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miércoles, 17 de noviembre de 2021

Linn Ullmann / El camino 5

 



Linn Ullmann
EL CAMINO
 
5

    En una parada en las afueras de Fagerås había una mujer esperando el autobús. A su lado había un chico de unos catorce años. La mujer y el chico estaban completamente inmóviles bajo la lluvia que caía a cántaros; nevaba y llovía, a la vez. La parada consistía en un poste con los horarios pegados y un cobertizo podrido donde ya no se podía sentar nadie, con el tejadillo a punto de derrumbarse. La mujer llevaba un abrigo rojo de cuadros con cinturón y botas negras de tacón. Tenía el cabello negro y recogido, y sujetaba un paraguas negro con la mano derecha. El chico estaba algo alejado, se había mojado, llevaba puesta una gorra de visera y ropa ligera: una sudadera con capucha y un ancho pantalón vaquero. Entre los dos había una maleta negra y una bolsa de nailon amarillo con el emblema de un club de fútbol sueco. La mujer y el chico miraban en la misma dirección, hacia la izquierda, como si sus miradas fueran capaces de hacer aparecer el autobús en la autovía.
    Erika vio a las dos personas al pasar por delante de ellas. Primero pensó que se trataba de su imaginación, que el chico y la mujer eran una visión fantasmal creada por la lluvia, el cielo oscuro y una luz que cambiaba a cada instante. Pero cuando miró por el espejo retrovisor como para confirmar que se trataba de su imaginación, las figuras seguían allí: la mujer debajo del paraguas negro; el chico empapado con la sudadera de capucha; la maleta y la bolsa en el suelo.
    Erika detuvo el coche en la cuneta. Puso las luces de emergencia, cogió el anorak del asiento trasero y se lo puso sobre los hombros. Abrió la puerta del coche, la lluvia le golpeó en la frente, e intentó atraer la atención de la mujer o del chico. Los dos seguían inmóviles mirando en sentido contrario.
    —¡Hola! —gritó—. ¡Eh! ¡Vosotros dos!
    La mujer del paraguas se volvió hacia ella. Erika salió del coche y corrió hacia ellos. El chico seguía sin moverse. Estaba escuchando música, un fino cable blanco iba de sus orejas al bolsillo de los vaqueros. La mujer miró interrogante a Erika, que en su carrera por la autovía se había empapado, enfriado por completo, y quedado sin aliento.
    —Parece que dudáis de que pase el autobús —dijo Erika.
    —Tendría que haber pasado hace diez minutos —contestó la mujer.
    El chico se había dado cuenta ya de que su madre —porque la mujer del paraguas tenía que ser su madre, pensó Erika— estaba hablando con alguien. Se quitó los auriculares para oír.
    —¿Adónde vais? Quiero decir que si os puedo llevar al menos una parte del camino —dijo Erika—. Estáis empapados —añadió, al ver que nadie contestaba—. Y el autobús no pasa.
    La mujer y el chico la miraron como si no entendieran del todo lo que les estaba diciendo. Erika empezó a hablar en sueco.
    —Sobre todo tú —dijo, señalando al chico—. Estás completamente empapado.
    El chico se encogió de hombros y miró a su madre.
    —Vamos a Sunne —dijo la mujer—. ¿Usted también?
    Erika iba a Örebro a alojarse en un hotel elegante, cenar bien en el restaurante y dormir una noche entera antes de emprender al día siguiente el largo trayecto hasta el transbordador: todo estaba planeado según las instrucciones de Laura.
    Ir a Sunne significaría un rodeo de al menos ciento veinte kilómetros.
    —Sí, voy a Sunne —contestó Erika.
    ¿Y por qué no?, se decía mientras volvía a toda prisa bajo la lluvia, tapándose la cabeza con el anorak, en dirección al coche que tenía las luces de emergencia encendidas. La mujer y el chico la siguieron arrastrando el equipaje. El chico, que tendría la misma edad que su hijo, estaba empapado y congelado, y el autobús no llegaba, de modo que ¿por qué no podía acercarlos a Sunne?
    —¿Vivís allí? ¿En Sunne?
    Erika subió la calefacción del coche y ofreció al chico de la sudadera con capucha, sentado en el asiento de atrás, una toalla que había metido en la mochila antes de emprender el viaje.
    —Sí —contestó la mujer.
    El chico se había vuelto a colocar los auriculares. Iba escuchando esa música que solo él podía oír y mirando por la ventanilla. Tenía grandes ojos castaños y una boca muy marcada que se extendía de mejilla a mejilla. Pues sí, le recordaba un poco a Magnus. Tal vez debido al cuerpo largo y flaco (manos enormes, pies enormes) escondido dentro de esa ropa enorme, o por ese rostro bien esculpido de niño o de hombre muy joven, según la luz y la expresión de su rostro, que variaba constantemente.
    Lo miró de reojo por el espejo retrovisor, intentando captar su mirada. Quería sonreírle. Quería decirles que los llevaría hasta su casa.
    —¿Qué edad tiene tu hijo? —preguntó Erika bajando la voz. Podía haber hablado con una voz normal, pues el chico no oiría lo que decía con los auriculares. A veces sacaba su teléfono móvil del bolsillo y tecleaba algo a toda velocidad.
    —Tiene catorce —contestó la mujer.
    —Yo también tengo un hijo de catorce —dijo Erika animada.
    Hay sesenta kilómetros hasta Sunne y ahora tendremos de qué conversar, pensó.
    —No es mi hijo —aclaró la mujer—. Es el hijo de mi hermana.
    —Ah, comprendo —dijo Erika—. Claro —prosiguió—. Eres demasiado joven para tener un hijo de catorce. Eres mucho más joven que yo.
    A Erika no le parecía que aquella mujer fuera mucho más joven que ella, en realidad estaba bastante ajada y envejecida, pero pensó que tendría que complacer a su pasajera, tenía la sensación de haberla insultado o irritado, de que la mujer la consideraba banal y parlanchina, y que si no hubiera sido por la lluvia y la oscuridad, el frío y ese autobús que nunca llegaba, jamás habría puesto los pies en su coche.
    —Pues sí, creo que soy un poco joven para tener un hijo adolescente —dijo la mujer.
    Erika esperaba que dijera algo más, que contara algo. Pero no lo hizo. La mujer no se quitó el abrigo rojo de cuadros, ni siquiera se aflojó el cinturón, aunque el coche estaba ya bien caldeado.

