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sábado, 9 de julio de 2016

Martin Schifino / El éxito incómodo de Julio Cortázar



El éxito incómodo 

de Julio Cortázar

por Martín Schifino
Rayuela (Edición conmemorativa 50 años)
Julio Cortázar
Madrid, Alfaguara, 2013 
632 pp. 19,50 €
Cartas, vols. 4 (1969-1976) y 5 (1977-1984)
Julio Cortázar
Buenos Aires, Alfaguara, 2012 y Madrid, Alfaguara, 2013 
630 pp. y 656 pp. 22 € y 22 €
Clases de literatura. Berkeley, 1980
Julio Cortázar
Madrid, Alfaguara, 2013 
316 pp. 18,50 €


Parafraseando el «Tablero de dirección» de Rayuela, podría decirse que, a su manera, Julio Cortázar fue muchos escritores, pero sobre todo dos escritores. El primero, fascinado por la maquinaria de la narración, concibió cuentos que abundan en vueltas de tuerca y efectos clásicos. En «La continuidad de los parques», por ejemplo, un hombre es asesinado mientras lee una novela en la que otro va a ser asesinado; en «La noche boca arriba», un personaje tiene un accidente de motocicleta y, durante su convalecencia en el hospital, alucina con un guerrero que será sacrificado por una tribu mesoamericana, para luego descubrir que en realidad él es la víctima del sacrificio, soñando con un futuro incomprensible y «un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas». Los giros no sólo comportan una recompensa narrativa, sino esencialmente un shock existencial, aquello que Cortázar llamaba «la cachetada metafísica». Y eso nos lleva al segundo escritor, que, cada vez más receloso de artificios, empezó a resistirse a la pulcritud del relato y a experimentar con estructuras abiertas, perspectivas múltiples y lenguajes mixtos, hasta producir con Rayuela lo que en su momento llamó una «antinovela» o «contranovela».
El escape de la forma narrativa es posterior al dominio de la forma, pero puede que el impulso haya existido desde sus comienzos como escritor. Ya en un ensayo escrito en 1947, antes de publicar su primer libro de cuentos, Cortázar elogiaba a los modernistas por su «violencia contra el lenguaje literario» y su «destrucción de las formas tradicionales». Como es bien sabido, su simpatía por la destrucción, que no era ni más ni menos que un deseo de trascender la escritura por medio de la escritura, fue nutriéndose con lecturas de los surrealistas y los románticos; pero también respondía a la búsqueda de un lenguaje propio dentro de una literatura nacional, si no en ciernes, sí en su juventud. Para Cortázar, las convenciones léxicas, sintácticas y prosódicas de la literatura heredada de España, o de un pasado poscolonial con modelos literarios prestados, ya no servían; se necesitaba «un lenguaje nuevo», que divisaba por ejemplo en la obra de Leopoldo Marechal, cuya novela Adán Buenosayers le marcó «un gran rumbo», como escribiría años después. Pero todo lenguaje literario tiende a calcificarse en convenciones y, cuánto más maduraba, más intentó Cortázar purgar el arte de artificios, la palabra de retórica. Si desde sus comienzos emprendió una guerra contra las ideas recibidas, el frente fue avanzando cada vez con mayor firmeza contra el engolamiento, las torres de marfil y otras falsas alturas de la elocuencia. El arte narrativo no debía plantearse como una entrada en un estado de excepción, prerrogativa de unos pocos, sino más bien como un estado de gracia, al que, en teoría, todos tuviesen acceso. La utopía surrealista de «unir arte y vida» no andaba lejos.  
Rayuela, que el pasado junio cumplió cincuenta años, significó un acercamiento a esa utopía, tanto para el autor como para sus lectores. Quizá más que ninguna otra novela en español del siglo XX, conectó a los lectores con la experiencia y a la experiencia con la literatura. La forma misma de la narración se abría, se llenaba de notas, reflexiones, citas y referencias cruzadas, que fomentaban la idea de organicidad. Y, al incorporar materiales hasta entonces poco literarios, Cortázar alentaba a los lectores a buscar el fenómeno estético en sitios inesperados, empezando por la vida cotidiana. Leer resultaba una cuestión vital. Roberto Bolaño –cuya novela Los detectives salvajes está muy influida por Cortázar– escribió que muchos integrantes de su generación se habían enamorado de Rayuela porque era necesaria y los «salvaba». Seguramente hablaba en sentido figurado, pero en las cartas de Cortázar encontramos historias como la de una estudiante que pensaba suicidarse y cambió de opinión gracias a la novela. Más allá de la veracidad de la anécdota (hay que ser un suicida ya bastante indeciso para pensárselo durante seiscientas páginas), lo cierto es que Rayuela repercutió fuera de la esfera literaria, no sólo conmoviendo un clima de opinión, sino modificando actitudes. Cortázar mismo reconoció que la mayor influencia de la novela fue «extraliteraria» o «existencial». Y, así, una obra de ideas en principio bastante abstractas, como la búsqueda de trascendencia o la crítica de la razón, acabó siendo concretamente política, algo que, en literatura, es más raro de lo que se cree. Porque, si muchos cuentos y novelas hablan de política, o defienden cierta ideología, los que inspiran cambios de conducta, los que influyen en el funcionamiento de (parte de) la sociedad, son escasísimos. 
