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martes, 22 de agosto de 2023

Fleur Jaeggy / Negde

 



Fleur Jaeggy
Negde


    Hacía mucho frío, en invierno, en Nueva York. Iosif salía de su casa en Brooklyn para respirar. Para su paseo nocturno. Sin abrigo. Quería tan sólo caminar y respirar. Dos bocanadas de aire. Hacía el gesto, puff, dos caladas al cigarrillo. Necesitaba aquella calidad de aire báltico, en espera de la nieve. Aquel aire que provenía del estuario y llamaba a su puerta, detrás de las columnas. «Sal», ordenaba. Y le brindaba un puñado de hielo. A aquella hora ya no había nadie. Un paseador de perros regresaba a casa con las correas después del reparto.


    Cuanto más se aproxima Iosif al agua, más lacerante se volvía el aire. El invierno, la verdadera estación del año. Como en San Petersburgo. «Cuando el gran río se extendía blanco y helado como la lengua de un continente reducida al silencio.» Eso escribía. Una arcana brisa hiperbórea en las ramas de los árboles. Iosif no puede evitar vivir en lugares de agua. Es como un marino. Juega con la lunática rosa de los vientos, que lo empuja hacia el río. Le gustaban los uniformes azules de los oficiales de Marina y los abrigos con la doble fila de botones de oro. Cual alamedas de noche con las luces que se alejan. A los catorce años había pedido ser admitido en la academia para submarinistas, pero lo habían rechazado. Luego el campo de trabajos forzados. Que es mejor que el ejército. Camina distraído, casi lejos de sí mismo. La distracción no impide a su mirada melancólica estar vigilante. Palabras, paisaje, silencio, diría Frost. ¿Es acaso el hielo el que crea al poeta?

    Unos minutos más y Iosif ha llegado a la Promenade. Así se llama la orilla que bordea el estuario. Los bancos públicos miran al agua. Y Iosif. Pasan los remolcadores, las nubes, las gabarras. «Corta las olas la corbeta con el perfil de Franz Liszt.» Todo está en calma, vaga inquietud adormecida, un poco de vacío. Es hermoso sentarse en un banco público y pensar, con un sentimiento de reciprocidad, en el vacío. De día juegan los niños en un jardín cercano. Jugaban alegres, la risa amortiguada y muchos gorros de lana variopintos.

    Iosif está absorto. Las fachadas de las casas, caprichosas y frívolas, tienen una obstinada docilidad episcopal muy suya. Parecen señoritas que permanecen todavía jóvenes. Esas que miran, sin ser vistas, detrás de las ventanas. El pelo recogido, un cuello de encaje, pequeños botones blancos en sus ojales perfectos. En la cama falta la muñeca.
    «El delicioso dormitorio (una muñeca entre cojines) donde ella tiene sus “pesadillas”. Y la cocina: el crisantemo del hornillo de gas ronronea y difunde un olor a té. Y el diseño de un cuerpo se despereza firme en la poltrona, como firme permanece el sedimento después del líquido.»
    Un piano vertical. Aún se oye sonar un motivo, cada vez más lejano, sumergido. Los ojos de las señoritas abandonan las ventanas, se cierran las cortinas y ya sólo pasa una luz por las flores de los alféizares.

    En la barandilla de la Promenade hay un letrero.

Quiet zone.

    Y cuatro NO claramente señalados:

    NO RADIO PLAYING
    NO BOOM BOXES
    NO MUSICAL INSTRUMENTS
    NO LOUD OR UNNECESSARY NOISE

    Fuera bicicletas, y también, de manera muy evidente, At any time. En ningún momento. Ruidos no necesarios. Es la quiet zone sin tiempo. Y eso es extremadamente tranquilizador. Hasta las voces parecen atenuarse. Tal vez los paseantes no se peleen. Tal vez sea una tierra casi feliz. Iosif mira las torres. La barca de los bomberos, con las plataformas exteriores que semejan abanicos de agua, se aleja deslizándose. En el cielo oscuro un vuelo de pájaros oscuros. Al otro lado, los grandes depósitos, los almacenes. Y siguiendo la línea recta de la mirada, las torres. Es lo que ve Iosif, las Torres Gemelas. Lo fueron, antaño.
    Las vieron arder desde la zona tranquila de la Promenade. Asistieron a la destrucción. Allí estaban, los espectadores. Las vieron arder, reflejadas en el agua. Las ventanas parecían despertar. El incendio en el East River. Puede que Iosif sepa que ya no están. Faltan las dos torres. Allí, frente a la Promenade. El resplandor del maleficio. Han dejado dolor y abismo que no se borra con la mano ni con las palabras. Iosif volvía a ver el Nevá y regresaba. En otro lugar, en una noche sin sombra, del mes de mayo, escribía a la luz del día. La luz era clara, rosada, tenue. Ahora escribe en la oscuridad. Le bastan el folio y la tinta en toda la longevidad de las tinieblas. Cualquier lugar es para él una ciudad mental llamada Negde, que en ruso significa «de ninguna parte». Y Iosif, para respirar, iba a ninguna parte.

    Es su escribanía el lugar de cualquier parte. La luz de la cúpula verde proyecta reflejos de esmalte en los objetos. Una constelación de cosas, inmóviles como flechas en vuelo. Una pirámide, un minúsculo avión de hojalata, el ventilador. Estilográficas, secretos y escondrijos. El reloj está parado. Las agujas negras y finas, en ósmosis con la despedida. Todavía es invierno en el jardín desangelado al pie del muro de ladrillo. En la ventana la cortina gris ha sido bajada a la mitad. Los objetos que nada saben de Schmerz Schmalz, azúcar sentimental y dolor interior, le suministraban papel y tinta. Una cómoda butaca adamascada color carmesícon cojín verde escucha el repiqueteo de las teclas de la máquina de escribir. Y el imperceptible fluir de las palabras todavía no visibles. Los objetos tienen un sentido de pertenencia, como en un pacto. No quieren separarse de Iosif. No quieren que se los desplace y, si alguien lo hace, vuelven a su lugar. Parece que lo estén esperando. El busto de Pushkin está vuelto hacia la puerta. En las paredes Anna Ajmátova. Y Wystan Auden. Todo tal como estaba. Tal vez no se haya ido del todo, Iosif Brodsky.




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