    Erika pensaba que si la mujer y ella tenían hijos de la misma edad, podrían hablar de sus hijos. La mujer estaba molesta (¿con Erika? ¿Con la manera de conducir de Erika? ¿Con el tiempo? ¿Con Suecia?) y Erika consideraba su obligación suavizarla. Entretenerla. Hacerla reír o estar de acuerdo con alguno de sus comentarios o hablar de ella misma. Así sus experiencias en común podrían haber sido el camino más llano para llegar a esa comunión entre mujeres. Aunque, pensó Erika, eso tal vez solo pasaba cuando había niños pequeños, y se imaginaba grupos de madres sentadas en algún café o en el parque, con los niños al pecho o meciéndolos en el cochecito. Erika no se atrevió a preguntar a la mujer si tenía niños pequeños.

    Cuando una parturienta intentaba pegar a Erika o suplicarle que la dejara morir, como de vez en cuando hacen las mujeres, ella le cogía la mano y se la sujetaba con firmeza.
    Cara a cara con sus pacientes, Erika se sentía segura. Infundía confianza. Al contrario que Isak, ella colgaba todas las fotografías de los recién nacidos en su despacho, todas las que le enviaban madres y padres orgullosos para agradecerle la asistencia en el parto. Isak nunca había colgado una fotografía. Una vez el niño había salido del cuerpo de la madre, ya no era responsabilidad suya, solía decir.
    Pero fuera de las paredes del hospital Erika se sentía torpe y perdida cuando estaba con otras mujeres. Sobre todo en grupo con otras mujeres. No la dejaban entrar; era como si dijeran: «Destacas demasiado, Erika. No eres nada elegante. Eres demasiado cursi. Eres demasiado ruidosa. Eres demasiado tímida y torpe. Eres superficial. Eres demasiado seria, y sin sentido del humor. No nos gustas. Más vale que te marches, que te disuelvas y desaparezcas. Pero no eres capaz. La tripa se te sale por el hueco entre la falda y la blusa. Los vaqueros estrechos se te clavan en el bajo vientre, como si te hubieras metido a propósito una astilla de vidrio».

