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jueves, 16 de octubre de 2014

Así comienza / Joyita / Patrick Modiano




Patrick Modiano
JOYITA 
Traducción de Alberto Conde

Había transcurrido una docena de años desde que no me llamaban ya «Joyita» y me encontraba en la estación de metro de Châtelet en la hora punta. Estaba entre el gentío que recorría el interminable pasadizo, en el pasillo rodante. Una mujer llevaba un abrigo amarillo. Me había llamado la atención el color del abrigo e iba viéndola de espaldas, en el pasillo rodante. Luego seguía por el pasadizo donde indicaba «Dirección Château-de-Vincennes». Ahora estábamos parados, apretujados unos contra otros en medio de la escalera, esperando a que se abriera la portezuela. Se hallaba a mi lado. Entonces le vi la cara. El parecido de aquel rostro con el de mi madre era tan increíble que pensé que era ella. 




Me vino a la memoria una foto, una de las pocas fotos que conservé de mi madre. Tenía la cara iluminada como si un proyector la hubiera hecho surgir de la noche. Siempre me he sentido violenta viendo esa foto. En mis sueños siempre era una foto antropométrica que me tendía alguien —un comisario de policía, un empleado del depósito de cadáveres— para que pudiera identificar a aquella persona. Pero yo me quedaba muda. No sabía nada de ella.


Se sentó en uno de los bancos de la estación, apartada del resto de la gente, que se apretaba al borde del andén a la espera del convoy. No quedaba sitio libre en el banco, a su lado, y yo aguardaba de pie, detrás, apoyada en una máquina automática. El corte de su abrigo seguramente había sido elegante en otro tiempo, y su color vivo le daba un toque de fantasía. Pero el amarillo se le había desvaído y vuelto casi gris. Parecía al margen de todo lo que la rodeaba y me pregunté si se quedaría allí, en el banco, hasta la hora del último metro. El mismo perfil que el de mi madre, la nariz tan particular, levemente respingona. Los mismos ojos claros. La misma frente alta. El pelo era más corto. No, no había cambiado mucho. Ya no tenía el pelo tan rubio, pero, después de todo, yo no sabía si mi madre había sido rubia de verdad. La boca se le contraía en un rictus de amargura. Estaba segura de que era ella.

Dejó pasar un tren. El andén se quedó vacío unos minutos. Me senté en el banco, a su lado. Al poco, una multitud compacta volvió a ocupar todo el andén. Podría haber entablado conversación con ella. No encontraba las palabras y había demasiada gente alrededor.

Iba a quedarse dormida en el banco, pero, cuando el ruido del convoy no era aún más que un lejano temblor, se levantó. Subí al vagón detrás de ella. Estábamos separadas por un grupo de hombres que hablaban muy alto entre ellos. Se cerraron las puertas y entonces pensé que tenía que haber cogido, como de costumbre, el metro en el otro sentido. En la estación siguiente me vi arrastrada al andén por la oleada de los que salían; luego, volví a subir al vagón y me acerqué a ella.

Bajo aquella luz tan intensa parecía más vieja que en el andén. Una cicatriz le cruzaba la sien izquierda y parte de la mejilla. ¿Qué edad tendría? ¿En torno a los cincuenta? ¿Y en las fotos? ¿Unos veinticinco? Tenía la mirada igual que a los veinticinco años, clara, con una expresión de extrañeza o temor vago, y se le endurecía de repente. La posó en mí por casualidad, pero no me veía. Se sacó una polvera del bolsillo del abrigo, la abrió, se acercó el espejo a la cara, y se fue pasando el dedo meñique de la mano izquierda por el rabillo del ojo, como para quitarse una mota de polvo. El metro cogía velocidad, pegó un bote, me agarré a la barra metálica, pero ella no perdió el equilibrio. Seguía impasible mirándose en la polvera. En Bastille, no sé ni cómo, consiguieron subirse todos, y a duras penas se cerraron las puertas. A ella le dio tiempo a guardarse la polvera antes de que la masa de gente abordara el vagón. ¿En qué estación se bajaría? ¿Pensaba seguirla hasta el final? ¿Era realmente necesario? Tendría que acostumbrarme a la idea de que vivía en la misma ciudad que yo. En su día me dijeron que había muerto, hacía mucho, en Marruecos, y jamás intenté saber nada más. «Murió en Marruecos», una de esas frases que datan de la infancia y cuyo significado no entiende una del todo. De esas frases sólo te queda en la memoria la sonoridad, como algunas letras de canciones que me daban miedo. «Era un pequeño navío...» «Murió en Marruecos.»