No cabe duda de que Rayuelafue uno de ellos. Sólo en Argentina, los intelectuales deseosos de vivir el shabby-chic parisiense de Horacio Oliveira, su protagonista, habrían podido llenar un transatlántico entero en dirección a Francia, si hubiesen tenido con qué pagarse el pasaje. Muchos lo emularon, mal que bien, en Buenos Aires, donde la afectación apenas necesita incentivos. Sin embargo, más que entrar en juicios, como que Rayuela causó imposturas, cabe subrayar que las búsquedas literarias de Cortázar excedían ya entonces el plano de la estética. En una carta que envió a Paul Blackburn en mayo de 1962, poco antes de la publicación de la novela, predice que «será un especie de bomba atómica en el escenario de la literatura latinoamericana». Que la historia le haya dado la razón no nos impide detenernos en la metáfora. Rayuela es una novela impetuosa, de una belleza convulsiva, como quería Breton. Y es, como se reconoció enseguida, una novela joven, con las desventajas del caso, pero también con las ventajas. Incluso quienes le critican su romanticismo trasnochado, su metafísica de café o su cursilería erótica («nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura») no pueden sino apreciar la energía con que se combinaron esos registros.
Cómo vivió Cortázar el estallido y sus repercusiones puede seguirse en la edición del cincuentenario publicada originalmente en Argentina hace unos meses, en cuyo apéndice aparecen fragmentos de cartas donde habla de todo ello con amigos, colegas y con su incomparable editor, Francisco Porrúa. Quienes quieran entrar en detalle hallarán las cartas enteras en los cinco volúmenes de la correspondencia completa, de la que también este año han aparecido en España los dos últimos volúmenes. Es una correspondencia única en las letras argentinas y las de habla hispana; pero su importancia es doble, pues, a falta de una biografía erudita (parece increíble que todavía ningún profesor inglés se haya puesto a ello), se trata del mejor archivo que hoy por hoy tenemos de la vida de Cortázar. En los años posteriores a Rayuela, nos muestra dos cambios simultáneos: la llegada del éxito y el paso de la política al centro de la escena. Cortázar sobrellevó bien ambas cosas pero, sin ninguna duda, alteraron el curso de su vida personal y artística.
Empezando con la delgada línea que separa una de la otra, es evidente que pronto se vio obligado a responder a muchas más cartas que antes. Los resultados saltan a las vista en la edición misma, que concentra los primeros veinticinco años de cartas conservadas en un volumen y medio, mientras dedica tres y medio a los siguientes veintidós años, un período de medios masivos de comunicación durante el cual el género epistolar declinó considerablemente. Uno también percibe la creciente variedad de corresponsales del novelista famoso: aparte del elenco estable de amigos, familia y colegas, Cortázar empieza a escribirse regularmente con agentes literarios, editores extranjeros, profesores universitarios, estudiantes, organizadores de conferencias, funcionarios y políticos. El paso de autor respetado a estrella del mundo intelectual tiene algo de banal –y durante el boom latinoamericano el proceso se repetiría, por ejemplo, con el salto a la fama de García Márquez tras la publicación deCien años de soledad–, pero un efecto interesante es que en las cartas irrumpe el tema, siempre revelador, del dinero, en numerosas negociaciones con agentes y editores: a su agente en Estados Unidos, Cortázar le escribe: «partiendo de la base de que los derechos abarcarán toda la TV latinoamericana […] mil dólares me parece muy poca plata»; a su editor francés: «Pero el anticipo de 2.500 F que me ofrece la Srta. Von Bürlow me parece una amable negativa a seguir publicando mis libros», etc. Si una de las aspiraciones casi secretas de Cortázar había sido vivir de la literatura, en los años setenta empieza a lograrlo, conforme se multiplican las traducciones de sus libros, las adaptaciones cinematográficas, las publicaciones en periódicos y las invitaciones para impartir conferencias.
Rayuela conectó a los lectores con la experiencia y a la experiencia con la literatura
Llegado un punto, Cortázar habría podido, como quien dice, vivir sin necesidad de trabajar en otra cosa que en sus ficciones. Pero el éxito comercial coincidió para él con un despertar político, y lo que se entrevé en este período de la correspondencia es la fabulosa cantidad de trabajo que le exigió el activismo, los artículos para la prensa y los viajes en calidad de intelectual público. Ya en junio de 1969 escribe: «Fui a Cuba en enero, a Checoslovaquia en diciembre, a Polonia en abril, a Uganda en junio, [voy] a Egipto en quince días…». El ritmo no baja en toda la década siguiente. En noviembre de 1979: «acabo de volver de un congreso sobre el exilio (Caracas y Mérida) y de una semana […] en Nicaragua. […] Volveré a Cuba en enero y de ahí pasaré a Nicaragua por segunda vez». El trajín había empezado en Cuba, adonde volvería casi todos los años después de visitar la isla por primera vez en 1961, como jurado del Premio Casa de las Américas, y quedar prendado de la revolución socialista. Lo que eso produjo en un escritor que ya iba para los cincuenta fue más que una «segunda manera»: al mismo tiempo que un gran público, apareció un gran tema y, con el gran tema, el sentimiento de una misión: «las cosas han llegado a un punto en América Latina –le escribirá a Ángel Rama en 1973– que nuestro deber es precisamente reaccionar para tratar de ser útiles». No es que Cortázar hiciese con su obra borrón y cuenta nueva –mientras se politiza publica dos libros poco políticos, los cuentos de Todos los fuegos el fuego (1966) y la novela 62: modelo para armar (1968)–, pero conforme avanzaban los años sesenta empezó a poner el ojo en temas de actualidad, e incluso a defender lo que, para entendernos, podría llamarse una visión partidista de la cultura. 