    Desde que había visto a Marion por primera vez, cuando Ragnar y ella recogían restos de naufragios en la playa —Marion con la parte de abajo de un biquini de lunares, perezosamente tendida en la roca más avanzada en el mar, rodeada por Frida, Emily y Eva—, Erika había sentido el deseo de formar parte de la imagen, al ver cómo esas cuatro chicas en la roca configuraban un dibujo insuperable e inviolable, una alianza inexpugnable, secreta y brillante. Y de esa alianza podría formar parte o no, según el estado de ánimo de Marion, y si no formaba parte quedaba despiadadamente excluida y abandonada a su propio cuerpecito flaco y triste, a los juegos de su mejor amigo Ragnar en la cabaña secreta y a todas las nubes grises del cielo.

    Hace cientos de años, cuando un niño iba a nacer, cuando una mujer empezaba a tener dolores de parto, las otras mujeres se apresuraban a aflojarle el cabello recogido, las cintas de la ropa, los cordones de los zapatos y todas las cosas que en el entorno de la mujer estuvieran atadas, anudadas o cerradas, como por ejemplo, cajones, arcones, ventanas y puertas. Y si el marido quería ayudar podía liarse con algo en el patio, por ejemplo una herramienta complicada. Podía coger el hacha y partir el arado en dos.

    Erika recuerda una noche de guardia, cuando había pedido que la informaran de cómo estaban las parturientas. La comadrona habló de una joven: «Está pesadísima. Tiene para rato. Pronto llevará doce horas y solo ha dilatado tres centímetros».

    Pero si no es más que una niña, pensó Erika en la puerta del paritorio, al ver a la joven a la luz que entraba desde el pasillo. No tendría más de diecisiete o dieciocho años, y estaba sola. Ningún novio, ni hermana ni madre. Ninguna amiga. Estaba sentada en el suelo, con un camisón blanco del hospital, pequeña y frágil, con la cara oculta entre las manos y las piernas encogidas debajo de ella. Ni se volvió ni levantó la vista cuando Erika cerró la puerta tras ella.

    Atravesé la habitación y me arrodillé junto a ti. Te quité la goma y te solté la trenza para poder pasarte los dedos por el cabello. Me miraste y me dejaste hacerlo, y luego apoyaste la cabeza en mi hombro .

    Al cabo de un rato, cuando la noche se iba convirtiendo en mañana, la mujer dio a luz a una niña que abría la boca en silenciobuscando luz y aire. Tal vez, pensó Erika, heredaría el cabello largo y precioso de su madre.

    Erika abrió la boca para decir algo a la mujer que iba sentada a su lado en el coche. Algo tendría que decir, ¿no? No. No lo hizo. ¿Por qué iba a decir algo? ¿Por qué pensar? ¿Y qué pasaba con el chico del asiento de atrás, que no decía ni una palabra y no era hijo de la mujer, pero a Erika le recordaba un poco a Ragnar? Lo miró por el espejo retrovisor.
    —¿He dicho Ragnar?
    La mujer se volvió hacia ella y dijo:
    —No ha dicho nada.
    Erika le sonrió.
    —Perdona. A veces hablo a solas en voz alta, sobre todo cuando conduzco.
    Miró de nuevo al chico del asiento de atrás y comprendió que se había equivocado.
    No le recordaba a Ragnar.
    Ragnar era delgado y tenía las muñecas finas.
    Ese chico le recordaba a Magnus.
    —Tengo que parar para echar gasolina y llamar a mi hijo —dijo Erika—. Voy a decirle que no voy a hacer noche en Örebro, sino en Sunne. A Magnus le gusta saber dónde me encuentro. Hace como que le da igual, pero se preocupa.
    La mujer se encogió de hombros y miró al frente.
    —Claro. El coche es suyo. Haga lo que quiera.
    Erika la miró asombrada. ¿Eso era todo? ¿Ni siquiera un atisbo de algo cortés o agradable? Erika acababa incluso de revelar que en realidad no iba a Sunne, sino a Örebro, que de hecho estaba dando un rodeo de ciento veinte kilómetros por esa desconocida. La mujer se dio cuenta de la mirada que Erika posó sobre ella. Bajó la cabeza y se puso a juguetear con algo en el regazo.
    —Desde luego, le estamos muy agradecidos por llevarnos.
    La mujer la miró a la cara. La mirada era desafiante.
    —¡Muy agradecidos! Ha sido muy amable por su parte.
    ¿Era eso lo que querías oír?
    —No tiene importancia —dijo Erika.

