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jueves, 23 de septiembre de 2021

Mavis Gallant / Junto al mar

 




Mavis Gallant
Junto al mar

    Poco después del mediodía, justo antes de que la campana del almuerzo estuviera a punto de sonar en las pensiones y casas junto al acantilado, la calma chicha bajaba hasta la playa. En julio aquella playa en la costa del sur de España era una extensión de orilla abrasadora. A esa hora el sol daba justo sobre la cabeza. Al oeste, la calima hacía que Gibraltar se tambaleara. Los acantilados tras la playa recogían el calor del día y lo arrojaban de nuevo sobre la arena. Los niños, protegidos con aceite solar y sombreros porosos de paja, eran los únicos a los que parecía no importarle. Chapoteaban sobre el espumoso oleaje, excavaban la arena calcinada y hablaban un lenguaje particular. Sobre el tejado de bambú del chiringuito el bochorno se hacía patente. El bar, las mesas y los pegajosos turistas medio desnudos y llenos de sal, estaban cubiertos con una especie de rayas de cebra de luz y sombra. Ningún sitio era lo bastante fresco ni lo bastante umbrío. Los vasos de las mesas estaban hasta el borde de hielo. Nadie decía gran cosa.
    En un área neutral entre las mesas de turistas ingleses y las de los franceses se sentaban los Tuttlingen, de Stuttgart, y la señora Owens, que era norteamericana. Vivían en la misma pensión, Villa Margate —cuya propietaria, como muchos de los residentes permanentes de ese rincón de España, era inglesa—, y al no ser ni ingleses ni franceses habían acabado juntos. La señora Owens miraba a la playa, en la que su hijo, de cinco años, estaba ocupado con el cubo y la pala. Los Tuttlingen y ella, aburridos los unos de los otros, estaban deseando que sonase la campana del almuerzo en el Margate y así tener una excusa para separarse.
    —Es un mujer extraordinaria —comentó el doctor Tuttlingen de improviso—. No le molesta el calor. No le molesta nada.
    Los otros la miraron y asintieron. La señora Parsters caminaba hacia ellos con una toalla enroscada al cuello como si fuera una boa. Llevaba su indumentaria matinal: un casto bañador de algodón y zapatillas de andar por casa. Tras dejar sus zapatillas por encima de la línea de la orilla, la señora Parsters había puesto un pie desnudo sobre las olas. El baño, según decía, era imposible.
    —No es que esté ni fría ni caliente. Es por todos esos malditos insectos y medusas, por no hablar de las cáscaras de naranja del crucero que pasó esta mañana.
    Por lo que cualquiera de los que estaba sentado en el quiosco podía saber, la señora Parsters hablaba con Bobby, su perro, parte de cuya ascendencia se mostraba en una cola de spitz que llevaba enrollada a la espalda como si fuera el penacho del príncipe de Gales. Algunos de los lánguidos turistas miraron hacia allí, pero incluso para los inocentes recién llegados, poco familiarizados con el protocolo de la playa, estaba claro que la señora Parsters no tenía nada que decirles a ninguno de ellos. Se paró en los escalones del quiosco para inspeccionar a los niños que había dispersos, todos ellos ocupados, cantando o murmurando para sí mismos tímidamente.
    —Yo a eso lo llamo una construcción de altura —le dijo al pequeño de la señora Owen. Lo dijo con una aprobación tan firme que él se paró y miró perplejo lo que estaba haciendo—. ¿Y tu padre? —le preguntó. Se había preguntado esto desde el día en que llegó la señora Owen.
    —En casa —dijo el niño con un dramatismo innecesario.
    —¿Y no vendrá por aquí?
    —No. —Ignorándola, empezó a hacer montoncitos de arena—. Nunca.
    —Qué rápido se divorcian los norteamericanos —dijo la señora Parsters mientras caminaba.
    La señora Owen, que había oído todo esto, se preguntaba si merecería la pena contarle que ella estaba felizmente casada. Pero se sintió un tanto abrumada por la señora Parsters.
    —¡Qué calor! —fue todo lo que finalmente dijo cuando la señora Parsters se acercó.
