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miércoles, 17 de noviembre de 2021

Linn Ullmann / El camino 6

 



Linn Ullmann
EL CAMINO
 

6

    Erika echó gasolina y compró dos chocolatinas, una para ella y otra para el chico del asiento de atrás. Pensó en comprar otra chocolatina para su pasajera embarazada, pero no lo hizo. Salió de la tienda de la gasolinera y corrió hacia el coche, luego dio media vuelta y volvió corriendo a la tienda. Compró naranjas. Cuando estaba embarazada le gustaban las naranjas. Ya no faltaba mucho para Sunne. Se sentó tras el volante, giró la llave del contacto y puso en marcha el motor. La mujer que iba a su lado miraba al frente. No se había quitado el abrigo ni se había aflojado el cinturón. El cielo estaba oscuro.

    Unos meses antes de cumplir treinta años, Erika salió una noche con sus hermanas, Laura y Molly. Lo hacían de vez en cuando. Primero cenaron y luego se fueron a un bar a beber vodka y a hablar de los maridos, del trabajo y un poco también del viejo de Hammarsö. Era una templada noche de verano y había bebido mucho. Erika no tolera el alcohol. Fue entonces cuando conoció a Tomas. Nueve años después, mientras conducía hacia Sunne, pensó que era como si desde entonces nunca hubiera recuperado la sobriedad, como si el último sorbo de alcohol, el que iluminó el local e hizo que la orquesta empezara a tocar, aún no se hubiese evaporado del todo, dejando en su cuerpo un pequeño sonido difícil de distinguir.
    Tomas estaba sentado a una mesa al fondo del bar bebiendo cerveza. Molly fue la primera en darse cuenta de su presencia. Después lo vio Laura. Y al final Erika. Más tarde, aquella misma noche, le vomitó encima en el taxi.
    —No estoy acostumbrada a beber tanto —repetía, intentando limpiarle la camisa. Tomas la ayudó a subir la escalera, la llevó al cuarto de baño, la sentó en el fondo de la bañera y la duchó con agua caliente. Le lavó el cabello y le pasó una toalla por la nuca larga y fina. Dijo que tenía la nuca más blanca que había visto jamás. Como la de una bailarina.
    —Mi madre es bailarina —dijo Erika, y se echó a llorar.
    Tomas le puso ropa seca, una camisa de algodón y un pantalón de chándal, y la sentó en un sillón del salón. Luego fue a la cocina a hacer café. Erika no quería perderlo. Se sentía cansada y con todo el cuerpo agotado, como si hubiera parido y después no hubiese tenido ni un momento de reposo. Estaba sentada en el sillón del salón pensando que no quería perderlo.
    —¿Me oyes desde ahí? —le gritó.
    —Te oigo —contestó él, también a gritos.
    Erika cantó:

    ElOle-Pette añoOle-Pette pasadoOle-Pette caminabaOle-Pette conOle-Pette misOle-Pette zapatillasOle-Pette deOle-Pette danza,
    esteOle-Pette añoOle-Pette caminoOle-Pette conOle-Pette miOle-Pette abultadaOle-Pette panza.
    ElOle-Pette añoOle-Pette pasadoOle-Pette ibaOle-Pette conOle-Pette losOle-Pette mozosOle-Pette porOle-Pette elOle-Pette prado,
    esteOle-Pette añoOle-Pette estoyOle-Pette meciendoOle-Pette laOle-Pette cunaOle-Pette aOle-Pette miOle-Pette lado.


    La idea era que se acostaran y luego ella volvería a casa con Sundt y los niños, y al meterse en la cama junto a Sundt se preguntaría si él notaba el olor a Tomas en su cuerpo, incluso después de que ella se hubiera duchado, y si percibía aquel escozor en su piel, y que sus labios estaban hinchados de los besos de un hombre que no era el suyo; pero ella había vomitado en el taxi y nada de lo planeado sucedió, y en ese momento estaba sentada en el sillón pensando que no debía perderlo.

    —Tienes una voz bonita —dijo él.
    Hablaba con un tono normal. No hacía falta gritar desde la cocina.
    —He bebido demasiado —dijo Erika.
    —Tienes una voz bonita aunque hayas bebido demasiado —dijo él.