    Paró en la primera gasolinera. Sacó el teléfono móvil, abrió la puerta del coche y salió a la lluvia invernal que pronto se convertiría en nieve. Abandonó el coche sin decir nada ni a la mujer ni al chico. Erika no miró a la mujer al cerrar la puerta del coche, no les preguntó si tenían hambre o sed. Si quería podía comprarse la comida o la bebida ella misma. Erika entró en la tienda y preguntó por los lavabos. Un hombre joven con cicatrices en la cara y un bigote rojizo le dio una llave, señalándole hacia la derecha. Erika cogió la llave, fue hacia la derecha y abrió la puerta. Se metió en el servicio y cerró la puerta. Apestaba a heces. El inodoro estaba obstruido, faltaba la tapa. El cubo de basura estaba lleno y había cosas tiradas por el suelo. Erika se imaginó a la mujer del coche, su pasajera, la que no era la madre del chico empapado, de madre no tenía nada, y de alguna manera todo era por su culpa, esa maldita letrina que apestaba y todo lo demás que hedía. En ese momento podría estar ya a Örebro, en la habitación del hotel, o cenando en el restaurante. Marcó el número del teléfono móvil de Magnus. Estaba puesto el contestador. Oyó la voz de su hijo, que ya no era clara y cantarina como cuando se tumbaba junto a ella en la cama para que le leyera. Con la voz ocurría como con el resto del cuerpo: todo crecía y se volvía grande y oscuro. Magnus estaba durmiendo en su habitación, y cuando Erika fue a arroparlo vio un pie de hombre fuerte y peludo saliendo del edredón. Ahora el chico estaba de viaje con el colegio en Polonia.
    —Hola, cariño. Soy mamá —dijo Erika—. He dado un rodeo. Esta noche no dormiré en Örebro, me quedaré en Sunne. Está muy cerca de donde vivía Isak cuando tenía tu edad. Te llamaré cuando llegue al hotel.
    Colgó. Debería haber enviado un SMS. A Magnus no le gustaba nada que le dejara mensajes de voz; escuchar el contestador costaba dinero, decía, y no merecía la pena pagar por escuchar un mensaje de tu madre. No lo decía con mala intención. Era una información práctica. Erika le envió un SMS: «Hola, Magnus. He dejado un mensaje en tu contestador, no hace falta que lo escuches. Haré noche en Sunne, no en el hotel de Örebro que te había dicho. Hablamos. Besos, mamá».

    Erika estudió su cara en el espejo, que curiosamente estaba intacto e incluso bastante limpio y bonito. El espejo. No el rostro.
    —No es la del coche la que está ajada —dijo Erika al espejo—. ¡Eres tú! ¡Soy yo! Es la que está al volante. ¡Es Erika! ¡En esta jodida gasolinera, en medio de esta mierda maloliente!
    Al día siguiente llamaría a Isak para decirle que había cambiado de idea, que no iría. No quería llamarlo desde el teléfono móvil. Se pondría nervioso, y cuando él se ponía nervioso, ella también. Se sentaría tranquilamente en el borde de la cama y lo llamaría desde el teléfono del hotel. Le diría que al final no iría, porque en el trabajo había surgido algo que requería su presencia. Se peinó y se pintó los labios de color rojo fuego. Se contempló a sí misma. Parecía que le hubiesen pegado, como si tuviera una herida abierta en la cara en lugar de boca. Erika se quitó el color rojo con la mano.
    De repente se le ocurrió que esa mujer que había recogido en la autovía estaba embarazada. La vio con claridad, con abrigo y botas. El cinturón atado. Estaba embarazada, pero no quería hablar de ello. No quería pensar en ello. ¿Tendría intención de abortar? ¿Estaría a punto de perderlo? ¿Estaría sangrando?
    Cuando Erika se quedó embarazada de Magnus, le parecía que iba a derrumbarse. Pensaba a menudo que no lograría sobrellevar el embarazo. Pensó que se pondría enferma y que no tendría fuerzas para llevar a cabo un parto. Morirían ella o el niño. Había sobrevivido al parto de Ane. Una niña salió de su cuerpo, tomó aliento y se agarró a su pecho.
    Las dos salieron ilesas.
    «Dios os ha bendecido», dijo Isak por el teléfono, como si fuera pastor de la iglesia, igual que su padre, y no médico.
    Pero esa vez era distinto. Con Ane todo había sido muy fácil. Al menos ella lo recordaba así. El embarazo, el parto, dar el pecho. Erika no estaba preparada para lo otro. Lo oscuro. Se iba arrastrando por las náuseas, esas náuseas que nunca la abandonaron, las náuseas que se mezclaban con todo lo que bebía y comía, con todo lo que llevaba puesto, los lugares que visitaba y lo que tocaba. Las náuseas en las fosas nasales, debajo de las uñas, en el cabello recién lavado. En el plexo solar. E incluso años más tarde todavía sentía a veces un asomo de náusea. No hacía falta más que el olor a lilas para que le subiera por dentro, porque las lilas florecieron cuando estaba embarazada de doce semanas. Y al mismo tiempo ese miedo a hacer daño al hijo, que aún no era un hijo. Ella le había puesto un nombre. No un verdadero nombre. No ese nombre que tendría un día y que se inscribiría en los registros oficiales, libros, protocolos, listas, sino un apodo secreto. Porque traía mala suerte decirlo en voz alta, de la misma manera que traía mala suerte comprar ropa y enseres antes de que el niño naciera o al menos antes de que el embarazo fuera muy visible.
    En la semana dieciocho Erika supo que estaba esperando un varón. La examinó un ginecólogo que iba un par de cursos por delante del suyo cuando estudiaban medicina. Le dijo que el feto estaba colocado de tal manera que no podía ver si era niño o niña. Erika cogió el ecógrafo y consiguió una imagen de su hijo en la que se podía ver claramente que era un niño.
    Era un niño, pero ¿era viable? Erika examinó la cabeza, la nuca, la longitud de las piernas. Todo estaba bien, pero Erika se marchó de la consulta con la sensación de haber invadido a su hijo. Lo había mirado desde el otro lado. El niño no quería ser molestado, no quería ser visitado. Erika lo había visto un instante antes de que se disolviera en líneas, puntos y ondas en la pantalla.

