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miércoles, 22 de septiembre de 2021

Mavis Gallant / El carro del hielo calle abajo


Mavis Gallant
El carro del hielo calle abajo

    Ahora que son ajenos a los asuntos cosmopolitas y están de vuelta donde empezaron, la mujer de Peter Frazier comenta:
    —A todo el mundo le ha ido bien en lo de los negocios internacionales menos a nosotros.
    —Hay que ser poco honrado —le contesta él.
    —O listo. Una pena que no lo fuésemos.
    Es domingo por la mañana. Están sentados en la cocina tomándose el café tranquilamente, recordando el pasado. Pronuncian los nombres de la gente como si fueran mágicos. Peter está pensando en Agnes Brusen, pero hay cientos de nombres. Como broma particular entre los dos, Sheilah y él llevan las batas de seda que se compraron en Hong Kong. Cada uno ve al otro como a un pavo real, más bien majestuoso, pero los dos hacen como que las batas son ridículas y que se las ponen como parte de un juego.

    Peter y Sheilah y sus dos hijas, Sandra y Jennifer, están de visita en la casa de Lucille, la hermana soltera de Peter. Llevan diecisiete semanas como invitados, justo desde que volvieron a Toronto de su periplo por Extremo Oriente. Su viejo y enorme baúl de viaje bloquea una esquina de la cocina y dificulta el que se pueda abrir la puerta de la nevera, pero incluso Lucille dice que también el baúl puede quedarse donde está por ahora. El futuro de los Frazier está sin decidir. Todo continúa en el aire.
    Lucille les ha cedido su habitación a las dos sobrinas y duerme a la entrada, en una colchoneta de acampada. Los padres se han quedado con el diván del salón. Aquí no tienen privilegios. Se duermen después de que Lucille haya visto el último programa de televisión que le interese. En el armario de la entrada los abrigos de invierno arrugan su ropa. Saben que están siendo juzgados por primera vez. Sandra y Jennifer están esperando a que Peter y Sheilah decidan. Están deseando saber hacia dónde planean volar ahora sus exóticos padres. ¿Qué tipo de clima le apetecerá a Sheilah? ¿Qué trabajo querrá aceptar Peter? Cuando los padres lo sepan, las niñas tomarán su propia decisión. Es muy posible que Sandra y Jennifer decidan quedarse con su tía.
    Los padres pavos reales son observados a través de los cañizos. Lucille y sus sobrinas son prácticamente idénticas: pelo castaño oscuro, poco agraciadas pero orgullosas. Ninguna de las niñas tiene la despreocupación del padre ni la presencia de la madre, su altura, su porte, su exuberante cabello, sus ojos celestes. Las niñas son más cautas que ellos, más canadienses. Cuando vieron el apartamento de su tía llevaban nueve años fuera de Canadá, desde que tenían cuatro y dos años respectivamente, y Jennifer, la mayor, dijo: «Bueno, por fin en casa». Su voz es nasal y monótona. ¿De dónde habrá sacado esa voz? ¿Y por qué tiene que llamar «casa» a esto? La respuesta de Peter ante cualquier cosa que se refiera a sus desconcertantes hijas es: «Lo llevarán en la sangre».
    Los domingos por la mañana Lucille lleva a sus nietas a la iglesia. Solo impone una condición a sus parientes: los niños deben ser decentes. Las niñas la acompañan con mucho gusto, con los sombreros nuevos y los bolsos y los guantes y las pulseras de coral y los collares de perlas. Sus padres, desaliñados, medio dormidos, atontados porque es domingo, toman café y mantienen su particular charla sobre el pasado.
    «No fuimos deshonestos —dice Peter—. Ni tan siquiera listos.»
    Sheilah anda con la cabeza bien alta. Ella no es de las que se ahogan. Sería una equivocación decir que no les queda nada con lo que exhibirse. Aún les queda el Balenciaga. Es un vestido de noche negro, rígido y ajustado a la cintura, un poco largo para la moda actual, pero ni Sheilah ni Peter le cambiarían un solo hilo. El Balenciaga es su talismán, su tesoro. Y cuando se acuerdan de él se tocan las manos y piensan que los años no han pasado por ellos, sino que son como una bruma maravillosa aún por vivir.
    París fue su primer destino. A principios de los años cincuenta era allí donde se repartía el pastel de los trabajos internacionales. Peter había heredado una última partida de dinero con la conciencia de que esa sería probablemente la última que viera, y fue suficiente para sacarlos adelante, a Sheilah, a Peter, a los bebés y al baúl de viaje. Para su sorpresa y regocijo, tenían dinero en el banco. Se dijeron el uno al otro: «Esto nos debería dar para un año». Peter era muy exigente con el nuevo trabajo. No había ido hasta allí para aceptar cualquier cosa. En París se encontró con Hugh Taylor, que estaba ganando suficiente con el estraperlo de gasolina para mantener a su esposa en París y a una chica en Roma. Esto causó una gran impresión en Peter, porque recordaba a Hugh Taylor como un estudiante erudito amargado sin el menor talento para la vida. Por supuesto, Taylor tenía un trabajo. No se había dicho a sí mismo: Me voy a Europa a traficar con gasolina. Esto le dio a Peter una idea orientativa, pudo ver de qué iba la cosa. Primero has de pescar tu pez. Más tarde, en una fiesta internacional, se encontró con Johnny Hertzberg, que le aseguró que Alemania era ahora el lugar idóneo. Hertzberg le dijo que cualquiera que saliera sin blanca de Alemania era demasiado estúpido para estar allí, y que se merecía volver a casa y trabajar en una oficina. Peter asintió, como si fuera una cosa en la que él ya había pensado. Se puso a pensar en Alemania. París estaba bien para unas vacaciones, pero ya se habían repartido el pastel. Sí, Alemania. Se estaba quedando sin dinero. Pensó bastante en Alemania.
    Ese invierno fue húmedo y muy delicado, tan frágil que ahora no se atrevían a hablar de ello. Parecía que no les faltara de nada y que tuvieran todo el tiempo por delante. Vivían el sueño del matrimonio, las telas aún por cortar, nada rajado ni estropeado. Se pasaron el invierno gastando el dinero y de fiesta en fiesta, hablando sobre el futuro trabajo de Peter. Les duró cuatro meses. Se gastaron el dinero, vivieron en el futuro y nunca más serían tan felices.
    Tras cuatro meses se vieron forzados a abandonar París, pero no para ir a Alemania, sino a Ginebra. Peter piensa que fue a causa del incidente en la boda de Trudeau en el Ritz. Paul Trudeau era un franco-canadiense que Peter conocía de la escuela y de la marina. Trudeau se había convertido en un esnob, muy orgulloso de su carrera y de sus relaciones parisinas. Intentaba hacer ostensible la diferencia, pero Peter creía que esa diferencia era solo para los extranjeros. En la recepción de la boda, Peter se tiró al suelo y se hizo el muerto. Sostuvo sobre su pecho una azalea blanca en un jarrón de bronce y cantó: «Oh, escúchanos cuando lloramos ante el altar por los que están en peligro en la mar». Sheilah se arrodilló junto a él y le dijo:
    —Peter, cariño, levántate. Pete escucha: en esta habitación están todas las personas que podrían hacer algo por ti. Si me quisieras te levantarías.

   —Sí que te quiero —dijo él dispuesto a entablar una conversación seria—. Es tan hermosa —le dijo a una segunda cara—. Es casi tan alta como yo. Fue modelo en Londres. La conocí en Londres durante la guerra.