Hay que decir que varias décadas de lectura y escritura independiente, durante las que sus búsquedas éticas y estéticas habían sido sumamente personales, no lo habían preparado para la adopción de posiciones oficiales. Más bien lo contrario. Pero conforme fue comprometiéndose con el socialismo y la causa revolucionaria, hizo lo posible por seguir la línea del partido, sin resistirse a dar explicaciones y justificaciones. La carta fechada el 15 de enero de 1969, cuando se abre el cuarto volumen de la correspondencia, es un ejemplo perfecto. En principio, Cortázar escribe a Roberto Fernández Retamar, el entonces editor de la revista de la Casa de las Américas (y un poeta y profesor universitario que promovería una «visión castrista de la literatura»), para recordarle cuestiones sobre un festival literario que se planea en Europa; pero luego aprovecha para aclararle por qué le ha concedido una entrevista a la edición latinoamericana de la revista Life. Uno pensaría que los escritores pueden dejarse entrevistar por quien quieran, pero Life era una revista norteamericana y, por tanto, «territorio enemigo» (dice Cortázar). Si se dignaba a hablarles, es porque valía la pena hacer una «violenta incursión» anticapitalista para beneficio de «un público latinoamericano que no tiene el menor acceso a nuestras publicaciones revolucionarias». La entrevista puede consultarse ahora en la colección póstumaPapeles inesperados (2009), y en ella se ve que, en efecto, Cortázar no expresó un solo pensamiento original, ni nada que pudiera interpretarse como antirrevolucionario. ¿Por qué entonces tantos resquemores? Porque, como escribe enseguida, «en este tiempo de malentendidos frecuentes, me interesa que estés enterado de esto, que lo estén Haydée [Santamaría, la directora de la Casa de las Américas] y todos los amigos de la casa […]. No quiero que algún rumor equívoco se adelante a la publicación, y por eso me curo en salud». 
Interesante elección de palabras, e interesante manera de hablar de malentendidos sin especificar cuáles son, es decir, equívocamente. Con seguridad, Cortázar se refería a la situación de Heberto Padilla, que había recibido el Premio de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba de manos de un jurado independiente por su libro de poemas Fuera de juego, pero que luego vio cómo los directores de aquella institución lo criticaban públicamente y sólo se avenían a publicar los textos con un prefacio en el que los señalaban como «contrarios a la ideología revolucionaria» (en Cuba, naturalmente, la poesía que no estaba con la revolución estaba en contra). En un acto de malabarismo ideológico, Cortázar había defendido tanto al poeta como al partido en un artículo publicado en el semanario francés Le Nouvel Observateur. Pero aquello había sido «fuente de incontables malentendidos en Cuba». En junio de 1969, como buen camarada, Cortázar le transmite al ensayista uruguayo Ángel Rama que «no es en absoluto conveniente que incluyas mi nota en la [nueva] edición del libro de Heberto». Y aunque en la misma carta se permite una tímida crítica de los «equívocos bastante maniqueos y exasperantes en que me ha metido la tendencia cada vez más radical de nuestros cubanos», enseguida se echa atrás y afirma que nada de eso «[me] hará vacilar de ninguna manera en mis sentimientos revolucionarios y de seguir peleando allí donde se pueda y se deba». En realidad, sí vaciló, aunque no por mucho tiempo.
Seguían los problemas con Padilla, por quien sin ninguna duda valía la pena romper una lanza cuando fue arrestado en 1971 bajo cargos de actividad contrarrevolucionaria, obligándolo a arrepentirse públicamente con la lectura de una «autocrítica», un eco bastante macabro del estalinismo. El «caso Padilla», como empezó a conocerse, suscitó una carta abierta a Fidel Castro firmada por cien intelectuales reconocidos, en la que se pedían explicaciones, se detalla el rechazo de un «proceso de sectarismo» y se condenaba «el recurso a los métodos represivos contra los intelectuales y escritores que han ejercido el derecho a la crítica en la revolución». Cortázar la firmó; y aunque más tarde explicó que la consideraba una solicitud de información de «compañero a compañero», no un acto de provocación, no convenció a los compañeros. La correspondencia registra el enfriamiento de las relaciones con Haydée Santamaría y otros «amigos de la casa». Sin embargo, Cortázar se resarció al negarse a firmar una segunda carta de apoyo a Padilla, mucho más vehemente que la primera (según Cortázar, «incalificable»). Más aun, le envió a Santamaría una diatriba en verso, «Policrítica en la hora de los chacales», en la que atacaba a los traficantes de «infamias», los «chacales» opositores que eran «policías disfrazados», «asesores del gorila» y otras lindezas. La Casa publicó el texto en el número de julio-agosto de 1971; más tarde Cortázar agregaría, con otra frase desafortunada, que el caso Padilla había servido para «separar la paja del trigo». En realidad, creó una división entre los intelectuales que reconocieron las primeras señales de un Estado totalitario y quienes se dejaron engañar por buenos sentimientos y abstracciones, como Cortázar: «si ser revolucionario es […] ser un hombre decidido que no escoge el camino más fácil, entonces soy un revolucionario». 
