episodios que cuenta y los que pasa por alto. En este punto, Saer fue siempre original porque eligió extenderse en la narración de acciones que, habitualmente, la ficción calla o simplemente menciona. Se puede escribir: "ella cosió el botón". Saer lo cuenta a lo largo de cuatro páginas. El efecto es sorprendente porque se resquebraja la jerarquía de actos a que nos acostumbra la literatura y lo que en las novelas "normales" sólo existe como paso de un episodio a otro, en las de Saer se convierte en una extensa planicie de movimientos sutiles. Hay un orden habitual del relato que Saer destruye alterando la duración de las partes. Así La grande se abre con una larga caminata bajo la lluvia, una caminata de dos kilómetros y setenta páginas. Un mocasín enterrado en el barro, las gotas que caen de un paraguas o la destreza con que un paisano eviscera un par de pescados reciben la misma atención que el encuentro de dos amigos que no se ven desde hace décadas. Saer construye la peripecia para que nos sea posible captar el tiempo y sentirlo en su densidad viscosa, así como en su contradictorio fluir.
La grande es una novela de la amistad. De los personajes de las novelas anteriores llegan a ésta los que conservaron la vida. El poeta Washington Noriega murió de viejo; el Gato Garay y Elisa fueron secuestrados y asesinados durante la dictadura; Leto se suicidó con la pastilla de cianuro que usaron, cuando se cerró el cerco, algunos guerrilleros. Pero están vivos Tomatis, Marcos y Clara Rosemberg, Sergio Escalante, el jugador de Cicatrices, Barco, Pichón Garay. Otros se perpetúan en la sombra de la locura senil, como Miri, la muchacha vivaz de uno de los primeros cuentos de Saer. Los muertos no resignan sus lugares, que permanecen intactos en el recuerdo, aunque sí se abre el espacio para nuevos personajes: Gabriela, la hija de Barco; Pinocho Soldi, que ya se había agregado a la esfera de Tomatis en La pesquisa; Nula, el vendedor de vinos finos y filósofo, que apareció en unos de los cuentos de Lugar. La muerte ha tocado al primer grupo de amigos, pero otros llegan para competir en un prolongado ejercicio de conversación al mismo tiempo filosófica y banal, arbitraria e inteligente, irónica y patética. La conversación es el único arte de quienes, como Tomatis, ya saben que no tienen un futuro por delante, ni en la literatura ni en la vida.
Del peso de los muertos sólo la muerte nos libera, piensa Tomatis. Por eso, nadie puede cortar con el pasado y los jóvenes aceptan esa apretada continuidad de destinos al explorar la Zona donde sus padres fueron jóvenes. Por primera vez, Saer presenta una materia que parece venir de su infancia, aunque la atribuye a la infancia de Nula: el abuelo llegado de Damasco, el almacén del pueblo cerca del río Carcarañá y, sobre todo, algunas páginas, maravillosas, donde recupera sensaciones, olores, imágenes, sonidos. Todos, en La grande, recuerdan extensamente; cada uno está unido con algunos momentos clave del pasado e insiste en revisitarlos; y los más jóvenes buscan reconstruir las experiencias de quienes vivieron la época mítica de tres décadas atrás, en la Zona también mítica que va de Santa Fe a Rincón. De ese mismo pasado remoto llega Gutiérrez, a la búsqueda del mundo de su juventud, creyendo que podrá encontrarlo en el lugar donde fue joven. Gutiérrez es una pieza que no termina de encajar. Sus contemporáneos de Santa Fe lo recuerdan nebulosamente y él mismo calla casi todo lo vivido en los últimos treinta años. También Nula, que es joven, quiere resolver (o entender, por lo menos) un acontecimiento duro y opaco sucedido cinco años atrás. Todos persiguen una franja de pasado e intentan fijarla en un relato que, como el de Tomatis cuando sale a buscar a sus amigos desaparecidos, le permita limitar la nebulosa de tiempo en una narración. Todos recuerdan o escuchan recuerdos, en ellos, los sucesos despliegan infinitas variaciones: siempre se agrega un detalle nuevo, algo que no se había escrito, ni recordado antes.


