Oscar Collazos
Gatsby
Mafioso o nuevo rico, ambos acaban sepultados en el abrumador inventario de sus bienes.
El Tiempo, 8 de febrero de 2012
En una coletilla a su columna del domingo pasado, Santiago Montenegro revivió en El Espectador la figura de Jay Gatsby, el personaje inolvidable de la novela de Scott Fitzgerald. ¿Por qué ha quedado este ser, de pasado misterioso, extremadamente rico, como una de las figuras más fascinantes de la novela del siglo XX?
Con el Ciudadano Kane, de Orson Welles, Gatsby representa la cara oscura de la riqueza: la del fracaso humano. Sin embargo, lo que en Gatsby es ambición de felicidad, en Kane es ambición de más poder. En novela y película, el arte narrativo vuelve a poner en escena la relación entre triunfo y fracaso, entre ganadores y perdedores, otra de las obsesiones de nuestro tiempo.
Si Gatsby viviera en la sociedad del espectáculo de los últimos 40 años, sería una imagen familiar al negocio del entretenimiento, un habitué de páginas sociales: su fastuosa mansión sería más salón de fiestas que refugio de un hombre inmensamente solo. Las luces de su casa iluminarían la farándula.
Una de las desgracias de nuestra época es el comercio de la intimidad. Ser rico y famoso, y creer que por serlo se sube al más alto peldaño de la sociedad, ha vuelto tedioso todo aquello que antes se reservaba al escándalo: mostrar la intimidad, despojar a la familia de todo pudor, exponerla a la mirada colectiva, es una de las cosas más esperadas por el mercado de la imagen.
La carrera desbocada hacia el éxito impuso una moral que condena al perdedor al escarnio. La moral calvinista, que volvía mesurados a los ricos, perdió la partida frente al exhibicionismo de hoy. No basta ser rico; hay que demostrarlo. Y los símbolos de esa riqueza acaban por ocultar la condición humana de quien la ostenta.
De este exhibicionismo se alimentó la cultura mafiosa: la riqueza exterior es otra instancia del poder. Cuando el mafioso muestra lo que tiene, llena el tremendo vacío de su ser. Ser o tener, esa es la cuestión. Y como el mundo del espectáculo es una vitrina, es preferible estar en exhibición que oculto en la trastienda, como lo estaban los ricos históricos, empujados ahora al anonimato o a las ceremonias secretas.
El fasto de la riqueza como categoría estética. El kitsch (o la cursilería) no viene de mostrar lo que se tiene, sino de exhibir los excesos, esa sobreacumulación de accesorios que tanto distrae las frustraciones de los pobres y el arribismo de la clase media. Un rico que se expone a la vitrina afrenta a los pobres que se esconden en sus miserias.
La austeridad calvinista llegó al extremo opuesto del exhibicionismo nuevorriquista. Los ricos de Thomas Mann, por ejemplo, la saga de ricos de Los Buddenbrook, tienen la dosificada grandeza de los valores burgueses. La moral del ahorro, contraria a la moral del despilfarro, resulta preferible en un mundo en el que la riqueza es avasallante por la altanería de sus signos externos.
La cultura del adorno, del amueblamiento innecesario como expresión de la riqueza, ha convertido al barroco de otras épocas en un rococó de chatarrería, aunque los adornos sean de oro. El oro, que no era más que el estiércol del diablo, es hoy el revestimiento del nuevorriquismo, incluso en los lugares donde se vierte el estiércol humano.
En el momento en que los objetos de valor tienen más vida que quien los ostenta, se produce una rara metamorfosis: es más importante la cosa que la persona. Mafioso o nuevo rico, ambos acaban sepultados en el abrumador inventario de sus bienes. En medio de este paisaje de deslumbrantes escombros, los ricos exhibicionistas de hoy corren el riesgo de ser un objeto más de adorno.
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