El difícil camino escogido en público, con todo, rara vez lo alejó de sus simpatías privadas. En una época en la que la política dividía amistades y parecía dictar cada acto de revolucionarios como Santamaría o Retamar, vemos que Cortázar seguía escribiéndose con Mario Vargas Llosa, quien había firmado (y, según se supo luego, redactado) la segunda carta a Fidel; con Guillermo Cabrera Infante, un exiliado del régimen cada vez más contrario a la revolución; y con Lezama Lima, a quien también se acusó de «actividades contrarrevolucionarias», y cuya monumental novelaParadiso fue tildada en Cuba de pornográfica. Cortázar ubicaba la amistad por encima de la ideología. Por ejemplo, cuando la novela de Lezama empezó a ser traducida al inglés por Gregory Rabassa, un norteamericano que vivía en Nueva York y, por tanto, no podía comunicarse con Cuba, fue Cortázar, amigo de ambos, quien hizo de puente entre autor y traductor. Como la dificultad de la obra hacía necesario un ida y vuelta, se implementó el siguiente sistema: Rabassa traducía un par de capítulos y se los mandaba con notas y dudas a Cortázar, que lo reenviaba de París a La Habana (a veces agregando comentarios) para que Lezama contestara las dudas a vuelta de correo, en el sentido La Habana-París-Nueva York. Aunque parezca mentira, la traducción se completó, y Cortázar estaba encantado con su papel de facilitador, como se ve en una carta a Rabassa: «alguna vez uno de nosotros deberá escribir la historia de esta traducción, que no creo tenga equivalentes en los anales del género».
A falta de una biografía erudita, esta correspondencia es el mejor archivo que hoy por hoy tenemos de la vida de Cortázar
Lo que sería tentador llamar una contradicción entre la esfera pública y la privada atraviesa buena parte de la correspondencia de madurez. Pero, ¿era realmente una contradicción? En 1969, por ejemplo, Cortázar escribió al director del Writing Workshop de la Columbia University de Nueva York para declinar la invitación a impartir una serie de clases en esa casa de estudios; sentía que no debía visitar el país «mientras continúe con su política imperialista en varias regiones del mundo». La posición del autor se ablandaría más adelante con el gobierno de Carter; pero, entretanto, estaba a favor de que sus libros se publicaran en Estados Unidos y mantenía una asidua correspondencia con traductores y editores norteamericanos con ese fin. Además, recibía con agrado consultas de profesores universitarios y doctorandos norteamericanos. Lo que entraba en juego en este sentido, se diría, era algo más complicado que la hipocresía, o que un sentimiento dividido de odio a Estados Unidos, en general, y afecto por ciertos norteamericanos, en particular. Era el peso de la representatividad. Al negarse a ir a Columbia, hablaba en nombre de un continente, tal como le dice a Rabassa: «Un latinoamericano decente no puede hacer otra cosa en estos tiempos». Pero, como dice el epígrafe de Rayuela, tomado de una carta de Jacque Vaché a André Breton: «Rien ne vous tue un homme comme d’être obligé de représenter un pays». Y la lectura, las relaciones humanas, las afinidades electivas, quedaban en otro plano: Cortázar no estaba dispuesto a sacrificarlas en el altar de las grandes ideas.
Desde luego, el compromiso de Cortázar con la política latinoamericana no se limitó a la revolución cubana, y en su correspondencia se habla mucho sobre Chile, Argentina y Nicaragua. Como tantos intelectuales, Cortázar cifró una gran esperanza en Chile cuando Salvador Allende asumió su mandato en 1970; pero esta se transformó en puro desvelo cuando un golpe de Estado lo derrocó en 1973. La conducta de Cortázar después del acontecimiento fue ejemplar, y uno puede seguir casi día a día sus actividades en París, desde donde ayudó a exiliados políticos con cuestiones prácticas como conseguir vivienda, o recomendarlos para trabajos en periódicos y editoriales. También, con el apoyo de algunos de ellos, editó para Gallimard un libro de testimonios, Chili, le dossier noir (1974), sobre las violaciones a los derechos humanos que cometía en aquel momento la junta chilena. En el año que apareció ese libro, formó parte del Tribunal Russell de Derechos Humanos, que, naturalmente, tenía mucho que condenar sobre Chile. Buena parte de los setenta fueron años agitados para Cortázar.
