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lunes, 5 de marzo de 2012

Jerzy Kosinski / Así el mundo empezaría y moriría conmigo


Jerzy Kosinski


BIOGRAFÍA

ASÍ EL MUNDO EMPEZARÍA
Y MORIRÍA CONMIGO


Recorrí los barrios donde vivían rodeados de fetidez y enfermedad. No tenían nada que poseer ni de lo que enorgullecerse. Sólo los unía el tono de su piel… y yo los envidiaba.
           Deambulé por las calles bajo el calor del agobiante día y escudriñé dentro de habitaciones llenas de niños chillones y colchones putrefactos amontonados en el suelo, viejos y enfermos tendidos exánimes en sus camas, o encorvados en sus sillones. En los callejones sin salida, observé a niñas en grupo, riéndose. Miré a los niños vocingleros que jugaban a la pelota en los descampados, vi a los paralíticos y los drogados tirados por las aceras, obstáculos vivientes para los ciegos y los retrasados. Observé a los niños mugrientos estampando botellas de cristal contra cubos de basura que nunca se vaciaban, persiguiendo gatos y perros y persiguiéndose entre ellos alrededor de coches abandonados a los que insistentes ladronzuelos habían despojado de todo objeto de valor y hasta del último jirón de caucho y tela.
          Yo envidiaba a quienes vivían allí y parecían tan libres, sin nada que lamentar y sin nada que esperar. En el mundo de las partidas de nacimiento, los reconocimientos médicos, las tarjetas perforadas y los ordenadores, en el mundo de los listines telefónicos, los pasaportes, las cuentas bancarias, los seguros de enfermedad, las tarjetas de crédito, las pensiones, las hipotecas y los préstamos, vivían sin ataduras, cada uno consciente solo de sí mismo.
          Si por arte de magia yo pudiera hablar su idioma y cambiar el color de mi piel, la forma de mi cráneo y la textura de mi pelo, me transformaría en uno de ellos. Así apartaría de mí la imagen de lo que en otro tiempo fui y lo que podía llegar a ser, apartaría el miedo a la ley que había aprendido, la idea de lo que significa el trabajo, el rasero del éxito; expulsaría el sueño de la posesión, de las cosas en propiedad, de las cosas usadas y consumidas, y los símbolos de la propiedad: las credenciales, los diplomas, las escrituras. Este cambio no me daría más opción que permanecer vivo.
         Así el mundo empezaría y moriría conmigo. Vería la ciudad como un mutante entre las maravillas del mundo, contaminando el aire con sus chimeneas, envenenando la tierra con sus raíces, indisponiendo a un hombre contra otro y estrangulándolos a los dos en su desesperada competición con sus tentáculos. Trazaría un plano de las calles y los túneles y los puentes de la ciudad, sus metros y canales, sus barrios adornados con casas bonitas llenas de objetos de valor inestimable, raras bibliotecas y magníficas habitaciones, sus ingeniosas redes de cañerías y cables bajo las calles, sus departamentos de policía y sus centros de comunicaciones, sus hospitales, iglesias y templos, sus edificios administrativos, abarrotados de ordenadores, teléfonos y oficinistas serviles, todos saturados de trabajo. Libraría una guerra contra esta ciudad como si fuera un organismo vivo.
           Daría la bienvenida a la noche, hermana de mi piel, prima de mi sombra, y le pediría que me diera cobijo y me ayudara en mi batalla. Levantaría las tapas de acero de las cloacas y echaría explosivos en los pozos negros. Después huiría y me ocultaría, esperando el trueno que atraparía en los cables mudos de teléfono millones de palabras no oídas, que oscurecería las habitaciones llenas de luz blanca y personas temerosas”.
           Esperaría la tempestad de la medianoche que azota las calles y hace borrosos todos los contornos y usaría mi cuchillo contra la espalda de un conserje que bosteza en su uniforme con alamares de oro y lo obligaría a guiarme escaleras arriba, donde le hundiría el cuchillo en el cuerpo. Visitaría al rico y al cómodo y al negligente y sofocaría sus últimos gemidos con sus ornamentadas cortinas, sus viejos tapices y sus inestimables alfombras. Sus cadáveres, sujetos al suelo por estatuas rotas, serán contemplados por retratos de familia rasgados a cuchilladas.
          Luego, correría a las carreteras y autopistas que avanzan hacia la ciudad. Llevaría conmigo bolsas de clavos doblados para vaciarlos sobre el asfalto. Esperaría el alba para ver automóviles, camiones y autobuses que se acercaran a gran velocidad y para oír reventar sus neumáticos, rechinar sus ruedas, atronar sus cuerpos de acero… debilitados repentinamente al golpearse unos contra los otros como vasos de vino arrojados de la mesas.
          Y, por la mañana, me dormiría, sonriendo ante el día, el hermano de mi enemigo.


Jerzy Kosinski
Pasos
Buenos Aires, Losada, 1969



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