Alice Munro
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LAS OREJAS AL LOBO
Fiona vivía con sus padres en la ciudad en donde ella y
Grant iban a la universidad. A Grant la enorme casa con miradores, con sus
alfombras llenas de arrugas y sus marcas de taza en el barniz de la mesa, le
parecía al mismo tiempo lujosa y desordenada. La madre de Fiona era islandesa;
una enérgica mujer de espumoso pelo blanco e indignadas opiniones de extrema
izquierda. Su padre era un cardiólogo importante, reverenciado en el hospital
pero felizmente sumiso en casa, donde escuchaba extrañas monsergas con una
sonrisa ausente. Monsergas impartidas por toda erase de individuos, ricos o
astrosos, que incesantemente iban y venían, debatían y consultaban, a menudo
con acentos extranjeros. Fiona tenía su propio coche y una pila de jerséis de
cachemira; pero no estaba en ninguna hermandad de estudiantes, probablemente
por lo que ocurría en su casa.
No es que le importase. Se
tomaba las hermandades en broma y también la política, si bien le gustaba
escuchar en el fonógrafo Los cuatro
generales insurgentes y a veces ponía incluso La Internacional, a todo volumen, si con eso podía exasperar a
alguna visita. Un extranjero de pelo crespo y aire lúgubre le hacia la corte
—según ella, el hombre era visigodo—, además de dos o tres jóvenes internos
sumamente respetables y torpes. Fiona se burlaba de ellos y de Grant, a quien repetía
burlonamente sus frases pueblerinas. El luminoso día de invierno en que ella se
le declaró en la playa de Port Stanley, él había pensado que se trataba de una broma.
La arena escocía en sus caras y las olas depositaban cargamentos de gravilla a
sus pies.
—¿No crees que sería fantástico...?
—gritó Fiona—. ¿No crees que sería fantástico que nos casáramos?
Él había aceptado. Había
gritado que sí. Quería no estar nunca lejos de ella. Era la chispa de la vida.
Iban ya a salir de casa cuando Fiona vio una marca en el
suelo de la cocina. Era de los baratos zapatos negros que había calzado unas
horas antes.
—Pensé que no lo harían más —dijo en un tono vulgar de fastidio
y perplejidad, frotando la mancha gris, que parecía de lápiz graso, Añadió que
ya no tendría que tomarse ese trabajo porque no se llevaría los zapatos—.
Supongo que tendré que estar siempre arreglada —continuó—. O semiarreglada.
Será como en un hotel.
Enjuagó el trapo que había
usado y lo colgó de un gancho del armario debajo del fregadero. Luego, sobre el
jersey blanco de cuello cisne y los pantalones beige, se puso una chaqueta de esquí
tostada con cuello de piel. Era una mujer alta, de hombros estrechos, erguida y
esbelta aún a los setenta años; tenía piernas y pies largos, muñecas y tobillos
delicados y unas orejas muy pequeñas, casi cómicas. El pelo, suave como el
algodoncillo, había pasado del rubio claro al blanco sin que Grant advirtiera
cuando exactamente; como en otro tiempo su madre, lo seguía llevando hasta los
hombros. (Era eso lo que había alarmado a la madre de Grant, una viuda de
pueblo que trabajaba como recepcionista para un médico. Más aún que el estado
de la casa, el largo pelo blanco de la madre de Fiona le había revelado todo lo
que precisaba saber sobre sus actitudes y opiniones políticas.)
Por lo demás, los huesos finos
y los ojitos de zafiro de Fiona no se parecían en nada a los de su madre. Tenía
una boca levemente sinuosa que ahora había realzado con carmín rojo, lo último
que solía hacer antes de salir. Esa mañana parecía la viva imagen de sí misma:
directa y vaga como de hecho era, dulce e irónica.
Alrededor de un año antes, Grant había empezado a notar que
había muchas notitas amarillas pegadas por toda la casa. No era del todo una
novedad. Fiona siempre había apuntado cosas: el título de un libro comentado en
la radio, una lista de tareas del día. Escribía hasta el programa matinal, y a
él esa precisión lo desconcertaba y lo conmovía.
7:00 Yoga. 7:3o-7:45 Dientes Cara Pelo. 7:45 Caminata. 8:15 Desayuno y Grant.
Pero estas notas eran
diferentes. Las pegaba a los cajones de la cocina: Cubiertos, Trapos,
Cuchillos. ¿No podía abrir los cajones y fijarse sencillamente qué había dentro?
Grant recordó la anécdota de unos soldados alemanes que patrullaban la frontera
checoslovaca durante la segunda guerra mundial. Según le había contado un
checo, cada perro de la patrulla llevaba un cartelito que decía Hund. ¿Por qué?, preguntaban los checos,
y los alemanes contestaban: porque es un hund.
Pensó que iba a contárselo a
Fiona pero después cambio de idea. Siempre les hacían gracia las mismas cosas.
Pero ¿y si esta vez ella no se reía?
Se avecinaban cosas peores.
Fiona iba a la ciudad y le telefoneaba desde una cabina para preguntarle cómo
volver a casa. Salía a pasear campo a través hasta el bosque y regresaba por el
cercado, un rodeo larguísimo. Había contado, decía luego, con que las cercas
siempre llevaban a alguna parte.
Era difícil deducir de qué se
trataba. Ella explicaba lo de las cercas como si fuese un chiste y recordaba un
número de teléfono sin problemas.
—No creo que sea para
preocuparse —decía—. Calculo que estoy perdiendo la cabeza.
Él le preguntó si tomaba
pastillas para dormir.
—Si las he tornado no lo
recuerdo —contestó ella. Luego pidió disculpas por parecer tan displicente—. Estoy
segura de que no he tomado nada. Quizá debería. Vitaminas, a lo mejor.
Las vitaminas no ayudaron. Se
paraba en los umbrales intentando adivinar adónde iba. Se olvidaba de apagar el
gas cuando hervía verduras o de poner agua en la cafetera. Le preguntaba a
Grant cuando se habían mudado a esa casa.
—¿El año pasado o el anterior?
Él le contestaba que hacía doce
años.
Ella dijo: —Qué espanto.
—Siempre ha sido un poco así
—le explicó Grant al médico—. Una vez llevó a limpiar el abrigo de piel y lo
olvidó. Fue cuando en invierno siempre íbamos a algún lugar cálido. Después
dijo que lo había hecho adrede; dijo que había sido como dejar atrás un pecado.
Por lo que cierta gente la hacía pensar de los abrigos de piel.
Trató infructuosamente de
explicarle algo más: que en cierto modo la sorpresa y las disculpas de Fiona
por esos incidentes parecían gestos de cortesía rutinaria que no ocultaban una diversión
privada. Como si hubiera tropezado con una aventura imprevista. O como si
jugase a algo con la esperanza de que él se sumara. Ellos siempre habían tenido
sus juegos: dialectos absurdos, personajes inventados. Algunas de las voces que
fraguaba Fiona, gorjeos o ululatos (eso Grant no supo especificarlo), imitaban
de forma inquietante las voces de mujeres que él había tenido que ella no había
conocido ni oído mencionar.
—Bien, sí —dijo el médico—. Al
principio puede ser selectivo. No lo sabemos, ¿no? Hasta que no veamos la pauta
de deterioro no se puede afirmar nada.
En poco tiempo dejó casi de
importar qué etiqueta se le ponía. Fiona, que ya no iba sola de compras, desapareció
del supermercado en un momento en que Grant estaba de espaldas. Un policía la
encontró a varias manzanas de distancia, caminando en medio de la calle. Le
preguntó cómo se llamaba y ella le respondi6 enseguida. Luego le preguntó cómo se
llamaba el primer ministro del país.
—La verdad, joven, si usted no
lo sabe, no debería tener un trabajo de tanta responsabilidad.
EI policía se echó a reír. Pero
entonces ella cometió el error de preguntarle si no había visto a Boris y Natasha.
Eran dos galgos rusos que ella había
adoptado unos años antes, como favor a una amiga, y a los que había consagrado
el resto de las vidas de ambos. La decisión de aceptarlos había coincidido con
el descubrimiento de que probablemente no tendría hijos. Un bloqueo de las trompas,
o una torcedura; Grant ya no se acordaba. Él siempre había evitado pensar en el
complicado aparato femenino. 0 tal vez fue tras la muerte de su madre. Las
largas patas de los perros y su pelo sedoso, sus caras angostas, suaves e
intransigentes, armonizaban hermosamente con Fiona cuando ella los sacaba a
pasear. Y algunos habrían dicho que el mismo Grant, que en aquel entonces conseguía
su primer puesto en la universidad (recibiendo de buen grado el dinero de su
suegro, pese al tinte político que tenía), había sido escogido por otro
capricho excéntrico de Fiona, y luego acicalado, mimado y favorecido. Claro que
esto, por suerte, él no lo había entendido hasta mucho después.
El día de la desaparición en el supermercado, durante la
cena, ella le preguntó:
—Tú sabes lo que tendrás que
hacer conmigo, ¿no? Tendrás que meterme en ese lugar. Lago del Llano.
Grant dijo: —Lago del Prado. Todavía
no hemos llegado a esa etapa.
—Lago del Llano, Lagolelo —continuó
ella, como jugando a competir—. Lagolelo. Es Lagolelo.
Él apoyó los codos en la mesa y
la cabeza entre las manos. Dijo que, en el caso de que pensaran en ello, no
tenía por qué ser una medida permanente. Podía ser un tratamiento experimental.
Una cura de reposo.
Regía la norma de no admitir a nadie durante el
mes de diciembre. En las vacaciones siempre había caídas emocionales. De modo
que hicieron el viaje de veinte minutos en enero. Antes de desembocar en la
autopista, el camino vecinal cruzaba una hondonada pantanosa totalmente helada.
La sombra de los arces y los robles parecían barrotes de sobre la nieve
fulgurante. Uso
Fiona
dijo: —Ah,
recuerda.
Grant dijo: —Sí. Estaba
pensando lo mismo.
—Sólo que era de noche
—matizó ella.
Hablaba de cuando habían
salido a esquiar bajo la luna llena y sobre la nieve cuajada de franjas negras, por aquel lugar
sólo accesible en pleno invierno. El frío hacía crujir las ramas.
Pero si aquello lo
recordaba con tanta intensidad y precisión, ¿podría ser tan grave problema?
Era lo único que se le
ocurría para no dar la vuelta y regresar a casa.
El supervisor les explicó que había otra norma. Los residentes nuevos
tenían prohibidas las visitas durante treinta días. La mayoría necesitaba ese
plazo para asentarse. Antes de que se estableciera la norma
había reproches, lágrimas y rabietas, incluso de los que habían ingresado por
voluntad propia. Al tercer o cuarto día empezaban a quejarse y a rogar que los
llevaran a casa. Y como algunos parientes eran sensibles a eso, había gente que
volvía a su hogar en la misma condición en que había llegado. Seis meses
después, y a veces sólo unas semanas, había que pasar de nuevo por esa conmoción
fastidiosa.
—Mientras que nosotros
hemos comprobado —dijo el supervisor—, hemos comprobado que si los dejamos a su
aire suelen acabar contentos como almejas. Para que vayan de excursión a la
ciudad prácticamente hay que engañarnos. Lo mismo con las visitas a casa.
Entonces está muy bien llevarlos a casa de visita una hora o dos; esos son los
que insisten en volver para la cena, para ellos, Lago del Prado es su hogar.
Desde luego que eso no vale para los de la segunda planta, a quienes no podemos
dejar salir. Es demasiado difícil y de todos modos no tienen conciencia de
dónde están.
—Mi mujer no estará en la
segunda planta —dijo Grant.
—No —respondió el
supervisor, pensativo—. Mi única intención era dejarlo todo claro.