    No debía perderlo. Erika se levantó, atravesó el salón, ahora que sus pies la sostenían, y entró en la cocina. No sabía muy bien lo que significaba esa certeza de que no debía perderlo. Se arrodilló delante de él, lo abrazó y apoyó la cabeza en sus rodillas.
    —No te vayas.
    Él permaneció inmóvil.
    —Erika, no puedo hacer café si estás tumbada y agarrada a mí —dijo.
    —No quiero café.
    —¿Qué quieres?
    —No lo sé. Quiero vivir aquí contigo.
    —Puedes quedarte algún tiempo —dijo él.

    Ragnar corría por la hierba alta y pasó por delante de Erika y Laura, que estaban medio dormidas, tumbadas al sol. Giró a la izquierda y se internó en el bosque. Si se giraba a la derecha se llegaba al mar, pero si se continuaba recto, como había hecho Ragnar la primera vez que lo habían visto, se llegaba a la puerta de Isak. Ragnar corría sin parar.
    Soplaba el viento. Se les estaba poniendo la piel de gallina y tuvieron que ponerse la chaqueta a pesar de que hacía sol. Erika y Laura habían encontrado un lugar en la hierba al abrigo del viento. Por la mañana, durante el desayuno, Isak había dicho que ese día no debían bajar a la playa, sino quedarse cerca de la casa. Dijo que el viento podría volverse huracanado y en ese caso ellas dos, tan pequeñas y delgadas, saldrían volando hasta el mar. Rosa se mostró de acuerdo. Erika y Laura no comían nada, comían como pajaritos, y unas niñas que comían tan poco no serían capaces de oponer resistencia al mar cuando un día viniera a llevárselas. Las niñas que comían tan poco irían montadas en las olas hasta la Unión Soviética o incluso más lejos, a un lugar aún más oscuro y peligroso, y allí tendrían que hacer cola el resto de su vida para comprar unas simples patatas, y no podrían volver jamás, porque a todos los que lo intentaban los mataban de un tiro en la frontera. De manera que Erika y Laura se comieron dos rebanadas más de pan con fuagrás, aunque eran demasiado mayores para creer en esa clase de historias, y se bebieron cada una un vaso de leche con cacao y azúcar, que sabía mejor cuando se tomaba con cuchara, como si fuera una sopa clara, pero Rosa no les dejaba tomárselo así, ni tampoco ponerse más de dos cucharadas de cacao en cada vaso de leche y eso era muy poco, como mínimo debían ser tres, aunque lo bueno eran cinco, sobre todo si el cacao hacía grumos en la leche y se convertía en pequeñas burbujas de chocolate que se derretían en la lengua. Isak era severo con muchas cosas. Con el tiempo de fuera, por ejemplo. Y con la hora de acostarse. Y con la de comer.
    A veces Erika y Laura tenían que ir a buscar a Molly, que se había escondido en el bosque. A las seis en punto Isak pasaba ruidosamente por el salón para acto seguido entrar en la cocina y berrear: «Estoy más hambriento que un oso», y Molly, que casi siempre llevaba un vestido azul, gritaba: «¡Oso no! ¡Oso no!». Después de eso, todo el mundo podía sentarse a la mesa para que Rosa sirviera la cena.
    Pero Isak no era en absoluto severo con respecto al cacao. No veía ninguna razón por la que las niñas no pudieran tomarse toda la leche con chocolate que quisieran, y tampoco le importaba si se la bebían o se la tomaban con cuchara. Cuando Rosa se iba de compras a tierra firme, Isak les decía que por él podían acabarse el bote si querían, a condición de que no se quejaran si después tenían ganas de vomitar.