    Allí estaba, tumbado de espaldas con la azalea sobre el pecho, contando su historia común. Un camarero le quitó el jarrón de bronce de las manos y Peter, después de que le obligaran a ponerse en pie, tumbó al camarero de un puñetazo. La esposa de Trudeau, que parecía recién salida de un convento de ursulinas, se puso histérica, y a pesar de que Trudeau y Peter eran amigos de la infancia, Trudeau no volvió a hablarle nunca más. Ahora la opinión de Peter es que los franco-canadienses siempre son así de rencorosos. Dice que Trudeau hizo que la embajada interviniera. Afortunadamente, a su regreso a casa todavía había gente para la que el apellido Frazier significaba algo y a ellos apeló Peter. Escribió cartas en las que decía que un grupo de franco-canadienses se había compinchado para evitar que consiguiera un trabajo, y preguntaba si se podía hacer algo al respecto. Nadie le respondió directamente, pero quedó claro que lo que habían dispuesto para ellos era un exilio a Ginebra: una temporada de meditación y arrepentimiento, como le había contado él a Sheilah, y lo habían concertado todo con mucho tacto, a través de Lucille. Ella les escribió que una amiga suya, May Fergus, que trabajaba de secretaria en Ginebra, sabía de un trabajo. Se trataba de archivar fotografías en el servicio de información de una agencia internacional en el Palais des Nations. La paga no era gran cosa, pero Lucille pensó que Peter ya estaría harto de no hacer nada.
    Estos días él no hace más que preguntarle a su hermana quién le había proporcionado la información, qué importante cargo le había dicho que escribiera a Peter sugiriéndole ir a Ginebra.
    —Nadie —le dice Lucille—. Es decir, nadie de los que tú piensas. La verdad es que tenía esa amiga trabajando allí, y que sabía que te estarías gastando el dinero muy rápido.
    —Seguro que fue un pez gordo —dice Peter. Mira entonces a su hermana con admiración, como hacía otras veces con su mujer.
    Cuando estaban en París su esposa le amaba. Todo lo que ella esperaba del matrimonio lo encontró allí ese invierno. En Ginebra, donde Peter era un oficinista y vivían en un piso amueblado, ella hacía como que vivían en París y seguían llevando la misma vida. Muchas veces, cuando le daban la cena a las niñas, se arreglaba como si Peter y ella fueran a salir a cenar. Se vestía con el Balenciaga y ponía velas en la mesa en la que comían ellos dos. El escote del vestido estaba manchado de maquillaje. Peter la recuerda frotando el maquillaje con una esponja mojada. La recuerda en la cocina, con el Balenciaga manchado, restregando el maquillaje con un estropajo sucio. Detrás de ella, en la mesa de la cocina, Sandra y Jennifer, con sus pijamas sin botones y sus zapatillas de conejitos, daban cuenta de una cena que consistía en leche y sándwiches de mermelada. Una vez dormidas las niñas, sus padres cenaban con solemnidad, Sheilah se sentaba erguida como una reina y daban comienzo a la ceremonia.
    Fue un periodo de exilio misterioso en el que Peter tenía que esperar señales o presagios para saber cuándo tendría libertad para marcharse. Nunca vio aquel trabajo de otra manera. Se olvidó de que había sido él mismo quien lo había solicitado. Pensaba que lo habían mandado a Ginebra para expiar un delito menor y que tenía que esperar a que lo pusieran en libertad. En el trabajo nadie le presionaba. Su jefe más próximo había dimitido, dejándole solo durante meses en una habitación con dos escritorios. Leía el Herald Tribune e intentaba hacerse una idea de cómo iban las cosas por allí, de cómo se las ingeniaban los otros para vivir de lo que se les pagaba oficialmente. Pero se trataba de una conspiración cerrada. Ahora ya no se las veía con aventureros, sino con funcionarios que esperaban el día de la jubilación. Nadie contestaba a sus interrogatorios. Hacían como que sus preguntas eran una forma de mostrarse ingenioso. Su único consuelo en el exilio eran esos pocos fines de semana felices que había tenido la última primavera y a principios del verano. Se había encontrado con otro viejo amigo, Mike Burleigh. Este era un liberal sensato que se había casado con una heredera sensata. Los Burleigh tenían dos listas de invitados. La primera estaba compuesta de gente pesada a la que se veían obligados a entretener, mientras que en la segunda estaban sus amigos verdaderos, los que ellos querían. Los amigos verdaderos hacían grandes esfuerzos por convertirse en pesados y aburridos para así llegar a la primera lista de invitados, pero muy pocos lo conseguían. Peter fue directamente a la primera lista. Tal vez Mike no entendiera qué motivos tenía para fingir que era oficinista. Peter se daba tales humos que bien podría ser el enviado de un inspector universal para comprobar cómo se estaban haciendo las cosas en Ginebra.

 Cada viernes de mayo y junio, y parte de los de julio, los Frazier alquilaban un Fiat azul y recorrían los sesenta kilómetros hacia el este de Ginebra que había hasta la casa de verano de los Burleigh. Se llevaban a las niñas, sus manoseados libros ilustrados, una maleta y una botella de ginebra como obsequio. Recuerdan esto como un periodo lleno de arroyos y aves acuáticas, cisnes, rosas y pájaros cantarines. Las niñas eran pequeñas y aún les pertenecían. Si piensan mucho en ello se les hace la boca agua, el estómago les duele. «Fue bueno mientras duró», dice ahora Peter. Suficiente. Mientras duró Sheilah y Madge Burleigh eran íntimas. Dejaban a sus maridos y pasaban juntas las largas tardes de verano, comparando a sus madres y alabándose mutuamente la piel y el cabello. Fue a Madge, y no a Peter, a quien Sheilah habló de su infancia en Liverpool con las palabras «pobre como las ratas». Él solo oyó hablar de esto después, a través de Mike. A Peter la amistad entre las dos mujeres le pareció un mal comienzo. Tenía confianza en las mujeres, pero no cuando se juntaban. Duró diez semanas. Un domingo Madge dijo que necesitaba las dos habitaciones que normalmente ocupaban los Frazier para un grupo de sociólogos paquistaníes, y ahí se acabó todo. En noviembre los Frazier oyeron decir que habían cerrado la casa de verano y que los Burleigh estaban ahora en Ginebra, en su piso de invierno. No dieron señales de vida. No es que hubiera manera alguna de evitarlo, y tampoco había ganas.
    Fue entonces cuando Peter empezó a mandarles cartas a todo aquel que hubiera conocido lo más mínimo a su difunto padre. Estaba viviendo un otoño sombrío. ¿Por qué será que recuerda las calles de la ciudad a oscuras y ventanas veladas con la lluvia por doquier? Recuerda estar junto a Sheilah y las niñas como si se hubieran quedado pegados unos a otros, mientras en el exterior de su pequeño refugio llovía y llovía. Las niñas dormían en el único dormitorio del piso, porque la ventana daba a la calle y así disfrutaban de aire fresco. Peter y Sheilah tenían el sofá del salón. La ventana que ellos tenían no era una ventana real, sino un marco practicado en el cemento del hueco de la escalera. Aquel piso daba la impresión de ser más húmedo que una cueva. Peter se acuerda del vapor en la cocina, los charcos bajo el fregadero, las tuberías que rezumaban humedad. Le caía un chorro de agua de la colada con la ropa de las niñas, que goteaba sobre su cabeza. El baúl, colocado de pie en la habitación en la que ellas dormían, seguía lleno de cosas. Sheilah no se había casado para esto. No se daba por vencida. En cierta ocasión, Peter oyó cómo hacía de su capa un sayo: «Chicas, vosotras tenéis suerte —les dijo a las niñas—. En mi casa ni siquiera comíamos sentados. O comía un cucurucho de patatas chips o me comía un butty en las escaleras». Él nunca le preguntó qué era un butty . Se imagina que querrá decir pan con queso.
