Páginas

lunes, 27 de octubre de 2014

Antonio Caro / Ahí viene el lobo

Antonio Caro

Antonio Caro

Ahí viene el lobo

Por Lucas Ospina
Arcadia, 22 de mayo de 2014

El artista bogotano, nacido en 1950, ha sido llamado guerrillero visual, precursor del pop colombiano y le han dado un sinnúmero de apelativos que no le gustan. Durante veinte años se ha dedicado a dar talleres por Colombia y hace poco ganó una beca para publicar un libro sobre su propia obra. Entrevista.



Yo soy Antonio Caro. Nací en Bogotá en 1950. Ingresé a la Universidad Nacional en 1969. Allí no pude hacer nada. Nunca me gradué. A nivel anecdótico, en el año 69, cuando llegué a la universidad, yo siempre había vivido en Bogotá y lo interesante –lo interesante es lo más tonto–, descubrí al país, porque en esa época en la Nacional, sede Bogotá, se daban las condiciones propicias para que gente de todo el país viniera a estudiar. Aquí tenían bienestar, había cuartico y comida casi gratis para los estudiantes de provincia que clasificaban en el examen. Entre el gran porcentaje de ellos, entre horrorosas comillas, de los llamados “provincianos”, pude conocer gente que venía de otras partes del país y eso me fascinó. Creo que es de las experiencias más importantes de haber estado en la Universidad Nacional. Me enteré de que había un país, que no era el circulito bogotano. Esto me apasionó y me interesó, y tal vez una de las muletas para conocer el arte, y casi para conocer el poquito mundo que conozco, ha sido el arte.
Comencé a presentar cosas de arte en 1970, pero de eso no vamos a hablar ahora. En 1973 empecé a trabajar en una agencia de publicidad llamada Leo Burnett. Aparte de conseguir lo de la papita, creo que lo poquito que sé de comunicación, o lo poquito que logro de comunicación, lo aprendí en esa agencia de publicidad. Usted hace un comercial de un jabón y ese mensaje, como un misil, tiene que dar en el blanco, si no va a dar en el blanco no hacen el misil. Todo lo que hace una agencia de publicidad tiene que dar en el blanco, el blanco es el deseo de las personas.
Usted tiene una peculiar manera de contar el proceso de su obra Colombia, un letrero rojo con blanco en que el nombre del país está escrito con la tipografía de Coca-Cola. En su versión usted privilegia el “cómo” antes que favorecer el “qué” de la obra. Algo importante pues una manera rápida de “consumir” o de explicar esa obra ha sido decir que se trata de una crítica al imperialismo…
Usted está tocando un tema profundo. En ese momento [los años setenta] había un ambiente saturado en Bogotá con lo del arte político. Como datos históricos, estaba Clemencia Lucena con una posición muy definida sobre esa temática y estaba el Libro rojo de Mao Tse-Tung. Había posiciones muy encontradas, actitudes, todas eran posiciones maniqueístas y yo estaba, ahora con esta distancia lo puedo decir, sufriendo el problema y cuando se me ocurrió hacer esa solución, digamos, visual, gráfica o formal del “imperialismo es un tigre de papel” me liberé de hacer algo correctamente político, algo fundamentado y algo definido o nítido. Era una consigna que decía textualmente: “El imperialismo es un tigre de papel” y yo hice, literalmente, un tigre de papel. Yo no sé por qué la gente se puso a hablar tanta bobada, no tendrían mejor cosa que discutir y me atacaron: que no había hecho nada sino poner muy bonita una frase, muy importante, y literalmente hacer un tigre de papel. A partir de ese momento me liberé de lo políticamente correcto y creo en esa libertad que tienen los artistas.