    Reconociéndolo, pero como resistiéndose a dejarse vencer por ello, escrutó el quiosco de arriba abajo. Ninguno de sus amigos estaba por allí. Tendría que conformarse con los Tuttlingen y la señora Owen. La señora Owen era joven, nerviosa y tenía el cabello esponjoso. Carecía del aire de suficiencia que la señora Parsters esperaba, incluso exigía en una norteamericana. Era, pensaba la señora Parsters, como si su marido tuviera la costumbre de abandonarla en lugares extraños. No había duda de que en algún momento él se había olvidado de recogerla. Herr Tuttlingen, que estaba engordando de cintura y tenía unas pequeñas venas rojas por encima de los pómulos, era médico, una profesión que contaba con la absoluta aprobación de la señora Parsters. Respecto a frau Tuttlingen, cuanto menos se dijera de ella mejor. Una fulana, pensaba la señora Parsters sin malicia. No había juicio moral en ello, pero hay que llamar a las cosas por su nombre.
    La señora Owen y frau Tuttlingen la miraron como si su aparición fuese un regalo del cielo. Su conversación —lo que quedaba de ella— se había quedado en un punto muerto irremisible. El doctor Tuttlingen iba a emigrar en otoño y quería toda la información que la señora Owen pudiera proporcionarle. Al principio estaba encantada, calentándose la cabeza en busca de datos de producción y población, deseosa de describir su país, sus instituciones civiles y sociales. Pero no era ese el tipo de información que el doctor Tuttlingen buscaba.
    —¿Cuánto se puede sacar por un gramo de oro en Estados Unidos? —dijo sin dejarla terminar.
    —Madre mía, no lo sé —dijo la señora Owen, aturullándose.
    —¿Quiere decir que no sabe cuánto podría sacarse por, digamos, una esclava sencilla de veintidós quilates sin tratar, que pese en total cincuenta gramos? —Era increíble que ella, una ciudadana estadounidense, no supiera tal cosa.
    Durante esos interrogatorios, frau Tuttlingen, cuyo nombre de pila era Heidemarie, peinaba su largos cabellos pajizos y miraba hacia al mar con aburrimiento. Era mucho más joven que el doctor Tuttlingen. «Estados Unidos», comentaba a veces con tristeza, como si ese nombre tuviera para ella resonancias que no tenían nada que ver con esclavas sencillas y gramos de oro. Se volvía y dirigía su mirada al doctor Tuttlingen, una mirada llena de reproche.

    «Por lo que sé, no hay ningún misterio con los Tuttlingen —le había dicho la señora Parsters a la señora Owen una mañana poco después de la llegada de esta—. ¿Sabe usted por qué ella le dirige esas largas miradas tan conmovedoras? Pues porque no están casados. Esa es la razón.» La señora Parsters, que jamás concedió a nadie, ni siquiera al difunto señor Parsters, una mirada que se pudiera llamar conmovedora ni por asomo, aspiró con desprecio. «Mire eso —le dijo, gesticulando hacia el mar—. ¿Es ese el comportamiento de una pareja casada?» Era por la mañana. El agua aún no había alcanzado su consistencia de sopa. El doctor Tuttlingen y Heidemarie estaban de pie con el agua por los tobillos. Él la agarraba por la cintura y parecía estar diciéndole: «Ven, ya ves que no hay peligro». Cuando el doctor Tuttlingen no estaba cerca, Heidemarie se las ingeniaba para nadar adecuadamente por sí sola, incluso se aventuraba a adentrarse bastante lejos. Sin embargo en esa ocasión, unas olas saladas y calientes rompieron contra ellos cuando iban camino de la orilla y ella dio un gritito y le rodeó el cuello con sus brazos. El doctor Tuttlingen la recondujo tiernamente hacia la playa. «Por supuesto que no están casados —dijo la señora Parsters—. ¡Si se ve a la legua! ¡Será cabra loca la maldita vieja!» Mas la edad no venía aquí al caso.
