La casa
de las bellas durmientes
3
Ocho días después de su segunda visita
Eguchi volvió de nuevo a la «casa de las bellas durmientes». Habían pasado dos
semanas entre ambas visitas, por lo que el intervalo se había reducido a la
mitad.
¿Estaría cediendo gradualmente al
hechizo de las muchachas narcotizadas?
-La de esta noche aún se está entrenando
-dijo la mujer de la casa mientras preparaba el té-. Tal vez le decepcione,
pero le ruego que sea comprensivo con ella.
-¿Una diferente otra vez?
-Me ha llamado usted poco antes de
venir, y he tenido que recurrir a lo que tenía. Si desea a una muchacha en
especial, le ruego me avise con dos o tres días de antelación.
-Comprendo. ¿A qué se refiere al decir
que aún se está entrenando?
-Es nueva, y pequeña -Eguchi tuvo un
sobresalto-. Estaba asustada y me pidió que le dejara a alguien para
acompañarla. Pero no me gustaría molestarle a usted.
-¿Dos muchachas? No estaría mal. Pero si
duerme tan profundamente como si estuviera muerta, ¿cómo puede saber si está
asustada o no?
-Eso es cierto. Pero sea cauto con ella.
No está acostumbrada a esto.
-No haré absolutamente nada.
-Lo comprendo muy bien.
«¿Entrenándose?», murmuró para sus
adentros. En el mundo había cosas extrañas. Como de costumbre, la mujer
entreabrió la puerta y miró hacia dentro.
-Está dormida. Cuando usted quiera
-dijo, saliendo.
Eguchi tomó otra taza de té. Apoyó la
cabeza sobre el brazo. Un vacío glacial le invadió. Se levantó como si el
esfuerzo fuese excesivo para él y, abriendo la puerta sin ruido, miró hacia la
secreta habitación de terciopelo.
La muchacha «pequeña» tenía una cara
pequeña. Su cabello, despeinado como si se hubiera deshecho una trenza, le
cubría una mejilla, y la palma de una mano estaba sobre la otra, muy cerca de
la boca; por eso probablemente su rostro parecía más pequeño de lo que era.
Yacía dormida, como una niña. Tenía la mano sobre la cara o, más bien, el borde
de la mano relajada tocaba ligeramente el pómulo, y los dedos doblados
reposaban desde el caballete de la nariz hasta los labios. El largo dedo medio llegaba
hasta la mandíbula. Era su mano izquierda. La derecha descansaba sobre el borde
de la colcha, asiéndola suavemente con los dedos. No iba maquillada, ni daba la
impresión de haberse quitado el maquillaje antes de acostarse.
El viejo Eguchi se deslizó junto a ella.
Tuvo buen cuidado de no tocarla. Ella no se movió. Pero su calor, diferente al
calor de la manta eléctrica, le envolvió. Era un calor salvaje y primitivo. Tal
vez le hizo pensar esto el olor de su piel y sus cabellos, pero había algo más.
«Dieciséis años, más o menos», pensó.
Era una casa frecuentada por ancianos
que ya no podían usar a las mujeres como mujeres; pero Eguchi, en su tercera
visita, sabía que dormir con una muchacha semejante era un consuelo efímero, la
búsqueda de la desaparecida felicidad de estar vivo. ¿Había entre los ancianos
algunos que pidieran secretamente dormir para siempre junto a una muchacha
narcotizada? Parecía haber una tristeza en el cuerpo de una muchacha que
inspiraba a un anciano la nostalgia de la muerte. Pero entre los ancianos que
visitaban la casa, Eguchi era tal vez el que más fácilmente se emocionaba; y
quizá la mayoría de ellos sólo querían beber la juventud de las muchachas dormidas,
disfrutar de ellas sin que se despertaran.