¿Como creativo en Leo Burnett qué papel tenía en esas campañas publicitarias?
Yo tuve una palanca que me puso en frente del gerente y le dijo: “Meta a este loco”. Y el gerente le creyó y me dijo, muy paternalista, bueno ¿usted qué quiere hacer? Tuve la magnífica idea de decir: “Yo quiero escribir”. Si hubiera dicho “quiero pintar”, no estaríamos hablando porque “ni chicha ni limoná”, si hubiera revuelto lo poquito visual que tenía con lo gráfico de allá entonces no habría hecho nada. Cuando dije que iba a escribir, era la época de las máquinas de escribir mecánicas, yo ni siquiera sabía escribir a máquina, tampoco ni siquiera a mano, pero ahí aprendí. Me fui por el lado del texto y fui pasando al concepto publicitario.
¿En qué se parecen los conceptos de la publicidad a los del arte?
Que me perdonen los diseñadores pero un problema de diseño es realmente semejante a un problema de publicidad. El problema es específico, completo y externo a usted. Es que el jabón A no se está vendiendo porque el jabón C es mejor y cuesta menos. Y si una gente se está estrellando porque las flechitas en un edificio están mal puestas, la culpa es de las flechitas y no del arquitecto. La diferencia está en que los artistas nos inventamos nuestros propios problemas, algo un poquito cercano a la esquizofrenia.
Entonces usted acaba de salir de un problema pues lanzó hace poco un libro que se llama El lobo, ¿qué es?
A mediados del 2012 me llegó una convocatoria restringida de la Fundación de Arte Cisneros Fontanals para hacer una propuesta que incluía la venta de una obra por un precio determinado por ellos. Me quedé, digamos, rumiando la cosa, que es un término de pronto más sabio. Rumiando la cosa y dije: si lo logras ya quedas clasificado en 20.000 dólares y eso es bueno, vender obras a 20.000 dólares es bueno, pero por un lado puedo quedar encasillado en vender a 20.000 dólares –y de pronto a 25.000– uno va progresando.
Y es que las obras no bajan…
No, si bajan se desinfla la burbuja y que Dios nos proteja de que esta burbuja no se rompa sino dentro de muchos años. Con la convocatoria también vino un pajarito malicioso que me dijo: “¿Y si no ganas? No hagas cuentas tan alegres, tan poco es tan fácil llegar a vender a 20.000 dólares”. Le di vueltas a la cosa y dije: “Quiero proponer la edición de un libro”. Yo sabía que si proponía un catálogo monográfico sobre mi obra iba perdiendo, pero el tema de los talleres sabía que clasificaba.