    Al parecer, su condición de sospechosos no hacía que el trato con ellos fuera imposible. La señora Parsters había vivido en ese minúsculo rincón de España demasiado tiempo para sorprenderse por nada. Con el paso de los años habían ido apareciendo un buen número de personas con todo tipo de situaciones. Con frecuencia se sentaba junto a los Tuttlingen y les hacía preguntas capciosas que intentaban forzarles a una afirmación equívoca, mientras que la señora Owen, que consideraba la inmoralidad un asunto privado, se sonrojaba.
    La señora Parsters acercó una silla de mimbre y se sentó mirando a Heidemarie. Como si mirara desde una posición superior, examinó la parte del quiosco que quedaba a la izquierda, allí donde se reunían los turistas franceses. Normalmente parloteaban como gaviotas inquietas. Se sentaban junto al cercado, para controlar mejor a la chiquillería, bebían vino español —se estremecían y ponían caras y todo, pero luego lo escupían—, y pasaban unas vacaciones agitadas pero refrescantes leyendo los periódicos parisinos y comparando sus cuentas semanales de la pensión. Pero esa tarde el calor había podido con ellos. La señora Parsters aspiró y dijo vagamente:
    —Conductores de autobús.
    Creía que todos en Francia, ya fueran hombres o mujeres, se ganaban la vida conduciendo algún tipo de vehículo. Llevaba en España veinte años y se había negado a ser confinada, evacuada o deportada durante la guerra civil, pero cuando todo acabó, hizo una pequeña incursión a los Pirineos para conseguir té y otros productos. Como el tráfico en España estaba prácticamente estancado, volvió con la impresión de que en Francia todo iba sobre ruedas. Ahora, desdeñando a los franceses, cuya existencia tan solo podía explicarse por uno de los más desconcertantes caprichos de Dios, volvía su mirada a la derecha, donde se sentaban los ingleses haciendo crucigramas. Pensó que eran unos advenedizos de última hora, un síntoma aterrador de aquello en lo que se había convertido su país mientras ella había estado fuera.
    —¿Podría pedirme una botella de agua mineral? —le pidió al doctor Tuttlingen, que hizo esto sin demora.
    No era costumbre de la señora Parsters ofrecer la gracia de una visita a esas horas. Normalmente pasaba la hora y pico de antes del almuerzo en su rincón especial del quiosco, jugando intensas partidas de bridge con un grupo de compinches que tenían un raro parecido entre ellos. Llevaban las gorras de playa colocadas a la altura de las cejas y el humo de sus cigarrillos, procedentes del mercado negro de Gibraltar, hacía que bizquearan cuando fijaban la vista en sus manos. Aunque hablaran de hijos casados y de sobrinos con importantes negocios en Londres, volcaban su afecto en bestezuelas insoportables como el Bobby de la señora Parsters, que rondaba la mesa de bridge mendigando el azúcar que quedaba en el fondo de los vasos de ginebra con lima. A los recién llegados se les decía que esas señoras vivían en España a causa de los perros. Habían dejado Inglaterra hacía años por el clima, habían prolongado su estancia por culpa de la guerra, de los laboristas o de los impuestos. Ahora, liberadas al menos de dos de esas excusas, se acordaban de sus perros y juraban que no volverían a las islas Británicas hasta que cambiaran o derogaran esa brutal ley de cuarentena. Pero las mujeres no se encontraban por allí esa tarde, estaban organizando un bazar, una actividad periódica que no servía más que para perpetuar un rito que ellas recordaban y que no tenía relación alguna con las vidas que llevaban en España. Se donarían flores, se ofrecerían bufandas tejidas a mano y, lo más asombroso de todo, se venderían.