Junto a su almohada había de nuevo dos
píldoras blancas. Las cogió para contemplarlas. No tenían marcas ni letras que
indicasen de qué droga se trataba. Era sin duda una droga diferente a la que
había tomado la muchacha. Pensó en pedir la misma droga en su próxima visita.
No era probable que accedieran a su petición, pero, ¿cómo sería un sueño,
parecido al de la muerte? Le atraía mucho la idea de dormir un sueño semejante
a la muerte junto a una muchacha drogada hasta parecer muerta.
«Un sueño parecido a la muerte»: las
palabras evocaron el recuerdo de una mujer. Hacía tres años, en primavera,
Eguchi había llevado consigo a una mujer a su hotel de Kobe. Procedía de un
club nocturno, y ya era más de medianoche. Bebió un trago de whisky de una
botella que guardaba en su habitación, y ofreció otro a la mujer. Ella bebió
tanto como él. Eguchi se puso el kimono de noche suministrado por el hotel. No
había ninguno para ella. La tomó en sus brazos cuando aún llevaba la ropa
interior.
Le acarició la espalda, suavemente y al
azar. «No puedo dormir con esto.» La mujer se quitó todas las prendas y las
tiró sobre la silla, frente al espejo. Él estaba sorprendido, pero se dijo que
las aficionadas se comportaban así. Ella era extraordinariamente dócil.
-¿Todavía no? -preguntó Eguchi mientras
se apartaba de ella.
-Usted hace trampas, señor Eguchi -lo
dijo dos veces-. Usted hace trampas -pero siguió siendo callada y dócil.
El whisky produjo su efecto, y el
anciano no tardó en dormirse. Por la mañana le despertó la sensación de que la
mujer ya se había levantado de la cama. Estaba ante el espejo, peinándose.
-Madrugas mucho.
-Porque tengo hijos.,
-¿Hijos?
-Sí, dos. Aún son muy pequeños.
Se marchó apresuradamente antes de que
él saltara de la cama.
Parecía extraño que esta mujer, la
primera esbelta y de carnes prietas que había abrazado desde hacía mucho
tiempo, tuviera dos hijos. Su cuerpo no era de esa clase. Tampoco parecía
probable que aquellos pechos hubieran amamantado a un niño.
Abrió la maleta para sacar una camisa
limpia, y vio que se lo habían ordenado todo. En el curso de su estancia de
diez días había ido amontonando dentro de la maleta toda la ropa sucia,
removiendo el contenido para buscar algo en el fondo y metiendo los regalos que
había comprado y recibido en Kobe; y la maleta estaba tan llena que ya no podía
cerrarse. Ella había visto el interior y observado aquella confusión cuando él
la abrió para sacar cigarrillos. Pero, aunque así fuera, ¿qué la había inducido
a ordenarla para él? ¿Y cuándo había hecho el trabajo? Toda la ropa sucia y demás
prendas estaban cuidadosamente dobladas. Tenía que haber requerido tiempo,
incluso para las manos hábiles de una mujer. ¿Lo habría hecho después de que
Eguchi se durmiera, incapaz ella misma de conciliar el sueño?
-Vaya -dijo Eguchi, contemplando la ordenada
maleta-. ¿Qué la habrá impulsado a hacerlo?
La noche siguiente, tal como prometiera,
la mujer acudió a encontrarse con él en un restaurante japonés. Llevaba un
kimono.
-¿Llevas kimono?
-A veces. Pero creo que no me sienta muy
bien -rió con timidez-. Esta mañana me ha llamado mi amiga. Me ha dicho que
está escandalizada, y me he preguntado si hago bien.
-¿Se lo has contado?
-Yo no tengo secretos.
Pasearon por la ciudad. Eguchi le compró
tela para un kimono y su obi, y entonces volvieron al hotel. Desde la ventana
podían ver las luces de un barco anclado en el puerto. Mientras se besaban
frente a la ventana, Eguchi cerró las persianas y corrió las cortinas. Ofreció
whisky a la mujer, pero ella meneó la cabeza. No quería perder el control de sí
misma. Se sumió en un profundo sueño. Se despertó a la mañana siguiente cuando
Eguchi se disponía a abandonar el lecho.