Años atrás habían ido unas cuantas veces a Lago del Prado a visitar al
señor Farquar, el viejo granjero solterón que en otros tiempos
fuera su vecino. Vivía solo en una casa de ladrillos, cruzada de corrientes de
aire e inmutable desde comienzos de siglo, salvo por los añadidos de una nevera
y un televisor. Él había hecho a Fiona y Grant visitas imprevistas y muy
esporádicas y, además de cuestiones locales, solía hablar de lo que leía:
libros sobre la guerra de Crimea, exploraciones al Polo o historia de las armas
de fuego. Pero después de marcharse a Lago del Prado sólo hablaba de las
rutinas del lugar, y ellos habían empezado a pensar que, si bien
reconfortantes, sus visitas eran para él una carga social. Y sobre todo a Fions
le repugnaban el olor a orina quesada duraba el aire y los ramos de flores de
plástico metidas en nichos en los corredores de techo bajo y sombríos.
Ahora, aunque sólo era de
los años cincuenta, la construcción había desaparecido. Como había desaparecido
la casa del señor Farquar, reemplazada por una baratija de castillo, donde una
gente de Toronto pasaba los fines de semana. El nuevo Lago del Prado era un
edificio amplio y abovedado cuya agradable atmósfera olía a pino. De
gigantescas vasijas brotaba una vegetación auténtica y tupida.
Sin embargo era en el
viejo edificio en donde Grant empezó a imaginarse a Fiona encerrada durante el
largo mes que debió pasar sin verla. Fue el mes más largo de su vida; más largo
que el que había pasado con su madre visitando a unos parientes del condado de
Lanark, a los trece años, y más largo que el de las vacaciones de Jacqui Adams
con sus Padres al comienzo de la aventura de Grant con ella. Telefoneaba a Lago
del Prado todos los días esperando dar con la enfermera llamada Kristy. A ella
le parecía hacerle gracia esa constancia y le daba un informe más completo que
cualquier otra enfermera.
Fiona se había
constipado, cosa nada inusual entre los recién llegados.
—Es como cuando los niños
empiezan la escuela —dijo Kristy—. Como están expuestos a una gran cantidad de
gérmenes nuevos, durante un tiempo lo pillan todo.
Después el constipado
remitió. Le habían quitado los antibióticos y no parecía tan desorientada, al
llegar. (Era la primera noticia que tenía Grant sobre antibióticos y
desorientación.) Tenía mucho apetito habían gustado estar sentada en el
solárium. Al parecer disfrutaba viendo la televisión.
Uno de los aspectos
intolerables del viejo Lago del Prado era una presencia ubicua de la
televisión; dondequiera que una eligiese sentarse, abrumaba la conversación y
el pensamiento. Cientos internos (así los llamaban Fiona y él, no residentes)
alzaban los ojos a la pantalla, otros hablaban dándole la espalda, pero la
mayor parte soportaba mansamente el asedio. En el nuevo edificio, por lo que él
recordaba, el televisor estaba en una sala especial o en las habitaciones. Cada
cual decidía si lo miraba o no.
O sea, que Fiona debía de
haber decidido. ¿Mirar qué?
Durante los años que
habían vivido en esa casa, él y Fiona habían visto mucha televisión juntos.
Habían espiado la vida de cuanta bestia, reptil o criatura marina lograra
capturar una cámara y habían seguido las tramas de docenas de novelas del siglo
XIX, todas magníficas y parecidas. Se habían enamorado de una serie inglesa que
transcurría en un gran almacén y habían visto las repeticiones tantas veces que
se sabía los diálogos de memoria. Habían llorado la desaparición de actores que
morían en la vida real o cambiaban de trabajo, y los habían recibido
alborozados cuando renacía los personajes. Habían visto el pelo del jefe de
personal cambiar del negro al gris y luego al negro otra vez sobre el mismo
escenario barato. Pero también en el escenario declinaba; con el tiempo, los
decorados y el pelo más negro se habían marchitado, como sea por las rendijas
de los ascensores entrará el polvo de las calles de Londres, y, como si por
algún motivo esa tristeza afectara a Grant y a Fiona más que las tragedias de Obras
maestras del teatro, habían acabado abandonando la serie antes de que
acabase del todo. La
Fiona había hecho algunas
amistades, dijo Kristy. Sin duda estaba saliendo el caparazón.
¿De qué caparazón
hablaba?, quiso preguntar Grant, pero se contuvo para no perder la bendición de
Kristy.
Si llamaba alguien, Grant dejaba que el mensaje se grabará en el
contestador. Los conocidos que veían de vez en cuando no eran vecinos; vivían
en el campo, retirados como ellos, y a menudo se marchaban sin avisar. Los
primeros años de vida allí, Grant y Fiona se habían quedado todo el invierno.
El invierno en el campo era una experiencia nueva y reparar la casa ya era
actividad de sobra. Más adelante se les había ocurrido que ellos también
deberían viajar mientras pudieran, y habían ido a Grecia, a Australia, a Costa
Rica. Ahora la gente también pensaría que estaban de viaje.
Grant esquiaba para hacer
ejercicio, pero nunca se alejaba hasta el pantano. Daba vueltas y vueltas al
terreno de atrás de la casa, mientras el sol caía dejando el cielo rosa sobre
un campo sujeto por bolas de hielo azulado. Contaba las vueltas que daba y
después volvía a la casa en penumbra y encendía la televisión para ver las
noticias mientras cenaba. Por lo general había preparado la cena juntos. Uno de
los dos preparaba las copas y el otro encendía el fuego, y charlaban sobre el
trabajo de Grant (estaba escribiendo un estudio sobre los lobos de las leyendas
nórdicas, en particular sobre el gran lobo Fenris, que se traga a Odín el fin
del mundo), sobre lo que Fiona estuviera leyendo y lo que habían pensado cada
uno por su lado aquel día cercano pero diverso. Era el momento de intimidad más
viva, aunque también estaban, claro, los cinco o diez minutos de ternura física
antes de meterse en la cama, algo que pocas veces terminaba en sexo, pero que
les confirmaba que el sexo no se había terminado todavía.
En un sueño, Grant le enseña una carta a un colega que había creído un
amigo. La carta era de la compañera de habitación de una chica en quien Grant
no pensaba desde hacía tiempo. Estaba escrita en tono moralista y hostil,
quejumbrosamente amenazador, y él catalogaba a la escritora como lesbiana
latente. Por su parte se había alejado de la chica en cuestión en términos
decentes; parecía improbable que ella fuese a montar un escándalo y mucho menos
a suicidarse, que era lo que, aparente, complejamente, intentaba decirle la
carta.
El colega era uno de sus
esposos y padres que habían sido de los primeros en arrojar la corbata, e irse
de casa para pasar todas las noches en un colchón en el suelo, con una joven y
cautivadora amante, y llegar al despacho o a la clase desaliñados y oliendo a porros
y a incienso. Pero ahora reprobaba esas travesuras y Grant recordaba que de
hecho se había casado con una de esas chicas y que ella se dedicaba a organizar
cenas y tener hijos, como solían gustarles a las esposas.
—Yo no me reiría —le
decía a Grant, que no tenía la impresión de haberse reído—. Y si estuviera en
tu lugar, iría preparando a Fiona.
Así que Grant iba a Lago
del Prado a ver a Fiona —al Lago del Prado antiguo—, pero en vez de eso se
metía en el aula magna. Estaban todos esperando que diera clases. Y sentado en
la última y más alta fila había un rebaño de jovencitas de ojos fríos y túnica
negra, todas de duelo, que no le quitaban de encima la mirada rencorosa y
hacían gala de no apuntar nada ni de interesarse por lo que decía.
Fiona estaba en la
primera fila, imperturbable. Había transformado el aula en un rincón de esos
que siempre encontraba en las fiestas, una plaza fuerte en donde bebía vino con
agua mineral, fumaba cigarrillos baratos y contaba historias graciosas sobre
sus perros. Resistiendo allí la marea con algunos como ella, como si los dramas
que se representaban en otros rincones, en dormitorios fue en la terraza en
sombras, no fueran sino comedias infantiles. Como si la castidad fuera elegante
y la reticencia, una gracia.
—Bah, cuentos chinos
—decía—. A esa edad todas las chicas van pregonando que se matarán.
Pero no bastaba que
dijera eso; de hecho a Grant le daba escalofríos. Temía que se estuviera
equivocando, que hubiera sucedido algo terrible, y veía lo que no veía ella:
que el anillo se hacía más denso, se cerraba, le apretaba la tráquea y ceñía el
aula entera.
Se desprendió del sueño y se puso a separar lo real de lo ficticio.
Había habido una carta, y
en la puerta de su despacho había aparecido la palabra "RATA"
pintada en negro, y Fiona, al enterarse de que una chica estaba loca por él,
había dicho algo muy parecido a lo que decía en el sueño. El colega no había
entrado en el asunto, en el aula no habían aparecido mujeres de negro y nadie
se había suicidado. Grant no había caído en desgracia; en realidad no le había
salido caro si pensaba en lo que podía haber sucedido sólo dos años después.
Pero había corrido el rumor. Se había vuelto evidente un vacío. En Navidad casi
no habían recibido invitaciones y habían pasado Año Nuevo solos. Grant se
emborrachó y, sin que se le reclamase —aunque también, gracias a Dios, sin
cometer el error de confesar—, le prometió a Fiona que empezarían de nuevo.
La vergüenza que había
sentido luego era la del engatusado, la de no haber advertido que algo estaba
cambiando. Y ninguna mujer le había hecho tomar conciencia. Había habido un
cambio antes, cuando de pronto se habrían puesto a su alcance tantas mujeres —o
eso le había parecido—, y ahora ocurría este otro: todas decían que lo que
había ocurrido no era lo que tenían en mente. Habían colaborado por impotencia
y azoramiento y, más que deleitarlas, el asunto las habría lastimado. Y aun si
habían tomado la iniciativa, lo habían hecho porque tenían todas las cartas en
contra.
Nadie reconocían absoluto
que la vida de un mujeriego (así se calificaba Grant; él, que no había sumado
ni la mitad de conquistas y líos que el hombre que lo censuraban el sueño)
conllevaba actos de bondad, de generosidad y hasta de sacrificio. Quizá no al
comienzo, pero sí al menos cuando las cosas echaban andar. Cuántas veces no
había él alimentado el orgullo de una mujer, paliado su fragilidad,
ofreciéndole más afecto —o una pasión más cruda— que el que sentía realmente.
Todo para verse ahora acusado de herir, socavar y destrozar autoestimas. Y de
engañar a Fiona. Cierto que la había engañado, pero ¿habría sido mejor que la
dejara, como otros a sus esposas?
A él nunca se le había
pasado por la cabeza. Nunca había dejado de hacerle el amor a Fiona, por mucho
que lo perturbas en otras exigencias. No había dejado de dormir con ella ni una
sola noche. No había urdido cuentos enrevesados para pasar un fin de semana en
San Francisco o en una tienda en la isla de Manitoulin. Había sido prudente con
las drogas y la bebida y había seguido publicando trabajos, formando parte de
comités, progresando en su carrera. Nunca habían tenido la menor intención de
echar por la borda empleo y matrimonio para irse al campo a hacer de carpintero
o criador de abejas.
Pero al fin y al cabo
había pasado algo por el estilo. Se había jubilado antes de tiempo con una
pensión reducida. El cardiólogo había muerto, tras una solitaria temporada de
perplejidad y estoicismo en la casa enorme, y Fiona había heredado tanto esa
propiedad como la granja donde su padre había crecido, en el campo, cerca de
Georgian Bay. Había dejado su empleo de coordinadora de voluntarios en un
hospital (en ese mundo corriente, decía, donde las personas tenían problemas no
relacionados con las drogas o el sexo o las riñas intelectuales). Empezar de
nuevo era empezar de nuevo.
Por entonces habían
muerto Boris y Natasha. Primero había enfermado y se había muerto
uno de los dos —Grant no recordaba cuál— y luego, más o menos por empatía,
había muerto el otro.
El y Fiona reparaban la
casa. Se habían comprado esquís de fondo. Aunque no eran muy sociables, poco a
poco habían hecho algunos amigos. Ya no había coqueteos febriles. Nada de pies
de mujer rozando piernas de hombres en
cenas de amigos. Nada de esposas abandonadas.