¿Y cómo fue el proceso?
Me tocó sentarme a escribir, a hacer acopio de material y ahí llega el amigo Santiago Reyes, con quien ya habíamos hecho un libro antes y casi desde el principio lo integré al proyecto. Yo, que soy zurdo, puedo decir con toda la confianza que él es mi mano izquierda. Cosas curiosas de la experiencia, yo dije: “¡Oh! Un libro con esta envergadura necesita de un editor”. Le golpeé la puerta a uno o dos muy agradables y muy prestigiosos, que supuestamente me quieren y son amigos míos y me dijeron: “Tú no me sirves”. Después entendí que el editor vive del mensajero, del porcentaje del diseñador, del porcentaje del fotógrafo, del porcentaje del impresor y como yo no ofrecía esos porcentajes pues no servía. Afortunadamente Juan David Giraldo, por cuestiones de la vida, aceptó no mi contrato sino la responsabilidad de ser el editor de mi libro y él aportó lo que aportan los editores. Sé que lo hizo muy bien, con mucho cariño, pero todavía no sé qué es lo que hace un editor. El lobo son tres partes. Una parte escritos míos, que supuestamente es el eje del libro, una parte de información visual sobre el taller en sí: tareas y situaciones, y finalmente una parte de documentos.
¿Cuál fue la iniciativa para hacer esos talleres a comienzos de los años noventa?
Se dañó el reportaje porque me toca decir la verdad y nada más que la verdad: la mezquina necesidad. Yo ya no era tan joven pero todavía alcanzaba a clasificar, no tenía dinero ni entradas y supe que en el Banco de la República había un programa de talleres en toda Colombia y que la gente que estaba montada en esos talleres le daban una plática y los ponían a dictar talleres, pasaba bueno y si se portaba bien le ofrecían uno más y otro más. Ante eso tan bueno tuve que esforzarme mucho para saber cómo era la cosa y después de mucho trabajo tuve un primer taller que, si no recuerdo mal, fue en Popayán.
¿Tenía libertad para hacer el taller?
La libertad era absoluta, incluso la administrativa. Hablemos mal del Banco en estos momentos, ¿o no? ¿Me quedaré sin contrato? En esa época había mucha libertad. Había una partida para mis viáticos y una partida para mis honorarios pero podía disponer de eso casi que a mi antojo. Por ejemplo, todos mis colegas o compañeros de taller se quedaban en hoteles buenos. Yo la primera vez me quedé en un “hotelucho” y ahí aprendí muchas cosas de la vida y pagué quince días de estadía. El modelo de los talleres es de dos días, usted llega del aeropuerto con su maletica al taller, da el taller con la maletica al lado, esa noche se queda en un hotel exclusivo y contratado por el banco, nada de “hoteluchos”, el banco no puede dar una mala imagen. Se queda en un hotel bueno en la ciudad y al otro día usted sale del hotel con su maletica en la mano, entra al taller, tiene la maletica todo el tiempo con usted, termina el taller y por la noche se regresa porque no hay hotel para dos noches. Antes era más fácil y para mí era el equivalente del lema publicitario de esa época: “Casa, carro y beca”, porque paseaba, me quedaba un buen tiempo y hasta a veces volvía a Bogotá con platica. Ya eso no es tan bueno.
¿Usted qué entiende por creatividad en los talleres?
Llevo veinte años en eso y sé que no sé dónde está la creatividad, sé que no se unta, sé que depende de cada persona. Tengo una especulación muy bonita de que la creatividad ha sido el motor del desarrollo de la humanidad. Que se haya torcido no es culpa de la creatividad, pero si no hubiera creatividad no estaríamos sentados en asientos y no estaría ese juguete de la grabadora registrando. Es un concepto muy amplio, o muy básico, el de la creatividad pero en el taller, por fortuna, han salido de casualidad axiomas. Uno muy bonito es el siguiente: el arte necesita de la creatividad pero la creatividad no necesita del arte.
¿Eso es algo colectivo, suyo o alguien lo dijo?
No, no. Yo creo que alguna vez fue mío, pero ya no sé, ahora solo es algo que anda por ahí.
¿Qué piensa de la ignorancia en el arte? ¿De esa muletilla trágica que usan muchas personas cuando dicen “es que yo no sé de arte”?
Hay dos aspectos ahí. Uno, el más fácil, es que en el taller prohíbo el término, el concepto, incluso la palabra “arte”. Yo hecho el cuento de que voy a poner un recipiente, un vasito, y que cada vez que una persona nombre la palabra “arte” o siquiera “artista” tiene que pagar una multa y cuando el vasito esté lleno de dinero con eso vamos a tomar una Coca-Cola o un tinto.
Y esa estrategia le ha funcionado…
Totalmente. Y por otro lado, yo partí desde la ignorancia, está en varias de las anécdotas del libro. En la presentación de El lobo que hicimos en la Biblioteca Luis Ángel Arango salió una frase que creo que algunos educadores pueden compartir: uno aprende enseñando, el corolario es que los pobres estudiantes tienen que aguantarse el aprendizaje de uno.
En El lobo, en muchos de los relatos sobre los talleres, uno ve que usted se pone en juego y se negocia como educador. Maestro, ¿cómo asume usted la jerarquía del profesor?
Yo creo que uno siempre debe ceder ante la potencialidad de conocimiento. Es una cosa muy sencilla que a veces los profesores olvidan, si yo sigo estorbando hasta el 2030 o el 2042 ya es demasiado pero el conocimiento continuará después de que uno haya desaparecido.
Le insisto: uno ve que usted se negocia a sí mismo en cada taller…
Sí, se trata de lograr una buena negociación. Eso me gusta mucho con respecto al arte porque en el taller yo paso de agache, en cambio en el arte siempre la cosa es pisando. Por eso me gusta el taller porque me toca pasar de agache.
¿Le han preguntado, por ejemplo, de qué vive un artista?
No se han atrevido.
Hablemos de la figura del artista. Sé que a usted alguna vez lo detuvo la policía paraguaya, en Asunción, porque a pesar de decir que era artista “no tenía pinceles o elementos de pintura”…
Esa anécdota fue un poco más compleja, difícil. No me gusta mucho hablar sobre eso. Hay muchos factores ahí cruzados, lo básico es ser colombiano.
La policía estaba buscando a un supuesto enlace de las Farc…
Ese fui yo. Me pareció muy irónico. Por fortuna no llevaba conmigo el artículo que escribió el artista y crítico Luis Camnitzer titulado “Antonio Caro, el guerrillero visual”. El papel aguanta todo pero si hubieran encontrado la revista donde se publicó eso, no estaríamos aquí hablando.
La policía dijo que usted tenía un mapa con la ubicación de una sede diplomática…
Sí, iba a saludar a una persona en una galería y me hicieron un pequeño croquis que resultó ser un plano subversivo porque pasaba por enfrente de la Embajada de Japón.
Sé que es una experiencia incómoda pero me interesa que miremos qué hace usted con su “vida de artista”. Usted estudió arte pero no se graduó, para ganarse la vida hace talleres, lo convocan a una beca y se la gana…
Volvamos a Paraguay. A los ojos de un policía yo fui sospechoso. Me vio sospechoso. Me dijo “venga para acá”. Me hizo una requisa exhaustiva. Me hizo un interrogatorio en una comisaría cerca de la terminal de transporte de Asunción. A los dos o tres días de detención, me volvió a ver y fue todavía más intenso en sus cosas pero no tenía bases concretas y me dejó ir. Luego, en alguna parte caí, y ahí sí fue mucho más fuerte la cosa, pero no quiero extenderme en eso. Mi apariencia es sospechosa, sea o no artista. Yo tenía un pequeño recurso, que al final salvó la situación, pero nunca dije en un principio que era un artista y que venía a investigar. Yo era un NN vivo, todavía, pobre, que estaba paseando, forastero en esa ciudad y mi estrategia era tener la boca cerrada, no como acá que estoy hablando hasta por los codos. Yo solo decía: sí, no, sí, no.





