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viernes, 28 de diciembre de 2012

Oscar Collazos / La felicidad ja ja

Quino

Oscar Collazos

'La felicidad, ¡ja, ja!'

    Volvimos a demostrar que somos los más felices: ocupamos el primer lugar entre los latinoamericanos y el séptimo en el mundo. Esta es, al menos, la percepción que tenemos de nosotros mismos, según el Barómetro Global de Esperanza y Optimismo.
    A los colombianos sólo nos falta brincar al ritmo de la vieja canción de Palito Ortega: "La gente en la calle parece más buena, todo es diferente gracias al amor. La felicidad, ja, ja, ja, ja, de sentir amor...". No lo hacemos por pudor o miedo al ridículo, aunque lo hagamos a menudo en otros frentes. En el patriótico, digo, cuando confundimos la patria con los partidos... de fútbol.
    Cuando Pablo Escobar y los Extraditables eran dueños de la seguridad del país y sus socios políticos eran casi dueños del Congreso de la República, sorprendía a los transeúntes de Bogotá un grafiti que quizá explique la percepción que tenemos de la felicidad: "El país se derrumba y nosotros de rumba".
    Es posible que en estos barómetros hayamos querido demostrar que somos más optimistas que felices. Si la felicidad es el equilibrio que se alcanza entre la realidad y los deseos, entre lo que se busca y lo que se consigue (amor, riqueza, salud, paz), es muy difícil aceptar esa desmedida muestra de optimismo. Pero allí vamos, mostrándole al mundo que somos "los más felices".
    En la muestra del Centro Nacional de Consultoría, Colombia ganó en 2011 un 44 por ciento en optimismo en relación con el año anterior, y 6 de cada 10 compatriotas creen que el 2012 será mejor. Sin embargo, los pesimistas, que por lo general estamos mejor informados, empezamos a creer que, en el fondo, la percepción de nuestra "felicidad" es también un mecanismo defensivo.
    Pese a ser el país más desigual de América Latina, donde 4 de 10 personas se consideran pobres, según cálculos muy optimistas; pese a los largos coletazos de un conflicto que toma nuevos bríos con los excedentes de mano de obra criminal que dejó Justicia y Paz; pese al crecimiento de una informalidad laboral que anestesia la conciencia de quienes podrían estar exigiendo más empleo formal, proporcional al aumento de la riqueza; pese a estas y muchas otras realidades, los colombianos decimos sentirnos felices.
    Esa es la percepción que tenemos de nosotros mismos. Nadie quiere aceptar que lo que llama felicidad es una muestra de la ficción llamada optimismo. Si en lugar de preguntar a la gente se indagara en su comportamiento cotidiano, los resultados serían preocupantes: la gente que circula motorizada o a pie en las calles de nuestras principales ciudades muestra signos de crispación, agresividad e intolerancia que desmienten su felicidad. No pueden ser felices esas multitudes que salen desesperadas al rebusque.
    Las campañas mediáticas por el optimismo han dado buenos resultados. La prosperidad de los ricos es motivo de regocijo colectivo. Un ejemplo: la gente cree que el crecimiento de la economía en un 5 o 7 por ciento es la confirmación de su optimismo, aunque sea apenas la confirmación del optimismo de los empresarios. "Nuestra" riqueza irradia más hacia arriba que hacia abajo.
    Creo que hay una confusión en los conceptos. Lo que se llama felicidad no es sino una predisposición a la irresponsabilidad y la rumba: aplazamos sine díe la incertidumbre de hoy. Somos felizmente superficiales: la noticia del desastre quirúrgico de Jessica Cediel tuvo más seguidores que los crímenes de las bacrim.
    Vivimos una felicidad de avestruces. Somos fiesteros. Y la fiesta, en su sentido más remoto, no es la expresión de felicidad sino comunión colectiva. De no ser así, no se llamaría "fiesta brava" al ritual de tortura y muerte que impone la prepotencia humana a la indefensión animal.

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