    Un día, cuando Ragnar pasó corriendo delante de ellas por la hierba en dirección al bosque, Erika y Laura decidieron correr tras él. Con el viento a favor, tenía alas en los pies, y corría más deprisa que de costumbre, tanto que sus pies apenas tocaban el suelo; de lejos parecía un espíritu del bosque, un elfo o un monstruo. De todas las personas que Erika conocía, Laura era la que corría más deprisa, pero no tanto como Ragnar, y fue Laura la que susurró a Erika que Ragnar le recordaba un poco a un monstruo. Erika no opinaba lo mismo. No era guapo, la verdad; tenía las piernas flacas como palillos y las muñecas finas, pero lo peor era ese pequeño bulto o marca de nacimiento entre las cejas, que le hacía parecer un niño con tres ojos o dos narices. Pero a medida que lo iba conociendo, Erika ya no hablaba mucho con Laura sobre lo que el muchacho podía tener de monstruoso. Si cerraba los ojos casi del todo y solo lo miraba a través de una rendija, era un chico bastante guapo, incluso apuesto, pero eso no se lo dijo a Laura, que de todos modos era demasiado pequeña para entender si un chico era guapo o no.

    Erika y Laura se levantaron de su lugar en la hierba al amparo del viento y echaron a correr tras él. Sabían que se llamaba Ragnar. Sabían que vivía con su madre en una casa de verano pintada de marrón a diez minutos andando de la casa de Isak. Sabían que estaba en quinto y que iba a un colegio de Estocolmo. Sabían que su camiseta favorita era una en la que ponía MY FATHER WENT TO NEW YORK CITY AND ALL HE GOT ME WAS THIS LOUSY T-SHIRT. Al menos era la que llevaba casi siempre cuando pasaba por delante de ellas corriendo por la hierba alta frente a la casa de Isak, por la playa de cantos rodados, por el camino de gravilla y por delante de la tienda. Esa o la camiseta de Niagara Falls. Sabían incluso que tenía una cabaña en algún lugar del bosque, una cabaña que él mismo había construido. Pero no sabían dónde se encontraba. Era secreta.
    Laura y Erika decidieron seguirlo.

    Muchos veranos después, cuando Erika y Ragnar tenían trece años y se tumbaban en la hierba alta a comer fresas silvestres y beber Coca-Cola que habían robado en la tienda, ella le habló de cuando era pequeña, de los primeros años en Hammarsö antes de conocerlo a él, de cuando solo tenía una nueva hermana, es decir, Laura, y de repente al verano siguiente apareció frente a la casa de Isak un cochecito con una niña que no dejaba de berrear; le contó cómo Isak y Rosa le tomaban el pelo por ser tan flaca y menuda que el viento podía llevársela al mar en cualquier momento y tener una muerte horrible al otro lado del horizonte. Ragnar, que la estaba escuchando, le acarició el cabello y dijo:
    —La tormenta tumba los árboles grandes, no los pequeños.
    Se inclinó sobre ella y la besó en la boca. La boca de Ragnar era rugosa, no como la boca de una chica —Erika había besado a varias chicas de su clase para asegurarse de hacerlo bien cuando de verdad le hiciera falta—, él sabía a sal y aCoca-Cola.
    —¿Qué quieres decir? —preguntó Erika.
    —Es un refrán que al parecer tu padre, Isak, no conoce, si ha dicho que vas a desaparecer con la tormenta.
    Erika levantó los ojos hacia el cielo, no se veía ninguna nube, ni siquiera un cúmulo. «Tu padre, Isak», había dicho Ragnar, algo se ocultaba detrás de esas palabras, pero Erika no sabía qué. Fuera lo que fuese, era una curiosa manera de decirlo. Erika no le habría dicho a Ragnar «Tu madre, Ann Kristin». Simplemente habría dicho «Tu madre».
    En Hammarsö los árboles eran pequeños y curvos, parecían encogidos, de manera que tal vez fuera verdad aquello de que los árboles grandes eran los que caían primero.
    —Pero nosotros no somos árboles —dijo Erika en voz alta, dándole una palmada en el costado.
    Él la miró sonriente y repitió:
    —No somos árboles.
    En realidad Erika no sabía si quería seguir besándole o tirarle encima la Coca-Cola que le quedaba y salir corriendo.

    Una noche Tomas le cogió las manos para liberarse de su abrazo, un dedo tras otro, y la abandonó. Entonces llevaban nueve años viviendo juntos en el piso del parque Sofienberg.

    Durante nueve años Erika y los niños habían comido comida preparada por Tomas. Olorosos guisos de carne suntuosamente condimentados y con grandes trozos de cerdo o de buey. Y mucho tiempo después de que Erika y Ane se hubiesen ido a la cama, Tomas seguía jugando con los videojuegos con Magnus. Erika decía: «Es un niño, tiene que levantarse para ir al colegio. No podéis pasaros toda la noche jugando. No puedes hacer eso, Tomas. Magnus tiene que dormir. Es un niño».