    El día que oyó eso de «vosotras tenéis suerte» comprendió que estaban haciendo realidad algo que hasta ahora tan solo aparentaban ser: un funcionario zarrapastroso y su prole. Si hubiera sido europeo habría ido al trabajo en bicicleta, con un uniforme adecuado a su clase y condición. Se habría puesto un abrigo ceñido, un cuello vuelto y una corbata sucia. Se preguntó entonces si no habría sido una equivocación ir hasta allí, y si después de todo él no debería estar en un sitio donde su nombre significara algo. ¿No era cierto que Peter Frazier había de vivir donde el apellido Frazier contara para algo? Cuando dice su nombre en Ontario, incluso ahora, al que lo oye le sobreviene una mirada de distracción, como si su propietario estuviera consultando una guía de interiorismo. ¿Qué es Frazier? ¿Qué significa? ¿Petróleo, poder, políticos, trigo, propiedades? Cuando murió su padre los acreedores le embargaron la casa. Su tía murió de un ataque al corazón en el apartamento de soltero de un desconocido, dejando a sus tres hijos y al viudo haciéndose conjeturas sobre si alguna vez habían llegado a conocerla realmente. Su testamento resultó decepcionante. Ninguno de los de esa generación dejaba lo suficiente. Solo unos, esos férreos inmigrantes presbiterianos procedentes de Escocia. Sus hijos, una generación de mujeres apocadas y hombres solterones, continuaban en la brecha. Los de la edad del padre de Peter no reparaban en gastos, no tenían miedo de sus padres, y sus abuelos eran ya viejos. Peter, su hermana y sus primos vivían de lo que les quedaba. Les habían dejado migajas de rentas, migajas de conceptos y la evocación de unas ideas, más que las propias ideas intactas. Si Peter pudiera elegir en quién reencarnarse sería el hijo oprimido de un clérigo escocés, se educaría a base de cachetes y principios férreos. Que le dejaran a él hacer fortuna, escapar de la casa parroquial. De pequeño dilapidaban su patrimonio ante sus propias narices. Recuerda a la gente bailando en la casa de su padre. Recuerda ver, incluso comprender, el adulterio en una habitación de invitados, entre montañas de ropa. Creyó haber presenciado un asesinato. Nunca lo dijo. Recuerda lamer vasos dondequiera que los encontrara, en el alféizar, en las escaleras, en la despensa. Oía desde su habitación a Lucille, que leía Beatrix Potter. El conejo malo le robaba la zanahoria al conejo bueno sin pedírselo por favor, y abajo el ruido de la fiesta, el rugido del león agazapado. Cuando murió su padre vio las sillas boca arriba y las marcas de tiza del alguacil. Después las puertas se cerraron.
    Muchas veces ha intentado explicarle a Sheilah por qué no podrán con él. Recuerda a su padre diciendo: «Nada puede tocarnos», algo que Peter creía y aún sigue creyendo. Esto ha evitado que se tomara sus problemas demasiado en serio. Nada puede ser peor que esto, se dice. Es a mí a quien está pasando. Incluso en Ginebra, donde tenía estatus de oficinista, donde se hundió y se puso al nivel de aquellos que no tienen posibilidad de emigrar —los de las bicicletas—, incluso allí, paseaba hasta el trabajo como si la oficina fuera un pasatiempo y su vida real un secreto tan magnífico que no podía compartirlo con nadie excepto consigo mismo.
    En Ginebra Peter trabajaba para una mujer, una muchacha. Era una noruega de un pueblecito de Saskatchewan. Imaginó que los habrían puesto juntos porque ambos eran canadienses, pero eran tan extraños el uno para el otro que parecía que o bien la palabra «canadiense» tenía un gran número de significados o no tenía ninguno en absoluto. En cuanto Agnes Brusen llegó a la oficina colgó en la pared su diploma de la universidad. Era uno de esos gestos valientes y llenos de orgullo que hablan de persistencia, trabajo duro y sacrificio familiar. En ese momento pensó que probablemente venía de una de esas familias de inmigrantes para los que la educación lo es todo. Hugh Taylor le había contado que en algunas familias los hijos mayores no se casan hasta que el menor termina sus estudios. A veces se sacrifica al segundo hijo y se le hace trabajar para darle una educación al siguiente. Los que acaban la universidad se pasan años pagando las costas. Son protestantes incandescentes y su vida es cargar con su trabajo, sus deudas y sus obligaciones. Peter ubicó a su nueva compañera a base de retazos de información. Jamás había estado en el oeste de Canadá.
    Llegó a la oficina un lunes de una mañana de octubre. La oficina estaba demasiado caldeada y pintada de color crema. En ella no había más que dos escritorios, dos armarios archivadores, un mapamundi tal como era en 1945 y la Carta de las Naciones Unidas que había dejado olvidada el predecesor de Agnes Brusen. Quitó la Carta sin preguntarle a Peter si le importaba, con esa insolencia común en mujeres que no matarían una mosca, y tras esto colgó su diploma universitario en el clavo en el que antes estaba la Carta. Tres personas la acompañaron en su entrada, todo un comité. Uno de ellos dijo: «Agnes. Este es Pete Frazier. Pete, Agnes Brusen. Pete también es canadiense, Agnes. Sabe todo lo que hay que saber de la oficina, así que pregúntale sobre cualquier duda».
    Por supuesto que sabía todo lo que hay que saber sobre la oficina: sabía el punto exacto en el que la cuerda de la persiana veneciana estaba desgastada y te obligaba a tirar un poco más hacia la derecha.
    La chica debía de tener unos veintitrés años, no más. Llevaba un traje marrón de corte clásico con botones de hueso, un pañuelo de seda nuevo, unos zapatos nuevos y un bolsito marrón inmaculado que estrujaba entre sus manos. Parecía que llevara el vestido de la luna de miel. Cuando Peter le ofreció un cigarrillo ella le dijo sacudiendo una mano de manera compulsiva: «Ah no, yo nunca fumo». Él tuvo la amabilidad de esconder su decepción. Sus compañeros de trabajo le habían dicho que venía una chica escandinava, con lo cual él se esperaba un bombón. Pero Agnes era un topo. Era pequeña y morena, tenía los hombros redondeados como si se hubiera pasado la vida cargando con paquetes o niños pequeños en sus brazos. Y el perfil de un topo fue lo que asomó cuando le dijo adiós a su comitiva. Si hubiera sido extranjera, a pesar de lo poco agraciada que era, habría flirteado un poco con ella, tan solo para que viera que era cordial. Pero el que fuera canadiense y que de repente se quedaran los dos solos actuó como inhibidor sexual. Se sentó y encendió su cigarrillo. Ella le sonrió —de modo equívoco, pensó él— y se sentó en la silla como si nunca hubiera visto una. Peter se preguntaba si a ella le molestaría que fumase. Se preguntaba si era quisquillosa respecto a las corrientes de aire o si sería alérgica a algo, si preferiría tener la persiana abierta o cerrada. Que los demás no supieran distinguir entre Peter y Agnes hacía que su brújula social estuviera desorientada. Había años luz de distancia entre ellos y, sin embargo, era a ella a quien habían llevado para que ocupara el escritorio más grande.
    Estaba pensando en esto cuando ella se levantó y se puso a pasear por la oficina casi de puntillas, abriendo los cajones de los armarios y sacando las bandejas de los archivadores. Lo escudriñó todo excepto los cajones del escritorio de Peter. (De todas maneras, el escritorio de Peter estaba cerrado. Su escritorio está cerrado allá donde trabaja. Una mañana temprano, en Ginebra, entró en la oficina de personal de su trabajo y hurtó su currículo. Había puesto que tenía siete años de experiencia en relaciones públicas y que sabía hablar francés, alemán, español e italiano. Siempre había coleccionado cualquier cosa importante sobre sí mismo, cualquier cosa que pudiera ser de utilidad. Pero el último paso, el de librarse de la información, nunca podía darlo. Había guardado papeles durante años, una fuente de preocupaciones constante.)
    —Ya sé que le parecerá extraño, señor Ferris —dijo la chica—. No es que esté fisgoneando ni nada. Simplemente no me siento cómoda en un sitio nuevo hasta que sé dónde está todo. En un sitio nuevo parece que todo se esconda.