Lo que más sufría, en ese contexto, era su producción literaria. «Hace meses y meses que no duermo, que hago mal el amor, que como asquerosos sándwiches en cafés de mala muerte, todo eso entre dos reuniones, un telegrama a algún ministro, un capítulo del “libro negro” que acabamos de terminar […]; y con todo eso, ¿cómo querés que me quede tiempo para escribir, no ya literatura, simplemente escribirle a los amigos?» Pero los enormes volúmenes de cartas constituyen una prueba de que algo de tiempo encontraba, por más que a menudo empezara las cartas con disculpas como «te debo una desde hace tiempo» o «por desgracia esta será breve». Y para unos pocos se reservaba ratos indudablemente más largos. Ana María Hernández, una profesora cubana residente en Nueva York, se contaba entre ellos, pese a que la amistad apenas se remontaba un par de años. Con seguridad, amistad no es lo único que había entre ellos, y, aunque las escasísimas notas biográficas no aclaran la cuestión, las alusiones que hace Cortázar son inconfundibles. Sus cartas a Hernández, a quien llama «bichito», son de tono íntimo, incluso traviesamente erótico («te beso donde tú decidas que tengo que besarte, y que ojalá sea allí donde estoy pensando»), y en ellas vislumbramos su veta más desenvuelta. Cortázar leía también los trabajos de crítica literaria que ella hacía de sus obras, y siempre le enviaba palabras de aliento: «has hecho un trabajo muy extraordinario», o: «en veinte páginas llegas a decir mucho más que tantos larguísimos estudios tachonados de citas, autoridades y pedanterías», etcétera.
Es un poco desconcertante pillar a Cortázar estudiando los libros o artículos que se han escrito sobre él. En varias ocasiones escribe cosas como «a mi edad no puedo perder el tiempo leyendo todo lo que se escribe sobre mí, el narcisismo tiene sus límites», pero lo cierto es que leía bastante material, sobre todo cuando quienes lo escribían –y lo enviaban– eran mujeres. Aparte de los textos de Hernández, Cortázar considera obras críticas de Graciela de Sola («ya sabes que en general me aburre mucho leer lo que escriben sobre mí», [pero] «gracias a vos tengo la impresión de entenderme como un individuo inmerso en un proceso creativo desde hace tiempo»), Evelyn Picon Garfield («me has mostrado y enseñado muchas cosas que no sabía sobre mí mismo»), y Ana María Barrenechea, la distinguida hispanista argentina que publicó uno de los estudios fundamentales sobreRayuela. ¿Era narcisismo por parte del autor? ¿Un forma de coqueteo? Como sabe cualquiera de sus lectores, Cortázar disfrutaba del erotismo de la escritura. Pero también demostraba auténtica generosidad al dedicar tiempo a los demás cuando tenía tan poco para sí mismo.
Lo que más tiempo le consumía, en cualquier caso, no eran las cartas, sino los compromisos públicos y la producción periodística. En relación con esta última, que se encuentra muy bien representada en la colección póstuma Papeles inesperados, más o menos todo el mundo está de acuerdo en que con ella se inicia el declive de Cortázar, y que el otrora revolucionario de la escritura se convierte demasiado a menudo en alguien que sólo escribe sobre revolución. Pero hay que constatar un par de cosas: la primera es que, aun abrumado por artículos e informes humanitarios, el autor se las arregló, en la década del setenta, para escribir obras de fuste como la novela El libro de Manuel (1973) y los cuentos recopilados en Octaedro (1974), Alguien anda por ahí (1977) y Queremos tanto a Glenda (1980), además de misceláneas muy personales como Territorios (1978), Prosa del observatorio (1972) y Un tal Lucas (1979). La segunda es que él mismo era consciente de la irregularidad de su producción, en muchos casos escrita a vuelapluma, en respuesta a presiones extraliterarias. Por ejemplo, de El libro de Manuel, una novela que mezcla ficción con realidad política, diría que es «un libro sumamente imperfecto porque […] lo escribí a contrarreloj; tenía que terminarlo en un momento determinado para que se publicase inmediatamente en la Argentina, pudiera ser conocido y ayudara a los movimientos de protesta contra la escalada de la violencia […]. Es un libro muy flojo desde el punto de vista de la escritura, pero aun así estoy contento de haberlo hecho». De lo que se deduce la tercera cosa digna de mención: Cortázar sacrificaba la estética porque juzgaba urgente el compromiso con «los procesos históricos que a cada uno de nosotros [le] concierne en su país».