En mi partida de nacimiento figuraba su fecha de nacimiento: 1917, y en la época de las fotos pretendía tener veinticinco años. Pero seguro que, para entonces, ya había hecho trampa con la edad y se había falsificado la documentación con la idea de quitarse años. Se subió el cuello del abrigo como si tuviera frío en aquel vagón donde, sin embargo, viajábamos apiñados. Me fijé en que tenía las solapas completamente desgastadas. ¿Desde cuándo llevaba aquel abrigo? ¿Desde la época de las fotos? Por eso estaba el amarillo tan desvaído. Llegaríamos al final de la línea y, allí, un autobús nos trasladaría hasta algún lugar perdido de las afueras. La abordaría en ese momento. Pasada la estación de Lyon había menos gente en el vagón. De nuevo se posaba en mí su mirada, pero era esa mirada que intercambian maquinalmente los viajeros entre sí. «¿Se acuerda usted de que me llamaban Joyita? Por aquella época también adoptó usted un apellido falso. Y hasta un nombre falso, que era Sonia.»

Ahora estábamos sentadas una frente a otra en los asientos más cercanos a las puertas. «Intenté localizarla por la guía e incluso llamé a las cuatro o cinco personas que tenían el mismo nombre que el suyo de verdad, pero no habían oído hablar nunca de usted. Yo me decía que debería ir un día a Marruecos. Era la única manera de averiguar si estaba muerta en serio.»

Pasada Nation, el vagón circulaba vacío, pero ella seguía sentada en su sitio frente a mí, con las dos manos juntas y las mangas del abrigo grisáceo destapándole las muñecas. Unas manos desnudas sin asomo de anillo ni pulsera, unas manos agrietadas. En las fotos llevaba pulseras y anillos, anillos macizos como los de la época. Pero, hoy, ya nada. Cerró los ojos. En tres estaciones se acababa la línea. El metro se detendría en Château-de-Vincennes y yo me levantaría lo más discretamente posible, y saldría del vagón dejándola dormida en el asiento. Cogería el otro metro, dirección Pont-de-Neuilly, como habría hecho si no me hubiera fijado en aquel abrigo amarillo un rato antes, en el pasillo. 

El tren se detuvo suavemente en la estación de Bérault. Ella abrió los ojos, que recobraban así su duro brillo. Echó un vistazo al andén y se levantó. Yo la seguía de nuevo por el pasillo, pero ahora estábamos solas. Entonces observé que llevaba esas zapatillas de punto, con forma de calcetines bajos, que se llamaban panchos, lo que acentuaba sus andares de antigua bailarina.

Una avenida ancha, orlada de edificios, en la linde entre Vincennes y Saint-Mandé. Caía la noche. Cruzó la avenida y entró en una cabina telefónica. Esperé a que cambiara varias veces el semáforo y crucé luego yo. En la cabina tardó cierto rato en encontrar unas monedas o una ficha. Yo hice como que estaba absorta en la luna de la tienda más próxima a la cabina, una farmacia que tenía en el escaparate ese cartel que tanto me asustaba de niña: el diablo echando fuego por la boca. Me volví. Estaba marcando despacito un número de teléfono, como si fuera la primera vez. Apoyaba el auricular en el oído aferrándolo con las dos manos. Pero no contestaban en ese número. Colgó, se sacó un papelito de uno de los bolsillos del abrigo y, mientras iba haciendo girar el dial del teléfono con el dedo, no apartaba la vista del papelito. Fue entonces cuando me pregunté si tendría domicilio en algún sitio.

Esta vez le contestó alguien. Yo veía el movimiento de sus labios a través del cristal. Seguía sosteniendo el auricular con las dos manos y de cuando en cuando meneaba la cabeza, como para concentrar toda su atención. A tenor de los movimientos de los labios, hablaba cada vez más alto, pero aquella vehemencia acababa por calmársele. ¿A quién estaría llamando? Entre los escasos objetos que me quedaban de ella en la caja de galletas de metal, una agenda y una libreta de direcciones databan de la época de las fotos, de cuando me llamaban Joyita. De más joven no me había entrado nunca la curiosidad de ojear la agenda y la libreta, pero hacía algún tiempo que las hojeaba un rato por la noche. Nombres. Números de teléfono. Sabía de sobra que no valía la pena marcarlos. Además, no me apetecía.

En la cabina, ella seguía hablando. Parecía tan absorta en la conversación que podía acercarme sin que notara mi presencia. Hasta podía hacer como que estaba esperando mi turno para telefonear, y captar a través del cristal algunas palabras que pudieran ayudarme a comprender mejor qué había sido de aquella mujer del abrigo amarillo y los panchos. Pero no oía nada. Seguramente estaba llamando a alguno de los que figuraban en la libreta, al único al que no hubiera perdido de vista o que no se hubiera muerto todavía. Muchas veces alguien se mantiene ahí, durante toda tu vida, y no consigues desanimarlo nunca. Lo mismo te ha conocido en tiempos de bonanza, pero, más tarde, es capaz de secundarte en las penurias, sin cejar en su admiración, siendo el único que sigue concediéndote crédito, sintiendo por ti eso que llaman la fe del carbonero. Un mendigo como tú. Un perrillo fiel. Un eterno sufridor. Yo intentaba imaginarme cómo sería el aspecto de ese hombre, o esa mujer, al otro lado del teléfono.