    Si le había llamado Ferris y hacía como que no sabía que él era Frazier, solo podía ser porque la habían mandado para espiarle y ver si se había arrepentido y estaba preparado para un puesto mejor en la vida.
    —Estará usted bien aquí —dijo él—. No hay nada escondido. La mayoría de nosotros no tiene cerebro suficiente para guardar secretos. Esto es el valle del Arco Iris.
    Deprimido al pensar que ahora le vigilaban, se pasó la mano por el cabello y miró hacia fuera al césped, al aparcamiento y a los pavos reales que alguien había donado al Palais des Nations hacía ya años. Los pavos reales no quieren a nadie. Se pasean entre los coches aparcados como si fueran viejos gruñones, lastimeros y perdidos.
    Agnes se había vuelto a sentar. Dobló su pañuelo de seda y lo colocó tal cual junto a sus guantes. Abrió su bolsito nuevo y sacó una libreta y un bolígrafo de oro reluciente. Posiblemente escribiera:
    Plumero para escritorio
    Pañuelos de papel
    Jarrón de cristal
    Ambientador, ya que él fuma
    Papel para forrar cajones
    porque fue exactamente eso lo que llevó consigo al trabajo al día siguiente. También llevó una Biblia negra enorme, que desenvolvió con cariño y colocó en la esquina izquierda del escritorio. El jarrón vacío quedó en el centro y los pañuelos a la derecha, para hacer de contrapeso de la Biblia.
    Cuando vio la Biblia supo que no la habían mandado para espiar. La conspiración era más complicada. Quién sabe si no era una enviada del más allá. En un segundo lo supo todo sobre ella. Vio su ambición, su terror, su orgullo tenaz. Era la auténtica heredera de aquellos hombres de Escocia. Ella estaba empezando, así que la habían mandado para advertirle: «Puedes empezar, pero no volver a empezar». Nunca abrió la Biblia, pero la desempolvaba como hacía con su escritorio, su silla y cualquier superficie que el personal de limpieza hubiera pasado por alto. Y mientras Peter observaba sus movimientos tímidos de aquellos primeros días y su carita insignificante sintió, como se siente una tormenta que se aproxima, esa carga de certeza moral que la envolvía, su fe en el trabajo, la confianza en la empresa, el espíritu del Domingo Negro. Pudo reconocerlo y saborearlo todo: cenizas en la boca.
    Su relación laboral quedó establecida en cinco días. Por supuesto estaba la Biblia y todo lo que implicaba, pero su lengua jamás había retenido el sabor de la ceniza durante mucho tiempo. Ella era una chica inferior de poca monta. No tenía nada a su favor excepto el diploma de la pared. En la vida real él no la habría invitado a su casa, a no ser que fuera para cuidar de los niños. Esto fue lo que le dijo a Sheilah. Le dijo que Agnes era un topo, que era virgen y que le sacaban de quicio sus manías y sus tics. Tenía la fastidiosa costumbre de taparse la boca cuando hablaba. Hasta cuando hablaba por teléfono se ponía la mano, como si tuviese miedo de que se le perdiera algo, quién sabe si una palabra. Su voz era nasal y monótona. Tenía dos trajes de trabajo, ambos tan sosos como la pared. Uno era el traje marrón, el otro un traje azul marino con cuellos de quita y pon. No se vestía para nadie. Lo hacía para su escritorio, su jarrón de flores, su Biblia y su caja de pañuelos. Un día cruzó el espacio entre los dos escritorios y se quedó de pie ante Peter, que estaba leyendo el periódico. Se lo podría haber dicho desde su escritorio, pero tal vez pensó que estar de pie le daba autoridad. Estaba sobrada de valor, pero autoridad, eso era ya otra cosa.
    —Yo creía, es decir, me dijeron que usted era el que se encargaba de… —Se repuso con valentía—. Si usted no quiere archivar ni hacer nada, está bien, señor Frazier. No digo nada sobre eso. Tal vez esté usted delicado de salud o tenga razones personales. Pero hay que hacerlo, así que si fuera usted tan amable de enseñarme cómo va el archivo, lo haré yo. He trabajado en información, pero era en una oficina diferente, todas las oficinas son diferentes.
    —Ay, mi niña —dijo Peter. Echó su silla hacia atrás y la miró, sorprendido—. Todo este tiempo ha estado usted ahí sentada inquieta, preocupándose. Qué insensible por mi parte. Qué esforzado de la suya. Es que normalmente yo archivo el último miércoles del mes, así que ya ve, aún no ha estado por aquí lo suficiente para ver la última semana. Ni una palabra más, por favor. Permítame que no perdamos ni un minuto más.
    Vació los cestos rebosantes de fotografías, puso las de «Control de viruela» lo suficiente cerca para meterlas en las de «Cruz Roja Irlandesa», todo ello tan rápido que la chica pareció asustarse, como si hubiera provocado un torbellino. Ella le dijo con precaución:
    —Si tan solo pudiera enseñarme cómo se hace en vez de hacerlo tan rápido, yo me encargaría de ello encantada, porque tal vez usted quiera hacer alguna otra cosa y a mí me da la impresión de que el archivo debería hacerse a diario.
    Pero Peter estaba demasiado ocupado para escucharla, así que se sentó y se aferró al borde del escritorio.
    —Aquí lo tiene —dijo él, radiante—. Hecho.
    Desperdiciaba su sonrisa y su bronceado, porque la chica miraba alrededor de la habitación como si sintiera que después de todo hubo algo el primer día que dejó sin inspeccionar. En algún cajón, en algún armario, había un monstruo escondido. Esa tarde Peter abrió uno de los cajones de su escritorio y se llevó el currículo que había robado de personal. La chica aún no había terminado con su registro.
    —¿Cómo es posible que no lo supieras? —se quejaba Sheilah—. Te sientas frente a ella cada día. De algo tendréis que hablar. Te lo ha tenido que contar.
    —Sí, me lo ha contado —dijo Peter—. Y yo te lo acabo de contar a ti.
    Se trataba de lo siguiente: Agnes Brusen estaba en la lista de invitados de los Burleigh. ¿Cómo la habían conocido? ¿Qué veían en ella? Peter no tenía respuestas para eso. Sabía que Agnes tenía una habitación alquilada en casa de una familia suiza y que comía con ellos. Llevaba en Ginebra tres meses, pero nadie la había visto fuera de la oficina.
    —Tendrías que haberlo sabido —dijo Sheilah—. Algo ha de tener que tú no eres capaz de ver. ¿Es guapa? ¿Tiene talento? ¿Qué es?
    —La verdad es que no hablamos —dijo Peter. Sí que hablaban, en cierto modo. Peter le tomaba el pelo y ella fingía no darse cuenta. Agnes no era susceptible. Se había tomado la derrota deportivamente. Hacía su trabajo y una buena parte del de él. Se sentaba tras su Biblia, sus flores y sus pañuelos y contestaba cuando Peter le hablaba. Así es como se enteró de lo de los Burleigh, simplemente porque, como estaba aburrido, le tomaba el pelo. Eso sucedió una tarde de enero:
    —Señorita Brusen, hábleme. Cuéntemelo todo. Haga como que tenemos una comunicación perfecta. ¿Le gusta Ginebra?
    —Es una ciudad bonita y limpia —dijo ella. Él todavía recuerda las anémonas rojas y azules en el jarrón de cristal, su cabeza gacha, sus manos descuidadas.
    —¿Está aprendiendo usted un bonito francés con su familia suiza?
    —Hablan inglés.
    —¿Por qué no alquila un apartamento para usted sola? —le dijo. Normalmente no era impertinente. Estaba aburrido—. Así tendrá independencia.
    —Soy independiente —dijo ella—. Me gano la vida. No pienso que vivir solo pruebe nada. La señora Burleigh también quiere que viva sola. Me está buscando algo. No puede ser caro. Mando dinero a casa.
