DON WINSLOW
el apicultor
Creemos que podemos fabricar miel sin compartir el destino de las abejas.
MURIEL BARBERY
La elegancia del erizo
1
Abiquiú, Nuevo México2004
Suena la campana una hora antes de que amanezca.
El apicultor, liberado de una pesadilla, se levanta.
El apicultor, liberado de una pesadilla, se levanta.
Su pequeña celda dispone de una cama, una silla y una mesa. Una ventanita en la gruesa pared de adobe da al camino que conduce a la capilla; la grava es plateada bajo la luz de la luna.
En el desierto las mañanas son frías. El apicultor coge una camisa de lana marrón, unos pantalones caqui, unos calcetines gruesos y zapatos de trabajo. Se dirige por el pasillo al baño comunal, donde se cepilla los dientes y se afeita con agua fría, y luego forma cola con los monjes que van a la capilla.
Nadie habla.
A excepción de los cánticos, las oraciones, las reuniones y las conversaciones imprescindibles en el trabajo, el silencio es la norma en el Monasterio de Cristo en el Desierto.
Viven según los dictados del salmo 46, versículo 10: «Estad quietos y conoced que yo soy Dios».
Al apicultor le gusta que sea así. Ya ha oído suficientes palabras.
La mayoría eran mentiras.
En su mundo anterior, todos, incluido él mismo, mentían por costumbre. Cuando menos, uno tenía que mentirse a sí mismo para seguir poniendo un pie delante del otro. Mentía a los demás para sobrevivir.
Ahora busca la verdad en el silencio.
Busca a Dios en él, aunque ahora cree que la verdad y Dios son una misma cosa.
Verdad, quietud y Dios.
Cuando llegó, los monjes no le preguntaron quién era ni de dónde venía. Vieron a un hombre de ojos tristes, con el pelo todavía oscuro pero entreverado de canas y unos hombros de boxeador algo caídos, aunque todavía fuertes. Dijo que buscaba paz, y el hermano Gregory, el abad, respondió que paz era lo único que poseían en abundancia.
El hombre pagó su pequeña habitación en efectivo y al principio se pasaba el día vagando por el desierto, entre los ocotillos y las salvias, paseando hasta el río Chama o subiendo la ladera. A la postre llegó a la capilla y se arrodilló en la parte posterior mientras los monjes entonaban sus oraciones.
Un día, la ruta lo llevó hasta el apiario —situado cerca del río, ya que las abejas necesitan agua— y vio al hermano David manipulando las colmenas. Cuando el hermano David precisó ayuda para mover unos paneles, como era natural en un hombre casi octogenario, él se ofreció. A partir de entonces iba a trabajar cada día al apiario, donde echaba una mano y aprendía la profesión, y cuando, meses después, el hermano David anunció que por fin había llegado la hora de jubilarse, propuso a Gregory que ofreciera el puesto al recién llegado.
—¿Un hombre lego? —preguntó Gregory.
—Se le dan bien las abejas —respondió David.
El recién llegado desempeñaba su labor en silencio y satisfactoriamente. Acataba las normas, asistía a la oración y era el mejor que habían tenido nunca en el apiario. Bajo sus cuidados, las abejas producían una miel de primera calidad, que el monasterio utilizaba en su marca de cerveza, ofrecía a los turistas en tarros de doscientos veinticinco gramos o vendía en Internet.
El apicultor no quería saber nada de la vertiente comercial. Tampoco quería servir las mesas de los huéspedes que pagaban por un retiro, ni trabajar en la cocina o en la tienda de obsequios. Él solo quería atender a sus abejas.
Cuando lo hacía le dejaban en paz, y lleva aquí más de cuatro años. Ni siquiera saben cómo se llama. Es simplemente «el apicultor». Los monjes latinos lo apodan el Colmenero. La primera vez que se dirigieron a él les sorprendió que dominara el español.
Los monjes, por supuesto, hablaban de él las pocas veces que les permitían mantener conversaciones informales. El apicultor era un fugitivo, un gánster, un ladrón de bancos. No, había huido de un matrimonio desdichado, de un escándalo, de un asunto trágico. No, era espía.
La última teoría ganó especial credibilidad tras el incidente del conejo.
En el monasterio había un gran huerto del que los monjes obtenían sus verduras. Como la mayoría de los huertos, era un imán para las plagas, pero había un conejo en particular que estaba causando estragos. Tras una acalorada reunión, el hermano Gregory dio permiso para ejecutar al animal. De hecho, insistió en ello.