    Recordaba que él le había dicho: «Estuve contigo más tiempo de lo que realmente quería por Magnus y Ane. Pero no son mis hijos».

    En los días que siguieron, ya sola, Erika estuvo repasando todas las cosas que él había comprado con el dinero que no tenían y que le había dejado como reliquias, como recuerdos de una vida vivida, y una de esas cosas era algo tan ridículo como un timbre inalámbrico que se podía llevar por la casa cuando se iba al lavabo o se estaba dentro de la despensa o en algún sitio donde era posible que no se oyera si alguien llamaba a la puerta. Además, se podía ajustar el volumen y elegir el tipo de sonido que se quisiera. Tomas había elegido las campanadas de una iglesia. Aquello les había llevado bastante tiempo. Habían discutido los pros y los contras. Elegiremos este o aquel sonido. No hablaban de lo que estaba ocurriendo en el mundo, una guerra tras otra. No hablaban del icono que Tomas había comprado en París por casi cien mil coronas. Era del siglo XVI y le había recordado a una «actriz ucraniana bella como un icono» que había conocido en el aeropuerto de Niza. «Tuve que comprarlo», dijo. Primero había conocido a la mujer, justo después vio el icono en una tienda de antigüedades de París; era cosa del destino. La mujer de Niza era un ángel. Lo habría salvado. ¡Ella era...! Le faltaban palabras para describirla. Colgó el icono sobre la cama. Ella lo quitó violentamente. Él volvió a colgarlo. «¿Sabes que nos van a echar del piso, Tomas? No podemos permitirnos el lujo de pedir un préstamo de cien mil coronas al banco. No podemos pedir ni diez mil. Ni mil.»
    Erika hablaba como Sundt.
    Discutía como Sundt.
    Era Sundt.
    El icono resultó ser (y por cierto no fue ninguna sorpresa) una falsificación que apenas valía unos cientos de coronas. Tomas miró a Erika con los ojos de par en par cuando ella se lo dijo. Vendería el icono, dijo él. «Vale doscientas coronas —dijo Erika—. ¿Lo entiendes?» «Bueno, entonces lo tiraremos», dijo Tomas. Y luego se olvidó por completo del asunto. Erika lo dejó colgado sobre la cama.
    A veces echaba de menos a Sundt. Era tacaño, pero no estaba loco. Sundt cuidaba de los niños por la noche. Tomas no hacía sino cuidar de sí mismo, si cabe ni siquiera eso. Tomas no dormía en la cama de matrimonio junto a ella, sino en un sofá rojo en un trastero del sótano que tenía alquilado a la comunidad de vecinos. En realidad había pensado usarlo como despacho, tenía una ventana y él quería disponer de un lugar donde trabajar en sus traducciones sin que le estorbaran Erika ni los niños. Pero poco a poco se había ido trasladando al sótano, y se quedaba allí casi día y noche.

    Tomas estaba frente al espejo del baño, pero se volvió hacia ella al oír sus pasos. La puerta estaba abierta. No intentó dejarla fuera. Tenía un trozo de porcelana entre el pulgar y el índice y se había cortado la cara. Antes, ese mismo día había roto una taza de porcelana azul en la cocina.