    Aquí estaba lo fascinante de Agnes Brusen. Se negaba a usar el nombre de pila y nunca hablaba a no ser que él lo hiciera primero, pero entonces iba y se lo contaba todo, como diciendo «No pierdas el tiempo pescando, aquí lo tienes».
    Se enteró de todo en un minuto. De que enviaba parte de su salario a casa y de que era amiga de los Burleigh. Lo primero se lo esperaba, lo segundo le dejó boquiabierto.
    —Tiene que venir a cenar —dijo Sheilah—. Tendríamos que haberla invitado desde el principio. ¡Si lo hubiera sabido! Pero tú, el elegido, decías que parecía un, ah, ni siquiera me acuerdo. Un topo noruego.
    Fue a cenar un sábado de enero, con su traje azul marino, al que le había puesto una gardenia organdí. Se sentó al borde del sofá, rígida como un poste. Sheilah había encargado la cena a un restaurante. Había langosta, buen vino y tartaletas de licor de guindas con nata. Agnes rechazó la langosta. Según dijo, jamás había comido nada del mar que no estuviera esterilizado y enlatado. Tenía miedo de que le salieran erupciones. Alguien de su familia se había intoxicado comiendo ostras. Se tocó las mejillas y el cuello para mostrar dónde le habían salido. Olió su vino y lo dejó en la mesa sin probarlo. No se podía comer el pastel a causa del alcohol que llevaba. Se comió un huevo, pan con mantequilla con una rodaja de tomate y se bebió un vaso de ginger ale. No parecía advertir el desastre y el dolor que estaba causando. No ayudó a retirar la mesa. A Peter le daba la impresión de que se presentó allí convenientemente alimentada y decentemente vestida y se sentó a esperar hasta descubrir por qué la habían invitado. Plegó la mesa en la que habían cenado y abrió una ventana para airear la habitación.
    —No hace tanto frío como en Canadá pero se siente más —dijo por decir algo.
    —Será que se le ha licuado la sangre —dijo Agnes.
    Sheilah volvió de la cocina y se dejó caer en un sillón. Con los ojos cerrados, alargó la mano para coger un cigarrillo. Hacía de mujer altiva, representaba un papel que era una broma de familia. Echó la cabeza hacia atrás y miró a Agnes con los ojos entornados. Después se inclinó hacia delante súbitamente, con los ojos bien abiertos.
    —Entonces, ¿está usted esquiando como una loca? —le dijo.
    —Bueno, para empezar, no ha nevado nada —dijo Agnes—. Así que nadie ha ido a esquiar que yo sepa. No oigo más que gente quejándose de que no hay nieve. Personalmente, no esquío. No se esquía mucho en la parte de Canadá de la que vengo. Además, mi familia jamás se ha dedicado a esas cosas en su tiempo libre.
    —Cielos —dijo Sheilah, como si en su familia sí lo hubieran hecho.
    Apuesto a que se entretenían bastante, pensaba Peter, en la cola del paro.
    Sheilah estaba desperdiciando su actuación. Él tenía la sospecha de que Agnes sabía que era una actuación, pero no se daba cuenta de que también era una broma. De ser así, hacía que Sheilah pareciera una estúpida, y la amaba demasiado para disfrutar con ello.
    —Los Burleigh se han portado estupendamente conmigo —dijo Agnes. Daba la sensación de que había adivinado la razón por la que estaba allí y había decidido darles toda la información que querían para poder ponerse el abrigo e irse a su casa—. Me llevaron a su casa del lago cada fin de semana hasta que el tiempo se puso frío y volvieron a la ciudad. Han alquilado un chalet para el invierno y también me quieren llevar. Pero no sé si iré. Yo no esquío y además, bueno, no sé, tampoco bebo, así que muchas veces no le veo el sentido. Sus amigos son demasiado ricos y yo demasiado canadiense.
    Ya le había dado a Sheilah todo lo que quería y más. Agnes estaba en la primera lista y no le importaba. No, rectificó Peter: no lo sabe. No le importa porque no lo sabe.
    —Yo pensaba que los noruegos llevabais el esquí en la sangre. Y la bebida —murmuró Sheilah.
    —La bebida es posible —dijo Agnes. Se tapó la boca y dijo por entre sus dedos extendidos—: En nuestra familia éramos religiosos. Ni se bebía ni se fumaba. Mi hermano estuvo en la guerra en Noruega. Vio a algunos de nuestros primos. Oh —dijo inesperadamente alto—, Harry dice que fue simplemente terrible. Eran muy pobres. Tenían moscas en la cocina. Había moscas en lo que le dieron de comer. No tenían un inodoro propiamente dicho y llevaban en esa misma casa unos doscientos años. Nosotros acabamos de construir nuestra propia casa, pero tenemos un cuarto de baño y dos inodoros. Yo soy de Saskatchewan —dijo ella—, y no de ninguna otra parte.
    ¿Es que un invierno no había sido suficiente castigo? En primavera se acordarían de él y lo liberarían. Escribió a Lucille y ella le dijo que ya era suficiente suerte que tuviera un trabajo. Los Burleigh les habían enviado la tarjeta de felicitación navideña de los invitados de la segunda lista. En ella se veía a un niño refugiado musulmán llorando a la salida de una tienda. Trataron la tarjeta como si fuera un tesoro y la dejaron expuesta hasta mucho después de que los otros mandaran guillotinar a los niños de las suyas. Por aquel entonces Peter ya había descubierto qué era lo que había ido mal en la amistad de las dos mujeres. Sheilah había cargado a la cuenta de Madge una falda que había comprado en un sastre. Madge le había dicho que podía hacerlo y después cambió de opinión. ¡Pobre Sheilah! Era nueva en esto, en lo de los cambios de humor de los amigos independientes. París quedaba ya un año atrás. Los Burleigh daban su fiesta anual en Carnaval. Allí invitaban a todos, a los castigados y a los descartados, con la prodigalidad de un niño en sus rezos. La invitación decía «disfrazados», pero los Frazier estaban demasiado contentos para disfrazarse. Corrían el peligro de no ser reconocidos. Como muchos de los invitados que esperaban encontrarse en la fiesta, habían sido deshonrados, olvidados y readmitidos. Todos estarían ansiosos por verse tal como eran.
    Para la noche de la fiesta alquilaron un coche como nunca habían visto y con él transitaron a través de la primera tormenta de nieve del año. Peter no conducía desde aquellos benditos viajes del pasado verano en el Fiat. No era capaz de encontrar el botón del limpiaparabrisas. Se incorporó sobre el volante.
    —¿Se ve algo desde tu lado? —preguntó—. ¿Se puede girar aquí a la izquierda? ¿Te parece que es de un solo sentido?
    —No puedo entender por qué has alquilado un coche con el volante a la derecha —dijo Sheilah.
    Tuvo problemas para encontrar aparcamiento. Recorrieron lentamente las desconocidas calles arriba y abajo, las aceras estaban llenas de coches cubiertos de nieve. Cuando al fin pusieron pie en el suelo, sanos y salvos, Peter dijo:
    —Esta es la primera nieve.
    —Sí, ya lo veo —dijo Sheilah—. Deprisa, cariño. Mi cabello.
    —Es la primera nieve.
    —Te repites —dijo ella—. Por favor, date prisa cariño. Piensa en mis pobre pies. Mi cabello.
    Sheilah había nacido en una ciudad fea, igual que Peter, pero se diferenciaban en una cosa: ella no sabía la importancia de la primera nieve, la primera cosa limpia de un año sucio. Le habría contado que esa tormenta que le mojaba los pies y deshacía su peinado era como el primer día de primavera inglés, pero ella hizo un gesto de horror, intentando cubrirse la cabeza. Ese gesto le decía que él no sabía comprender su belleza.