Frases así aparecen en innumerables entrevistas, pero las anteriores provienen concretamente del más reciente de su ya larga docena de libros póstumos, Clases de literatura, una trascripción de las ocho charlas que impartió en 1980 en la Universidad de Berkeley, invitado por el departamento de español. Atrás habían quedado, es obvio, los reparos que le habían impedido ir a Columbia, aunque no la agenda política sobre la que se basaban. Cortázar habla aquí como escritor latinoamericano, lo que «significaba fundamentalmente», según explica en la primera charla, «ser un latinoamericano escritor»: «había que invertir los términos, y la condición de latinoamericano, con todo lo que comportaba de responsabilidad y deber, había que ponerla también en el trabajo literario». Cortázar veía ese deber cumplido en muchos de sus colegas: «si en otro tiempo –aventura– la literatura representaba de algún modo unas vacaciones que el lector se concedía en su cotidianeidad real, hoy en día en América Latina es una manera directa de explorar lo que nos ocurre, interrogarnos sobre las causas por las cuales nos ocurre, y muchas veces encontrar caminos que nos ayuden a seguir adelante cuando nos sentimos frenados por circunstancias o factores negativos». Se trata de una definición algo simplista del campo literario de aquellos años, en la que no casan del todo las obras de escritores por entonces de vanguardia como Copi, Reinaldo Arenas y Manuel Puig, ni de novelistas como Juan José Saer, Fogwill y Ricardo Piglia, que proponían un enfoque sesgado, aunque sin duda muy crítico, de «lo que ocurría»; pero es lo bastante abarcadora para incluir a los principales correligionarios del boom («la literatura más alta de la que podemos hablar en estos momentos, la de Asturias, Vargas Llosa, García Márquez») y leer sus obras a la luz de la historia.
¿Era Cortázar un buen profesor? ¿Hay una reflexión literaria de primer nivel en estas clases? ¿Merece la pena que las leamos en un libro?
En ese sentido, la expresión literaria, para Cortázar, formaba parte de una auténtica toma de conciencia: «en las últimas tres décadas la literatura de tipo cerrado […] ha cedido terreno frente a una nueva generación de escritores mucho más implicados con los procesos de combate, de lucha, de discusión, de crisis», etc. De manera más interesante aún, Cortázar extrapola ese diagnóstico a su propia escritura, lo que lo autoriza a presentarse como caso casi paradigmático de la historia literaria del continente. Así, en la primera charla, «Los caminos de un escritor», divide su carrera en tres etapas: una estética (la escritura como técnica), una metafísica (como búsqueda de sentido) y finalmente una histórica (aliada al activismo político). Se trata de un relato que no difiere en las grandes líneas del que suele hacer la crítica, pero tiene dos indudables puntos de interés: habla «desde adentro», en una primera persona franca y sin ceremonias; y presta atención al modo en que cada etapa fue fundiéndose con la siguiente. Algunos pondrán en duda la teleología implícita; pero no hay por qué descreer de Cortázar cuando explica cómo el cuento «El perseguidor», por ejemplo, lo condujo a una búsqueda más amplia de sentido que cuajó en Rayuela, y cómo la insatisfacción que acabó sintiendo con el individualismo de esta última le inspiró reflexiones en el terreno de lo social.
Cortázar dedica dos clases a distintos aspectos de Rayuela, y en ellas aparece su doble capacidad, bastante inusual en escritores, para hablar con pasión de su obra y criticar lo que, retrospectivamente, considera falencias. Notamos que, así como no se contenta con una novela individualista, a una abiertamente sociopolítica, El libro de Manuel, le critica el hecho de no haber llegado lo suficientemente lejos en inventiva lingüística. Podría argumentarse, en este sentido, que Cortázar se muestra más despierto, más original e incluso más comprometido cuando trata cuestiones, no supeditadas a ideas generales, sino a la utilización de un lenguaje literario concreto. Es esclarecedora su explicación de cómo la lengua misma de Rayuela busca poner en escena una «desconfianza instintiva sobre la manera como hay que decir las cosas». El personaje de Oliveira, señala, rechaza los lugares comunes porque tiene miedo de que «en vez de ser él quien piensa y critica, el lenguaje piense un poco por él y le imponga fórmulas estereotipadas, las fórmulas que vemos todos los días en los periódicos». La literatura tenía el deber de no repetir esas fórmulas. Y de ello Cortázar saca una conclusión ideológica: tan solo así la imaginación puede ser verdaderamente revolucionaria, porque «las revoluciones hay que hacerlas en todos los planos […] también en la estructura mental de la gente que va a vivir esa revolución». No se le escapa que «las sociedades actuales que intentan actitudes revolucionarias […] muy pocas veces tienen una conciencia precisa de ese nivel de lenguaje y [emplean] un lenguaje que no tiene absolutamente nada de revolucionario». Más aun, en la clase siguiente, dedicada al erotismo en literatura, vuelve sobre el tema para señalar que a veces quedó prisionero, precisamente, de las fórmulas que quería evitar. Es un pasaje tan franco como fino de (auto)crítica literaria:
En Rayuela […] hay con frecuencia situaciones eróticas, pero ninguna está tomada de frente. En la mayoría de los casos me sentía muy bloqueado y muy preocupado cuando llegaba a esos momentos y […] en la mayoría de los casos uso sistemas metafóricos, diversas imágenes que el lector comprende, pero que de todas maneras son imágenes que no utilizo en otros momentos del libro que no son eróticos: mi lenguaje cambia, en ese momento soy consciente del tabú y lo acepto.