La tarea le fue encomendada al hermano Carlos, que se hallaba frente al huerto tratando de dominar la pistola de aire comprimido y su propia conciencia, en ningún caso con demasiado éxito, bajo la atenta mirada de los demás monjes. Le temblaba la mano y se le llenaron los ojos de lágrimas cuando levantó el arma e intentó apretar el gatillo.
Justo entonces pasó por allí el Colmenero, que volvía del apiario. Manteniendo el paso, arrebató la pistola al hermano Carlos y, aparentemente sin apuntar o tan siquiera mirar, disparó. El balín alcanzó al conejo en el cerebro y murió en el acto. Luego, el apicultor le devolvió la pistola y siguió caminando.
Desde entonces se especulaba que había sido agente especial, un 007. El hermano Gregory zanjó las habladurías, que, al fin y al cabo, son pecado.
—Es un hombre en busca de Dios —dijo el abad—. Eso es todo.
Ahora el apicultor se dirige a la capilla para las vigilias, que comienzan a las cuatro en punto de la mañana.
La capilla está hecha de adobe y los cimientos de piedra se extrajeron de las colinas de roca rojiza que flanquean la cara sur del monasterio. La cruz es de madera y ha sufrido los estragos del sol; dentro, cuelga sobre el altar un único crucifijo.
El apicultor entra y se arrodilla.
El catolicismo fue la religión de su juventud. Comulgaba a diario, pero abandonó. Le resultaba ilógico; se sentía muy lejos de Dios. Ahora, él y los demás monjes cantan en latín el salmo 51: «Señor, me abrirás los labios, y mi boca proclamará tu alabanza».
Los cánticos lo sumen en una suerte de trance y, como siempre, le sorprende que haya transcurrido una hora y que haya llegado el momento de ir al comedor a tomar el habitual desayuno de avena con una tostada de trigo seco y té. Luego vuelven a rezar, esta vez los laudes, justo cuando el sol asoma por encima de las montañas.
Le encanta este lugar, sobre todo a primera hora de la mañana, cuando la delicada luz baña los edificios de adobe y el sol tiñe el río Chama de un dorado resplandeciente. Se deleita en esos primeros rayos cálidos, en el cactus tomando forma a medida que se repliega la oscuridad, en el crujir de sus pies sobre la grava.
Aquí hay sencillez y paz, y eso es lo que él quiere.
O necesita.
La rutina diaria es siempre la misma: vigilias de 4.00 a 5.15, seguidas del desayuno. Después las laudes de 6.00 a 9.00, trabajo de 9.00 a 12.40 y luego un almuerzo rápido y frugal. Los monjes trabajan hasta las vísperas, a las 17.50, toman una cena ligera a las 18:20 y rezan las completas a las 19.30. Después se acuestan.
Al apicultor le gustan la disciplina y la reglamentación, las largas horas de trabajo en silencio y las horas aún más largas de oración, en especial las vigilias, porque le encanta que se reciten los salmos.
Después de los laudes, atraviesa el valle camino del apiario.
Sus abejas —la variante europea, Apis mellifera— están saliendo a disfrutar del calor de primera hora de la mañana. Son inmigrantes; la especie se originó en el norte de África y fue transportada a América por colonos blancos en el siglo XVII. Su vida es corta. Una obrera puede vivir entre unas semanas y unos meses, y una reina puede durar tres o cuatro años, aunque se conocen algunos casos que han vivido hasta ocho. El apicultor se ha acostumbrado a la atrición; cada día muere un uno por ciento de sus abejas, lo cual significa que, cada cuatro meses, la colonia está habitada por una población totalmente nueva.
Eso es irrelevante.
La colonia es un superorganismo, es decir, un organismo formado por muchos organismos.
El individuo no importa.
Lo único que importa es la supervivencia de la colonia y la producción de miel.
Las veinte colmenas Langstroth están construidas con cedro rojo y tienen una estructura rectangular móvil, tal como dicta la comodidad y exige la ley. El apicultor levanta la tapa exterior del recipiente de miel de una de las colmenas y comprueba que haya producto en abundancia. Luego la vuelve a poner en su sitio cuidadosamente para no molestar a las abejas.
Se cerciora de que el agua esté fresca.