    —Déjame a mí —le dijo. Peter estaba trasteando con la llave en su intento de cerrar el coche. Cogió la llave sin impaciencia y cerró la puerta del conductor, y después, para demostrarle que le tenía mucho aprecio, que no tenía miedo de malgastar su vida ni su belleza, le tomó del brazo y caminaron una calle juntos bajo la nieve hasta doblar la esquina del edificio de apartamentos en el que vivían los Burleigh. Los Frazier eran, y son, una pareja unida. Les daba miedo la fiesta, eso ambos lo sabían. Cuando caminan juntos, cogidos del brazo, se dan el uno al otro todo lo que se pueden ofrecer.
    Solo había seis personas disfrazadas. Madge Burleigh iba vestida de la «Lola de Valencia» de Manet, pero todos la tomaron por Carmen. Mike era un pintor impresionista, con un sombrero de paja y una barba postiza.
    —Soy todos ellos —dijo él. Según les dijo, mientras les daba la bienvenida como si los hubiera dejado el día anterior, habría preferido vestirse de dentista, pero Madge quería que Mike pareciera su creador—. ¿Me sigue?
    —Perfectamente —dijo Sheilah. Se había manchado los zapatos, la nieve había aplacado la laca de sus cabellos. Mas no se había estropeado: era la mujer más bonita de todas.
    Como una hora después de llegar, Peter se encontró a sí mismo sin nadie con quien hablar. Había estado hablando de la boda de los Trudeau en París y del jarrón con las azaleas, y tras perder su audiencia se puso a buscar a Sheilah. Estaba en un asiento que había en la ventana, parcialmente oculta por una cortina de terciopelo verde. Frente a ella, de un modo que sus perfiles se veían perfectos y claros ante la noche, había un hombre. Su conversación era privada e íntima, como si en unos minutos hubieran cruzado kilómetros temporales y llegado al punto en el que todo estaba dicho y comprendido. Peter se puso manos a la obra para atravesar la habitación en busca de su mujer, cuando se encontró con Agnes. La visión de la cara de alguien que se ahoga, eso fue lo que obtuvo. Se había vestido con una intención cómica, obviamente con esmero, y ahora era como un duende destartalado, entre vagabundo y payaso. Llevaba el cabello recogido bajo un bombín. Los seis invitados con disfraces que habían cometido el mismo error —el fantasma, el gitano, la criada ateniense, la geisha, el marciano y el apache—, estaban encantados de encontrar un séptimo, pero a Agnes no le hacía ninguna gracia, luchaba por respirar. Entonces pasó un camarero con una bandeja repleta, ella cogió una copa sin mirarla y una oleada de gente se la llevó.
    El nuevo amigo de Sheilah se llamaba Simpson. Después de que Simpson dijera que tal vez sería mejor que fuera a dar una vuelta, Peter se sentó en el sitio que él había dejado libre.
    —Mira, Sheilah —comenzó. Sus conversaciones más importantes habían tenido lugar en fiestas. Una vez ella le dijo en una fiesta que le abandonaba. No lo hizo, claro está. Sonriendo con sus ojos azules, miró a Peter con ternura y dijo prestamente:
    —Peter, cállate y escucha. Ese hombre. El hombre al que has espantado. Es un pez gordo de una compañía que opera en la India o algo así. Aquello es precioso, Pete, sirvientes. Y hace calor. Nunca nieva. Dice que hay un montón de trabajo. Los puedes coger de los árboles…, como si fueran orquídeas. Dice que ahora es incluso más fácil que cuando todo aquello era nuestro, porque ahora esos pobres diablos no son capaces de sacar nada adelante y te pagan una fortuna. Pete, dice que hace calor, aquello es el cielo y pagan, Pete, pagan.
    Unos minutos más tarde, Peter volvía a estar solo mientras Sheilah era parte de un grupo exclusivo que reía a carcajadas. Agarrándole el codo estaba el hombre que venía de donde los trabajos crecen como orquídeas. Peter se acercó al grupo y rió una broma que no había oído. Solo había oído la última frase que era: «Ahí viene otro túnel». Al mirar fuera del corro de risas volvió a ver a Agnes y pensó: Si no tuviera a Sheilah, ahora mismo estaría como Agnes. Esta puso su vaso en una mesa y fue dando bandazos hasta la puerta, su cuerpo siguiendo a su cabeza. Madge Burleigh, que no paró de moverse por la habitación sonriendo todo el tiempo, aún sonreía cuando se detuvo y le dijo a Peter al oído:
    —Acompaña a Agnes, Pete. Asegúrate de que llega a casa. La gente se dará cuenta si Mike se va.
    —Seguramente solo quiere dar una vuelta —dijo Peter—. Ya volverá.
    —Oh, deja de pensar en ti por una vez y asegúrate de que esa pobre chica llega a casa —dijo Madge—. Todavía tienes el Fiat, ¿verdad?
    Él se volvió como si le hubieran empujado. En cierto sentido, cualquier orden es una liberación. Tal vez no quisiera ir en esa dirección en particular, pero al menos iría a algún sitio. Entonces Sheilah, que se había acercado unos centímetros para escuchar lo que Peter y Madge murmuraban, le dijo:
    —Sí, cariño. Vete. —Como si se estuvieran despidiendo a las puertas de Troya.
    Peter tenía que encontrar a Agnes y asegurarse de que llegara a casa. Esto se repetía a sí mismo en el rellano de la escalera, fuera del piso de los Burleigh, mientras esperaba el ascensor. Aburrido de esperarlo, corrió escaleras abajo cuatro plantas y vio que Agnes había inutilizado el ascensor al dejar la puerta abierta. Estaba en el suelo a cuatro patas, manteniendo el equilibrio con la punta de los dedos. Tenía los ojos cerrados.
    —Agnes —le dijo Peter—. Quiero decir, señorita Brusen. Ese no es modo de abandonar una fiesta. ¿Es que no sabe que hay que ser educado y decir gracias? ¡Dios mío, Agnes, le ha podido ver cualquiera que haya pasado por aquí! Vamos, sea una buena chica. Es hora de irse a casa.
    Se levantó sin su ayuda y se movió a través de unas grietas invisibles para cerrar la puerta del ascensor. Después de esto salió del edificio y Peter la siguió, recordando que tenía que asegurarse de que llegara a casa. Anduvieron por la acera nevada, Peter unos pasos por detrás de ella. Cuando dobló a la derecha sin razón alguna, él también lo hizo. No tenía una idea clara de hacía dónde se dirigían. Tal vez ella viviera cerca. Se había olvidado de dónde tenía aparcado el coche que habían alquilado y de cómo era. No podía recordar ni la marca ni el color. En cualquier caso, era Sheilah quien tenía la llave. Agnes siguió caminando con decisión, como si supiera adónde iba, y él pensó: Agnes Brusen va borracha por las calles de Ginebra, vestida de vagabundo. Le habría gustado decirle: «Esto es lo mejor que te ha pasado en la vida, Agnes. Te ayudará a comprender cómo son las cosas para el resto de los mortales». Pero ella se detuvo y se volvió, se recostó en un pequeño seto y se puso a vomitar sobre el césped helado. Se aguantaba la frente empapada con una mano mientras apoyaba la otra en su espalda arqueada, sobre unos músculos tensos como un puño. Se irguió y tomó una bocanada de aire pero el frío la hizo toser.
    —No respire tan profundo —le dijo—. Es lo peor que puede hacer. ¿No tiene un pañuelo? —Le pasó el suyo propio sobre su cara húmeda y llorosa, vuelta hacia arriba como la de una de sus chiquillas—. He salido sin abrigo —dijo al darse cuenta—. Vaya par.