Justo a tiempo, pensó
Grant, cuando se hubo consumido el sentimiento de injusticia. Las feministas, y
tal vez la necesidad de la triste muchacha y la cobardía de sus propios
presuntos amigos, lo habían apartado justo a tiempo de una vida que, de hecho,
empezaba a dar más problemas que satisfacciones. Y que habría podido llevarlo a
perder a Fiona.
El día de su primera visita a Lago del Prado, Grant se levantó temprano.
Sentía el mismo cosquilleo solemne que cuando, en los viejos tiempos, se
levantaba con la perspectiva de la primera cita con una mujer. No era un
sentimiento sexual, precisamente. (Más tarde, cuando las citas se volvían
rutinarias, sólo se trataba de eso.) Era una expectativa descubrimiento, casi
una expansión espiritual. También timidez, humildad, inquietud.
Salió de casa demasiado
temprano. No se permitían visitas antes de las dos. Como no quería tener que
esperar en el aparcamiento, se las arregló para equivocar el camino.
Había habido un deshielo.
Aunque quedaba nieve en abundancia, se había desmoronado el paisaje duro y
deslumbrante que el invierno joven. Los montículos purulentos parecían desechos
de los campos.
En la ciudad cercana a
Lago del Prado encontró una floristería y compró un gran ramo. Nunca antes le
había regalado flores a Fiona. Ni a nadie. Entró en el edificio sintiéndose
como un amante sin esperanzas o la caricatura de un marido culpable.
—¡Vaya! Narcisos en esta
estación —dijo Kristy—. Se habrá gastado usted una fortuna. —Enfiló el
vestíbulo delante de él y encendió la luz de un cuartito, una especie de
cocina, donde buscó un jarrón. Era una joven corpulenta con pinta de haberse
abandonado en todo salvo el pelo, que era rubio y voluminoso. El peinado
abultado y lujoso de una camarera de cocktail, o una bailarina de striptease,
coronando un cuerpo y un rostro de trabajadora—. Bien, tenga —dijo, y con un
cabezazo le indicó el final del pasillo—. El nombre está en la puerta.
Y allí estaba, en una
plaquita decorada con azulejos. Grant titubeó un momento, golpeó, abrió la puerta y la llamó.
No había nadie. El
armario estaba cerrado, la cama estirada. Sobre la mesita de noche sólo había
una caja de kleenex y un vaso de agua. Ni una foto, ni un retrato ni un libro o
revista. A lo mejor la regla era tener los guardados.
Volvió a la guardia de
enfermeras, la recepción o lo que fuese.
—¿De veras? — preguntó Kristy con una sorpresa
que a él le pareció superficial.
Vaciló, con las flores en la mano.
Kristy dijo:
—Vale, vale… Vamos a dejar el ramo aquí.
Suspirando, como si Grant fuera un chico lerdo en
su primer día de clase, lo condujo por un pasillo hasta la luz de un amplio
espacio central con grandes ventanas y techo catedralicio. Había algunos
residentes sentados a lo largo de la pared, en tumbonas, y otros alrededor de
mesas en medio de la sala enmoquetada. Ninguno tenía muy mal aspecto. Viejos
—algunos inválidos en sillas de ruedas— pero dignos. Cuando él y Fiona iban a
visitar al señor Farquar siempre veían algo descorazonador. Ancianas con pelos
en la barbilla, alguien con un ojo inflamado como una ciruela podrida. Babas,
cabezas que temblaban, parlanchines locos. Ahora parecía que hubieran
despachado los peores casos. Tal vez habían empezado a usar drogas o aplicar
cirugía; a lo mejor había tratamientos para el deterioro y para la
incontinencia física o verbal, métodos que hasta hacía poco no existían.
No obstante, sentada al piano, había una mujer
muy afligida que recorría las teclas con un dedo sin obtener una melodía. Otra
mujer, que atisbaba desde atrás de una máquina de café y una pila de tasas de plástico,
parecía petrificada de aburrimiento. Pero esa debía de ser una empleada:
llevaba un uniforme verde claro como el de Kristy.
—¿La ve? —dijo Kristy en voz más baja—. Acérquese
y salud de la procurando no sobresaltarla. Recuerde que quizá… Bueno. Usted
vaya.
Vio a Fiona de perfil, sentada cerca de una de
las mesas de juego, pero sin participar. Tenía la cara un poco fláccida; uno de
los mofletes le escondía la comisura de la boca y eso era nuevo. Observaba las
cartas del hombre que tenía más próximo. El las inclinaba para permitirle ver
mejor. Cuando Grant se acercó a la mesa, ella alzó la vista. Todos —todos los
jugadores de la mesa— alzaron la vista con disgusto. Enseguida volvieron a
mirar las cartas, como para protegerse de alguna intromisión.
Pero Fiona le sonrió con esa sonrisa sesgada,
avergonzada, astuta, encantadora; empujó la silla hacia atrás y se volvió hacia
el llevándose los dedos a la boca.
—Bridge —susurró—. Terriblemente serio. Se ponen
muy virulentos. —Sin dejar de conversar lo llevó hacia la mesa de café—.
Recuerdo que en la universidad a mí me dio por lo mismo una temporada. Faltaba
a clase con mis amigas y nos metíamos en la sala de estudiantes a fumar y a
jugar como posesas. Una se llamaba Phoebe. Las otras, no recuerdo.
—Phoebe Hart —dijo Grant. Se imaginó a la chica
menuda, de ojos negros y pecho hundido, que probablemente había muerto ya.
Circundadas de humo, Fiona, Phoebe y las demás, en trance como brujas.
—¿Tú también la conociste? —preguntó Fiona
volviendo la sonrisa hacia la mujer petrificada—. ¿Puedo ofrecerte algo? ¿Una
taza de té? Me temo que el café de aquí no es gran cosa.
Grant nunca bebía té.
No podía abrazarla. Por familiares que fuesen,
había algo en la voz y la sonrisa, algo en la manera de proteger a los
jugadores y aun a la mujer del café —y de protegerlo a él del disgusto—, que se
lo impedía.
—Te he traído flores —dijo—. Se me ocurrió que te
alegraría la habitación. Te busqué allí pero no estabas.
—No —asintió ella—. Estoy aquí.
Grant dijo: —Tienes un amigo nuevo.
Señaló con la cabeza al hombre que le había
mostrado las cartas. En ese momento, el hombre la miró y ella se dio la vuelta,
bien a causa de lo que había dicho Grant, bien porque había sentido la mirada
en la espalda.
—Es sólo Aubrey —dijo ella—. Lo curioso es que lo
conocí hace años y años. Trabajaba en la ferretería adonde iba a comprar mi
abuelo. Solíamos bromear y él no se atrevía a invitarme a salir. Hasta que
justo el último fin de semana me llevó a un baile. Pero cuando iba a acabar
apareció mi abuelo y me llevó a casa en coche. Yo estaba allí de vacaciones.
Con mis abuelos… Vivían en una granja.
—Fiona. Yo sé dónde vivían tus abuelos. Donde
vivimos nosotros. Vivíamos.
—¿De verdad? — preguntó ella. No le prestaba
atención del todo porque el jugador seguía mirándola, y la mirada no era
suplicante sino perentoria. El espeso, bastó pelo blanco le caía sobre la
frente, y la piel pálida, amarillenta, parecía un guante infantil viejo y
arrugado. Una melancolía le dignificaba el rostro; tenía algo de la cabeza de
un caballo poderoso, desalentado el viejo. En lo que hacía a Fiona, sin
embargo, no parecía muy desalentado—. Será mejor que vuelva —dijo Fiona, con un
leve y reciente rubor en los mofletes—. Dice que no puede jugar sin mí sentada
lado. Es una tontería; casi ni mi acuerdo de cómo se juega. Me temo que tendrás
que disculparme.
—¿Acabarás pronto?
—Deberíamos. Pero depende. Sí se lo pides con
simpatía, esa señora lúgubre te servirá un té.
—Estoy bien —dijo Grant.
—Bien, pues yo te dejo. ¿Puedes entretener te
solo? Seguro que te resulta extraño, Perote asombraría ver lo rápido que te
acostumbras. Con el tiempo llegas a conocer a todo el mundo. Claro que algunos
están en las nubes, ¿sabes? No puedes esperar que todos te conozcan a ti.
Se acomodó de nuevo en la silla y dijo algo al
oído de Aubrey. Le golpeteó el dorso de la mano con los dedos en.
Grant fue a buscar a Kristy y la encontró en el
pasillo. Iba empujando un carrito con jarras de zumo de manzana y de naranja.
—Un segundo —dijo la enfermera, y metió la cabeza
en una habitación—. ¿Alguien quiere sumó de manzana? ¿De naranja? ¿Unas
galletas?
Lleno dos vasos de plástico y entró en una
habitación. Al salir puso dos galleta de arruruz en sendos platos de cartón.
—Bueno, ¿qué? —preguntó—. ¿No está contento de
verla participar?
Grant dijo: —Pero ¿sabe siquiera quién soy?
No sobraban decidirlo. Tal vez Fiona le estuviera
gastando una broma. Sería propio de ella. Pero con el numerito del final se
había descubierto, eso de hablarle como si fuera un residente nuevo.
Si es que había fingido eso. Si es que había sido
un número.
Porque, una vez terminada la broma, ¿no habría
corrido detrás de él riéndose? Seguramente no habría vuelto a la partida diaria
fingido olvidarse de él. Habría sido una crueldad.
Kristy dijo: —La ha pillado en un mal momento,
nada más. Está enfrascada en la partida.
—Ni siquiera está jugando —se lamentó él.
—Pero juega su amigo. Aubrey.
—Bueno, ¿y quién es Aubrey?
—Pues eso. Aubrey. Su amigo. ¿Le apetece un zumo?
Grant sacudió la cabeza.
—Escuche, caramba —dijo Kristy—. Durante el
tiempo les da por esos cariños. Estilo mejor amigo, y así. Es como una etapa.
—¿Me está diciendo que realmente puede no saber
quién soy?
—Puede que no. Hoy no. Pero mañana… Nunca se
sabe, ¿verdad? En esto hay avances y retrocesos constantes y no hay forma de
remediarlo. Cuando haya venido varias veces entenderá cómo es. Aprenderá a no
tomárselo tan a pecho. Aprender a aceptarlo diaria.
Día a día.
Pero no era cierto que hubiese avances y retrocesos, y Grant no se acostumbraba.
En cambio, Fiona parecía acostumbrarse a él, aunque sólo como a una visita
persistente con un interés especial por ella. O quizá como a un pesado a quien,
según sus viejas reglas de cortesía, había que evitar que se supiese pesado. Lo
trataba con una benevolencia distraída y educada que a Grant le impedía hacer
la pregunta más evidente, la más necesaria. No podía preguntarle si recordaba o
no que hacía casi cincuenta años que era su marido. Tenía la impresión de que
se sentiría incómoda; no por ella, sino por él. Se echaría a reír, nerviosa, lo
mortificaría a fuerza de cortesía y perplejidad y se las arreglaría para no
decir ni sí ni no. O bien lo diría de la manera más rotundamente
insatisfactoria.
Kristy era la única enfermera con quién podía
hablar. Algunas de las otras se tomaron la cuestión en broma. Una vieja vara
reseca se rió en su cara:
—¿Aubrey y Fiona?, esos dos? Vaya si les ha dado
fuerte.
Kristy le contó que Aubrey había sido
representante local de una empresa de pesticidas —“y esos productos”— para
granjeros.
—Era una persona excelente — dijo, y Grant no
supo sí se refería a que Aubrey era honesto, desprendido y bondadoso o a que se
vestía bien y conducía un buen coche. Probablemente a las dos cosas.
Y no era muy viejo, ni siquiera estaba jubilado
—añadió luego—; había tenido un accidente raro.