Después coge la bandeja inferior de una de las colmenas, saca la pistola Sig Sauer de 9 milímetros y mira si está cargada.
2
Abiquiú, Nuevo México
2004
El apicultor observa a los dos hombres que se dirigen a las colmenas por el sendero de gravilla.
Uno es un güero de pelo gris que camina con esa leve rigidez propia de la edad, pero se mueve bien; es un profesional experimentado. El otro es latino, de piel oscura y más joven, elegante y seguro de sí mismo. Avanzan a cierta distancia el uno del otro, e incluso a cien metros acierta a discernir los bultos que asoman debajo de las americanas. Vuelve hacia las colmenas, saca la Sig Sauer de su escondite, introduce munición en el cargador y, utilizando el arroyo como parapeto, empieza a bajar hacia el río.
No quiere matar a nadie si puede evitarlo, pero si tiene que hacerlo, prefiere que sea lo más lejos posible del monasterio.
Los matará a orillas del río.
El Chama baja crecido y el apicultor puede arrastrar los cuerpos hasta el agua y dejar que se los lleve la corriente. Deslizándose por la fangosa ladera, se tumba boca abajo y observa a los dos hombres avanzar cautelosamente hacia las colmenas.
Tiene la esperanza de que se detengan ahí y no causen desperfectos por descuido o rencor. Pero, si siguen acercándose, los tendrá a tiro. Más por costumbre que por intención, mueve las manos adelante y atrás, ensayando el primer disparo y luego el segundo.
Apuntará primero al más joven.
El mayor no tendrá reflejos para actuar a tiempo.
Pero ahora se dispersan y amplían el ángulo al acercarse a las colmenas, lo cual dificulta su táctica de cuatro disparos. Por tanto, son profesionales, como cabía esperar. Desenfundan y se aproximan empuñando la pistola con ambas manos, tal como les han enseñado a todos.
El joven señala con la barbilla hacia el suelo y el mayor asiente. Han visto las huellas que conducen al río. ¿Cincuenta metros de terreno llano con un sotobosque que les llega a la altura de los tobillos y conduce a una orilla resguardada en la que un tirador podría acertarles a su antojo?
No, no quieren eso.
Entonces, el hombre canoso grita:
—¡Keller! ¡Art Keller! ¡Soy Tim Taylor!
En su día, Taylor fue el jefe de Keller en Sinaloa. Operación Cóndor, 1975, cuando quemaron y fumigaron los campos de amapola de la región. Después estuvo al mando en México mientras Keller arrasaba en Guadalajara y se convertía en una superestrella. Taylor vio cómo la trayectoria de Keller lo arrollaba de pleno.
Keller creía que ya se habría retirado de la DEA.
Encañona a Taylor en el pecho y le ordena que arroje el arma y levante las manos.
Taylor y su compañero obedecen.
Keller se levanta y, pistola en ristre, se acerca a ellos.
El joven tiene el pelo de color negro azabache, unos ojos oscuros y feroces y la mirada arrogante de un niño de la calle. Es el tipo de agente que reclutan en el barrio para que realice trabajos de incógnito. «Igual que hicieron conmigo», piensa Keller.
—Andabas desaparecido —le dice Taylor—. Es difícil dar contigo.
—¿Qué quieres? —pregunta Keller.
—¿Crees que podrías bajar el arma? —responde Taylor.
—No.
Keller no sabe por qué ha venido Taylor ni quién le envía. Podría ser la DEA, podría ser la CIA, podría ser cualquiera.
Podría ser Barrera.
—De acuerdo. Nos quedaremos aquí con las manos en alto como gilipollas. —Taylor mira a su alrededor—. ¿Qué eres ahora? ¿Una especie de monje?
—No.
—¿Qué es eso? ¿Colmenas?
—Si tu amigo vuelve a moverse, te pego un tiro a ti primero.
El más joven se queda inmóvil.
—Es un honor conocerle. Soy el agente Jiménez. Richard.
—Art Keller.
—Lo sé —dice Jiménez—. Todo el mundo sabe quién es. Es usted el hombre que acabó con Adán Barrera.
—Con todos los Barrera —precisa Taylor—. ¿No es así, Art?
«Bastante acertado», piensa Keller. Mató a Raúl Barrera en un tiroteo en una playa de Baja. Disparó a Tío Barrera en un puente de San Diego. Metió a Adán, al maldito Adán, en una celda, pero a veces se arrepiente de no haberlo matado también cuando tuvo la oportunidad.