La policía decía que a usted le encontraron “unos escritos que no estaban bien coordinados”…
Era un pequeño cuadernito de viajes con datos finalmente inconexos. Lo único que sé como experiencia es que es de las situaciones más difíciles en las que he estado en mi vida, en donde aprendí que estar callado es lo mejor y si algo me salvó fue la relación con la cultura porque yo cargaba una tarjetica del agregado cultural de Colombia en Paraguay, ellos la tomaron, investigaron, él habló por mí y me salvó.
El funcionario certificó que usted era un artista colombiano…
Sí. Conclusión: para algo sirve ser artista. Creo que es la primera vez en la vida que me ha servido para algo de verdad verdad.
Le hago estas preguntas porque usted, a pesar de estar siempre en el presente y de gozar de reconocimientos fugaces, me parece cercano a todos esos artistas que por cosas del destino desaparecen de un momento a otro…
Yo no soy ningún erudito pero creo que fue Hearst, ese magnate de los periódicos en Estados Unidos, el que dijo algo así: “El éxito es muy fácil, solamente hay que tener talento, trabajo y suerte”.
Lucas Ospina es artísta y profesor de la Universidad de los Andes.
Arcadia



PINTORES COLOMBIANOS
Triunfo Arciniegas / Tatis, poeta santo, pintor lujurioso
Triunfo Arciniegas / Rodez / Entre la piel y la pared
Gabriel García Márquez / El alquimista en su cubil
Eduardo Serrano / El primer Darío Morales
Alberka / Se llamaba Darío Morales y era pintor
Darío Morales / El esplendor del cuerpo
Gabriel García Márquez y Fernando Botero, distancia entre gigantes
Antonio Caro / Ahí viene el lobo
Luis Caballero / Torturado erotismo
David Manzur / Pintor universal


No hay comentarios:

Publicar un comentario