—Por lo general lo cuida su mujer. Lo cuida
cuando está en casa. Ahora lo ha internado un tiempo aquí para tomarse un
respiro. La hermana de ella quería que se fuese a Florida. Fíjese que lo ha pasado
muy mal; una nunca espera que un hombre así… Estaban de vacaciones no sé dónde
y a él le picó algo, una especie de insecto, que le dio una fiebre terrible… Y
entró en coma y desde entonces está así.
Grant preguntó por esos afectos entre residentes.
¿Llegaban muy lejos? Esperaba que el tono indulgente que había logrado adoptar
ahora le ahorrase lecciones.
—Depende de qué entienda usted por lejos —dijo
Kristy. Mientras decidía cómo responderle siguió escribiendo en una libreta.
Cuando hubo acabado las notas le dirigió una sonrisa franca—. Es curioso, que
ni siquiera se conozcan, incluso que estén más allá de reconocer qué es cada
uno, digo, si es hombre o mujer. Una pensaría que son los hombres los que
intentan meterse en la cama de las viejecitas, pero la verdad es que la mitad
de las veces es al revés. Ellas persiguen a los viejos. Supongo que están menos
gastadas.
De pronto dejó de sonreír, como si temiera haber
sido cruel o hablado demás.
—No me malinterprete —dijo—. No me refiero a
Fiona. Fiona es una dama.
Vaya, ¿y Aubrey qué?, Tuvo ganas de preguntar
Grant. Pero se acordó de que Aubrey estaba en silla de ruedas.
—Una auténtica dama —puntualizó Kristy, en un
tono tan categórico y tranquilizador que Grant no se quedó tranquilo. Tenía la
cabeza una imagen de Fiona, con su largo camisón azul de ojales y lazos,
alzando provocativamente las cobijas de la cama de un anciano.
—Es que a veces me pregunto… —dijo.
Kristy lo cortó: —¿Qué se pregunta?
—Me pregunto si no está montando una farsa.
—¿Una qué? —dijo Kristy.
La mayoría de
las tardes se los veía juntos en la mesa de juego. Aubrey tenía grandes manos
de dedos gruesos. Le costaba manipular las cartas. Fiona mezclaba y repartían
por él y a veces se apresuraba a rezarle un naipe a punto de resbalar entre los
dedos. Desde el otro lado del salón, Grant observaba el movimiento de flecha y
la disculpa breve y risueña. Veía el fruncido ceño marital de Aubrey cuando un
mechón de ella le rozaba la mejilla. Mientras estaba cerca, Aubrey tendía a
ningunearla.
Pero bastaba que ella saludase a Grant con una
sonrisa, que echar a la silla hacia atrás y le ofreciera un té —en
reconocimiento de su derecho a estar allí, acaso responsabilizándose un poco de
él—, para que la mirada de Aubrey se tiñera de una consternación sombría. Se le
empezaban a caer las cartas al suelo; podía estropear la partida.
De modo que Fiona corría a enmendar la situación.
Cuando no estaban en la mesa de bridge, a veces
paseaban por los pasillos, Aubrey aferrando la barandilla con una mano y con la
otra el brazo o el hombro de Fiona. A las enfermeras les parecía un prodigio
que ella no hubiera levantado de la silla de ruedas. Claro que para excursiones
más largas —al invernadero o al otro extremo, a la sala de televisión— la
volvía a necesitar.
La televisión estaba eternamente sintonizan el
canal deportivo, se habría dicho, y Aubrey miraba cualquier deporte aunque
parecía preferir el golf. A Grant no le molestaba verlo con ellos. Se sentaba a
unas sillas de distancia. En la vasta pantalla, un grupito de espectadores y
comentaristas seguía a los jugadores por la hierba apacible y en los momentos
adecuados rompía en aplausos formales. Pero cuando el jugador se balanceaba y
la pelota emprendía su viaje solitario y prefijado por el cielo, reinaba un
silencio absoluto. Aubrey, Fiona y en ocasiones algunos más contenían el
aliento; luego Aubrey lanzaba la primera exhalación satisfecha o decepcionada.
Un instante después Fiona daba la misma nota.
En el invernadero no había el mismo silencio. La
pareja había encontrado un sitio propio entre las plantas tropicales más
lujuriosas y espesas —un cenador, podía decirse—; Grant debía ser esfuerzos
para no entrar. Mezclados con el rumor de las hojas y un chapoteo de agua, se
oía las risas y los murmullos de Fiona.
Luego una especie de carcajada. ¿Cuál de los dos
sería?
Tal vez ninguno de los dos. Tal vez fuese alguno
de los impúdicos, relampagueantes pájaros que habitaban las jaulas que había en
un rincón.
Aubrey podía hablar, aunque probablemente la voz
no sonara como de costumbre. Ahora parecía decir algo; un par de sílabas
espesas. Cuidado. Está aquí cerca. Mi
amor.
En el fondo azul de la fuente había unas monedas.
Grant nunca había visto a nadie arrojar dinero pidiendo un deseo. Contempló
esos céntimos y cuartos preguntándose si no estarían pegados a las baldosas; si
no serían otro rasgo del alentador decorado del edificio.
Dos
adolescentes en un partido de béisbol, sentados en lo alto de las tribunas del
lado de los amigos del chico. Unos centímetros de distancia entre los dos, las
sombras cayendo, el fresco fugaz de un anochecer de fines de verano. Manos que
se rozan, caderas que se mueven, ojos que no se despegan del campo de juego. Él
se quitará la chaqueta, si es que la lleva, para cubrir los estrechos hombros
de ella. Por debajo de la chaqueta puede atraerla hacia sí, oprimir el brazo
suave con los dedos abiertos.
No como hoy, cuando seguro que cualquier chico le
quita las bragas en la primera cita.
El brazo suave y flaco de Fiona. El asombro del
deseo adolescente recorriéndole como un rayo el tierno cuerpo joven, mientras
la noche se adensa más allá de la alumbrada polvareda del partido.
Como en Lago
del Prado escaseaban los espejos, Grant no tenía que haberse rastrear y
merodear. Pero de vez en cuando se le ocurría qué imagen estúpida, patética y
acaso desquiciada debía de dar siguiendo de aquella forma las huellas de Fiona
y Aubrey. En sin lograr nunca enfrentarse con ella, ni con él. Cada vez menos
seguro de su derecho a estar en escena pero incapaz de retirarse. Hasta cuando
estaba en casa, trabajando en el escritorio, o limpiando o apartando la nieve
si hacía falta, Cada vez menos seguro de su derecho a estar en escena pero
incapaz de retirarse. Hasta cuando estaba en casa, trabajando en el escritorio,
o limpiando o apartando la nieve si hacía falta, un incesante metrónomo de su
mente seguía fijo en Lago del Prado, en la siguiente visita. A veces se veía
como un niño terco empeñado en una conquista imposible; a veces, como esos
desgraciados que siguen a mujeres famosas por la calle, convencidos de que un
día ellas se volverán y les concederán su amor.
Con un gran esfuerzo restringió las visitas a los
miércoles y los sábados. También se impuso observar otros aspectos del lugar
como si fuera un visitante cualquiera, un encargado de una inspección o un
estudio social.
Los sábados había bullicio y una atención de día
festivo. Llegaban familias en piña. Por lo general mandaban las madres; eran
como perros pastores alegres en diferentes con el rebaño de hombres y niños. Los
únicos que no sentían aprensión eran los muy pequeños. Descubrían enseguida el
ajedrezado verdiblanco del suelo y sólo pisaban las baldosas del color que
elegían. Los más atrevidos intentaban paseos en el estribo trasero de una silla
de ruedas. Algunos persistían en las travesuras pese a las reprimendas, y
entonces había que llevar los al coche. Y con qué alegría, con cuánta
disposición un hermano mayor o un padre se ofrecían entonces a sacarlos de allí
y liberarse de la visita.
Eran las mujeres las que mantenían la
conversación a flote. A los hombres la situación los acobardaba: a los
adolescentes, los ofendía. Aquellos a quienes iban a ver rodaban en sillas o
cojeaban apoyados en bastones; alguno, rígido y sin ayuda, marchaba a la cabeza
de la procesión, orgulloso del logro pero con los ojos casi en blanco o
babeándose irremisiblemente por el esfuerzo. Y al fin y al cabo, rodeados por
esa variedad de forasteros, los internos no parecían gente normal. Por mucho
que se afectarán las barandillas femeninas, se escondieron bajo gafas oscuras
los ojos desviados y se controlaran con pastillas las exclamaciones
intempestivas, subsistía una pátina, una rigidez ominosa, como si esos seres se
contentaran con ser recuerdos de sí mismos, fotografías finales.
Por entonces Grant entendía mejor como debía de
sentirse el señor Farquar. En ese lugar, la gente —aun los que no participaban
en ninguna actividad, los que pasaban el tiempo sentados, mirando una puerta
una ventana— vivía una vida mental muy atareada (por no hablar de la vida del
cuerpo, los portentosos caprichos de las tripas, los hormigueros y cuchilladas
en la columna), y la mayoría no podía escribir ni mencionar esa vida frente a
los visitantes. Sólo podían rodar propulsarse de un modo u otro con la esperanza
de dar con algo que pudiera mostrarse o sobre lo que se pudiera hablar.
Para mostrar estaban el invernadero y la gran
pantalla de televisión. A los padres la pantalla les parecía fenomenal. Las
madres decían que los helechos eran maravillosos. Al cabo de un rato, todo se
sentaban a las mesas a comer helado, que los adolescentes rechazaban porque se
morían de asco. Las mujeres limpiaban temblorosas barbillas llenas de saliva y
los hombres desviaban la mirada.
Alguna satisfacción debía de haber en el rito; tal
vez un día los adolescentes se alegraran de haber ido. Grant no era experto en
familias.
Aparentemente a Aubrey no lo visitaban hijos ni
nietos y, como esos días no podían jugar al bridge —pues las meriendas con
helados acaparaban las mesas—, él y Fiona se mantenían a parte del desfile de
los sábados. El invernadero estaba demasiado solicitado para que pudieran tener
en él sus charlas íntimas.
Las conversaciones debían tener lugar, por
supuesto, tras la puerta cerrada de la habitación de Fiona. Grant no lograba
decidirse a llamar, aunque se quedaba un tiempo allí, mirando los pájaros
Disney con un disgusto intenso, sinceramente maligno.
O también podía estar en la habitación de Aubrey.
Pero Grant no sabía dónde estaba. Cuanto más exploraba el edificio, más
pasillos, bancos y con descubría, y durante los vagabundeos tendía a perderse.
Cada vez que tomaba como referencia un cuadro o una silla, a la semana
siguiente tenía la impresión de que lo habían cambiado de lugar. Prefería no
mencionarle aquello a Kristy: temía que pensara que él también sufría problemas
mentales. Se figuraba que esos cambios y redistribuciones constantes hacían en
bien de los residentes; para volverles más interesante el ejercicio diario.
Tampoco mencionó que más de una vez había visto de
lejos a una mujer que le parecía Fiona, pero que en su opinión no podía ser
ella considerando la ropa que llevaba. ¿Cuándo había usado Fiona blusas
floreadas chillonas y pantalones azul eléctrico? Un sábado miró por una ventana
y vio a Fiona —tenía que ser ella— empujando la silla de Aubrey por los
senderos de asfalto entonces limpios de nieve y hielo; llevaba un ridículo
sombrero de lana y una chaqueta con espirales azules y púrpura, una de esas
prendas que se ponían las mujeres del pueblo para ir al supermercado.
El caso debía de ser que no se preocupaban por
separar los guardarropas de las mujeres que igual talla. Y contaban con que, de
todos modos, ellas no reconocían las ropas propias.
También le habían cortado el pelo. Le habían
cortado halo angelical. Un miércoles en que el ambiente era más normal y otra
vez se jugaba a las cartas, mientras en el taller de artesanía algunas mujeres
hacían flores de seda o muñecas típicas sin que nadie las fastidiara ni
admirase, y con Fiona y Aubrey tan a la vista que para Grant era imposible no
trabar con su esposa una de sus breves, locas conversaciones amistosas, le
preguntó:
—¿Por qué te han cortado el pelo?