—¿Qué te trae por aquí, Tim? —dice Keller.
—Eso mismo iba a preguntarte yo.
—Yo ya no respondo ante ti.
—Era por dar conversación.
—Por si no lo habías notado —dice Keller—, aquí no somos mucho de conversar.
—¿Es un voto de silencio o algo así?
—Nada de votos.
Keller está decepcionado consigo mismo por lo rápido que ha entrado en un cruce verbal con Taylor. No le gusta, no lo quiere y no lo necesita.
—¿Podemos hablar en algún sitio donde no dé el sol? —pregunta Taylor.
—No.
Taylor se vuelve hacia Jiménez y dice:
—Art siempre ha sido difícil de tratar. Es un auténtico gilipollas, el llanero solitario. No se le da bien trabajar con otros.
Ese fue el problema de Taylor desde el momento en que Keller, recién trasladado de la CIA a la nueva DEA, llegó a su territorio en Sinaloa treinta y dos años atrás. Lo consideraba un vaquero y no trabajaba con él ni permitía que otros agentes lo hicieran, lo cual obligó a Keller a ser exactamente aquello de lo que lo acusaba: un solitario.
«Taylor —piensa Keller ahora— prácticamente me echó a los brazos de Tío Barrera». No había dónde ir. Él y Tío practicaron muchas detenciones juntos, incluso «dieron de baja» —un eufemismo de matar— a Don Pedro Áviles, gomero número uno. Entonces, la DEA y el ejército mexicano rociaron los campos de amapola con napalm y agente naranja y acabaron con el viejo contrabando de opio en Sinaloa.
«Sin embargo —piensa Keller—, solo sirvió para que Tío creara de las cenizas una organización nueva y mucho más poderosa».
La Federación.
«Empiezas intentando extirpar un cáncer —medita Keller— y, por el contrario, contribuyes a que haga metástasis y acaba expandiéndose desde Sinaloa a todo el país».
Aquel fue solo el comienzo de la larga guerra de Keller contra los Barrera, un conflicto que duró treinta años y le costó todo cuanto tenía: su familia, su trabajo, sus creencias, su honor y su alma.
—Ya les conté a los comités todo lo que sabía —dice Keller—. No hay nada que añadir.
Se habían celebrado vistas; vistas internas en la DEA, vistas en la CIA, vistas en el Congreso. Art había aniquilado a los Barrera en un desafío directo a las órdenes de la CIA, y fue como echar a rodar una granada por el pasillo de un avión. La onda expansiva había alcanzado a todo el mundo y los daños fueron difíciles de contener; The New York Times y The Washington Post husmearon como sabuesos. El Washington oficial no sabía si considerar a Art Keller un villano o un héroe. Algunos querían colgarle una medalla y otros enfundarle un mono naranja.
Otros simplemente querían que desapareciera.
La mayoría se sintieron aliviados cuando, una vez concluidos los testimonios e interrogatorios, el hombre al que apodaban el Señor de la Frontera se esfumó por voluntad propia. «Y puede que Taylor —piensa Keller— esté aquí para asegurarse de que sigo desaparecido».
—¿Qué quieres? —pregunta Keller—. Tengo cosas que hacer.
—¿Tú lees los periódicos, Art? ¿Ves las noticias?
—Ni una cosa ni otra.
No le interesa el mundo.
—Entonces no sabes lo que está pasando en México —dice Taylor.
—No es mi problema.
—No es su problema —dice Taylor a Jiménez—. Toneladas de cocaína cruzando la frontera. Heroína. Cristal. Gente asesinada. Pero no es problema de Art Keller. Él tiene abejas que cuidar.
Keller no responde.
La tan cacareada Guerra contra la Droga es una puerta giratoria: eliminas a uno y otro pasa a ocupar la cabecera de la mesa. Eso no cambiará mientras el apetito insaciable por la droga siga ahí. Y sigue ahí, en el gigante que habita este lado de la frontera.
Lo que la policía no entenderá nunca y ni siquiera reconoce es que el llamado «problema de la droga en México» no es el problema de la droga en México. Es el problema de la droga en Estados Unidos.
No hay vendedor sin comprador.
La solución no está en México y nunca lo estará.
Así que antes era Adán y ahora es otro. Y después será otro.
A Keller le trae sin cuidado.