    —Nunca bebo —dijo Agnes—. No estoy acostumbrada. —Su voz era dulce y sosegada. Jamás la había visto tan tranquila y reposada. Pensó que ahora probablemente ya estaría bien, y que tal vez sería mejor si la dejaba allí. La confianza que mostraba el perfil de su cara le había dejado atónito. Quería volver con Sheilah y pedirle que le diera explicaciones sobre cierto asunto. Ahora no se acordaba de qué era, pero seguramente Sheilah lo sabría.
    —¿Vive usted por aquí cerca? —le dijo. Al mismo tiempo que él hablaba Agnes se dejó caer. Le había limpiado la cara y ahora ella confiaba en que la ayudaría a levantarse, la pondría en pie y la llevaría adondequiera que tuviera que ir. Tiró de ella y se levantó sin una palabra, humilde. La nieve, que le quitaba de su ropa de vagabundo, cruzó la farola horizontalmente. La calle estaba silenciosa. Agnes había perdido su sombrero. Peter probó la nieve derretida de las manos de ella. Aquel gesto de lamer la nieve de sus manos era tan formal como estrechárselas. Probó la nieve de sus manos y después siguieron caminando.
    —Nunca bebo —dijo ella.
    Estaban en un cruce con una avenida ancha. Si giraban en la dirección equivocada podrían acabar en cualquier sitio. Se trataba de la típica avenida en las afueras de la ciudad donde las casas se pierden y comienza la autopista. Ella le agarró del brazo y le habló con voz cariñosa:
    —En nuestra casa no se fumaba ni se bebía. Mi madre esperaba mucho de mí, mucho más que de Harry y los otros. Yo nunca había estado sola hasta ahora. Cuando era niña solía levantarme en verano antes que los demás y ver el carro del hielo que bajaba la calle. Ahora estoy sola. La señora Burleigh me ha encontrado un apartamento. Solo tiene un habitación. A ella le gusta porque está en el casco antiguo. A mí no me gustan las casas viejas. Las casas viejas son sucias. Nunca se sabe quién había allí antes.
    —Yo tenía un coche en alguna parte —dijo Peter—. No estoy seguro de dónde estamos.
    Recuerda que en esta avenida se metieron en un taxi pero no el trayecto. Puede que se quedara dormido. Sí recuerda que cuando le pagó al taxista Agnes le agarró el brazo para intentar evitarlo. Le puso unas cuantas monedas más en la mano al taxista. Le pagaron dos veces.
    «Te voy a decir algo sobre nosotros —dijo Peter—. Lo pagamos todo dos veces.» Esto era parte de una teoría mucho más extensa sobre el comportamiento de los norteamericanos, y no era invención de Peter. Había servido de tema de debate a Mike Burleigh en las tardes de verano.
    Agnes abrió una puerta que había entre una papelería y una tienda de comestibles y se adentró hacia una estrecha escalera. Subieron una planta, asustando escarabajos. Tuvo que buscarse el llavero por todos los bolsillos. Estaba temblando de frío. Su apartamento se veía poco más cálido que la calle. Encendió todas las luces sin decirle una palabra. Miró en la cocina y en el cuarto de baño y después se puso de rodillas y miró bajo el sofá. La habitación estaba tan ordenada que no pertenecía a nadie. Ella lo dejó de pie en esta habitación a la que él no había pedido ir—se había olvidado de él— y cerró una puerta tras ella. Peter buscó algo que hacer, alguna acción bondadosa que le pudiera relatar a Madge. Encendió el radiador eléctrico de la chimenea. Puede ser que Agnes no le diera las gracias por ello, tal vez prefiriera desnudarse al frío.
    —Yo ya me voy —le gritó a la puerta del cuarto de baño.
    Ella se había quitado el disfraz de vagabundo y se había puesto un camisón de lana de niña huérfana. Salió del cuarto de baño directa hacia él. Le puso la cara en el hombro y rozó contra él sus mejillas como si esperara que el contacto dejara una marca. Peter vio la espalda de ella, su perfil y su propia cara en el espejo que había sobre la chimenea. Pensó: Así es como ocurren los desastres. Vio corrientes de agua marina que se movían con una perfecta justicia punitiva hacía tierras que la reclamaban. Vio lava cubriendo viñedos y arramblando con perros y gente rezagada. Un puente sobre un abismo se partía en dos y un tren expreso largo tomaba repentinamente la forma de una uve y flotaba como la nieve. Pensó cariñosamente en cualquier tipo de desastre y se dijo: Así es como ocurren.
    Ella tenía los ojos cerrados. Le dijo:
    —Yo no tendría que estar aquí. En mi familia nadie bebe ni fuma. Mi madre esperaba mucho de mí, mucho más que de Harry y los otros.
    Pero él ya sabía todo eso. Lo había sabido desde el día de la Biblia, y porque una vez, al principio, ella había hecho que se asustara. Ahora no le tenía miedo.
    —No merece la pena quedarse aquí, ¿verdad? —dijo ella.
    —Si quiere mi opinión, no.
    —Tampoco sería mejor en ninguna otra parte.
    Ella dejó que él viera bien su cara ruborizada. Nadie esperaba que él hiciera algo. Nadie le había pedido que la recogiera cuando cayera ni que enjugara sus lágrimas. Es verdad que ella era de baja estofa, recordó haber pensado esto. Ella le dejó, se dirigió tranquilamente hacia el cuarto de baño y echó el pestillo. Oyó correr el agua y supuso que se preparaba un baño caliente. Estaba bastante seguro de que no habría más lágrimas. Miró su reloj: Sheilah debía de estar ya en casa preguntándose qué habría sido de él. Bajó la escalera de los escarabajos y durante cuarenta minutos estuvo cruzando la ciudad bajo una nieve que se desplomaba sin viento.
    La hija de los vecinos, que se había quedado con las niñas de Peter, estaba dormida en el sofá del salón. La despertó y la mandó, sonámbula, hasta su propia puerta. Se sentó, calado hasta los huesos, pensando: Voy a llamar a los Burleigh. En media hora llamo a la policía. Oyó un coche que se detenía frente a su casa con el motor en marcha y un barullo de dos voces que reían y se daban las buenas noches. En ese momento Sheilah entró, lozana, sonriendo. Llevaba su impermeable sobre el hombro.
    —¿Cómo está Agnes? —dijo.
    —¿Dónde estabas? —dijo él—. ¿De quién era ese coche?
    Sheilah había ido a la habitación de las niñas. Oyó cómo les cerraba la ventana. Volvió bajándose el vestido y dijo:
    —¿Estaba bien Agnes?
    —Agnes está bien. Sheilah, esta es una de las peores…
    Ella se quitó del todo el vestido y lo tiró a una silla. Se detuvo, miró hacia él y le dijo:
    —Pobrecito, mi viejo Pete. ¿Es que te has enamorado de Agnes? —Y tras esto, como si la respuesta tuviera tan poca importancia que no mereciera la pena escucharla, le rodeó con sus brazos y le dijo—: Mi amor, nos vamos a Ceilán.
    Dos días después, cuando Peter se paseó hasta el interior de la oficina, allí estaba Agnes en su escritorio. Llevaba el vestido azul con un cuello inmaculado. En el florero había fresias blancas y amarillas arregladas simétricamente. La habitación estaba caldeada y la nieve primaveral, que se quedaba pegada por un segundo al tocar la ventana, hacía borrosa la visión de los coches aparcados.
    —Toda una fiesta —dijo Peter.
    Ella no alzó la vista. Él suspiró, se sentó y pensó en que si la nieve cuajaba muy pronto estaría esquiando en la propiedad de los Burleigh. Impresionada por su amabilidad con Agnes, Madge había invitado a la familia a ir el primer fin de semana que pudieran.
    En ese momento Agnes dijo:
    —Jamás volveré a beber ni a ir a una casa donde haya gente bebiendo. Y jamás molestaré a nadie como le molesté a usted.
    —No me molestó —dijo él—. La llevé a casa. Estaba sola y era tarde. Es lo normal.