-He dormido como si estuviera muerta. He
dormido exactamente como si estuviera muerta.
Se quedó quieta, con los ojos abiertos.
Los tenía húmedos y diáfanos.
Sabía que él se marchaba ese mismo día
hacia Tokio. Se había casado cuando su marido trabajaba en la sucursal de Kobe
en una compañía extranjera. Ahora hacía dos años que trabajaba en Singapur.
Dentro de un mes regresaría a Kobe. Había contado todo esto a Eguchi la noche
anterior. Él no sabía que estuviera casada y, además, con un extranjero. No le
había costado ningún trabajo sacarla del club nocturno, al que acudió por un
capricho momentáneo. En la mesa de al lado había dos hombres occidentales y
cuatro mujeres japonesas. Una de ellas, de mediana edad, era conocida de
Eguchi, y le saludó. Al parecer actuaba como guía de los hombres. Cuando éstos
se fueron a bailar, ella le preguntó si quería bailar con la joven que la
acompañaba. En la mitad del segundo baile, Eguchi le sugirió que se marcharan.
Para ella fue como si se embarcara en una traviesa aventura. Le siguió de buen
grado al hotel, y cuando estuvieron en la habitación, Eguchi fue el más tenso
de los dos.
Así resultó que Eguchi tuvo relaciones
íntimas con una mujer casada, la esposa de un extranjero. Ella había dejado los
niños con una niñera o institutriz, y no dio muestras de la reticencia que
podía esperarse de una mujer casada; y por ello no fue fuerte la sensación de
haberse comportado mal. Sin embargo, persistieron ciertos remordimientos de
conciencia. Pero la felicidad de oírle decir que había dormido como si
estuviera muerta perduró en él como una música joven. Entonces Eguchi tenía
sesenta y cuatro años, y la mujer no llegaba a los treinta. Era tan grande la
diferencia de edad que Eguchi supuso que probablemente aquélla sería su última
aventura con una mujer joven. En el curso de sólo dos noches -de una sola
noche, en realidad-, la mujer que había dormido como si estuviera muerta se
convirtió en una mujer inolvidable. Más tarde le escribió diciendo que cuando
volviera a Kobe le gustaría verle de nuevo. Una nota escrita un mes después le
comunicó que su marido había regresado, pero que pese a ello le gustaría volver
a verle. Hubo una nota similar al cabo de otro mes. Y ya no recibió más
noticias.
«Bueno -se dijo Eguchi-, debió quedarse
embarazada otra vez, del tercero. No cabe la menor duda.»
Y tres años después, mientras yacía
junto a una mujer pequeña que había sido narcotizada hasta parecer muerta, el
recuerdo volvió en él.
No lo había evocado antes. Eguchi estaba
perplejo de que le hubiera asaltado ahora; pero cuantas más vueltas le daba en
su mente, más seguro estaba de que era un hecho. ¿Habría dejado de escribir
porque volvía a estar embarazada? Estuvo a punto de sonreír. Se sintió
tranquilo y reposado, como si la circunstancia de que ella recibiera al marido
a su regreso de Singapur y luego se quedara embarazada hubiese borrado la falta
de decoro. Y apareció ante él la imagen agradable del cuerpo de la mujer. No le
inspiró pensamientos lascivos. El cuerpo firme, alto y suave era como un
símbolo de la feminidad. Su embarazo no había sido más que un truco repentino
de su imaginación, aunque, no dudó de que era un hecho.
-¿Te gusto? -le había preguntado ella en
el hotel.
-Sí, me gustas. Todas las mujeres
preguntan lo mismo.
-Pero... -no terminó la frase.
-¿No vas a preguntarme qué es lo que más
me gusta de ti?