Juan José Saer

Los diálogos de La grande son sobre minucias cotidianas, episodios penosos, humillantes o trágicos, anécdotas repetidas e intercambios que toman la forma de aforismos filosóficos y amistosas competencias de pensamiento. A nadie le preocupa repetirse. Por el contrario, lo mismo se dice muchas veces, porque esos hombres y mujeres ya están marcados por sus fracasos y heridas (los viejos), por sus obsesiones y deseos (los jóvenes). La repetición no es signo de cansancio, sino de la única estabilidad en un mundo que fluye hacia la descomposición y la muerte. Como temas musicales, los argumentos de la conversación se presentan, se modifican, se entrelazan, desaparecen y resurgen, sin tocar ninguna resolución. La ironía y la reserva afectiva les da una temperatura común.
Gutiérrez comienza a organizar su asado un martes, cuando va a invitar al único que no será de la partida, Sergio Escalante. Durante cinco días el asado intersecta lo que hacen los demás y suscita memorias. Todos, aunque mantienen cierta distancia frente al empeño voluntarista de Gutiérrez, saben que están convocados para ese mediodía de domingo en la quinta de Rincón, donde culmina La grande, tal como ha llegado a nosotros, es decir, privada de su jornada final. La novela comienza con un atardecer bajo la lluvia y termina en una noche de tormenta; el mediodía solar del domingo reúne a esos hombres y mujeres, de edades bien diferentes, alrededor de una piscina o bajo el alero de un quincho. Tanto el agua azul y móvil de la piscina como los ruidos crepitantes del asado son una sustancia táctil y sonora, sensible y física que convoca todos los deleites minuciosos de la descripción saeriana.
Juan José Saer
En los dos extremos de un arco de edades, Gutiérrez y Nula son respectivamente el pasado de una ficción y lo que todavía habría podido ser su desarrollo futuro si Saer no hubiera muerto. Uno tiene 29 años, el otro, 58. Uno ya conoce sus límites; el otro quiere creer que, junto con los vinos que vende, puede anotar en la misma libreta sus pensamientos sobre una filosofía del devenir. Los lectores lo miramos con más simpatía que esperanza. En rigor, no hay lugar para la esperanza en la ficción saeriana, aun cuando La grande presenta una continuidad de generaciones: los hijos de Nula, el hijo que tendrá Gabriela Barco. Tomatis sabe del fracaso de esas continuidades: nada tiene que ver con su hija, a la que visita en Rosario sin entenderse, aunque también sin la iracundia que habría experimentado años atrás. La resignación que anuncia la vejez no es sino un pliegue más en una literatura que fue siempre pesimista. Excepto la ira y el miedo, ambos vinculados a la desaparición del Gato y Elisa, lo que queda es la sorna, la comicidad, la resignación o el sarcasmo. En este cuadro, Gutiérrez, el "regresado", es patéticamente ingenuo: confía en la restitución de algo que quedó atrás para siempre y Sergio Escalante, al no acceder a compartir el festejo, le pone un límite a esa ilusión reconstructiva.
Los jóvenes son ahora, a diferencia de la bohemia provinciana de los años cincuenta y sesenta, un comerciante y dos investigadores de historia literaria, interesados en las capillas poéticas santafecinas (criticadas por Saer, a quien, quiza más que a sus lectores, siempre le divirtió la parodia de esa mediocridad pueblerina). También aquí hay una curva: frente a la inteligencia descarada y autodestructiva de Tomatis joven, está el trabajo paciente y opaco de Soldi y Gabriela Barco, que llenan fichas, buscan fuentes y entrevistan testigos. Aunque imita la ironía de Tomatis, Nula está dividido, como las anotaciones que realiza en su libreta negra, entre familia y filosofía. Pese a esta especie de normalización de los oficios, de la que carecía el grupo de amigos en las novelas sobre la juventud, siguen siendo núcleos intratables el deseo y la paternidad, unidos, como en La ocasión, por un enigma.
Gutiérrez acepta una paternidad dudosa que se le atribuye y rechaza la prueba que podría darle alguna certeza. Tomatis, en carta a Pichón Garay, discute que Layo haya sido el padre de Edipo. A la incógnita de la paternidad se agrega la de los padres ausentes: el de Nula fue un militante político asesinado en 1975 en una pizzería del Gran Buenos Aires. El erotismo no es menos incierto que la paternidad. La vibración de las sensaciones se demuestra finalmente incomunicable, porque lo sensible es un mundo cerrado alrededor de cada sujeto, como una cápsula de conciencia que jamás podrá abrirse a otras conciencias. Sin embargo, los personajes insisten en el examen de sus cuerpos y de la relación de sus cuerpos con otros, sabiendo que nada es posible entender del otro y, al mismo tiempo, decididos a no resignar esa pulsión que nunca rinde un sentido pleno. El misterio de ese cuerpo extranjero culmina en Diana, la mujer de Nula, una belleza mutilada por la huella siniestra de una herida de nacimiento. Todo, en La grande, es incompleto y, sin embargo, perfecto.
LA NACION



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