    —Normal para usted, tal vez, pero yo estoy acostumbrada a ir a casa por mí misma. Por favor, no diga nunca lo que pasó.
    Él se quedó mirándola. Aún puede recordar las fresias, la Biblia y el calor de aquella habitación. Era como si los elementos no tuvieran poder. Ella no sentía ni frío ni calor.
    —No pasó nada —dijo él.
    —Me comporté de un modo estúpido. No tenía derecho a hacerlo. Le dejé pensar que yo podría cometer alguna tontería.
    —Podría haber intentado algo —dijo él, galante—. Pero eso habría sido culpa mía, no suya.
    Ella se puso los nudillos en la boca y casi no se oía lo que decía.
    —Fue por usted por lo que ocurrió de ese modo. Tenía miedo de que le echaran la culpa o de que usted se sintiera culpable.
    —No se trata de culpar a nadie —dijo él—. No pasó nada. Ambos habíamos bebido mucho. Olvídelo. No pasó nada de nada. Si hubiera pasado algo se acordaría.
    Se quitó la mano de la boca. Tenía cierta expresión en el rostro. Ahora me ve, pensó él. No le había dirigido la mirada desde el primer día. Desde aquel momento él había estado intentando ponerle nombre a esa mirada, pero cómo podría hacerlo ahora, después de tantos viajes, después de Ceilán, de Hong Kong, de que Sheilah estuviera a punto de abandonarle, y de todas sus dificultades: las deudas, las riñas con los directores de los hoteles, el baúl de viaje perdido y encontrado, los niños vomitando la comida extranjera. Ahora me ve, pensaba. ¿Qué será lo que ve?
    —Vengo de una familia numerosa —dijo ella—. No estoy acostumbrada a estar sola. No soy una suicida, pero podría haber hecho algo después de la fiesta, simplemente por no ver más, ni pensar, ni escuchar, ni esperar nada más. ¿Qué puedo pensar yo cuando vuelva a ver a esa gente? Toda la vida me han estado diciendo que si la gente educada no hace esto, que si la gente educada no hace lo otro. Y ahora aquí estoy, ustedes son todos personas educadas y no son más que cerdos. Son educados y beben y hacen todo lo malo, y saben lo que están haciendo, y esto les hace ser peores que los cerdos. Mi familia trabajó para hacer de mí una persona educada, pero no sabían cómo eran ustedes. Pero entonces, ¿qué si yo no viera, ni escuchara, ni esperara nada más? No cambiaría nada. Ustedes continuarían siendo iguales. Solo que tal vez usted hubiera pensado que fue culpa suya. Podría haber pensado que usted era el culpable. Quizá le hubiera preocupado durante toda su vida. Y habría estado feo de mi parte preocuparle a usted.
    Recordó que el coche de alquiler continuaba aún en una acera nevada en alguna parte de Ginebra. Se preguntaba si Sheilah tendría la llave en su bolso y si se acordaría de dónde lo habían aparcado.
    —Ya le conté lo del carro del hielo —continuó Agnes—. No me acuerdo de todo, la memoria es así. Pero me acuerdo de haberle contado eso. Aquello era lo mejor. Es lo mejor que uno puede esperar. Si quieres estar solo en una familia numerosa te tienes que levantar antes que los demás. Te levantas una mañana de verano temprano y eres tú, tú por una vez en la vida, solo ante el universo. Piensas que sabes todo lo que va a ocurrir…, pero nada vuelve a ser como eso.
    Peter miró la ventana manchada y se preguntó si habría posibilidad de que ese día no acabara en desastre. La veía mentalmente con su traje de vagabundo, cayendo sobre la nieve, la veía también acercándose a él con su camisón de niña huérfana. Veía su cara asfixiándose en la fiesta. Era por él mismo por quien temía. La historia aún no había terminado. Tenía que llegar a su punto álgido, que algo le pusiera en peligro. Pero no hubo punto álgido. Hablaron ese día y nunca más se dijo nada. Continuaron en la misma oficina por un tiempo hasta que Peter se fue a Ceilán, hasta que alguien leyó la carta adecuada, se la pasó a las iniciales adecuadas y los Frazier comenzaron esas andanzas orientales que deberían haberles hecho ricos. Después de aquella mañana, Agnes y Peter estaban demasiado cansados para hablar. Se comportaban con cautela, como un matrimonio en peligro.
    Pero ¿de qué estuvieron hablando tan plácidamente aquel día estos viejos amigos? Hablaron de la muerte, de la ambición, de la religión, de los diferentes tipos de amor. ¿Qué es lo que veía ella cuando le miraba, cuando se retiraba lentamente los nudillos de la boca y bajaba la mano para ponerla sobre el escritorio y dejarla reposar ahí? Al ser ambos canadienses algo tenían en común, al menos ese poco que uno tiene el atrevimiento de admitir que conoce: la muerte, la cercanía de la muerte, lo mejor, lo malo… Dios sabe lo que se estarían contando el uno al otro. En cualquier caso no pasó nada en absoluto.
    Cuando Sheilah y Peter hablan sobre aquellos tiempos los domingos por la mañana, lo hacen con un glamour que está aún por llegar. Es entonces cuando él se acuerda de Agnes Brusen. Nunca dice su nombre. Sheilah jamás se acordaría de ella. Agnes es el único secreto que Peter guarda para sí ante su esposa, la única pieza del rompecabezas que él trata de encajar sin su ayuda. Piensa en cómo eran las familias del oeste del país hace quince, veinte años, en su ambición despiadada, con cada miembro empujando al siguiente. Piensa en las fiestas de su padre. Cuando piensa en él se lo imagina junto a Sheilah, en un grupo de gente. En realidad, Sheilah y el padre de Peter no llegaron a conocerse, pero se habrían caído bien. Su padre sentía admiración por las mujeres bellas. Peter se pregunta qué hacían ellos allí en Ginebra. No Sheila y él, no, Agnes y Peter. Casi le parece que se hubieran escapado juntos alguna vez, con la estupidez de los niños, la irresponsabilidad de los amantes. Peter y Sheilah estaban de vuelta donde empezaron. Mientras ellos estaban fuera con sus asuntos internacionales, contrayendo microbios y deudas, siempre al límite del desastre y al límite de la fortuna, Agnes continuó. ¿Y qué es lo que hizo? Se perdieron el uno al otro. Piensa en el carro del hielo calle abajo. Ve algo que jamás había visto: una ciudad del oeste que pertenece a Agnes. Y ahí está ella, pequeñita, con su cara de topo, los hombros redondeados de haber cargado toda su vida con los más pequeños. Observa el carro del hielo y su rastro de agua en una mañana inventada por ella, completamente suya. Ve los frágiles árboles de la pradera, las sombras en la vereda. Nada se mueve, solo las sombras, el carro del hielo y el ámbar tornasolado de los ojos del niño. El niño es Peter. Ve la textura del pavimento y la hierba de sus grietas, el polvo, los dientes de león junto a la carretera. Peter está allí. Se ha levantado antes que los demás, se ha quedado con la mañana que pertenece a Agnes y lo sabe todo. No hay nada que no sepa. Si él quisiera podría quedarse con esta mañana. Pero ¿qué podría hacer Peter con el comienzo de un día de verano? Sheilah está aquí, es un domingo por la mañana real, con su desánimo y su dolor de cabeza, su remordimiento y su contrición. Y esto es su vida.
    «Siempre nos quedará el Balenciaga.»
    Peter le toca el brazo. Las niñas ahora tienen a su tía, Sheilah y él se tienen el uno al otro. Todo funciona, de alguna manera u otra. Que se quede Agnes con el comienzo del día. Que piense que se inventó para ella. ¿Quién quiere estar solo en el universo?
    No, empecemos por el principio. Peter perdió a Agnes y ella, en algún sitio del mundo, está diciéndose a sí misma: Peter está perdido.

    1963.



DRAGON

RIMBAUD

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