-Muy bien. No diré nada más.
Pero la pregunta le hizo ver con
claridad que, en efecto, ella le gustaba. Aún no lo había olvidado ahora, tres
años después. La madre de tres hijos, ¿tendría todavía el cuerpo de una mujer
que no hubiese dado a luz ninguno? Le invadió el cariño hacia aquella mujer.
Era como si hubiera olvidado a la
muchacha que yacía junto a él, la muchacha narcotizada; pero era ella quien le
había hecho pensar en la mujer de Kobe. El brazo doblado con la mano contra la
mejilla le estorbaba. Lo asió por la muñeca y lo colocó estirado bajo la
colcha. Al sentir el calor excesivo de la manta eléctrica, ella la había bajado
hasta descubrirse los hombros. La pequeña y fresca morbidez de los hombros
estaba tan cerca que casi le rozaba los ojos. Eguchi quería saber si podía
tomar un hombro en la palma de una mano, pero se contuvo. La carne no era lo
bastante abundante como para ocultar los omoplatos. Deseaba acariciarlos, pero
se contuvo una vez más. Apartó suavemente el cabello de la mejilla derecha. El
rostro dormido era plácido bajo la luz tenue del techo y las cortinas de
terciopelo carmesí. Las cejas no estaban retocadas. Las pestañas eran
regulares, y tan largas que podría cogerlas con los dedos. El labio inferior se
abultaba un poco hacia el centro. No podía verle los dientes.
Cuando llegó a esta casa, para Eguchi no
había nada más hermoso que un rostro joven dormido y sin sueños. ¿Podría
llamarse a eso el consuelo más dulce que existía en el mundo? Ninguna mujer,
por hermosa que fuera, podía ocultar su edad cuando dormía. Y cuando una mujer
no era hermosa, su mejor aspecto lo ofrecía dormida. O tal vez esta casa elegía
muchachas cuyos rostros dormidos eran particularmente bellos. Sintió que su
vida, sus problemas a lo largo de los años, se desvanecían mientras
contemplaba esta cara pequeña. Habría sido una noche feliz si hubiera tomado
las píldoras ahora mismo y conciliado el sueño; pero permaneció inmóvil, con
los ojos cerrados. No quería dormirse -porque la muchacha, después de hacerle
recordar a la mujer de Kobe, podía traerle otros recuerdos.
La idea de que la joven esposa de Kobe,
después de acoger a su marido al cabo de dos años, se hubiese quedado
inmediatamente embarazada, y la sensación intensa, como de algo inevitable, de
que tal debió ser el caso, no abandonaron con presteza a Eguchi. Tenía la
impresión de que la aventura no había hecho nada para mancillar al niño que la
mujer llevó en su seno. El embarazo y el nacimiento eran una realidad y una
bendición. Una vida joven se formaba en la mujer, dando a Eguchi una conciencia
todavía mayor de su propia edad. Pero, ¿por qué se había entregado dócilmente a
él, sin resistencia ni reservas? Era algo, pensó, que no le había ocurrido
antes en sus casi setenta años. No había nada en ella de prostituta o perversa.
De hecho, Eguchi había tenido menos sentimiento de culpa que ahora, en esta
casa, junto a la muchacha narcotizada de modo tan extraño. Echado todavía en la
cama, había contemplado con placer y aprobación a la mujer, que se apresuraba
para ir al encuentro de sus hijos pequeños. Al ser probablemente la última mujer
joven de su vida, se había convertido en inolvidable, y no creía que ella
tampoco le hubiese olvidado. Aunque la aventura continuaría siendo un secreto
durante todas sus vidas, sin dejar cicatrices profundas, no creía que ninguno
de los dos pudiera olvidarla.