    Erika era capaz de recordar cosas que, dada la gravedad de la situación, parecían insignificantes, irrelevantes, casi indecorosas en su trivialidad, recuerdos ridículos que ocupaban espacio y recortaban el de la visión de los recuerdos importantes, como cuando se enteró de que su mejor amigo, Anders Tangstad, había muerto. El primer y tal vez más vívido recuerdo que había tenido entonces era seguramente el de una noche de verano en que iba andando con él por Sorgenfrigaten y señaló un inmueble blanco diciendo que le gustaría vivir allí. Y no es que ellos pensaran en aquel momento que iban andando por Sorgenfrigaten. Habría dado igual si hubiera sido Suhmgate, Industrigaten o Jacob Aallgate. Erika no podía estar segura de que el recuerdo fuera importante solo porque la calle tenía un nombre bonito, «la calle Sin Pena», un nombre que era un conjuro y, como más tarde se vería, un nombre engañoso. Anders Tangstad murió joven, víctima de un infarto cerebral. Fue doloroso para él, y para su mujer y sus dos hijos, y doloroso también para Erika. Y ella ni siquiera podía decir que ese inmueble blanco que había señalado diciendo que le habría gustado vivir en él fuera un lugar tan especial que para Erika y Anders Tangstad se volviera un lugar secreto, un esplendoroso palacetede ensueño en Oslo; ni siquiera estaba segura de recordar exactamente de qué casa se trataba. ¿Y lo de la noche de verano? Erika no podía, con la mano en el corazón, decir si se trataba de una noche de verano especialmente luminosa que prometía muchas más noches así, o si había sido una noche de verano oscura y fría, un aviso de que el otoño se estaba acercando. Nada en ese recuerdo que tanto espacio ocupaba en el dolor incipiente de Erika significaba algo. El recuerdo podía cargarse de significado de mil maneras distintas, pero todo sería mentira. Una noche de junio o julio, tres años antes de su muerte, Erika y Anders Tangstad iban andando por Sorgenfrigaten después de haber visto una mala película en el cine Colosseum, los dos deseando irse a dormir; Anders Tangstad con su mujer, Erika con Tomas. Habían estado hablando de seguros de coches, de por qué alguien se hace agente de seguros y de que las sandías eran a veces tan ricas y sabrosas que uno se preguntaba por qué no se comía sandía todos los días. Todo lo que ocurrió en el transcurso de los seis, siete u ocho minutos que anduvieron por Sorgenfrigaten aquella noche podría, con una simple pirueta mental, convertirse en algo importante, simbólico, fatídico y especial, pero Erika se negaba, quería luchar contra el deseo de cargar aquel instante de significado, quería insistir en la total falta de sentido del recuerdo en cuestión.
    Había momentos importantes de sobra en la amistad de Erika y Anders Tangstad. En el discurso del funeral hablaría de la excursión por la montaña, de Finse a Ustaoset, con esquíes de fondo, cuando primero se vieron envueltos en la niebla y luego bañados por el sol; mencionaría también su sentido del humor, el amor que sentía por su mujer y sus hijos, y su última conversación telefónica el día antes de que le diera un infarto haciendo footing, del que nunca volvió a despertar. Pero ese determinado recuerdo de Erika y Anders Tangstad andando por Sorgenfrigaten y Erika señalando un inmueble blanco y diciendo que le gustaría vivir allí..., ese recuerdo no significaba nada.

    La taza azul había pertenecido a la abuela materna de Tomas, y era la última de seis. La primera la había roto Erika cuando se fue a vivir a casa de Tomas. En eso pensó aquel día en que Tomas se hizo cortes en la cara. Recordó que ella estaba colocando sus propias tazas en el armario de él y de repente la taza azul salió rodando de su mano, rompiéndose en mil pedazos al llegar al suelo. Mucho después se rompió la segunda, luego la tercera, más tarde la cuarta y al fin la quinta.
    Y ahora él acababa de romper la sexta.
    Eran las tazas que nos habían sido asignadas, quería decir Erika, pero no lo dijo. Un comentario como ese habría sido una tontería propia de un culebrón, aunque en realidad correspondía a la verdad.
    Tomas miró los pedazos en el suelo.
    —¿Por qué demonios he hecho eso? —se preguntó, recogiendo los pedazos—. No era esa mi intención.
    Luego se metió en el cuarto de baño e intentó escribir algo sobre su piel con un trozo de porcelana. No quiso revelar lo que era.
    —No sé qué hacer contigo cuando estás así —dijo Erika cuando lo vio frente al espejo del cuarto de baño—. Te sangra la cara.

    Se reían mucho en la última época. Se contaban historias y se reían. Tomas compraba vino, música, libros y timbres, ¡y los dos se reían! Erika dejó de hablar del dinero que desaparecía volando entre las manos de Tomas.
    Erika no era Sundt.
    Pero metía en el coche las bolsas con libros y CD y se iba a las tiendas del centro. ¿Podrían ustedes devolverme el dinero? No quiero cambiarlo por otra cosa. Quiero que me devuelvan el dinero. Por favor, no permitan que mi marido compre más libros. Ni tampoco más CD.