Las clases abundan en observaciones así. Y las hay sobre temas tan diversos como el erotismo, lo lúdico o la musicalidad en literatura. Sobre este último, del que sólo puede hablar con metáforas, Cortázar propone lo siguiente: «Una prosa musical, tal como yo la entiendo, es una prosa que transmite su contenido perfectamente bien (no tiene por qué no transmitirlo, no sufre en absoluto teniendo esos valores), pero además establece otro tipo de contacto con el lector. El lector la recibe por lo que contiene como mensaje y, además, por el efecto de tipo intuitivo que produce en él y que ya nada tiene que ver con el contenido: se basa en cadencias internas, en obediencias a ciertos ritmos profundos». Lo cual, convengamos, no es una maravilla de penetración musicológica ni literaria; sin embargo, si se lee en voz alta, como lo dijo Cortázar, se descubre que el pasaje hace lo que celebra: las dos oraciones crean una especie de suspense, que se resuelve en las cláusulas paralelas del final, donde se encuentra el «mensaje». Nadie ignora que Cortázar escribía prosa musical. Pero aquí, donde la musicalidad emana en voz alta, confirmamos hasta qué punto es inherente al estilo, y por ende al carácter, del escritor. (De ahí sin duda sus tiras y aflojas con los correctores de pruebas, que en aras de la corrección siempre le agregaban comas, trastocando sin piedad las cadencias.) Por lo demás, musical no quiere decir mejor ni peor. Cortázar da el contraejemplo perfecto de Mario Vargas Llosa. «Es totalmente sordo a la música –dice, con razón–: no le gusta, no le interesa, no existe para él. Su prosa es una prosa magnífica que transmite todo lo que él quiere transmitir pero, para quienes tenemos otra noción, es una prosa que no contiene ese otro tipo de vibración, esa otra arquitectura interna». 
Entre las observaciones iluminadoras, hay unos cuantos tópicos, achacables quizás al cansancio o a la preparación insuficiente del orador. Por irónico que parezca, las charlas menos interesantes son las tres que se dedican al cuento; e, ironía de ironías, las más flojas son las que se concentran en el cuento fantástico. Aunque concentrarse, la verdad, se concentran poco. En vez de análisis, se ofrecen impresiones; y, en vez de argumentos, un excurso tras otro, intercalados con largos resúmenes de cuentos ajenos, lecturas aún más largas de los propios y simpáticas anécdotas personales, como cuando Cortázar cuenta que, a los pocos meses de escribir «La autopista del sur», se encontró en un fenomenal atasco en una carretera, igual que los personajes de ese relato, y comprobó que muchas de las cosas imaginadas se cumplían en la realidad. A juzgar por las preguntas de los alumnos («¿Puede hablar un poquito sobre “La noche boca arriba”?», «¿Cuál considera que es su mejor cuento?»), de Cortázar se esperaba justamente ese toque informal, y en varias oportunidades él mismo caracteriza las charlas como un «diálogo» más que como una perorata ex cátedra. En consonancia, Carles Álvarez Garriga, el responsable de la edición, afirma que el volumen habría podido titularse  «El profesor menos pedante del mundo» y señala la «demolición de la metodología embalsamadora y de la fosilizada jerarquía profesor-alumno». Pero eso no nos impide hacernos ciertas preguntas. La más obvia: ¿era Cortázar un buen profesor? O, hablando en plata: ¿hay una reflexión literaria de primer nivel en estas clases? Y al final: ¿merece la pena que las leamos en un libro? 
No creo incurrir en una contradicción si respondo a la última pregunta de manera afirmativa, pese a que la segunda me inspira un franco no y la primera me hace dudar bastante. Hace falta, ante todo, cierto sentido de la proporción. De poco sirve el elogio automático de parangonar estas clases con grandes ejemplos de «lecciones de literatura dictadas por [un] escritor consagrado», como hace Álvarez Garriga en el prólogo, mencionando las colecciones Borges oral, Seis propuestas para el próximo milenio, de Italo Calvino, y las  Lecciones de literatura, de Nabokov. Aun con las salvedades del caso (el curso de Cortázar tenía un momento práctico, durante el que los alumnos hacían preguntas), los tres libros citados responden a un esfuerzo didáctico de muy distinto calibre. Cabe recordar que las lecciones de Nabokov, fruto de años de enseñanza universitaria, contienen meticulosos análisis textuales, en los que se consideran no sólo cosas como qué insecto es Gregorio Samsa, o en qué clase de compartimento viajaba Anna Karenina, sino minucias estilísticas (véase su disquisición sobre la conjunción copulativa «y» en Flaubert); Calvino, para sus conferencias, eligió seis rasgos de una deseable literatura venidera, recurriendo a lo mejor de la tradición europea para ejemplificarlos, con comentarios acendrados y un agudo sentido de la estructura expositiva; y Borges sacó de su refulgente cerebro comparaciones impensadas entre filósofos, teólogos y escritores.