Fiona se llevó las manos a la cabeza para
confirmarlo.
—Vaya… No me había dado cuenta —dijo.
Pensó que debía
descubrir qué sucedía en el segundo piso, donde tenían a los que, como decía
Kristy, se les había ido del todo la cabeza. Por lo visto, los que deambulaban
por los corredores, hablando solos o haciendo preguntas a cualquiera (“¿No me
he dejado el jersey en la iglesia?”), sólo habían perdido una parte.
No lo suficiente para clasificarse.
Había escaleras, pero las puertas más altas
estaban cerradas con llaves que solo tenía el personal. En el ascensor no se
podía entrar a menos que alguien lo abriese desde la recepción.
¿Para qué hacerles eso si habían perdido la
cabeza?
—Algunos se pasan las horas sentados —dijo
Kristy—. Están sentados y lloran. Hay quien quiere derribar la casa a gritos.
Más vale no verlo.
A veces se recuperan.
—Durante un año entre usted a verlos y lo toman
por Adán. Y luego un día nos saludan como si tal cosa y preguntan cuándo se van
a casa. De repente se han vuelto totalmente normales.
Pero no por mucho tiempo.
—¡Vaya, piensa una, ya están bien! Y entonces
empiezan de nuevo. —Kristy hizo chasquear los dedos—. Así.
En la ciudad
donde Grant solía trabajar había una librería adonde él y Fiona iban una o dos
veces al año. Grant volvió a la tienda solo. Aunque no tenía ganas de comprar
nada, había hecho una lista; eligió de ella un par de libros y compró otro que
descubrió en el momento. Era sobre Islandia. Un libro de acuarelas hechas por
una viajera del siglo XIX.
Fiona nunca había aprendido la lengua de su madre
ni mostrado gran respeto por las historias que transmitía, esas historias que
Grant había enseñado, sobre las cuales había escrito y aún seguía escribiendo.
Fiona se refería a los héroes como “el viejo Njal” o “el buen Snorri”. Pero en
los últimos años se había interesado por el país y había hojeado guías. Había
leído sobre los viajes de un William Morris y de Auden. No es que planease ir.
Decía que el clima era demasiado horrible. Y además, agregaba, tenía que haber
un lugar que una llevara en la cabeza, conociera bien e incluso añorara pero
que no llegara a ver nunca.
Cuando Grant
comenzó a enseñar literatura nórdica y anglosajona solía tener en clase el tipo
de alumnos típicos. Al cabo de unos años, sin embargo, había habido un cambio.
Ciertas mujeres casadas empezaban a volver a la universidad. No con la idea de
titularse para obtener un empleo mejor, sino meramente para pensar en algo más
interesante que el trabajo de la casa y sus hobbies. Querían enriquecer su
vida. Y acaso dedujeran naturalmente que los hombres que enseñaban esas cosas
podían ser parte el enriquecimiento; que serían más misteriosos y deseables que
los que comían su comida y dormían con ellas.
Las carreras favorecidas solían ser psicología,
historia del arte o literatura inglesa. Alguna que otra elegía arqueología o
lingüística pero el abandonaba en cuanto se le hacía ardua. Por lo general, las
que se inscribían en un sus cursos u eran de ascendencia islandesa, como Fiona,
o habían descubierto la mitología nórdica a través de Wagner o en novelas
históricas. Unas pocas, por fin, creían que Grant enseñaba celta y buscaban el
nimbo místico de la lengua.
Él cortaba a ese tipo de aspirantes sin moverse
del escritorio.
—Si quiere aprender una lengua bonita, estudie
español. Luego puede practicarlo en México.
Algunas aceptaban la advertencia y desaparecían.
A otras el tono exigente les tocaba algo personal. Trabajaban con tesón y
llevaban al despacho de Grant, a su vida organizada y satisfactoria, el
asombroso despertar de una madura docilidad femenina, una trémula esperanza de
aprobación.
Él eligió a una llamada Jacqui Adams. Era lo
opuesto a Fiona: bajita, rechoncha, de ojos oscuros, efusiva. Ajena a la
ironía. La avetura duró un año, hasta el traslado del marido. El día en que se
estaban despidiendo, en el coche de Jacqui, ella se había puesto a temblar sin
control. En opinión de Jacqui, era hipotermia. Le había escrito unas pocas
veces, pero Grant consideraba el tono de las cartas recargado y no lograba
decidirse a contestar. Había dejado pasar el tiempo mientras, mágica e
inesperadamente, se enredaba con una muchacha lo bastante joven como para ser
su hija.
Porque mientras él estaba ocupado con Jacqui se
había abierto una perspectiva más vertiginosa. Muchachitas de pelo largo y
sandalias llegaban a su despacho declarándose sin más dispuestas al sexo. Los
acercamientos cautelosos, los tiernos atisbos de sentimiento necesarios con
Jacqui habían salido por la ventana. A Grant lo había chupado un remolino, como
a tantos otros, y el deseo se hacía acción hasta un punto que lo llevaba a
preguntarse si no había perdido algo. Pero ¿quién tenía tiempo para el
remordimiento? Oía historias de relaciones simultáneas, de encuentros salvajes
y peligrosos. Habían estallado escándalos, rodeados de dramas penosos, pero
también de la sensación de que en cierto modo era mejor así. Había habido
represalias, expulsiones. Pero los expulsados se iban a trabajar a
universidades menores, más tolerantes, o a centros de enseñanza abiertos, y
muchas esposas abandonadas adoptaban la vestimenta y el desenfado sexual de las
muchachas que habían tentado a sus hombres. Las fiestas académicas, en otro
tiempo tan previsibles, se habían vuelto campos minados. Se había declarado una
epidemia y estaba propagándose como la gripe. Sólo que medio mundo se desvivía
por contagiarse y pocos entre los dieciséis y los sesenta querían mantenerse a
salvo.
Una de esos pocos era Fiona. Su madre se estaba
muriendo, y su experiencia en el hospital la había llevado de un trabajo
rutinario en el registro de admisiones a su nuevo puesto. El mismo Grant no se
había subido al tren, al menos si se lo comparaba con sus conocidos. No había
permitido que ninguna mujer se le acercara tanto como Jacqui. Si algo sentía
sobre todo era un gigantesco aumento de bienestar. Había desaparecido la
tendencia a la flaccidez que había tenido desde los doce años. Subía los
escalones de dos en dos. Apreciaba como nunca el drama de las nubes rasgadas
sobre uno caso de invierno visto desde la ventana de su despacho, el fulgurante
hechizo de las lámparas antiguas tras las cortinas de los vecinos, las protestas
de los niños que en el atardecer del parque se negaban a abandonar los
toboganes. Al llegar el verano aprendía los nombres de las flores. En las
clases, tras haberse entrenado con su suegra (casi sin voz, tenía cáncer de
garganta), se aventuraba a recitar y traducir la oda majestuosa y sangrienta,
el resarcimiento, el Hofuolausn compuesto en honor del rey Eric Hacha.
Sangrienta por el escaldo a quien el monarca condenar a muerte. (Y que el mismo
rey —y el poder de la poesía— habían dejado luego en libertad.) Todos
aplaudían, hasta los pacifistas de la clase, a quienes él, alegremente
provocador, había preguntado antes si preferían esperar en el pasillo. Y cuando
aquella tarde u otra conducía de vuelta a casa, una cinta absurda y blasfema le
resonaba en la cabeza.
Y así creció en sabiduría
y estatura…
Y en el favor de Dios y
de los hombres.
Por entonces el embarazo
que le causaban esas frases le desataba un escalofrío supersticioso. Aún le
seguía pasando. Pero mientras no lo supiera nadie, parecía el antinatural.
En la siguiente visita a Lago del Prado llevó el libro. Era miércoles.
Buscó a Fiona en las mesas de juego y no la encontró.
Una mujer le hizo una
señal.
—No está aquí. Está
enferma. —Hablaba en un tono ufano y entusiasta, orgullosa de haberlo
reconocido cuando él no sabía nada de ella. Quizá también orgullosa de todo lo
que sabía de Fiona, de la vida de Fiona allí; convencida quizá antes haber más
que Grant—. Él tampoco está —añadió.
Grant fue a buscar a
Kristy.
—En realidad nada —dijo
ella cuando le preguntó que tenía Fiona—. Hoy ha decidido no levantarse. Un
pequeño disgusto.
Fiona estaba sentada en
la cama. En otras visitas a la habitación, él no había notado que se trataba de
una cama de hospital que podía levantarse mucho. Llevaba un camisón virginal de
cuello alto y la palidez del rostro no era de flor de cerezo sino de harina
cruda.
Aubrey, en la silla de
ruedas, se había acercado a ella todo lo que podía. En vez de las
indescriptibles camisas abiertas de costumbre, se había puesto chaqueta y
corbata. El elegante sombrero de tweed descansaba en la cama. Tenía aspecto de
haber atendido un asunto importante.
¿Un encuentro con el
abogado? ¿Con el director de su banco? ¿Con el director de servicios
funerarios?
Sea lo que fuera, lo que
había estado haciendo, no había agotado. También él tenía el rostro gris.
Se volvieron los dos
hacia Grant con una aprensión pétrea y
dolida que se convirtió en alivio, si no el bienvenida, en cuanto vieron quién
era.
No quien pensaban que
sería.
Estaban cogidos de la
mano y no se soltaron.
El sombrero sobre la
cama. La chaqueta y la corbata.
No era que Aubrey hubiese
salido. No se trataba de dónde había estado o a quién había visto. Se trataba
de adónde iba.
Grant mejor el libro en
la cama junto a la mano libre de Fiona.
—Es sobre Islandia
—dijo—. Pensé que tal vez te gustaría mirarlo.
—Vaya, gracias —repuso
Fiona. No miró el libro. Puso la mano encima.
—Islandia —repitió él.
Ella dijo: —Is-landia.
—La primera sílaba logró sonar con un tintineo de interés, pero las otras se
aplanaron. De todos modos le era preciso devolver la atención a Aubrey, que ya
estaba retirando su mano gruesa de la de ella—. ¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Qué
pasa, mi corazón?
Grant jamás le había oído
esa expresión florida.
—Bueno, ya pasará —dijo—.
Ten, toma. —Y sacó un puñado de pañuelos de la caja que tenía junto a la cama.
El problema de Aubrey era
que se había puesto a llorar. Le chorreaba la nariz y lo angustiaba dar un
espectáculo lamentable, sobre todo del arte de Grant.
—Ten. Ten —dijo Fiona. Le
habría sonado la nariz y secado las lágrimas ella misma; y, de haber estado
solos, quizás él se lo habría permitido. Pero con Grant allí no. Aubrey cogió
los kleenex lo mejor que pudo y con torpeza y fortuna se los pasó varias veces
por la cara. Entretanto Fiona se volvió hacia Grant—. ¿Por casualidad tú tienes
alguna influencia aquí? —susurró—. Te he visto hablar con ellos…
Aubrey dejó escapar un
ruido de protesta, reticencia o disgusto. Luego inclinó el tronco adelante como
si quisiera lanzarse contra ella. Ella se incorporó a medias en la cama, lo
cogió y lo abrazó. A Grant le pareció inadecuado ayudarla, aunque por supuesto
lo habría hecho de haber pensado que Aubrey iba a desplomarse.
—Ya —decía Fiona—. Ya,
cariño, ya. Algo haremos para vernos. Tendremos que vernos. Iré a verte yo.
Vendrás tú.
La cara contra el pecho,
Aubrey dejó escapar el mismo ruido y no hubo nada decoroso que Grant pudiera
hacer salvo salir de la habitación.
—Me gustaría que su
esposa se diera prisa y viniera aquí de una vez —dijo Kristy—. Ojalá lo dejara
salir y acabara con ese tormento. Dentro de un rato hay que servir la cena y no
veo cómo va a tragar algo con él colgado de ella.