Pero resultaba extraño que esta muchacha
pequeña que se entrenaba como «bella durmiente» le hubiera hecho recordar a la
mujer de Kobe de una manera tan viva. Abrió los ojos y acarició levemente sus
pestañas. Ella frunció el ceño, se apartó y sus labios se abrieron. La lengua
se movió hacia abajo, como ocultándose en la mandíbula inferior. Había un
atractivo hueco en el mismo centro de la lengua infantil. Eguchi sintió una
tentación. Miró hacia el interior de la boca abierta. Si la estrangulara, ¿habría
espasmos en la pequeña lengua? Recordó haber conocido hacía mucho tiempo a una
prostituta incluso más joven que esta muchacha. Sus propios gustos eran
bastante diferentes, pero la niña era la única que le había designado su
anfitrión. Usó su lengua larga y delgada. Estaba mojada, y Eguchi no se sintió
complacido. De la ciudad llegaban sonidos de tambores y flautas que aceleraban
los latidos del corazón. Al parecer era una noche de festival. La niña tenía
los ojos almendrados y una cara vivaracha. Se precipitó por su cuenta, pese al
hecho de ser obvia su falta de interés por el cliente.
-El festival -dijo Eguchi-. Me imagino
que tienes prisa por llegar al festival.
-Pues sí, tienes toda la razón. Has dado
en el clavo. Me dirigía a presenciarlo con una amiga cuando me llamaron de
aquí.
-Muy bien -repuso él, evitando la lengua
fría y mojada-. Ya puedes irte. Los tambores vienen de un santuario, supongo.
-Pero la mujer de la casa me regañará.
-Yo te excusaré.
-¿Lo harás? ¿De veras?
-¿Cuántos años tienes?
-Catorce.
No tenía ningún miedo de los hombres. No
había habido ningún indicio de vergüenza o temor. Su mente estaba en otra
parte. Sin arreglarse apenas, salió apresurada hacia el festival. Eguchi fumó
un cigarrillo y escuchó durante un rato los tambores y flautas y a los
vendedores de los tenderetes ambulantes.
¿Qué edad tenía entonces? No podía
recordarlo, pero aunque fuese una edad en que podía enviar a la niña al
festival sin ninguna pesadumbre, no era el anciano de ahora. La muchacha de
esta noche tendría dos o tres años más que la otra, y su cuerpo era más
semejante al de una mujer. La gran diferencia residía en el hecho de que había
sido narcotizada y no se despertaría. Si esta noche retumbaran los tambores de
un festival, no sería capaz de oírlos.
Aguzando el oído, creyó escuchar un leve
viento de finales de otoño soplando en la colina situada detrás de la casa. El
cálido aliento procedente de los labios abiertos de la muchacha le soplaba en
la cara. La luz tenue de las cortinas de terciopelo carmesí se introducía en la
boca de ella. Le parecía que la lengua de esta muchacha no sería como la de la
otra, fría y mojada. La tentación aún era fuerte. Esta muchacha era la primera
de las «bellas durmientes» que le había enseñado la lengua. Le recorrió como un
relámpago el impulso de cometer un delito más excitante que poner el dedo en su
lengua.
Pero el delito no tomó forma clara en la
mente de Eguchi como crueldad y terror. ¿Qué era lo peor que un hombre podía
hacer a una mujer? Las aventuras con la mujer de Kobe y la prostituta de
catorce años, por ejemplo, no eran más que un momento en una larga vida, y se
desvanecían en un momento. Casarse, criar a sus hijas, todas esas cosas, en la
superficie, eran buenas; pero haber tenido los largos años en su poder, haber
controlado sus vidas, haber deformado sus naturalezas incluso, estas cosas
podían ser malas. Tal vez, engañado por la costumbre y el orden, nuestro
sentido del mal se atrofiaba.
Yacer junto a una muchacha narcotizada
era sin duda malo. El mal sería aún más claro si la mataba. Sería fácil
estrangularla, o cubrirle la nariz y la boca. Dormía con la boca abierta,
enseñando su lengua infantil. Era una lengua que parecía capaz de enroscarse en
su dedo, si la tocaba, como la de un recién nacido con el pecho de su madre.