Las charlas de Cortázar no demuestran esa perspicacia ni esa erudición panóptica. Tampoco, a juzgar por cómo las caracteriza él mismo, aspiraban a ello: «Tienen que saber que estos cursos los estoy improvisando muy poco antes de que ustedes vengan aquí: no soy sistemático, no soy un crítico ni un teórico, de modo que a medida que se me van planteando los problemas de trabajo, busco soluciones». Llámeselo si se quiere «demolición de la metodología embalsamadora»; pero la otra cara de la moneda es que a menudo se cae en una especie de anecdotario sobre la práctica del escritor, cosa que nunca le ocurre a Nabokov o a Calvino (aunque sí a Borges, sobre todo en sus últimos años). Pero, si algo se echa en falta, al menos en la lectura de las transcripciones, es el grado de provocación intelectual que alcanzan los grandes profesores. Lo digo con cautela, pues quien estuvo presente tal vez sintiera que Cortázar fue una inspiración o algo similar. Pero hay que señalar, mirando por un momento más allá del género «clases de escritores», que en el mundo académico de 1980 existía un esfuerzo profundo por pensar en la literatura, y sobre todo en la relación de literatura e ideología, de manera mucho más compleja que en estas clases; y ese esfuerzo fascinó a muchos alumnos de humanidades por su «lenguaje verdaderamente revolucionario». Me refiero, claro, a la teoría literaria. Con esto no quiero decir que Cortázar debería haberse sumado a la fiebre teorizante que arrasaría en los campus en los años ochenta, como si los conceptos fueran oro; sí que su discurso a menudo pecaba de ingenuo. Y, sin duda, se engañaba a sí mismo al creer que escandalizaría a alguien con la «cuota bien calculada de explosivos que meto en mis exposiciones». Sus improvisadas bombas molotov contra el imperialismo no se comparaban con la artillería pesada que entonces se desplegaba, por ejemplo, en Columbia, donde Edward Said había publicado hacia poco su radical Orientalismo.  
Así las cosas, ¿por qué vale la pena leer las clases de Cortázar? Sencillamente, porque dejan constancia de las inquietudes del autor en el período final de su vida, mientras hacía el balance de su larga carrera y de sus convicciones, aciertos y tropiezos. De hecho, la mejor manera de apreciar esta «transcripción de trece horas de grabaciones» es tomarlas como un testimonio. Aunque no aliena a ningún tipo de lectores, el volumen es una dádiva para cortazarianos, y en especial para aquellos que se interesen por la relación entre la vida y obra del escritor, que era absolutamente simbiótica. En ese sentido, Clases continúa la línea de textos dispersos o privados del autor que, a grandes rasgos, han visto la luz a lo largo de la última década (Papeles inesperados y Cartas), cuando no se descubrió ninguna gran obra literaria perdida, pero sí se amplió sustancialmente el material privado que ayuda a contextualizar y multiplicar las interpretaciones.
Quienes quieran seguir la historia más allá de 1980 pueden hacerlo en el volumen final de las cartas, que se extiende durante cuatro años más, empezando por el momento en que Cortázar y Carol Dunlop, su segunda mujer, parten de Estados Unidos en barco. En Europa les espera el mismo ajetreo de siempre, pero uno empieza a percibir el creciente deseo de Cortázar de poner las cosas en orden. A la vuelta de Berkeley, escribió a Jaime Alazraki «que el año 81 sería un año de lecturas y trabajo en casa, con un mínimo de desplazamientos locales por las razones de siempre: reuniones por la Argentina, Chile, Nicaragua y El Salvador». Y en 1981: «Cumplo 67 el mes que viene, y lo tengo bien presente; en la medida de lo posible, quisiera entrar en un último ciclo lo más sereno posible. […] No puedo ni quiero cambiar mis ritmos erráticos de escritura, pero sí quiero crearme un territorio en el que despertar con una idea de cuento o de novela no se resuelva en la frustración de no poder llevarla al papel lo antes posible. Me ha ocurrido tantas veces en estos últimos seis o siete años, que ya me resulta imposible soportarlo». En pocas palabras, Cortázar quiere concentrarse en la literatura. A veces lo consigue. Son particularmente gozosas las cartas en que explica a distintos amigos el proyecto de escribir junto a Dunlop el libro que se convertiría en Los autonautas de la cosmopista, a cuya génesis asistimos día a día. Y uno imagina las caras que habrán puesto los amigos al leer las cartas, porque el material del libro sería un viaje en combi de París a Marsella de treinta y tres días, sin salir jamás de la autopista, parando en cada uno de los setenta y cinco aparcamientos anexos: «Será un almanaque más, con todo lo que se nos ocurra poner dentro, pero además será muy científico, sí señora: informes sobre los párquings, fotografías documentales, algo así como una crónica de exploradores polares». Dicho y hecho: el libro apareció en 1983.
Carol Dunlop, sin embargo, no lo vería publicado, pues falleció en noviembre de 1982, de leucemia, la misma enfermedad que padecía Cortázar. La lectura de las cartas en las que anuncia el hecho a sus familiares y amigos es muy dura y, por supuesto, queda fuera de todo comentario. Más adelante, las cartas vuelven a hablar de proyectos y viajes a Nicaragua, Cuba, Buenos Aires, pero a partir de ese punto es como si el volumen cargara con el peso de su inevitable conclusión. En la última carta que se conserva, fechada el 20 de enero de 1984, a escasas tres semanas del final, Cortázar acusa recibo de las galeradas de una nueva edición de Rayuela. Le llegan, dice, «en muy mal momento», cuando se encuentra «muy enfermo, pasando por laboratorios y hospitales». No obstante, les echa un vistazo y hasta señala que «en toda la parte final se olvidaron de poner los números de los capítulos». Aun de cara a la muerte seguía cuidando la obra que le sobreviviría.
Martín Schifino es crítico de Revista de Libros.
01/11/2013

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