Grant preguntó: —¿Le
parece que me quede?
—¿Para qué? No está
enferma, ya sabe.
—Para hacerle compañía.
Kristy meneó la cabeza.
—Estas cosas tienen que
superarlas solos. En general tienen la memoria corta. Eso no siempre es malo.
Kristy no era dura de
corazón. Desde que la conocía, Grant había descubierto algunas cosas de su
vida. Tenía cuatro hijos. No sabía el paradero de su marido pero creía que
podía estar en Alberta. El hijo menor tenía tales ataques de asma que una noche
de enero habría muerto si ella no lo hubiera llevado al hospital a tiempo. El
muchacho no tomaba drogas, pero de su hermano Kristy no estaba segura.
A ojos de ella, Grant,
Fiona y Aubrey eran afortunados. Habían pasado por la vida sin demasiados
trastornos. Lo que tenía que sufrir ahora que eran viejos apenas contaba.
Grant se marchó sin
volver a la habitación de Fiona. Notó que soplaba un viento realmente cálido y
que los cuervos estaban alborotados. En el aparcamiento, una mujer con traje
sastre de tartán sacaba del maletero del coche una silla de ruedas plegada.
La calle por donde bajaba ahora se llamaba Black Hawks Lane. En ese barrio,
todas las calles tenían nombres de equipos de la liga de hockey. Era una zona
periférica de la ciudad cercana a Lago del Prado. Él y Fiona habían ido a
menudo de compras allí, pero sólo conocían bien la calle principal.
Todas las casas parecían
de la misma época, de hacía unos treinta o cuarenta años. Las calles eran
anchas y sinuosas y no había aceras, recuerdo de un tiempo en que se había
creído improbable que alguien recobrara el hábito de andar. Con la llegada de
los hijos, varios amigos de Grant y Fiona se habían ido a vivir a barrios como
aquél. Al principio se excusaban por la decisión. “Henos aquí en
Barbacoalandia”, decían.
Aún seguían viviendo
familias jóvenes. Había aros de baloncesto de en puertas de garaje y triciclos
en senderos de entrada. Pero algunas casas ya no albergaban a la clase para la
que habían sido pensadas. En los patios de entrada se veían marcas de neumático
y ventanas con parches de papel de aluminio o adornadas con banderines mustios.
Casas de alquiler.
Inquilinos jóvenes: hombres aún solteros, o solteros de nuevo.
Algunos, al parecer,
habían vivido en esas propiedades desde el principio y las mantenían en un
estado aceptable; gente que no había tenido dinero para irse o no había sentido
la necesidad de mudarse a un lugar mejor. Los arbustos habían crecido y
alcanzado la madurez, paneles vinílicos de colores pastel habían resuelto el
problema de la pintura. Vallas y setos arreglados indicaban que los hijos de
algunas familias habían crecido, o se habían marchado, y que los padres ya no
veían el sentido de un espacio común del vecindario para que los niños nuevos
que fueran corrieran por allí.
En una de estas casas,
según el listín, vivía en Aubrey y su mujer. El sendero de entrada era de
losas; estaba flanqueado de rígidos jacintos como de porcelana,
alternativamente rosas y azules.
Fiona no había superado la pena. No comía a horarios regulares, aunque
fingía hacerlo; escondía la comida en la servilleta. Una o dos veces al día le
daban una bebida suplementaria y alguien vigilaba que la tragase. Se levantaba
de la cama, se vestía, pero no hacía otra cosa que sentarse en la habitación.
No habría hecho nada de ejercicio si Kristy y las demás enfermeras, o Grant
cuando iba a visitarla, no la hubieran paseado por los corredores o por el
jardín.
Al sol de la primavera
lloraba débilmente sentada en un banco junto al muro. Seguía siendo amable; se
disculpaba por las lágrimas y nunca discutía una sugerencia ni se negaba a
contestar preguntas. Pero lloraba. El llanto un le había mellado y deslucido
los ojos. Llevaba su chaqueta de punto —si es que era suya— mal abotonada. No
había llegado al extremo de no cepillarse el pelo o no limpiarse las uñas, pero
quizá no tardará en llegar.
Kristy dijo que se le
habían deteriorado los músculos y que si no se recuperaba pronto tendría que
usar un andador.
—Pero ya sabe que el
andador crea dependencia y luego prácticamente dejan de caminar; sólo se mueven
para ir a donde los obligan. Tendrá usted que trabajar más con ella. Tratar de
animarla.
Pero Grant no tuvo
suerte. Aunque intentaba disimularlo, Fiona le había tomado una especie de
aversión. Tal vez al verlo recordaba los últimos minutos con Aubrey, cuando le
había pedido ayuda y él no se la había dado.
Él ya no veía el sentido
de mencionarle su matrimonio.
Ella se negaba a recorrer
el pasillo hasta la sala, donde seguían jugando a las cartas. Y no iba a la
sala de televisión ni al invernadero.
Decía que la pantalla
grande dañaba sus ojos. Y el ruido de los pájaros la irritaba y habría querido
que de vez en cuando cortasen el agua de la fuente.
Hasta donde sabía Grant,
no miraba nunca el libro sobre Islandia ni ninguno de los otros
—sorprendentemente pocos— que se había llevado de casa. Había una sala de
lectura donde se sentaba descansar, probablemente porque allí rara vez había
alguien, y si él cogía un libro de los estantes le permitía leerle. Se lo
permitía, sospechaba Grant, porque así soportaba mejor su presencia; podía
cerrar los ojos y sumirse en la pena. Porque si dejaba escapar la pena un solo
minuto, cuando se encontrará otra vez de bruces con ella sufriría mucho más. Y
a veces, creía Grant, cerraba los ojos para ocultar una desesperación
justificada que era mejor que él no viese.
De modo que él le leía
viejas novelas de amores castos y fortunas recuperadas, rezagos tal vez de una
biblioteca pública o una parroquia de pueblo. Por lo visto, no se había hecho
ningún intento por mantener el contenido de la sala de lectura tan al día como
el resto del edificio.
Como los libros eran de
cubierta blanda, casi aterciopelada, con viñetas de hojas y flores, parecían
joyeros o cajas de bombones. Que las mujeres—para Grant habían sido mujeres—
pudieran llevarse a casa como tesoros.
La supervisora lo llamó a su despacho. Le informó que Fiona no mejoraba
como habían esperado.
—Incluso con el complemento está perdiendo peso. Hacemos todo lo que
podemos.
Grant dijo que no lo
dudaba.
—La cuestión, estoy
segura de que lo sabe, es que en la primera planta no atendemos a los
postrados. Cuando alguno no se encuentra bien lo hacemos por un tiempo, pero si
se ponen demasiado débiles para andar o cuidarse solos hay que pensar en
trasladarlos arriba.
Él dijo que a su parecer
Fiona no pasaba tanto tiempo en cama.
—No. Pero si no se
fortalece sucederá. Ahora mismo está en el límite. Él manifestó que creía que
la segunda planta era para los mentalmente afectados.
—También —dijo ella.
De la mujer de Aubrey no recordaba nada salvo el traje de tartán que
llevaba puesto cuando la vio en el aparcamiento. Al inclinarse sobre el
maletero se le habían abierto los faldones de la chaqueta.
Hoy no llevaba ese traje.
Vestía pantalones marrones con cinturón y un jersey rosa. En respecto a la
cintura, Grant no se había equivocado: el cinturón ceñido era la prueba de que
le preocupaba mucho. Le habría valido mas no preocuparse, porque por arriba y
por abajo el cuerpo le abultaba considerablemente.
Sería diez o doce años
menor que su marido. Llevaba el pelo corto, rizado y artificialmente
enrojecido. Tenía ojos azules —de un azul más claro que el de Fiona, color
turquesa o zarco— sesgados por una leve hinchazón. Y una buena provisión de
arrugas que el maquillaje avellana ayudaba a destacar. Aunque tal vez fuese el
bronceado de Florida.
Grant reconoció que no
sabía bien cómo presentarse.
—Solía ver a su marido en
Lago del Prado. Yo voy de visita a menudo.
—Sí —dijo la mujer de
Aubrey, y con un movimiento agresivo de la barbilla.
—¿Y su marido cómo
evoluciona?
El “evoluciona” era un
hallazgo de último momento. Normalmente el habría dicho “¿Y su marido cómo
está?
—Bien —respondió ella.
—Mi esposa y él trabaron
una amistad muy estrecha.
—Lo he oído.
—Bien. Quisiera hablar
con usted de algo si tiene un minuto.
—Mi marido no intentó
empezar nada con su mujer, si a eso se refiere —dijo ella—. No la molestó en lo
más mínimo. Es incapaz de hacer algo así y no lo haría de ningún modo. Por lo
que he oído fue exactamente al revés.
Grant se excusó: —No. No
lo tome a mal. No he venido a presentar ninguna queja.
—Ah —dijo ella—. Caramba,
lo siento. Pensé que venía a eso.
Era todo cuanto iba a
conceder a modo de excusa. Y no parecía sentirlo. Parecía decepcionada y
confundida.
—Entonces será mejor que
pase —dijo—. Está entrando frío en casa. Todavía no hace tanto calor como
parece.
El mero hecho de entrar
fue una especie de triunfo. No había sido consciente de que podía ser tan
difícil. Había esperado encontrarse con otro tipo de esposa. Un ama de casa
agitada, contenta de recibir una visita imprevista y halagada por el tono
confidencial. Lo condujo hacia la sala, mientras decía:
—Tendremos que sentarnos
en la cocina, así poder oír a Aubrey.
Grant alcanzó a ver una
ventana con cortina doble —ambas piezas azules, una gruesa y la otra sedosa—,
un sofá tapizado en el mismo tono, una desalentadora alfombra clara y varios
espejos y adornos.
Fiona tenía una palabra
para esas cortinas de caída pesada; solía decirla en broma, aunque las mujeres
de las cuales la había tomado la usaban en serio. Toda habitación decorada por
Fiona era diáfana y austera: le habría asombrado ver tal cantidad de detalles
en un espacio tan reducido. No logro recordar qué palabra era.
De una habitación
contigua a la cocina —una especie de galería acristalada, aunque los visillos
detenían el sol de la tarde— llegaban sonidos del televisor.
Aubrey. La respuesta a
las plegarias de Fiona estaba unos metros, mirando algo que sonaba como un
partido de béisbol. La mujer se asomó a mirarlo.
—¿Estás bien? —preguntó,
y entornó la puerta—. Tal vez quiera usted una taza de café.
—Sí, gracias —dijo él.
—Hace un año, para
Navidad, mi hijo lo abonó al canal deportivo. No sé qué haríamos sin eso.
Sobre las encimeras había
toda clase de dispositivos y artefactos: cafetera, trituradora, afiladora y
otros objetos cuyo nombre y utilidad Grant desconocía. Todos parecían nuevos y
caros, como recién salidos del embalaje o lustrados todos los días.
Se le ocurrió que tal vez
estuviese bien elogiar las cosas. Elogió la cafetera que la mujer había
encendido y dijo que Fiona siempre había querido una así. Era absolutamente
falso: Fiona había idolatrado un artilugio europeo que sólo hacía dos tazas.
—Nos la regalaron
—explicó ella—. Mi hijo y su mujer. Viven en Kamloops, en la Columbia
Británica. Nos mandan tantas cosas que no llegamos a usarlas. A nadie le haría
daño que emplearan el dinero en venir a vernos.
Filosóficamente, Grant
dijo:
—Supongo que están muy
ocupados.
—No lo estaban tanto para
irse a Hawai el invierno pasado. Una lo entendería se hubiera más familia
cerca. Pero él es el único.
Una vez estuvo listo el
café, los sirvió en dos jarras de cerámica marrón y verde que descolgó de los
muñones de un tronco de cerámica que había encima de la mesa.
—La gente se va quedando
sola —dijo Grant. Creía haber vislumbrado una oportunidad—. Cuando alguien no
puede ver a los que quiere se pone triste en serio. Fiona, por ejemplo. Mi
mujer.