Salió de la cabina. Me echó una mirada indiferente, la misma mirada del metro. Abrí la puerta de cristal. Sin meter una ficha en la ranura marqué al tuntún, por hacer el paripé, un número de teléfono, esperando que se alejara un poco. Sostenía el auricular contra la oreja, y no daba ni tono. El silencio. No era capaz de decidirme a colgar.

Entró en el café, junto a la farmacia. Dudé antes de seguirla, pero me dije que no se fijaría en mí. ¿Quiénes éramos nosotras dos? Una mujer de edad incierta y una joven perdidas entre la masa del metro. De esa masa de gente nadie habría logrado distinguimos. Y cuando volvimos a subir al aire libre éramos como tantos miles y miles de personas que regresan por la noche a las afueras.

Estaba en una mesa del fondo. El rubio mofletudo de la barra le puso un kir*. Había que averiguar si iba allí cada noche a la misma hora. Me propuse quedarme con el nombre del café. Calciat; avenue de Paris número 96. El nombre estaba impreso en el cristal de la puerta, arqueado en semicírculo, y en caracteres blancos. En el metro, en el camino de vuelta, iba repitiéndome el nombre y la dirección para anotarlos en cuanto pudiera. No se muere en Marruecos. Se sigue viviendo una vida clandestina, después de la propia vida. Una se toma cada noche un kir en el café Calciat, y al final los clientes acaban por acostumbrarse a esa mujer del abrigo amarillo. Nadie le ha preguntado nunca nada.

Me senté a una mesa, no muy lejos de la suya. Yo también pedí un kir, en voz alta, para que lo oyera, con la esperanza de que viera en ello un signo de connivencia. Pero permaneció impasible. Guardaba la cabeza levemente inclinada, con la mirada al tiempo dura y melancólica, los brazos cruzados y apoyados en la mesa, en la misma actitud que la que mostraba en el cuadro. ¿Qué habría sido de aquel cuadro? Me siguió durante toda la infancia. Estaba colgado en la pared de mi cuarto de Fossombronne-la-Forêt. Me dijeron: «Es el retrato de tu madre». Era obra de un tipo que se llamaba Tola Soungouroff. Lo pintó en París. El nombre y la ciudad figuraban al pie del cuadro, a la izquierda. Tenía los brazos cruzados, como ahora, con la diferencia de que en una de las muñecas llevaba puesta una pesada pulsera de cadena. Aquello podía servirme de excusa para entablar una conversación. «Se parece usted a una mujer que vi la semana pasada en un cuadro del rastro, en porte de Clignancourt. El pintor se llamaba Tola Soungouroff.» Pero no tenía el coraje de levantarme y dirigirme a ella. Suponiendo que fuera capaz de pronunciar la frase sin equivocarme: «El pintor se llamaba Tola Soungouroff, y usted, Sonia, pero era un nombre falso; el auténtico, como puede leerse en mi partida de nacimiento, era Suzanne». Sí, una vez pronunciada la frase, muy deprisa, ¿qué ganaría con eso? Haría como que no entendía, o se le atropellarían las palabras en la boca, y le saldrían sin orden ni concierto, porque hacía muchísimo que no hablaba con nadie. Pero mentiría, jugaría al despiste, como ya hizo en la época del cuadro y las fotos inventándose la edad y un nombre falso. Y también un apellido falso. Y hasta un falso título nobiliario. Dejaba correr el bulo de que había nacido en una familia de la aristocracia irlandesa. Supongo que se le cruzaría en el camino algún irlandés, porque si no, no se le habría ocurrido una idea semejante. Un irlandés. Quizá mi padre —resultaría muy difícil volver a localizarlo y debió de olvidarse de él. Seguro que se había olvidado de todo lo demás y se hubiera llevado un buen chasco de sacarle yo el asunto. Se trataba de otra persona distinta de ella. Con el tiempo se habían disipado las mentiras. Pero, en su día, estoy segura de que se las había creído a pie juntillas.

        El rubio mofletudo le puso otro kir. Ahora había muchos clientes en la barra. Y todas las mesas estaban ocupadas. En aquel guirigay no habríamos podido ni oírnos. Tenía la sensación de seguir dentro del vagón del metro. O de estar, másbien, en la sala de espera de una estación, sin saber exactamente qué tren me tocaba coger. Pero ya no había tren para ella. Estaba retrasando la hora de regresar a su casa. No estaba muy lejos, seguro. Yo tenía muchísima curiosidad por saber dónde. No me apetecía nada hablar con ella, no sentía por ella nada en especial. Las circunstancias habían impedido que hubiera entre nosotras eso que llaman la leche de la bondad humana*. Lo único que deseaba saber era dónde había ido a parar, doce años después de su muerte en Marruecos.





*  Aperitivo francés a base de vino blanco y licor de «cassis» (grosella negra). (N. del T.)


*  Cf. Macbeth , de Shakespeare, acto 1, escena V. (N. del T)



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