    La señora Parsters dio un sorbo a su agua mineral y suspiró. Pronto dejaría atrás esa vida de rutina y placeres tranquilos. Estaba ligada a esa cabeza de playa inglesa. Aquí había sobrevivido a un marido, dos perros y una guerra. Pero, tal como ella decía, había estado fuera demasiado tiempo. «Se trata de ahora o nunca —le había dicho a la señora Owen—. Si espero a hacerme vieja, me pasará como a esos desdichados ingleses de la India, que acaban fisgoneando míseramente por los huertos, quejándose de todo y pillando bronquitis. Además, ya he visto demasiadas cosas por aquí. He visto demasiados amigos ir y venir.» No mencionaba el hecho de que su decisión se veía en gran parte facilitada por la muerte de un primo, que le había dejado una casa y unos ingresos pequeños pero útiles. Su principal problema en Inglaterra, le habían dicho, sería encontrar una criada. La señora Parsters, anticipándose a esto, había convencido a Carmen, su cocinera española adolescente, para que hiciera el viaje con ella. No solo había persuadido a los padres de Carmen para que la dejaran marchar, sino que se había encargado de conseguirle un pasaporte y un permiso de salida, había pagado el depósito necesario al gobierno español y había garantizado la manutención de Carmen para satisfacción de los oficiales de inmigración de Su Majestad. Una vez hecho esto, dispuesta ya a relajarse, la señora Parsters había descubierto que Carmen dudaba. Unas veces parecía incapaz de separarse de su madre, otras se trataba de su prometido. Esa misma mañana había estado sollozando en la cocina diciendo que no podría irse sin tres tiestos enormes de begonias que había cuidado desde que eran esquejes. La señora Parsters comenzaba a sospechar que todas su molestias habían sido en vano.
    —La vida es un sacrificio tras otro —decía ahora, imaginando que la que estaba ante ella era Carmen y no Heidemarie.
    —Tiene usted razón —dijo Heidemarie. Miró al doctor Tuttlingen con tristeza y dijo como hacía con frecuencia—: Estados Unidos.
    No te va a llevar, pensaba la señora Parsters mirando a Heidemarie. Las palabras resonaron en su mente, justamente de esa forma. Los sucesos del pasado daban fe de que su intuición era prácticamente infalible. No estás casada y no te va a llevar a Estados Unidos. La señora Parsters se puso a tamborilear en la mesa mientras pensaba.
    Detrás de ella, el doctor Tuttlingen continuaba con su investigación del modo de vida norteamericano.
    —¿Cuál es el coste de un diamante blanco en bruto de cuatrocientos miligramos en Estados Unidos? —Miró directamente a los ojos de la señora Owen y extrajo cada palabra con un esmero pedante.
    —Bueno, la verdad es que eso es algo que simplemente no sé —dijo la señora Owen, mirando a su alrededor sin poderlo evitar.
    —Tengo un sobrino en Sudáfrica —dijo la señora Parsters—. Él lo sabrá.
    Al doctor Tuttlingen no le interesaba Sudáfrica lo más mínimo. Enfadado por la interrupción, dijo con un sarcasmo poco sutil:
    —Los cigarrillos son baratos en Sudáfrica, ¿verdad? —Un comentario que intentaba poner a la señora Parsters en su sitio.
    —Carísimos —dijo la señora Parsters, bebiendo agua mineral como si acabara de pronunciar la última palabra sobre inmigración.
    El doctor Tuttlingen, incansable, se volvió hacia su cicerone.
    —¿Cuánto cuestan en Estados Unidos cincuenta kilos de granos de café tostados?
    En su distracción la señora Owen olvidó cómo se multiplicaba por cincuenta.
    —A ver, querido —le dijo—, déjeme pensar un momento.
    —Conozco un sitio en el que se puede tomar té por cinco pesetas —dijo la señora Parsters.
    —Por Dios, ¿dónde? —exclamó la señora Owen, agradecida de poder cambiar de tema.
    —No se puede conseguir como cosa normal, me temo. Lo han hecho solo para el bazar. Lo lleva una chica de Glasgow, solo para los que tienen pasaporte británico. —Y añadió graciosamente—: Supongo que también aceptarán norteamericanos.
    —¿Y qué se saca con ese té? —dijo el doctor Tuttlingen desconfiando, pero sin mostrarse ofendido.
    —Té —dijo la señora Parsters—, con opción a tostada o galletas.
    El doctor Tuttlingen miró como si ni aquel té ni el pasaporte talismán le parecieran ninguna bicoca.
    —Me voy a nadar —anunció levantándose y dándose palmaditas en la panza—. Haga frío o calor, llueva o haga sol, el ejercicio antes de una comida es bueno para la salud. —Se marchó a la carrera hacia el mar con los codos pegados al cuerpo.