—Pensé que había dicho
que iba a visitarla.
—Voy —asintió—. Pero no
es eso.
Entonces se lanzó de
cabeza; decidió hacer la petición por la que estaba allí. ¿Consideraría ella la
posibilidad de llevar otra vez a Aubrey a Lago del Prado? Una vez a la semana,
no más, de visita. Eran apenas unos kilómetros; seguro que no le resultaría
difícil. Y si prefería tomarse el tiempo libre —eso a Grant no se le había
ocurrido antes y lo horrorizó un tanto oír que lo sugería—, él mismo podía
llevar a Aubrey; no le costaría nada. No tenía dudas de que iba a
arreglárselas. Y ella podría aprovechar esas horas.
Mientras Grant hablaba,
ella había estado moviendo los labios cerrados y la lengua oculta como quien trata
de identificar un sabor dudoso. Puso en la mesa una jarrita de leche y un plato
con galletas de jengibre.
—Son caseras —explicó. El
tono era más desafiante que hospitalario. Sin decir nada se sentó, echó leche
su café y lo removió.
Luego dijo que no.
—No. No puedo. Y la razón
es que no quiero disgustarlo.
—¿Le disgustaría?
—preguntó Grant con sinceridad.
—Sí, claro que sí. Le
disgustaría. Eso no se hace. Traerlo a casa y llevarlo de nuevo allí. Traerlo a
casa y llevarlo de nuevo. Eso es confundirlo.
—Pero ¿no entendería que
es sólo una visita? ¿No se haría una idea de la intención?
—Él lo entiende todo
perfectamente. —La mujer dijo eso como si Grant se hubiera propuesto humillar a
Aubrey—. Pero no deja de ser una interrupción. Y luego habría que prepararlo y
subirlo al coche, y es un hombre grande, no es tan fácil de mover como usted
cree. Tengo que maniobrar para meterlo en el coche y después cargar la silla, y
tardó esfuerzo ¿para qué? Para tomarme ese trabajo prefiero llevarlo a un lugar
más divertido.
—Pero ¿y si aceptara
llevarlo yo? —preguntó Grant manteniendo un tono esperanzado y razonable—. Lo
digo en serio; usted no tendría que molestarse.
—No podría —lo cortó
ella—. No sabe cómo es. No podría manejarlo. Aubrey no soportaría que hiciese
algo por él. Y a fin de cuentas, ¿qué sacaría de tanto ajetreo?
Grant no creyó oportuno
mencionar a Fiona otra vez.
—Sería más lógico
llevarlo al centro comercial —dijo—. Que un lugar donde viese niños y demás. Si
es que no le duele pensar en esos dos nietos que no ve nunca. O, ahora que en
el lago vuelve a haber botes, quizá mirarlos un rato le cargue las baterías.
Se levantó acoger el
tabaco y un encendedor que había en el antepecho de la ventana, encima del
fregadero.
—¿Fuma? —preguntó.
Él dijo que no, gracias, aunque
no sabía si le estaban ofreciendo un cigarrillo.
—¿No ha fumado nunca? ¿O
lo dejó?
—Lo dejé —respondió él.
Que
—¿Hace cuánto?
Él hizo cálculos.
—Treinta años. No… Más.
Había decidido dejar el
tabaco más o menos al comienzo de la aventura con Jacqui. Pero nos recordaba
sea primero lo había dejado, y creído que lo esperaba una gran recompensa, o
había pensado que había llegado el momento de dejarlo ya que tenía una
distracción tan poderosa.
—Yo he dejado de dejarlo
—dijo ella, y encendió el cigarrillo—. Así de sencillo: tomé la decisión de no
dejarlo más.
Tal vez esa fuera la
causa de las arrugas. Alguien —una mujer— le había dicho que las fumadoras
desarrollaban una red fina y peculiar de arrugas faciales. Claro que la de ella
podían deberse al sol o simplemente a su tipo de piel: también tenía
visiblemente arrugado el cuello. Cuello arrugado, pechos juveniles y erguidos.
En las mujeres de su edad, esas contradicciones eran corrientes. Se mezclaban
las virtudes y los defectos, la suerte o la fatalidad genética. Muy pocas
conservaba la belleza intacta aunque difuminada como Fiona.
Y acaso tampoco ella. Tal
vez él la veía así porque él había conocido de joven. Tal vez para tener esa
impresión era preciso haber visto una mujer en su juventud.
Y cuando Aubrey miraba a
su mujer, ¿veía entonces a una estudiante altiva y descarada, con un sesgo
intrigante en los ojos zarcos, frunciendo los labios en torno a un cigarrillo
prohibido?
—O sea, ¿que su esposa
está deprimida? —dijo la mujer de Aubrey—. ¿Cómo se llama su esposa? Lo he
olvidado.
—Fiona.
—Fiona. ¿Y usted? Creo
que no me lo ha dicho.
—Grant.
Inesperadamente ella
alargó la mano por encima la mesa.
—Hola, Grant. yo soy Marian —dijo—. bien pues ahora que nos conocemos no tiene sentido que le
oculte lo que pienso. no sé si él sigue tan empeñado en ver a su..., en ver a
Fiona. No sé. A lo mejor fue un capricho pasajero. Pero no me apetece llevarlo
allí a ver si es algo más. No puedo correr el riesgo. No quiero que se vuelva
difícil de manejar. no quiero verlo irritado, peleón. Ya como está no me da un
respiro. No tengo nadie que me ayude. Estoy sola. La ayuda soy yo.
—¿Alguna vez ha
pensado...? Es muy duro para usted... —dijo Grant—. ¿Alguna vez ha pensado en
que se quede a vivir allí?
Había bajado la voz casi
hasta el susurro. No parecía sin embargo que ella necesitara bajar la suya.
—No —respondió—. Seguiré
teniéndolo en casa.
Grant dijo: —Vaya. Es una
actitud muy bondadosa. Muy noble.
Deseó que la palabra
"noble" no hubiera sonado sarcástica. No había sido su intención.
—¿Le parece? —preguntó
ella—. Yo no pienso exactamente en la nobleza.
—De todos modos, no es
fácil.
—No. No lo es. Pero en mi
situación no quedan muchas opciones. Si lo meto allí, acabaré no pudiendo pagar
a menos que venda la casa. La casa es lo único que tenemos. De otra forma, yo
no tengo ningún otro tipo de recurso. El año que viene me darán la pensión.
Pero ni siquiera cobrando mi pensión y la de él podría costear la residencia y
conservar la casa. Y esta casa significa mucho para mí, mucho.
—Es muy bonita —dijo
Grant.
—Está bien. Y le dedicado
mucho tiempo. Para repararla, para mantenerla.
—Estoy seguro de que lo
ha hecho. Y de que a aún lo hace.
—No la quiero perder.
—No.
—No la voy a
perder.
—La entiendo.
—La empresa nos dejó en
la estacada —explicó ella—. Yo no conozco los pormenores, pero básicamente lo
pusieron la calle. La cosa acabó con ellos diciendo que les debía dinero y
cuando intenté que me aclarase algo me dijo que no era asunto mío. Mi opinión
es que hizo alguna estupidez. Pero como se supone que no debo hablar, pues me
callo. Usted ha estado casado. Está casado. Ya sabe qué va. Y justo cuando
descubro el lío tenemos programado un viaje con una gente y no hay modo de
librarse. Y en el viaje él enferma de un virus del que nadie ha oído nunca
hablar y entra en coma. Y así es como logra librarse. Él.
Grant dijo: —Mala suerte.
—No estoy diciendo que
haya enfermado aposta. Ocurrió. Ya lo estoy furiosa ni él está furioso conmigo.
La vida es así.
—Muy cierto.
—A la vida nadie le gana.
Con un eficaz lengüetazo
de gata se limpió las migas del labio superior.
—Se diría que la filósofa
soy yo, ¿verdad? Por ahí me han dicho que usted enseñaba en la universidad.
—Hace mucho tiempo.
—Yo no soy muy
intelectual —dijo ella.
—Yo tampoco sé si lo soy.
—Pero sé cuando estoy
decidida. Y estoy decidida. No voy a dejar la casa. Lo cual quiere decir que a
él lo mantendré aquí; y que no se le ocurra querer marcharse otro sitio. La
idea era ingresarlo para estar más libre; probablemente fue un error, pero como
no iba a tener otra oportunidad en su momento la aproveché. Pues bien. Ahora sé
cómo son las cosas.
Agitó el paquete para
sacar otro cigarrillo.
—Apuesto a que sé lo que
piensa —dijo—. Piensa que soy una mercenaria.
—No la estoy juzgando. Es
su vida.
—Vaya si lo es.
A Grant le pareció que
debían concluir en un tono más neutro. De modo que le preguntó si en los
veranos de la época de estudiante su marido no había trabajado en una
ferretería.
—Nunca oí nada de eso
—respondió ella—. Es que no me crié aquí.
De vuelta a casa notó que el pantano vacío, antes cubierto de nieve y de
graves sombras de troncos, estaba ahora encendido de nenúfares. Las hojas
frescas, de aspecto comestible, eran grandes como bandejas. Las flores se
alzaban como llamas de vela y había tantas, y de un amarillo tan puro, que
irradiaba luz a aquel día nublado. Fiona le había dicho que también generaban
un calor propio. Hurgando en una de sus bolsas de información oculta, había
agregado que, supuestamente, si uno metía la mano en la corola podía sentir el
calor. Ella había hecho la prueba, pero no estaba segura de sí había sentido el
calor o lo había imaginado. El calor atraía a los insectos.
—La naturaleza no pierde
el tiempo en foros adornos.
El intento con la mujer
de Aubrey había sido un fracaso. Marian. Había previsto que podía fallar, pero
no había previsto por qué. Pensaba que sólo tendría que enfrentarse con los
comprensibles celos sexuales de una mujer; o con el resentimiento, el terco
extinción celos sexuales.
No había tenido ni idea
de cómo vería ella las cosas. Y sin embargo, de forma algo deprimente, la
conversación no le había resultado extraña. Le había recordado conversaciones
parecidas con personas de su familia. Sus tíos, sus parientes y hasta quizá su
madre había pensado como Marian. Creían que si alguien pensaba de otro modo era
porque se engañaba; porque la educación o una vida fácil y protegida lo había
hecho fantasioso o estúpido. Porque había perdido el contacto con la realidad.
La gente educada, los literatos, ciertos rico socialistas como los parientes
políticos de Grant: todos ellos habían perdido el contacto con la realidad. A
causa de una buena suerte inmerecida o una imbecilidad innata. En el caso de
Grant, sospechaba él, a causa de ambas cosas.
Y sin duda así lo veía
Marian. Un necio, repleto de conocimientos aburridos, que se había salvado de
chiripa de conocer la verdad de la vida. Una persona que no debía preocuparse
por conservar su casa y podía dedicarse a sus fárragos mentales. Libre para
idear planes fantásticos y generosos que en su opinión harían felices a otros.
Menudo capullo, estaría
pensando ahora.
Enfrentarse con personas
así le daba una sensación de impotencia, de exasperación, casi desconsuelo.
¿Por qué? ¿Por qué dudaba de poder seguir aferrado a sí mismo? ¿Por qué temía
que al cabo tuvieran razón? Fiona no habría tenido esos escrúpulos. De joven,
nadie había podido derribarla; nadie la había constreñido. La educación que
había recibido la divertía; era capaz de tomar su dureza como algo pintoresco.
En la misma forma, esa
gente tenía también sus argumentos. (Ahora se oía discutir con alguien. ¿Con
Fiona?) Reducir el foco no carecía de ventajas. Probablemente Marian fuese
buena en las crisis. Buena para sobrevivir, capaz de pedir comida y de quitarle
los zapatos a un cadáver tirado en la calle.
Lo había sido capaz de
adivinar el pensamiento de Fiona nunca. Era como seguir un espejismo. No...
