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viernes, 4 de julio de 2014

Tobías Wolff / Di que sí


Tobias Wolff
DI QUE SÍ
Estaban fregando los platos; su mujer lavaba mientras él secaba. Él había lavado la noche antes. A diferencia de la mayoría de los hombres que conocía, él arrimaba el hombro en las tareas de la casa. Unos meses antes había oído casualmente que una amiga de su mujer la felicitaba por tener un marido tan considerado, y pensó: «Lo intento». Ayudar con los platos era un modo de demostrar lo considerado que era. Hablaron de diferentes cosas y por algún motivo trataron el asunto de si los blancos deberían casarse con los negros. Él dijo que, considerándolo todo, creía que era una mala idea.
—¿Por qué? —preguntó ella.
A veces su mujer ponía aquella expresión en que fruncía las cejas, se mordía el labio inferior y miraba fijamente hacia abajo. Cuando la veía así, él sabía que debía mantener la boca cerrada, pero nunca lo hacía. En realidad le llevaba a hablar más. Ahora tenía esa expresión.
—¿Por qué? —preguntó ella otra vez, y se quedó parada con la mano dentro de un cuenco, no lavándolo sino sólo sosteniéndolo sobre el agua.
—Escucha —dijo él—. Yo fui al colegio con negros, he trabajado con negros y vivido en la misma calle que negros, y siempre nos hemos llevado bien. No me vengas ahora tú dando a entender que soy un racista.
—Yo no he dado a entender nada —dijo ella, y se puso a lavar el cuenco de nuevo, haciéndolo girar en la mano como si le estuviera dando forma—. Lo que pasa es que yo no veo qué hay de malo en que un blanco se case con una negra, o un negro con una blanca, eso es todo.
Él le echó una ojeada. Ella le estaba mirando, y tenía los ojos brillantes.
—Mira —dijo él, adoptando un tono razonable—, esto es estúpido. Si fueras negra, no serías tú —al decir eso se dio cuenta de que era absolutamente cierto. No existía argumento posible en contra del hecho de que ella no sería la misma si fuera negra. Así que repitió—: Si fueras negra, no serías tú.
—Lo sé —dijo ella—, pero vamos a suponerlo.
Él respiró hondo. Había ganado la discusión pero todavía se sentía acorralado.
—¿A suponer qué? —preguntó.
—Que yo soy negra, pero siendo yo, y nos enamoramos. ¿Te casarías conmigo?
Él pensó en eso.
—¿Bien? —dijo ella, y se acercó a él. Sus ojos todavía estaban más brillantes—. ¿Te casarías conmigo?
—Lo estoy pensando —dijo él.
—No te casarías, lo puedo asegurar. Vas a decir que no.
—No vayamos tan deprisa —dijo él—. Hay que tener en cuenta muchas cosas. No queremos hacer algo que podríamos lamentar el resto de nuestra vida.
—No lo pienses más. Sí o no.
—Si lo planteas de ese modo…
—Sí o no.
—Dios santo, Ann. De acuerdo… no.
—Gracias —dijo ella, y salió de la cocina entrando en el cuarto de estar. Un momento después él la oyó pasar las páginas de una revista. Sabía que estaba demasiado enfadada para leerla de verdad, pero no pasaba las páginas bruscamente como habría hecho él; las pasaba despacio, como si estuviera estudiando cada palabra. Le estaba demostrando su indiferencia, y tenía el efecto que él sabía que pretendía ella. Le dolía.
Él no tenía más opción que demostrarle también indiferencia. En silencio, con cuidado, fregó el resto de los platos. Luego los secó y los guardó. Secó la encimera y la cocina, y fregó el linóleo donde había caído la gota de sangre. Mientras estaba en eso, decidió que pasaría la fregona a todo el suelo. Cuando terminó, la cocina parecía nueva, justo como cuando les enseñaron la casa, antes de que vivieran en ella.
Agarró el cubo de la basura y salió. La noche era clara y pudo ver unas cuantas estrellas al oeste, donde las luces de la ciudad no las ocultaban. En El Camino la circulación era constante y ligera, pacífica como un río. Se avergonzó de que su mujer le hubiera empujado a reñir. Dentro de otros treinta años o así estarían muertos los dos. ¿Qué importaría entonces todo esto? Pensó en los años que habían pasado juntos, y lo unidos que estaban y lo bien que se conocían el uno al otro, y se le hizo un nudo en la garganta que apenas le permitía respirar. La cara y el cuello le empezaron a hormiguear. El calor le inundó el pecho. Se quedó allí un rato, disfrutando de esas sensaciones, luego agarró el cubo y salió por la puerta de atrás del jardín.
Los dos chuchos del final de la calle le habían vuelto a volcar el cubo de basura colectivo. Uno de ellos estaba revolcándose en el suelo y el otro tenía algo en la boca. Cuando le vieron venir se alejaron con pasos cortos, afectados. Normalmente les habría tirado una piedra o dos, pero esta vez los dejó irse.
La casa estaba a oscuras cuando volvió a entrar. Ella se encontraba en el cuarto de baño. Él se quedó delante de la puerta y la llamó. Oyó ruido de frascos, pero ella no le respondió.
—Ann, de verdad que lo siento —dijo—. Te compensaré por ello, lo prometo.
—¿Cómo? —preguntó ella.
Él no se esperaba aquello. Pero por el sonido de su voz, un tono claro y definitivo que le resultó extraño, supo que tenía que dar la respuesta adecuada. Se apoyó contra la puerta.
—Me casaré contigo —susurró.
—Ya veremos —dijo ella—. Vete a la cama. Estaré contigo en un momento.
Él se desnudó y se metió a la cama. Por fin oyó que la puerta del cuarto de baño se abría y se cerraba.
—Apaga la luz —dijo ella desde el umbral.
—¿Qué?
—Que apagues la luz.
Él estiró la mano y tiró de la cadenita de la lamparilla de noche. La habitación quedó a oscuras.
—Ya está —dijo. Permaneció allí tumbado y no pasó nada—. Ya está —dijo de nuevo. Entonces oyó movimiento en la habitación. Se sentó pero no podía ver nada. La habitación estaba en silencio. Su corazón latía con fuerza como la primera noche que pasaron juntos, como todavía latía cuando le despertaba un ruido en la oscuridad y esperaba oírlo de nuevo… el sonido de alguien que se movía por la casa, un extraño.



ANTOLOGÍA DE CUENTO NORTEAMERICANO





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