    Las tres mujeres le observaron mientras se alejaba. La señora Owen se relajó. Heidemarie empezó a peinarse. Abrió una bolsa de playa de piel enorme con los dibujos agrietados y sacó de ella un pintalabios y un espejo. Se pintó los labios de lila empleando toda su atención. Se mordió el borde de una larga uña roja y la miró con aflicción.
    —Qué tono más bonito —dijo la señora Parsters.
    —No me quiere llevar a Estados Unidos —dijo Heidemarie—. Me lo dijo el 11 de julio, luego el 13 de julio y me lo ha repetido esta mañana.
    —No quiere, ¿eh? —La señora Parsters no sonaba ni triunfal ni sorprendida—. No lo ha sabido llevar muy bien, ¿verdad?
    —No —admitió Heidemarie. Alargó el brazo, cogió a Bobby y se lo puso en el regazo. Su cara redonda y rosada se debatía, como si estuviera sometida a una emoción intolerable. Las otras esperaban. Y al final lo soltó—: Me encantan los perros.
    —¿Ah, sí? —dijo la señora Parsters—. Claro, Bobby es particularmente adorable. En Inglaterra hay una gran cantidad de perros.
    —Me gustan los perros —dijo Heidemarie, abrazando de nuevo a Bobby—. Y todos los animales. Me gustan los caballos. Un caballo es inteligente. Un caballo tiene corazón. Me refiero a que un caballo intentaría comprenderte.
    —En lo que respecta al carácter, ningún hombre se parece en lo más mínimo a un caballo —concedió la señora Parsters.
    La señora Owen, que intentaba seguir los extraños vericuetos de este diálogo, se volvió casi involuntariamente al oír la mención a los caballos y se quedó mirando la barra. Algunas veces se abría tras el bar una portezuela que dejaba entrever un viejo caballo bigotudo perteneciente a uno de los camareros. El caballo los miraba a todos con amabilidad y desconcierto, saludado desde la parte francesadel quiosco con gritos de gaviotas entusiastas: Tiens! Tiens! Bonjour, mon coco !
    Heidemarie soltó a Bobby. Parecía que fuera a echarse a llorar.
    —Bueno, entonces —dijo la señora Parsters acercándose la silla vacía del doctor Tuttlingen—. No le va ayudar mucho llorar y maullar. —Heidemarie se hizo a un lado obedientemente—. No tiene que tomarse estas cosas tan en serio —continuó la señora Parsters—. El tiempo lo cura todo. Mire a la señora Owen.
    La señora Owen aspiró aire profundamente, decidiendo que había llegado el momento de aclarar de una vez por todas que ella no estaba divorciada. Pero como pasa tantas veces, cuando estaba a punto de responder, la conversación ya iba por otros derroteros.
    —Yo quería ver Nueva York —dijo Heidemarie derrumbándose.
    —Perfectamente comprensible —dijo la señora Parsters.
    —Él dice que estaré mejor en Stuttgart.
    —Ah, eso dice, ¿verdad? —La señora Parsters se volvió para contemplar el mar, donde el doctor Tuttlingen, boca arriba, se alejaba de la orilla chapoteando con vigor—. ¡Qué insolencia! Me gustaría que se atreviese a decírmelo a mí. Lo que tiene que hacer es darle una sorpresa a ese hombre. Haga sus propios planes. Demuéstrele lo independiente que es.
    —Sí —dijo Heidemarie, mordiendo el resto de lila que había quedado en la pajita de su vaso. Al cabo de un instante añadió—: Pero no lo soy.
    —Tonterías —dijo la señora Parsters—. No vuelva a decir esas cosas delante de mí. ¿Para eso se encadenaron aquellas insensatas mujeres a las farolas? Chasquee tus dedos frente a su cara. Dígale que puede cuidar de sí misma. Dígale que puede trabajar.
    Heidemarie repitió la palabra «trabajar» con tal melancolía que la señora Owen se conmovió. Intentó recordar qué habilidades se podían esperar de una joven soltera con la disposición de Heidemarie, evocando y rechazando imágenes en las que la veía como azafata, profesora de guardería y recepcionista sonriente.
    —¿Sabe mecanografía? —le preguntó esperando ser de ayuda.