Llevó la mano a su mandíbula y labio superior y le cerró la boca. Cuando retiró
la mano, la boca volvió a abrirse. En los labios separados por el sueño, el
anciano vio la juventud.
El hecho de que fuera tan joven podía
ser causa de que le acometiera el impulso; pero le parecía que entre los
ancianos que venían secretamente a esta «casa de las bellas durmientes», debía
haber algunos que no sólo miraban con nostalgia hacia el pasado desaparecido
sino que intentaban olvidar el mal que habían hecho en sus vidas. El viejo
Kiga, que le había indicado la casa a Eguchi, no había revelado, naturalmente,
los secretos de los otros huéspedes. Era probable que fuesen muy pocos. Eguchi
podía imaginárselos como hombres socialmente prósperos. Pero entre ellos debía
haber algunos que habían prosperado practicando el mal y que conservaban sus
ganancias con malas acciones reiteradas. No serían hombres en paz con ellos
mismos. Estarían entre los derrotados, o más bien entre las víctimas del
terror. Mientras yacían contra la carne de muchachas desnudas que dormían un
sueño provocado, en sus corazones habría algo más que temor a la muerte cercana
y nostalgia de su juventud perdida. Podría haber también remordimiento, y la
inquietud tan común en las familias de los prósperos. No tendrían ningún Buda
ante quien arrodillarse. La muchacha desnuda no sabría nada, no abriría los
ojos si uno de los ancianos la tomaba con fuerza en sus brazos, no derramaría
lágrimas, no sollozaría ni siquiera gemiría. El anciano no necesitaría sentir
vergüenza, su orgullo permanecería intacto. Los remordimientos y la tristeza
podrían fluir libremente. ¿Y acaso no podría ser la propia «bella durmiente»
una especie de Buda? Era de carne y hueso, y su piel joven y su fragancia
podían significar el perdón para los tristes ancianos.
Cuando se le ocurrieron estos
pensamientos, el viejo Eguchi cerró lentamente los ojos. Parecía algo extraño
que, de las tres «bellas durmientes» con quienes se había acostado, fuera la de
esta noche, la más joven y pequeña, totalmente sin experiencia, la que los
había inspirado. La tomó en sus brazos, envolviéndola. Hasta ahora había
evitado tocarla. Carente de fuerzas, ella no se resistió. Su fragilidad era
patética. Quizá sintió a Eguchi incluso desde las profundidades del sueño.
Cerró la boca. Sus caderas, al adelantarse, chocaron bruscamente contra él.
Eguchi se preguntó qué clase de vida
tendría. ¿Sería tranquila y apacible, aunque no alcanzara una gran eminencia?
Esperaba que encontraría la felicidad por haber dado consuelo a los ancianos
que venían aquí. Casi creía que, como en las antiguas leyendas, la muchacha era
la encarnación de Buda. ¿No había relatos antiguos en que las prostitutas y
cortesanas eran Budas encarnados?
Tomó con delicadeza un mechón de cabellos
sueltos. Trató de calmarse, buscando confesión y arrepentimiento para sus malas
acciones; pero lo que flotaba en su mente eran las mujeres de su pasado. Y lo
que recordaba con cariño no tenía nada que ver con la duración de sus
relaciones con ellas, ni con su belleza, gracia o inteligencia. Tenía que ver
con cosas parecidas a la observación hecha por la mujer de Kobe: «He dormido
como si estuviera muerta. He dormido exactamente como si estuviera muerta.»
Tenía que ver con aquellas mujeres que se habían perdido a sí mismas en sus
caricias, que habían sentido un frenesí de placer. ¿Era el placer menos una
cuestión de la magnitud de su afecto que de sus dotes físicas? ¿Cómo sería esta
muchacha cuando se hubiera desarrollado del todo? Estiró el brazo que la
rodeaba y le acarició la espalda. Pero, naturalmente, no tenía modo de saberlo.