Como vivir en un espejismo. Acercarse a Marian presentaría problemas de otro
orden. Sería como morder con lichi. La pulpa con su fragancia extrañamente
artificial, su sabor químico, somera sobre la extensa semilla, el hueso duro
como una piedra.
Podría haberse casado con ella. Pensarlo. Podría haberse casado con una
muchacha así. Si se hubiera quedado en su pueblo. Ella habría sido harto
apetitosa, con esos pechos exquisitos. Probablemente una aventura. Esa manera
quisquillosa de mover el trasero en la silla de la cocina, la boca fruncida, un
aire de amenaza levemente deliberado: eso era lo que quedaba de la vulgaridad
más o menos inocente de una novia de pueblo.
En el momento de elegir a
Aubrey, ella habría tenido ciertas esperanzas. Su buena planta, su empleo de
vendedor, sus expectativas de acceso. Ella debía de haber creído que le iría
mejor de lo que le fue. Y así solía ocurrir con las personas prácticas. Pese a
los cálculos, pese al instinto de supervivencia, podría no llegar tan alto como
habían esperado no sin razón. Claro que era injusto.
Lo primero que vio en la
cocina fue el parpadeo de la luz del contestador automático. Pensó lo mismo que
entonces pensaba siempre. Fiona.
Apretó el botón antes de
quitarse el abrigo.
—Hola Grant. Espero no
haberme equivocado de número. Se me ha ocurrido algo. El sábado por la noche
hay un baile en la Legión. Se supone que es para solteros y como yo estoy en la
organización de la cena puedo llevar a un invitado gratis. Así que me pregunté
si te interesaría. Cuando tengas un momento llámame.
Una voz de mujer dio un
número local. Luego hubo un bip y empezó a hablar la misma voz.
—Acabo de caer en que no
te dije quién era. Bueno, puede que haya reconocido la voz. Soy Marian. Todavía
no me he acostumbrado a estos aparatos. Quería decirte que ya sé que no está
soltero y no se trata de eso. Yo tampoco, pero a nadie le hace daño salir de
vez en cuando. Bien, pues ya que lo he dicho ojalá esté hablándote a ti. Lagos
parecía la tuya. Si te interesa llámame y si no no te preocupes. Sólo pensé que
a lo mejor de apetecía salir. Soy Marian. Creo que ya lo he dicho. Vale,
entonces. Adiós.
En el aparato, la voz
sonaba distinta de la que había oído un rato antes en su casa. Apenas distinta
en el primer mensaje, más en el segundo. Había un temblor nervioso, una
indiferencia forzada, prisa por terminar y reticencia a ceder.
Algo le había pasado. Pero
¿cuándo? Si había sido de inmediato, se las había arreglado muy bien para
disimularlo mientras estaban juntos. Más probable era que hubiese ocurrido poco
a poco, después de marcharse él. No necesariamente como una atracción
repentina. Sólo la conciencia de que él era una posibilidad, un hombre
disponible. Más o menos disponible. Una posibilidad a la que ella bien podía
atender.
Pero dar el primer paso
la había puesto nerviosa. Se había expuesto. Cuánto de ella había expuesto era
difícil de saber todavía. Por lo general, la vulnerabilidad de las mujeres
crecía con el tiempo, a medida que las cosas avanzaban. Al comienzo sólo podía
decirse que, si ahora atisbaba, después se haría mayor.
¿Por qué negar que lo
satisfacía haber provocado eso? Haberle despertado una especie de cabrilleo, un
breve pero en la superficie su personalidad. Oírle ese tenue reclamo en las
vocales amplias, irritadas.
Sacó huevos y champiñones
para hacerse una tortilla. Luego pensó que bien podía prepararse una copa.
Todo era posible. ¿Sería
verdad? ¿Era todo posible? Si quería, por ejemplo, ¿sería capaz de doblegarla,
persuadirla para que aceptase llevar a Aubrey a Fiona? Y no de visita, sino por
lo que a Aubrey le quedara de vida. ¿Hasta dónde podía conducirlos ese temblor?
¿Hasta un vuelco, en hasta la caída de las defensas de ella? ¿Hasta la
felicidad de Fiona?
Sería un reto. En un reto
y una proeza encomiable. También un chiste que nunca podría revelar nadie: que
portándose mal le estaría haciendo un bien a Fiona.
Pero en realidad no podía
ni pensarlo. Si lo pensaba, tendría que imaginar que sería de Marian y él una
vez que hubieran dejado a Aubrey con Fiona. No daría resultado... A menos que
encontrar en la robusta carne de ella el hueso del interés inocente lo
satisfaciera más de lo que prevía.
En esos asuntos nunca se
sabía. Se podía imaginar, pero no estar seguro.
Ahora ella estaría su
casa, sentada, esperando a que la llamara. O bien no sentada. Ocupada para
distraerse. Parecía de esas mujeres que siempre están ocupadas. Sin duda, la
casa mostraba los beneficios de la atención incesante. Y estaba Aubrey: había
que cuidarlo como siempre. Le habría dado la cena temprano; seguro que le
ajustaba las comidas al horario de Lago del Prado para acostarlo y librarse
pronto de la rutina cotidiana. (¿Qué queharía con él la noche del baile? ¿Lo
dejaría solo o llamaría una enfermera? ¿Le diría a adónde iba? ¿Le presentaría
en para su acompañante? ¿Pagaría el acompañante la enfermera?)
Debía de haberle dado la
cena mientras él compraba los champiñones y volvía a casa. Ahora lo estaría
preparando para la cama. Pero en ningún momento dejaría de estar atenta al
teléfono, al silencio del teléfono. Tal vez hubiera calculado cuánto le
llevaría a Grant volver a su casa. El listín le habría dado una idea de dónde
vivía. Habría calculado la distancia y añadido el tiempo de una posible compra
para la cena (figurándose que un hombre sólo debía de comprar cada día). Luego
un rato más hasta que recogiera los mensajes. Y como el silencio se alargaba,
ahora pensaría en otras cosas. Diversos recados. Tal vez una cena fuera, un
encuentro que le impediría llegar hasta más tarde.
Se quedaría en pie,
limpiando los armarios de la cocina, mirando la tele, debatiendo consigo misma
si aún había una posibilidad.
Qué presunción la suya.
Por encima de todo era una mujer sensata. Se iría a la cama a la hora de
siempre pensando que a fin de cuentas que él no tenía aspecto de gran bailarín.
Demasiado rígido, demasiado profesional.
Grant permaneció junto a
teléfono, hojeando revistas, pero cuando volvió a sonar no lo cogió.
—Grant. Soy Marian.
Estaban en el sótano metiendo ropa en la lavadora y oí el teléfono, y cuando
llegué arriba habían colgado. Entonces pensé que debía aclararte que estoy
aquí. Sino eras tú y si estás en casa. Porque, como evidentemente no tengo
contestador, no podía dejar un mensaje. Bien, eso quería. Que los supieras.
Adiós.
Era las diez y
veinticinco.
Adiós.
Le diría que acababa de
llegar. No tenía sentido que se lo pintara allí sentado, sopesando los pros y los
contras.
Colgaduras. Esa palabra
usaría ella para las cortinas azules: colgaduras. ¿Y por qué no? Recordó las
galletas de jengibre, tan perfectamente redondas que había que aclarar que eran
caseras, la jarras de café en el árbol de cerámica. Un alfombrilla de plástico,
estaba seguro, para proteger la moqueta del vestíbulo. Una exactitud reluciente
y un sentido práctico que la madre de él no había alcanzado nunca pero habría
admirado... ¿Por eso se permitía sentir esa puntada de afecto extraño y dudoso?
¿O porque había bebido dos copas más?
Muy probablemente el
bronceado avellana de la cara y el cuello —ahora se inclinaba a creer que era
un bronceado— continuaría en la hendidura del busto, que debía de ser profunda,
como de crepé, aromática y caliente. En esa podría pensar mientras marcaba el
número que ya había apuntado. En eso y en la sensualidad práctica de su lengua
de gata. En sus ojos de gema.
Fiona estaba en su habitación pero no en la cama. Se había sentado frente a
la ventana abierta con un vestido apropiado a la estación, aunque extrañamente
corto y colorido. Por la ventana entraba un perfume tibio y narcótico a lilas
en flor y abono de primavera.
Tenía un libro abierto en
el regazo.
Dijo: —Mira qué libro tan
precioso he encontrado. Es sobre Islandia. Quién diría que la gente se deja
libros tan valiosos en las habitaciones. No todos los que se alojan aquí son
honrados. Y me parece que mezclan la ropa. Yo nunca me visto de amarillo.
—Fiona... —dijo él.
—Hace mucho que no
vienes. ¿Ya hemos pagado la cuenta?
—Fiona, te he traído una
sorpresa. ¿Te acuerdas de Aubrey?
Ella lo miró fijamente,
como si ráfagas de viento le azotasen el rostro. El rostro y la cabeza,
desgarrando lo todo.
—Los nombres se me
escapan —admitió con aspereza.
Luego esa expresión se
desvaneció con el laborioso retorno de cierta gracia humorística. Con mucho
cuidado, ella dejó el libro, se puso de pie y alzó los brazos para estrecharlo.
Su piel o su aliento despedían un tenue olor nuevo, un olor, le pareció a él,
de tallos cortados que han estado demasiado tiempo en altura.
—Qué alegría verte
—exclamó ella, y le tiró de las orejas—. Podrías haberte marchado. Haberte
marchado sin el menor reparo en abandonarme. Abandonarme. Abandonada.
El mantuvo la cara
apretada contra el pelo blanco, la coronilla rosa, la dulce curva del cráneo.
Ni en sueños, dijo.
Alice Munro
Odio, amistad,
noviazgo, amor, matrimonio
RBA libros,
Barcelona, 2003, pp. 221-257
ANTOLOGIA DE CUENTO UNIVERSAL
James Joyce / Los muertos
Juan Carlos Onetti / La cara de la desgracia
Patricia Highsmith / La heroína
Federico Fellini / Bianchina
Julio Cortázar / El perseguidor
Ray Bradbury / El que espera
James Joyce / Los muertos
Juan Carlos Onetti / La cara de la desgracia
Patricia Highsmith / La heroína
Federico Fellini / Bianchina
Julio Cortázar / El perseguidor
Ray Bradbury / El que espera
Gabriel García Márquez / Un señor muy viejo con unas alas enormes
Romain Gary / Los pájaros van a morir al Perú
Guy de Maupassant / El collar
Villiers de L'Isle-Adam / La esperanza
Franz Kafka / Ante la ley
Jorge Luis Borges / Las ruinas circulares
W.W. Jacobs / La pata de mono
Raymond Carver / Tres rosas amarillas
Alice Munro / Ver las orejas del lobo
Oscar Wilde / El cumpleaños de la infanta
Milan Kundera / El falso autostop
Jhumpa Lahiri / Una medida temporal
Ernest Hemingway / Las nieves del Kilimanjaro
Juan José Arreola / La migala
Katherine Mansfield / La fiesta en el jardín
Romain Gary / Los pájaros van a morir al Perú
Guy de Maupassant / El collar
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Cuentos de Alice Munro
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ALICE MUNRO / RADICALES LIBRES
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DRAGON
ALICE MUNRO / THE ART OF FICTION
LISA DICKLER / AN INTERVIEW WITH ALICE MUNRO / 2006
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DOUGLAS GIBSON / AN APPRECIATION OF ALICE MUNRO
MICHAEL CUNNINGHAM / AN APPRECIATION OF ALICE MUNRO
VIRGINIA BARBER / AN APPRECIATION OF ALICE MUNRO
ALICE MUNRO / FRIEND OF MY YOUTH
TOP 10 THINGS YOU NEED TO KNOW ABOUT ALICE MUNRO
ALICE MUNRO / AN APPRECIATION BY MARGARET ATWOOD / THE GUARDIAN
ALICE MUNRO / MASTER OF THE INTRICACIES OF HUMAN HEART
ALICE MUNRO / DEAR LIFE
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