    En la semana treinta y dos empezó a pensar: Esta vez no me escapo. Día tras día ayudaba a otras mujeres a soportar embarazos y partos complicados, tranquilizándolas, consolándolas y hablando de lo más natural del mundo, pero ella, por su parte, tenía miedo de no sobrevivir. Miedo de morir desangrada, miedo de no conseguir respirar en los tormentos de los dolores del parto. El niño estaba dentro de ella como un pequeño terrorista suicida con bomba, esperando a hacerse estallar a sí mismo y a Erika en pedazos.

    Una mujer estaba embarazada sobre la tierra y pensaba en la muerte; pensaba en la noche, el llanto y la muerte. Tal vez porque el niño que llevaba en su seno era la propia vida. El niño era eternidad que se convertiría en tiempo. Erika le preguntaba: ¿Podrás realizar el viaje? ¿Serás capaz de hacer correctamente las elecciones que te impondrá la vida en cuanto te corten el cordón umbilical: respirar, encontrar el pecho, gritar cuando me necesites? ¿O te meterás dentro de ti mismo por no soportar, no lograr, no querer?

    Ane acarició la tripa blanca azulada de luna llena de Erika, hablando de los juegos y canciones que le enseñaría al niño. Luego se colocó en medio de la habitación y cantó:

    Puente,Ole-Pette puente,Ole-Pette puentecillo
    onceOle-Pette toquesOle-Pette hanOle-Pette sonado.
    ElOle-Pette emperadorOle-Pette enOle-Pette suOle-Pette castillo,
    rojoOle-Pette yOle-Pette amarillo,
    negroOle-Pette comoOle-Pette unOle-Pette grillo,
    peligro,Ole-Pette peligro,Ole-Pette soldado.


    Ane miró a Erika y preguntó:
    —¿Podrá oírnos desde ahí dentro?
    —No lo sé. Creo que sí.
    —¿Cómo se va a llamar cuando salga?
    —No lo sé.

    A la mañana siguiente Erika estaba tumbada en el sofá con los ojos cerrados, preguntándose si lo que sentía eran ya contracciones. Primero pensó que era el brazo de Ane el que acariciaba el suyo, el vientre abultado y luego las piernas. Pero no era eso. Un niño pequeño entraba corriendo dentro de ella, la atravesaba y salía corriendo. La respiración de Ragnar en los pulmones de Erika, que yacía mutilada y abandonada, lacerada cuando los dolores se hicieron más fuertes y el cuerpo ya no era capaz de mantener los recuerdos.