    Pero sí hablaban del nuevo timbre.
    Qué cantidad de sonidos.
    Y puedes llevártelo por toda la casa.
    «¡Quiero hablar contigo en serio antes de que te largues, Tomas!»
    «Para siempre —decía en la nota—. Esta vez me marcho para siempre.»

    —Estamos llegando —dijo la mujer que iba sentada a su lado. Estaba contenta. Casi cantaba.
    Erika se volvió hacia ella y le sonrió.
    De modo que ahora hablas, pensó. Tú, que has ido sentada junto a mí en este coche comiendo naranjas sin decir una palabra, sin aflojarte siquiera el cinturón del abrigo, sin decir lo que te pasa.
    Erika no sabía cómo se llamaba la mujer, pero decidió que se llamaría Ellinor. Era un buen nombre para una mujer que no quería decir nada.
    Ellinor había hecho que Erika se sintiera como si hubiese cometido un gran error, como si hubiera metido la pata hasta el fondo, como si hubiera hecho el ridículo de la manera más espantosa, o ensuciado algo bonito con su mera presencia.

    ¡AhoraOle-Pette escúchame,Ole-Pette Ellinor!Ole-Pette ¡HeOle-Pette conocidoOle-Pette aOle-Pette personasOle-Pette comoOle-Pette tú!Ole-Pette MiOle-Pette padre,Ole-Pette porOle-Pette ejemplo,Ole-Pette cuandoOle-Pette eraOle-Pette másOle-Pette jovenOle-Pette yOle-Pette todavíaOle-Pette leOle-Pette teníaOle-Pette miedo.Ole-Pette OOle-Pette Tomas,Ole-Pette miOle-Pette marido.Ole-Pette TomasOle-Pette meOle-Pette leíaOle-Pette algoOle-Pette enOle-Pette vozOle-Pette alta,Ole-Pette algoOle-Pette bonitoOle-Pette queOle-Pette élOle-Pette habíaOle-Pette traducidoOle-Pette oOle-Pette escrito,Ole-Pette yOle-Pette cuandoOle-Pette yoOle-Pette hacíaOle-Pette algúnOle-Pette comentarioOle-Pette sobreOle-Pette loOle-Pette queOle-Pette acababaOle-Pette deOle-Pette oír,Ole-Pette todoOle-Pette loOle-Pette queOle-Pette decíaOle-Pette estabaOle-Pette mal,Ole-Pette ¿entiendes?Ole-Pette CompletamenteOle-Pette equivocado,Ole-Pette yOle-Pette TomasOle-Pette desviabaOle-Pette laOle-Pette miradaOle-Pette diciéndomeOle-Pette olvidaOle-Pette queOle-Pette teOle-Pette heOle-Pette leídoOle-Pette eso.Ole-Pette ¡Olvídalo!

    Cuando Erika vio la nota de Tomas (él la había dejado en la mesa de la cocina debajo de una tetera azul pintada a mano, como si tuviera miedo de que el viento se la llevara) bajó al trastero del sótano, donde pudo constatar que Tomas no se había escondido ni ahorcado. ¿Cuánto tiempo hacía ya? ¿Cuatro meses? Cuatro meses, tres semanas y dos días. La ventana del sótano estaba abierta, acababa de amanecer. Más tarde pensó que Tomas se había largado por la ventana como el indio de
AlguienOle-Pette volóOle-Pette sobreOle-Pette elOle-Pette nidoOle-Pette delOle-Pette cuco
. Fuera llovía o nevaba y ella se quedó contemplándolo. No era exactamente aguanieve, sino unos copos grises, casi transparentes, tan ligeros que la gravedad no tenía que ver con ellos, como polvo, solo que más mojados. En el alféizar y sobre el suelo de linóleo había hojas secas de otoño de color marrón que habían entrado con el viento y que él no se había preocupado de quitar o aspirar. Erika se tumbó en el sofá rojo que se había negado a tener en el salón y que por eso fue trasladado al trastero; no contaba con que Tomas se trasladaría con él, al mismo tiempo. El sofá olía a él, y también a otras cosas, pero sobre todo a él.

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