    —No, Heidemarie no escribe a máquina —contestó la señora Parsters por ella—. Pero estoy segura de que puede hacer muchas otras cosas. Estoy convencida de que Heidemarie sabe cocinar, cuidar de la casa y hacer la compra de una manera mucho más económica que mi desagradecida Carmen. —Heidemarie asintió de modo sombrío ante esta enumeración de sus dones—. Mi desagradecida Carmen —repitió la señora Parsters, siguiendo el curso de sus indómitos pensamientos—. Le he dicho esta mañana: «Lo que necesito no es tanto una cocinera como una ayudante inteligente, con la madurez necesaria para que sea de mi confianza». Unas pocas tareas sencillas —dijo la señora Parsters mirando al mar con aire soñador. De repente, pareció recordar que estaban discutiendo sobre Heidemarie—. Solo tengo un consejo que darle, querida, y es que lo deje antes de que él la deje a usted. Enséñele que tiene sus propios planes.
    —No los tengo —dijo Heidemarie.
    —Ya pensaremos algo —dijo la señora Parsters con una son risa.
    —Podríamos hacerlo entre todas —dijo la señora Owen amablemente—. Yo también podría pensar algo. —Se preguntó por qué esta oferta tan inocente parecía exasperar de aquel modo a la señora Parsters.
    Un poco más allá en la playa, el doctor Tuttlingen practicaba su ración de ejercicio diario, trotando por la arena sin parar bajo aquel sol abrasador. Parecía determinado e infinitamente contento consigo mismo. Corrió hasta el quiosco, subió los escalones y se acercó hasta ellas jadeando.
    —Me olvidé de preguntarle algo —le dijo a la señora Owen, que pareció ponerse aprensiva al momento—. ¿Cuál es la media de impuestos que ha de pagar un médico en una ciudad mediana en Estados Unidos?
    —No lo sé —dijo la señora Owen—. Es decir, no es la clase de preguntas que se suelen hacer.
    —Supongo que bastante —dijo la señora Parsters.
    El doctor Tuttlingen se puso a saltar a la pata coja, primero sobre un pie, después sobre el otro.
    —Agua en los oídos —dijo. Parecía feliz. Se sentó y pellizcó a Heidemarie por debajo del codo—. Con tal de que nosotros no tengamos que pagar demasiado, ¿eh? —dijo.
    —No entiendo ese «nosotros» —dijo Heidemarie mostrándose esquiva—. El 11 de julio, y después el 13, y de nuevo esta mañana.
    —Ah —dijo el doctor, obviamente disfrutando con todo esto—. Eso era una broma. ¿Crees que te iba a dejarte sola en Stuttgart con todos esos norteamericanos?
    Desde lo alto del acantilado llegó la nota trémula del tantán del almuerzo de Villa Margate, seguido por el badajo de la campana de la pensión de al lado. A ambos lados del quiosco hubo un revuelo como de viento.
    —Pues muy bien —dijo la señora Parsters observando a la colonia playera marchar como una fila de hormigas. Parecía contrariada. La señora Owen se preguntaba la causa.
    —Adiós a todos —dijo Heidemarie. Su aspecto había cambiado por completo. Miró a la señora Owen y a la señora Parsters como si sintiera pena por ellas.
    —La vida —empezó la señora Parsters—. Ah, al diablo —le dijo a la señora Owen—. Y supongo que usted tendrá también un plan concreto.
    —Pues no, querida —dijo la señora Owen, distraída, haciéndole señas a su hijo—. Solo estoy esperando a mi marido. Está en Gibraltar por negocios. Lo cierto es, ya sabe, que no estoy realmente divorciada ni nada parecido. Solamente estoy aquí esperando. Él va a venir a recogerme.
    —Eso es lo que suponía —dijo la señora Parsters mostrándose más animada. Al menos una de sus intuiciones había sido acertada—. Bueno, querida, mientras no se olvide de usted.
    Los camareros caminaban por allí exánimes, recogiendo vasos, metiéndose las propinas en los bolsillos. Nada se movía entre el chiringuito y el mar. La señora Parsters, Bobby, la señora Owen y su hijo, se abrían paso a través de la arena camino de las escalinatas que subían desde la playa.

    1954.




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