    AlOle-Pette finalOle-Pette llegarás.Ole-Pette EresOle-Pette míoOle-Pette yOle-Pette yoOle-Pette soyOle-Pette tuya,Ole-Pette yOle-Pette nuncaOle-Pette volveréOle-Pette aOle-Pette serOle-Pette laOle-Pette misma.Ole-Pette PrimeroOle-Pette elOle-Pette miedoOle-Pette aOle-Pette reventar.Ole-Pette YOle-Pette cuandoOle-Pette elOle-Pette niñoOle-Pette hayaOle-Pette nacido,Ole-Pette laOle-Pette certezaOle-Pette deOle-Pette haberOle-Pette reventado,Ole-Pette aunqueOle-Pette noOle-Pette deOle-Pette laOle-Pette maneraOle-Pette queOle-Pette habíaOle-Pette pensado.Ole-Pette NocheOle-Pette trasOle-Pette nocheOle-Pette sinOle-Pette dormirOle-Pette yOle-Pette contigoOle-Pette juntoOle-Pette aOle-Pette mí;Ole-Pette laOle-Pette sangre,Ole-Pette lasOle-Pette lágrimas,Ole-Pette laOle-Pette leche,Ole-Pette laOle-Pette fiebreOle-Pette yOle-Pette losOle-Pette durosOle-Pette nudosOle-Pette enOle-Pette misOle-Pette pechosOle-Pette queOle-Pette soloOle-Pette deOle-Pette vezOle-Pette enOle-Pette cuandoOle-Pette seOle-Pette dejanOle-Pette quitarOle-Pette conOle-Pette aguaOle-Pette caliente,Ole-Pette pielOle-Pette calienteOle-Pette oOle-Pette tuOle-Pette boca;Ole-Pette laOle-Pette soledadOle-Pette cuandoOle-Pette todosOle-Pette losOle-Pette demásOle-Pette estánOle-Pette dormidos,Ole-Pette todosOle-Pette exceptoOle-Pette túOle-Pette yOle-Pette yo.

    Por la noche Erika escuchaba los sonidos del niño. Varias veces se inclinaba sobre la cuna, ponía su cara junto a la del niño solo para oírle respirar. A menudo lo metía con ella en la cama. El cuerpo del niño era pesado y cálido. Una noche le susurró algo al oído, primero en el izquierdo y luego en el derecho. Él no se acuerda ya de eso, pero lo que le susurró fue su nombre, para que él fuera el primero en enterarse.
    Varias semanas después de nacer el niño aún no tenía nombre. Hubo varias propuestas: Kristian, Sebastian,Lukas, Bror, Thorleif; todas fueron rechazadas. Pero una noche los padres se pusieron de acuerdo. El niño yacía entre los dos en la cama, tenía algo menos de dos meses. Estaba resfriado, tenía fiebre. Las vías respiratorias eran todavía estrechas, y Erika dijo varias veces que si se ponía peor tendrían que llevarlo a urgencias. Intentó darle de mamar y se echó a llorar cuando él no quería o no lograba chupar, cuando su boquita se quedaba inmóvil junto al pezón. Pero en el transcurso de la noche mejoró. Respiró más tranquilo. Mamó. Luego soltó el pecho y se entregó a un par de horas de plácido sueño. Y de repente, cuando sus padres ya no podían resistir más sin dormir, abrió los ojos y dijo: «Recordemos siempre este momento. ¡Siempre! Pase lo que pase, que nunca olvidemos que estuvimos los tres en esta cama, vivos y en calma. Cuando sea mayor quiero que me habléis de esta noche, de cómo estuvimos muy juntos en esta cama y cómo cantasteis para que la noche se fuera mar adentro. Nada sé de cómo va a ser mi vida, pero en cualquier caso quiero que me contéis cómo estuvimos yaciendo aquí los tres, cuánto me amabais, y el miedo que teníais de perderme».

    El niño abrió los ojos y miró a sus padres, y de repente supieron cómo se iba a llamar. Resultó muy sencillo. Unos años más tarde rompieron, se separaron como enemigos, tirando de sus hijos a un lado y a otro como si estos tuvieran unos brazos muy largos, pero justo aquella noche yacían juntos en silencio con el niño entre ambos. La madre dormía y el padre estaba despierto, o la madre estaba despierta y el padre dormía, y el pequeño estaba despierto y dormido, como es habitual en los niños muy pequeños, que acaban de llegar a la tierra.

Linn Ullmann
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