Taylor dice:
—El otro día, varios miembros del cártel del Golfo asaltaron a dos de nuestros agentes en Matamoros, sacaron las armas y amenazaron con matarlos. ¿Te suena?
Le suena.
Los Barrera hicieron lo mismo con él en Guadalajara. Le advirtieron que dejara de molestar y amenazaron a su familia. Keller respondió enviando a los suyos a San Diego y presionando más a los Barrera.
Entonces los Barrera mataron a Ernie Hidalgo, el compañero de Art. Lo torturaron durante semanas para arrancarle una información que no poseía y tiraron el cadáver a una acequia. Dejaba viuda y dos niños pequeños.
Y el odio imperecedero de Keller. Su enemistad se convirtió en una guerra sangrienta.
Y no fue lo peor que hizo Adán Barrera.
Ni por asomo.
«¿Cuándo fue? —piensa Keller—. ¿Hace veinte años?».
¿Veinte años?
—Pero a ti te da absolutamente igual, ¿verdad? —pregunta Taylor—. Ahora vives en este mundo etéreo. Estás en él, pero no perteneces a él.
«Cuando estaba en él, estaba demasiado en él —piensa Keller—. Provoqué la muerte de Ernie y de diecinueve personas inocentes». Se había inventado un informador a fin de proteger a su verdadera fuente y, para dar ejemplo, Adán Barrera eliminó a diecinueve hombres, mujeres y niños junto con el falso soplón. Los puso en fila contra una pared y los ejecutó.
Keller nunca olvidará el momento en que entró en aquel edificio y vio a los niños muertos en brazos de sus madres. Sabía que era culpa suya, responsabilidad suya. No quiere olvidar, aunque su conciencia tampoco se lo permite. Algunas mañanas, la campana lo aparta del recuerdo.
Después de la masacre de El Sauzal, no siguió adelante con el propósito de acabar con el tráfico de drogas, sino de atrapar a Adán Barrera. A día de hoy todavía no sabe por qué no apretó el gatillo cuando le apuntó a la cabeza. Tal vez pensó que la muerte era demasiado piadosa, que para él era mejor destino pasar treinta o cuarenta años en el infierno de una prisión de máxima seguridad antes de ir al infierno de verdad.
—Ahora llevo una vida distinta —dice.
«Primero la Guerra Fría, después la Guerra contra la Droga —piensa Keller—. Ahora estoy en paz».
—Imagino, entonces, que en tu espléndido aislamiento —prosigue Taylor— no te habrás enterado de lo de tu chico, Adán.
—¿Qué le pasa? —pregunta Keller muy a su pesar.
—Se ha puesto en plan Céline Dion —responde Taylor—. Le ha dado por cantar y no hay quien lo pare.
—¿Habéis venido aquí a contarme eso? —dice Keller.
—No —contesta Taylor—. Corre el rumor de que ofrece dos millones de dólares por tu cabeza y estoy obligado a informarte de una amenaza directa contra tu vida. También estoy obligado a ofrecerte protección.
—No la quiero.
—¿Ves a qué me refería? —dice Taylor a Jiménez—. Es un tipo duro. ¿Sabes cómo le llamaban? Killer Keller, Keller el Asesino.
Jiménez sonríe. Taylor se vuelve hacia Keller.
—Es tentador. Con mi parte de los dos millones podría comprarme una casita en Sanibel Island y levantarme por las mañanas sin otra ocupación que la pesca. Cuídate. ¿De acuerdo?
Keller los observa mientras suben de nuevo la colina y desaparecen. ¿Barrera un soplón? A Adán Barrera se le pueden llamar muchas cosas, y todas ciertas, pero soplón no es una de ellas. Si Barrera ha hablado, tiene que haber un motivo.
Y a Keller se le ocurre cuál podría ser.
«Debería haberlo matado», piensa, más por fatiga que por miedo. Ahora la pugna sangrienta se eternizará, como la propia Guerra contra la Droga.
Es un mundo sin fin, amén.
Sabe que no terminará hasta que uno de los dos o ambos estén muertos.
El apicultor no cena esa noche. Después no asiste a las completas. Al ver que no hace acto de presencia en las vigilias de la mañana, el hermano Gregory va a su habitación a preguntarle si está enfermo.
Allí no hay nadie.
El apicultor se ha ido.
Don Winslow
El cartel
Barcelona, RBA, 2015, pp. 21-24, 32-37
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