Cuando en la visita anterior durmió con la muchacha hechicera, se preguntó
hasta qué punto había conocido la profundidad y el alcance del sexo a sus
sesenta y siete años, y achacó este pensamiento a su propia senilidad; y era
extraño que esta muchacha de hoy pareciera saber evocar el sexo del pasado.
Posó suavemente los labios sobre los labios cerrados de ella. No notó ningún
sabor. Estaban secos. El hecho de que no tuvieran sabor pareció mejorarlos. Tal
vez no volviera a verla jamás. Cuando sus labios pequeños estuvieran humedecidos
por el sabor del sexo, Eguchi ya podía estar muerto. Este pensamiento no le
entristeció. Separó los labios y rozó con ellos sus cejas y pestañas. Ella
movió ligeramente la cabeza, y colocó la frente contra los ojos de Eguchi.
Éste los tenía cerrados, y ahora los cerró con más fuerza.
Tras los ojos cerrados surgió y
desapareció una interminable sucesión de fantasmas. Al cabo de un rato
empezaron a adquirir cierta forma. Una serie de flechas doradas voló muy cerca
y se alejó. Había en sus puntas jacintos de un profundo violeta. En los
extremos había orquídeas de diversos colores. Parecía extraño que las flores no
se cayeran a semejante velocidad. Eguchi abrió los ojos. Había empezado a
adormecerse.
Aún no había tomado las píldoras
sedantes. Dio una ojeada a su reloj, que estaba junto a ellas. Eran las doce y
media. Las tomó en la mano. Pero parecía una lástima dormir esta noche, cuando
no sentía nada de la melancolía y la soledad de la vejez. La muchacha respiraba
pacíficamente. Cualquiera que fuese la píldora o la inyección que la había
dormido, no parecía sentir ningún dolor. Quizás era una gran dosis de
somnífero, quizás un veneno ligero. Eguchi pensó que le gustaría sumirse al
menos una vez en un sueño tan profundo. Bajó de la cama sin hacer ruido y se
dirigió a la otra habitación. Pulsó el timbre, decidido a pedir a la mujer la
medicina que había sido administrada a la muchacha. El timbre sonó una y otra
vez, informándole del frío, interior y exterior. Era reacio a llamar
demasiadas veces, aquí en la casa secreta y en las profundidades de la noche.
La región era cálida, y las hojas marchitas aún se aferraban a las ramas; pero,
debido a un viento tan tenue que apenas era viento, podía oír el susurro de las
hojas caídas en el jardín. Las olas rompían con suavidad contra el acantilado.
El lugar era como una casa encantada en medio del silencio y la soledad. Se
estremeció. Había salido con un kimono de algodón.
Cuando volvió a la habitación secreta,
las mejillas de la muchacha estaban encendidas. La manta eléctrica calentaba
al mínimo, pero ella era joven. Eguchi se calentó con su contacto. Tenía la
espalda arqueada bajo el calor, y los pies al descubierto.
-Te enfriarás -dijo Eguchi.
Sintió la gran diferencia entre sus
edades. Hubiera sido un bien poder tomar a la muchacha pequeña en su interior.
-¿Me oyó tocar el timbre anoche?
-preguntó mientras la mujer de la casa le servía el desayuno-. Quería la
medicina que le dio a ella. Deseaba dormir como ella.
-Eso no está permitido. Es peligrosa
para los ancianos.
-No debe preocuparse. Tengo un corazón
fuerte. Y no me importaría nada irme del todo.
-Está pidiendo mucho para alguien que
sólo ha estado aquí tres veces.
-¿Qué es lo máximo que se puede obtener
en esta casa?
Ella le miró fijamente, con una ligera
sonrisa en los labios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario