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jueves, 4 de enero de 2024

Haruki Murakami / Un órgano independiente



Haruki Murakami

Un órgano independiente 


    Existe una clase de personas que, debido a una excesiva despreocupación, a sus pocos desvelos, se ven obligadas a llevar una vida sorprendentemente artificiosa. No hay muchas, pero a veces, cuando menos se lo espera, uno se topa con una de ellas. El doctor Tokai pertenecía a esa clase de personas.
    Para poder ser fieles a sí mismas (por decirlo así) en el mundo torcido y complejo que las rodea, estas personas necesitan entregarse a una serie de operaciones de ajuste, aunque, por lo general, ellas mismas ni siquiera se dan cuenta de las penosas artimañas a las que tienen que recurrir para sobrevivir. Están convencidas de que viven de un modo totalmente natural y honesto, sin trampas ni máscaras. Y cuando, por algún capricho del destino, un rayo de luz especial procedente de alguna parte se filtra e incide sobre lo artificial o lo antinatural de su comportamiento, la situación adopta a veces un cariz trágico y, otras, cómico. Por supuesto, también existen numerosas personas afortunadas (no puede expresarse de otra manera) que mueren sin llegar a ver esa luz o que, pese a verla, no les afecta.
    A continuación quisiera describir a grandes rasgos lo que en un principio tuve la oportunidad de conocer de este personaje llamado Tokai. La mayor parte de la información me llegó directamente de sus labios, aunque también procede de algunas anécdotas que me contó alguna de las personas —dignas de confianza— con quien él se rodeaba. Incluiré, además, ciertas elucubraciones personales, del estilo «Esto es lo que debió de ocurrir», derivadas de palabras y actos muy característicos de él. Elucubraciones a modo de una blanda masilla que rellena los intersticios entre un hecho y otro. Lo que quiero decir, en definitiva, es que no se trata de un retrato elaborado sólo mediante datos puramente objetivos. Por eso, como autor, no recomiendo a los preciados lectores que utilicen lo aquí afirmado en calidad de prueba fehaciente en un proceso judicial o de documento acreditativo en una transacción comercial (ignoro por completo de qué clase de transacción podría tratarse).
    Sin embargo, si fuesen tan amables de retroceder (comprueben antes que no haya un precipicio a sus espaldas) y observar el retrato con la distancia necesaria, seguramente se darán cuenta de que la sutil veracidad de los detalles no es una cuestión demasiado importante. Y la propia personalidad del doctor Tokai emergerá diáfana y en todas sus dimensiones; al menos, eso es lo que el autor espera. En suma, él era, ¿cómo decirlo?, una persona cuya personalidad no se prestaba a malentendidos.
    No pretendo decir que fuese un hombre simple y predecible. Al menos, en parte, era una persona compleja, enrevesada, cuya naturaleza no era fácil de penetrar. Yo, desde luego, jamás he sabido qué clase de tinieblas ocultaba aquella mente, con qué pecado cargaba a cuestas. No obstante, creo poder afirmar que fue relativamente sencillo trazar una imagen global de esta persona, dada la constancia en su modo de proceder. Tal vez resulte osada, pero ésa fue la impresión que a mí, como literato profesional, me produjo en aquel entonces.
    Tokai, con cincuenta y dos años, nunca se había casado. Tampoco había tenido experiencias en el concubinato. Vivía solo en un apartamento de dos dormitorios en la sexta planta de un elegante edificio situado en el lujoso barrio de Azabu. Podría definírsele como un solterón empedernido. Cocinaba, hacía la colada, planchaba, limpiaba y, en general, llevaba a cabo todas las tareas domésticas sin problemas, y dos veces al mes confiaba en los servicios de una empresa de limpieza profesional. Siempre había sido amigo de la pulcritud y no le amargaban los trabajos del hogar. Si la ocasión lo requería, también sabía preparar cócteles deliciosos y podía cocinar cualquier plato, desde un nikujaga [16] hasta un suzuki [17] en papillote (como suele ocurrir con la mayoría de esta clase de personas, básicamente todo lo que preparan está bueno, pues no escatiman en gastos a la hora de comprar la materia prima). Prácticamente jamás se había sentido incómodo por el hecho de no tener a una mujer a su lado, ni se aburría, ni se entristecía por tener que dormir solo. Al menos hasta cierta ocasión, cabe decir.
    Era cirujano plástico de profesión. Dirigía la Clínica de Cirugía Estética Tokai, en Roppongi. La heredó de su padre, que ejercía el mismo oficio. Como es evidente, tenía muchas oportunidades de conocer a mujeres. No puede decirse que fuera guapísimo, pero sus facciones eran bonitas (jamás había pensado en someterse él mismo a una operación de estética), la clínica iba viento en popa y al final del año se embolsaba una importante suma. Procedía de una buena familia y era de modales refinados, culto y buen conversador. Todavía conservaba el cabello (pese a que habían empezado a acentuársele las canas) y, aunque hubiera acumulado aquí yallá un poco de grasa de más, se aplicaba con entusiasmo en el gimnasio para mantener en la medida de lo posible el físico que tenía de joven. De modo que, a pesar de que esta franca afirmación pueda suscitar cierta aversión por parte de mucha gente, nunca le habían faltado mujeres con quienes relacionarse.

    Por algún motivo, Tokai jamás, ni siquiera de joven, había deseado casarse y formar un hogar. Tenía la extraña convicción de que no estaba hecho para la vida conyugal. Así que siempre había procurado evitar a las mujeres que buscaban una relación con la idea de contraer matrimonio, por muy atractivas que fuesen. En consecuencia, cuando elegía una amante se limitaba por lo general a mujeres casadas o a mujeres que ya habían encontrado al «amor de su vida». Mientras mantuviera esas coordenadas, nunca se daría la circunstancia de que su pareja anhelase casarse con él. En otros términos más fáciles de entender: Tokai era siempre para ellas un mero «amante número dos», un práctico «novio para los días de lluvia» o una conveniente «pareja con quien cometer una infidelidad». Y, a decir verdad, esas relaciones eran precisamente las que mejor se le daban y con las que más a gusto se sentía. Cualquier otra relación de pareja en que, por ejemplo, se le exigiera al otro cargar con alguna responsabilidad, fuera cual fuese, siempre le causaba cierta incomodidad.
    Nunca le había afligido que dichas mujeres se acostasen con otros y no sólo con él. Al fin y al cabo, un cuerpo no es más que un cuerpo. Tokai (principalmente desde su condición de médico) así lo creía, y ellas (principalmente desde su condición de mujer), en general, así lo creían también. A Tokai le bastaba con que pensasen solamente en él cuando estaban con él. Qué pensaban o qué hacían el resto del tiempo era un asunto personal y exclusivo de ellas que a Tokai no le incumbía. Nada más lejos de su intención que inmiscuirse.
    Para Tokai compartir una comida, tomar una copa de vino o disfrutar de una conversación con estas mujeres era en sí mismo ya un placer. El sexo no constituía sino otra diversión más, que se prolongaba en la misma línea, y no un objetivo en sí. Antes que nada, lo que buscaba era una relación en el plano intelectual con las mujeres. Lo que viniese después ya era otro asunto. Y eso hacía que ellas se sintieran atraídas de forma natural por él, que disfrutasen del tiempo que pasaban juntos sin reservas y que, como resultado, aceptasen a Tokai con agrado. No deja de ser una apreciación personal, pero me parece que gran parte de las mujeres del planeta (sobre todo, las atractivas) está hasta la coronilla de hombres ávidos de sexo.
    A veces se lamentaba de no haber hecho un recuento de las mujeres con quienes había mantenido esa clase de relaciones durante más o menos los últimos treinta años. Pero nunca le habían interesado las cantidades. Él sólo buscaba la calidad. Tampoco era demasiado exigente con el físico de sus parejas. Bastaba con que no tuviesen ningún defecto grave que despertara su interés profesional y que no fuesen tan aburridas como para ponerse a bostezar sólo con mirarlas. El físico de una persona puede cambiarse prácticamente por completo, siempre que uno quiera y disponga de suficiente dinero (como especialista en aquel ámbito, conocía un número sorprendente de casos). Más que eso, valoraba que fuesen despiertas, inteligentes y que tuviesen sentido del humor. Las mujeres de conversación pobre, o las que carecieran de opinión, por muy extraordinario que fuese su aspecto físico, lo desazonaban profundamente. Ninguna técnica quirúrgica podía mejorar la capacidad intelectual. Disfrutar de una conversación durante una comida con una mujer encantadora e inteligente, entablar una animada charla mientras se acariciaban metidos en la cama… Tokai atesoraba esos momentos como lo más preciado de la vida.
    Jamás había tenido que superar ningún problema importante en las relaciones con las mujeres. Los empalagosos conflictos emocionales no eran de su agrado. Cuando, por alguna circunstancia, esa funesta nube negra asomaba por el horizonte, él se retiraba hábil e inteligentemente sin atizar el fuego ni herir, en la medida de lo posible, a la mujer en cuestión. Con la misma rapidez y naturalidad con que una sombra se funde con el crepúsculo a medida que éste avanza. Como soltero veterano que era, dominaba la técnica.
    La ruptura con sus amantes se producía casi de forma regular. La mayoría de las solteras que ya tenían novio, llegado el momento, le anunciaban: «Lo siento mucho, pero ya no podré volver a verte. Dentro de poco nos casamos». Eran muchas las que decidían casarse justo antes de cumplir los treinta o los cuarenta. Como los calendarios, que se venden bien a finales de año. Tokai siempre reaccionaba a esos anuncios con serenidad y una sonrisa empañada por su exacta dosis de tristeza. Lo lamentaba, pero se resignaba. Aunque no estuviese hecha para él, la institución del matrimonio era, a su manera, sagrada. Debía respetarla.
    En tales ocasiones, les compraba costosos regalos de boda y las felicitaba: «Enhorabuena. Ojalá seas muy feliz. Te lo mereces, porque eres una mujer inteligente, bella y encantadora». Y era honesto con sus sentimientos. Ellas (quizá), por pura simpatía, le habían ofrecido momentos magníficos y una valiosa parte de sus vidas. Sólo por eso ya tenía que estarles agradecido de corazón. ¿Qué más podía pedir?
    Sin embargo, alrededor de un tercio de las mujeres que contraían felizmente el sagrado matrimonio lo llamaban de nuevo por teléfono al cabo de unos años. Y lo invitaban con voz jovial: «Escucha, Tokai, si te apetece, ¿por qué no volvemos a salir por ahí?». Entonces reanudaban una agradable aunque poco sagrada relación. Así tenía lugar el tránsito de una relación entre solteros despreocupados a otra un poco complicada (pero, con todo, dichosa)entre un soltero y una mujer casada. Aunque en realidad lo que hacían seguía siendo prácticamente lo mismo; sólo aumentaba un poco el nivel de artificiosidad. De esas mujeres a las que dejaba de ver porque se habían casado, dos tercios no volvían a ponerse en contacto con él. Seguramente llevaban una tranquila y satisfactoria vida matrimonial. Sin duda se habrían convertido en excelentes amas de casa y habrían tenido varios niños. Los maravillosos pezones que una vez había acariciado con suavidad, ahora debían de amamantar a un bebé. Aun así, Tokai se alegraba de ello.



    Casi todos sus amigos estaban casados. También tenían hijos. Tokai había estado varias veces en sus casas, pero jamás había sentido envidia. De niños todavía eran encantadores, a su manera, pero al llegar a secundaria y al instituto, odiaban a los adultos casi sin excepción, se volvían agresivos, se metían en líos a modo de desquite y mortificaban despiadadamente los nervios y el aparato digestivo de sus padres. Por otra parte, los progenitores sólo tenían en mente que los niños accediesen a colegios de élite, siempre andaban irritados por las notas, y las discusiones matrimoniales en que se culpaban de todo mutuamente se eternizaban. En casa, los niños apenas abrían la boca, se encerraban en sus habitaciones, donde o bien chateaban interminablemente con sus compañeros de clase, o bien se enganchaban a algún juego pornográfico inclasificable. Fuera como fuese, Tokai jamás había deseado tener unos hijos así. Aunque todos sus amigos intentasen convencerlo al unísono: «Digas lo que digas, los hijos son una bendición», aquel reclamo no le resultaba nada creíble. Seguramente querían hacerle cargar a él con el peso que ellos llevaban. Creían que todos los seres humanos tenían la obligación de pasar por un calvario idéntico al que vivían ellos.
    Yo mismo me casé, siendo aún joven, y desde entonces he llevado una vida matrimonial ininterrumpida, pero da la casualidad de que no tengo hijos y que, por lo tanto, entiendo en cierta medida su punto de vista (aunque perciba en él un leve prejuicio esquemático y una exageración retórica). Incluso creo que casi tiene razón. Por supuesto, no todos los casos son tan trágicos. En este ancho mundo, existen también —por lo general con la misma frecuencia que un hat-trick en un partido de fútbol— hogares bonitos y felices en que padres e hijos mantienen una buena relación de principio a fin. Pero si me preguntasen si yo habría llegado a pertenecer a esa minoría de padres felices, no estaría nada seguro, y tampoco me parece, en absoluto, que Tokai fuera capaz de convertirse en un padrazo.
    Si tuviera que expresarlo en una palabra sin temor a ser malinterpretado, diría que Tokai era una persona «sociable». En él no se detectaba, al menos en apariencia, nada que pudiese afectar a la estabilidad de su temperamento, como tener mal perder, complejos de inferioridad, envidia, prejuicios excesivos, orgullo, obcecación por menudencias, una sensibilidad demasiado acusada o férreas convicciones políticas. La gente que lo rodeaba admiraba su personalidad campechana sin facetas ocultas, lo educado que era y su actitud alegre y positiva. Y esas virtudes de Tokai funcionaban con mayor eficacia y concentración en las mujeres —que representan más o menos la mitad de la humanidad—. Las sutiles atenciones y miramientos que les profesaba eran imprescindibles en un profesional como él, pero, en su caso, no eran técnicas que hubiera adquirido a posteriori, urgido por la necesidad, sino una cualidad natural e innata. Igual que tener una voz bonita o dedos largos. Ése era el motivo (al que, desde luego, debemos añadir su gran destreza como cirujano) de que prosperara la clínica que dirigía. Siempre tenía numerosas pacientes, pese a que el negocio no se anunciaba en las revistas ni en ningún otro sitio.
    Como seguramente los lectores sabrán, entre las personas «sociables» a menudo uno se topa con seres mediocres y aburridos, desprovistos de toda profundidad. Pero ése no era el caso del cirujano. Yo siempre disfrutaba de la hora que pasaba con él los fines de semana tomándonos una cerveza. Tokai era un buen conversador al que no se le agotaban los temas. Su sentido del humor era práctico y directo, sin alusiones complicadas. Solía contarme anécdotas divertidas sobre la cirugía estética (mientras no infringiesen, por supuesto, el secreto médico debido) y revelarme numerosos datos interesantes sobre las mujeres. Pero la charla jamás derivaba hacia lo chabacano. Siempre hablaba de las mujeres con cariño y respeto y procuraba no dar información relacionada con la persona en particular.
    —Un caballero es aquel que no habla demasiado de los impuestos que paga ni de la mujer con quien se acuesta —me dijo un buen día.
    —¿De quién es esa frase? —le pregunté.
    —Mía —repuso Tokai sin cambiar de expresión—. Eso sí, de los impuestos a veces uno tiene que hablar con su asesor fiscal.



    Para Tokai, tener al mismo tiempo dos o tres «novias» era algo normal. Puesto que ellas tenían a sus maridos o a sus parejas, daban prioridad a esa parte de sus obligaciones y, como es lógico, el tiempo que le dedicaban a él era reducido. Por eso mismo a Tokai le parecía muy natural, y nada desleal, tener varias amantes a la vez. Aunque, claro, a ellas se lo ocultaba. Su postura consistía en mentir lo menos posible sin revelar más información de la necesaria.
    En la clínica que dirigía, trabajaba desde hacía muchos años un eficiente secretario que, como un diestro controlador aéreo en un aeropuerto, era quien organizaba su complicada agenda. Además del programa de trabajo, muy pronto sus tareas habían empezado a incluir la gestión de la agenda privada after hours del cirujano con sus amantes. Estaba al día de todos los detalles de la animada vida privada de Tokai y desempeñaba sus funciones de manera muy profesional, sin abrir la boca más de lo necesario ni poner gesto de asombro ante tamaño ajetreo. Gestionaba con habilidad el trasiego para que las citas amorosas no se acumulasen. Aunque dicho así suene increíble, casi se sabía hasta los ciclos menstruales de cada una de las mujeres con quien el cirujano salía. Cuando éste se marchaba de viaje con una de ellas, el secretario se encargaba de conseguir los billetes de tren y hacer las reservas del ryokan [18] o del hotel en cuestión. Si no fuera por aquel competente secretario, sin duda la maravillosa vida personal de Tokai no habría discurrido con tal esplendor. En señal de agradecimiento, cada vez que tenía oportunidad Tokai hacía un regalo a su apuesto secretario (que era gay, por supuesto).
    Afortunadamente, aún no le había ocurrido nunca que el marido o la pareja de una de sus novias se enterase de sus relaciones y se montase un drama, o que Tokai se viera en una situación comprometida. Hombre precavido por naturaleza, a ellas les aconsejaba ser lo más prudentes posible. Sus consejos podían resumirse en tres puntos básicos: no meter la pata debido a las prisas, no seguir siempre las mismas rutinas y, cuando hubiera que mentir, contar mentiras lo más sencillas que se pudiera (respecto a las mujeres en general, eso era como enseñar a volar a una gaviota, pero por si acaso).
    Dicho lo cual, tampoco es cierto que nunca tuviera contratiempos ni problemas. Tras haber mantenido este tipo de relaciones tan artificiosas con tantas mujeres durante tantos años, era imposible que no hubiera surgido ninguna dificultad. Incluso al mono le llega el día en que falla y no logra aferrarse a la rama. [19] Además, entre sus amantes había habido una, poco cautelosa, cuya desconfiada pareja había telefoneado a su despacho para preguntar sobre la vida privada y el código ético del cirujano (preguntas a las que el competente secretario había respondido con suma habilidad). En otra ocasión, hubo una mujer casada que se metió tan de lleno en la relación con él que acabó con el juicio levemente turbado. El marido resultó ser un luchador de artes marciales bastante conocido. Pero aquello tampoco llegó a mayores. No sufrió ninguna desgracia, como, por ejemplo, que le rompiesen la clavícula.
    —¿No será simplemente que tuvo buena suerte? —dije yo.
    —Quizá —respondió Tokai, y se rió—, es posible, sí. Pero eso no lo es todo. No puede decirse que yo sea una persona inteligente, pero para estas cosas tengo más tacto del que cabría esperar.
    —Ah, tacto —dije.
    —No sé cómo explicarlo… Es como si en los momentos críticos se me activara el ingenio… —balbuceó Tokai. Parecía que no se le ocurría ningún ejemplo concreto. O quizá se resistiese a comentarlo.
    —Hablando de tacto —tercié yo entonces—, acabo de recordar una escena de una vieja película de François Truffaut. La chica le dice al chico: «En el mundo hay gente educada y gente con tacto. Ambas son buenas cualidades, desde luego, pero en la mayoría de los casos el tacto supera a la educación». ¿No habrá visto por casualidad esa película?
    —No, creo que no.
    —Ella lo explica con un ejemplo: un hombre, al abrir una puerta, se encuentra con una mujer a medio vestir. Una persona educada diría: «Pardon, madame» y cerraría la puerta de inmediato. En cambio, la persona con tacto diría: «Pardon, monsieur» y cerraría la puerta de inmediato.
    —Ajá —dijo admirado Tokai—. Es un ejemplo muy interesante. Entiendo perfectamente a qué se refiere. Yo mismo me he visto en tal situación en varias ocasiones.
    —¿Y fue capaz de superarlas gracias al tacto?
    Tokai puso cara de circunstancias.
    —Pero no quiero sobrestimarme. En el fondo, está claro que la suerte me ha bendecido. Tan sólo soy un hombre educado con suerte. Puede que sea más razonable pensar así.
    Sea como fuere, esa vida bendecida por la suerte duró alrededor de treinta años. Un largo periodo. Y un buen día, quién iba a imaginárselo, se enamoró perdidamente. Como un astuto zorro que por descuido cae en una trampa.




    La mujer de la que se enamoró era dieciséis años más joven que él y estaba casada. Su marido, dos años mayor que ella, trabajaba para una empresa informática de capital extranjero. Tenían una hija, una niña de cinco años. Tokai y ella llevaban año y medio viéndose.
    —Señor Tanimura, ¿ha tomado usted alguna vez la decisión de no permitir que alguien llegue a gustarle demasiado? ¿Y, además, se ha esforzado por no permitirlo? —me preguntó Tokai en cierta ocasión. Creo que era a comienzos de verano. Hacía más de un año que nos conocíamos.
    Le contesté que creía que nunca me había ocurrido.
    —A mí tampoco. Pero ahora sí —dijo Tokai.
    —¿Y dice que está haciendo un esfuerzo para que alguien no le guste demasiado?
    —Exactamente. Justo ahora, en este preciso momento, estoy haciendo ese esfuerzo.
    —¿Y por qué?
    —Por un motivo muy sencillo: cuando alguien te gusta demasiado, lo pasas mal. Sufres. Como no creo que mi corazón sea capaz de soportar tal peso, me esfuerzo todo lo posible para que no me guste.
    Parecía hablar en serio. En su expresión no se percibía ni un atisbo de su habitual humor.
    —Concretamente, ¿cómo se esfuerza? —le pregunté—. Quiero decir, ¿cómo consigue que no le guste demasiado?
    —De distintas maneras. Pero, básicamente, procuro pensar en los defectos. Le saco todos los que se me ocurren, o más bien aspectos que no me agradan demasiado, y hago una lista. Luego los repito una y otra vez mentalmente, como si recitara mantras, y me convenzo de que no debo enamorarme más de la cuenta.
    —¿Funciona?
    —No, no mucho —admitió Tokai negando con la cabeza—. En primer lugar, apenas se me ocurren cosas negativas de ella. Además, la verdad es que incluso me siento muy atraído por esas partes negativas. En segundo lugar, mi corazón se ha vuelto incapaz hasta de juzgarqué es «más de la cuenta» y qué no. No consigo ver la línea divisoria. Es la primera vez en mi vida que me siento tan desorientado.
    Yo le pregunté si, pese a haber salido con tantas mujeres, nunca había experimentado semejante turbación.
    —Es la primera vez —afirmó el cirujano. Seguidamente, rebuscó en el fondo de su memoria hasta dar con un viejo recuerdo—. Ahora que lo pienso, sí, cuando iba al instituto viví algo semejante, aunque fue breve. Era como si, al pensar en otra persona, sintiese punzadas en el pecho y fuese prácticamente incapaz de pensar en nada más… Pero aquello fue una especie de amor no correspondido sin ningún futuro. Lo de ahora es completamente distinto. Ya soy un adulto hecho y derecho e incluso mantengo relaciones sexuales con ella. Y, a pesar de todo, estoy desconcertado. Tengo la impresión de que si sigo pensando en ella, hasta el funcionamiento de mis órganos acabará por alterarse. Sobre todo los de los aparatos digestivo y respiratorio.
    Tokai guardó silencio un rato, como para cerciorarse del estado de sus sistemas digestivo y respiratorio.
    —Por lo que me dice, parece que, al tiempo que se esfuerza usted para que no le guste demasiado, desea en todo momento no perderla —aventuré.
    —Sí, en efecto. Desde luego es una contradicción. Una fractura interna. Deseo al mismo tiempo cosas opuestas. Por mucho que me esfuerce, jamás funcionará. No hay solución. Pase lo que pase, no voy a perderla. Si eso ocurriera, acabaría perdiéndome a mí mismo.
    —Pero ella está casada y tiene una hija.
    —Exacto.
    —¿Y qué opina ella de la relación que mantienen?
    Ladeando un poco el cuello, Tokai pareció pensar la respuesta.
    —Sobre qué opina ella de nuestra relación —dijo al cabo— no tengo otra cosa que conjeturas, y las conjeturas sólo me confunden aún más. Lo único que me ha dejado claro es que no tiene intención de divorciarse de su marido. Que está además su hija y no quiere destruir su hogar.
    —Sin embargo, mantiene una relación con usted.
    —Por ahora, quedamos cuando se nos presenta una oportunidad. Pero no sé qué pasará en el futuro. Ella teme que, a la larga, el marido acabe por descubrir lo nuestro, así que no descarto que un día decida dejar de verme. O que el marido se entere y no podamos quedar nunca más. Otra posibilidad es que ella simplemente acabe aburriéndose de mí. Con franqueza, no tengo ni idea de qué sucederá el día de mañana.
    —Y eso es lo que más le aterra.
    —Sí. Cuando me pongo a darle vueltas a esas probabilidades, soy incapaz de pensar en nada más. Ni siquiera me pasa la comida por la garganta.




    El doctor Tokai y yo nos habíamos conocido en un gimnasio que hay cerca de mi casa. Él siempre aparecía con su raqueta de squash los fines de semana por la mañana, y al final acabamos jugando juntos de vez en cuando. Era el contrincante perfecto para disfrutar con desenfado de un partido, ya que era cortés, estaba en forma y ganar o perder le importaba lo estrictamente necesario. Aunque me llevaba unos pocos años, pertenecíamos prácticamente a la misma generación (estoy hablando de algo que ocurrió hace ya algún tiempo) y como jugadores de squash teníamos un nivel parecido. Sudábamos la gota gorda detrás de la pelota, luego íbamos a una cervecería cercana y nos bebíamos una cerveza. Como suele ocurrir con gente de buena familia que ha recibido una buena educación y jamás ha pasado estrecheces económicas, el doctor Tokai pensaba sobre todo en sí mismo. Y a pesar de ello, como ya he mencionado, podía mantenerse con él una conversación interesante y amena.
    Cuando se enteró de que me ganaba la vida escribiendo, poco a poco Tokai empezó a hablarme también de su vida privada y no sólo de trivialidades. Quizá creyese que la gente que escribe, al igual que los terapeutas o los religiosos, poseen el derecho legítimo (o la obligación) de escuchar las confesiones de los demás. No sólo se le había ocurrido a él; yo ya había tenido la misma experiencia con otras personas. Por otra parte, a mí nunca me ha disgustado escuchar a los demás y, en concreto, las confesiones del cirujano suscitaban en mí, indefectiblemente, cierto interés. Básicamente era una persona capaz de verse a sí misma de un modo honesto, franco y bastante imparcial. Y apenas temía exponer sus puntos débiles a los otros. Cualidades todas de las que carecía la mayoría de la gente.




    —He salido—dijo Tokai—, y en varias ocasiones, con mujeres de facciones más bellas que las de ella, con mujeres con cuerpos más espléndidos, con mejor gusto y con un corte de pelo más bonito que el suyo. Pero todas esas comparaciones carecen de sentido, porque para mí es un ser especial. Podría afirmar incluso que es un ser sintético. Todas las cualidades que posee se concentran y compactan en un solo núcleo. No pueden extraerse una a una y medir o analizar si son inferiores o superiores a las de cualquier otra. Y lo que hay en el núcleo es lo que me atrae tan poderosamente. Como un potente imán. Es algo que sobrepasa la razón.
    El doctor y yo estábamos tomando dos grandes vasos de black and tan, mientras picábamos unas patatas fritas y unos pepinillos.
    —«Comparada con esta cuita tras nuestro encuentro, la aflicción del pasado no vale nada.»
    —Gonchu-nagon Atsutada [20] —dije, sin saber cómo había logrado acordarme.
    —En una clase en la universidad me explicaron que el «encuentro» del poema se refiere a una cita acompañada de relaciones carnales entre un hombre y una mujer. Ese día sólo pensé: «¡Ah! Se trata de eso…», pero a esta edad por fin empiezo a entender, por propia experiencia, los sentimientos del poeta. La honda sensación de pérdida tras haberse encontrado con la mujer amada, haberse unido a su cuerpo y haberle dicho adiós. Si lo piensa, ese sentimiento no ha cambiado en miles de años, ¿no cree? Y he cobrado conciencia de que si, hace poco,no hubiera reconocido ese sentimiento como parte de mí, jamás habría alcanzado la madurez como ser humano. Aunque me parece que me he dado cuenta un poco tarde.
    Le dije que no creía que fuese demasiado tarde ni demasiado temprano. Por tarde que fuese, era mucho mejor que si jamás se hubiera dado cuenta.
    —Sin embargo, creo que este tipo de sentimiento es mejor vivirlo mientras se es joven —repuso Tokai—. Así, habría podido producir anticuerpos o algo similar.
    «Dudo que pueda atajarse tan fácilmente», me dije para mis adentros. Conozco a más de una persona que, incapaz de producir anticuerpos, desarrolló en su cuerpo un elemento patógeno maligno en estado latente. Pero no dije nada, pues la conversación se habría alargado.
    —Ha pasado año y medio desde que empecé a verme con ella. Aprovechamos que su marido viaja al extranjero a menudo por motivos laborales para encontrarnos, comer juntos y acostarnos en mi casa. Nuestra relación empezó cuando ella se enteró de que su marido le había engañado con otra. Él le pidió perdón, rompió con la amante y le prometió que nunca más volvería a ocurrir. Pero eso no bastó para aplacar los sentimientos de ella. A fin de recuperar la estabilidad psicológica, por decirlo así, empezó a mantener relaciones sexuales conmigo. Llamarle venganza quizá suene un poco exagerado, pero las mujeres necesitan esa clase de reajuste emocional. Suele ocurrir.
    Yo no estaba seguro de si realmente solía ocurrir, pero seguí escuchando en silencio.
    —En todo este tiempo hemos disfrutado y nos lo hemos pasado muy bien juntos. Conversaciones animadas, secretos íntimos sólo nuestros, largas sesiones de sexo delicado. Creo que hemos compartido bellos momentos. Ella es muy risueña. Se ve que disfruta cuando se ríe. Pero a medida que la relación ha continuado, poco a poco he ido enamorándome cada vez más profundamente; ha llegado un momento en que no puedo dar marcha atrás, y en los últimos tiempos me ha dado por preguntarme a menudo: ¿ qué demonios soy ?
    Como no capté las últimas palabras (o las oí mal), le pedí que me las repitiese.
    —Últimamente pienso a menudo en qué demonios soy —repitió.
    —Es una pregunta difícil —comenté.
    —Lo es, sí. Una pregunta muy difícil —repuso Tokai. Y asintió varias veces, como para reafirmar su dificultad.
    La leve ironía de mi comentario debió de pasarle inadvertida.
    —¿Qué demonios soy? —prosiguió—. Hasta ahora he desempeñado mi trabajo de cirujano plástico sin plantearme preguntas. Me formé en el departamento de cirugía plástica de la Facultad de Medicina, al principio ayudé en el trabajo a mi padre como asistente, pero cuando mi padre empeoró de la vista y se retiró, me hice cargo de la clínica. Modestia aparte, creo que soy buen cirujano. En el campo de la cirugía estética hay de todo, trigo y cizaña, todo es publicidad y pompa, y hay quien a escondidas hace lo que no debe. Pero en nuestra clínica siempre hemos sido honrados y jamás hemos tenido ningún problema grave con nuestros clientes. Como profesional, eso es algo que me enorgullece. Además, tampoco me quejo de mi vida privada. Tengo amigos y, de momento, estoy sano, no sufro achaques. Disfruto de la vida a mi manera. Pero en los últimos tiempos no dejo de preguntarme qué demonios soy. Y bastante seriamente. Si me despojaran de mi carrera y de mis habilidades de cirujano plástico, si perdiese el confortable estilo de vida que llevo y sin mayor explicación me arrojasen al mundo desnudo, ¿qué demonios sería?
    Tokai me miró a los ojos. Como esperando mi reacción.
    —¿Por qué le ha dado de repente por pensar esas cosas? —pregunté.
    —Creo que empecé a pensar en ello a raíz de un libro que leí hace poco sobre los campos de concentración nazis. En él se cuenta la historia de un médico internista que fue enviado a Auschwitz durante la guerra. De pronto, un ciudadano de ascendencia judía que ejercía la medicina por libre en Berlín fue arrestado, junto a su familia, y enviado a un campo de concentración. Hasta entonces había recibido el amor de los suyos, se había ganado el respeto de la gente, sus pacientes confiaban en él y había llevado una vida acomodada en una elegante mansión. Tenía cuatro perros y los fines de semana tocaba, como violonchelista amateur, música de cámara de Schubert y Mendelssohn con sus amigos. Disfrutaba de una existencia plácida y llena de bienestar. Pero, en un giro inesperado de la fortuna, se vio arrojado a un lugar que es un infierno en vida. Allí pasó de ser un acaudalado berlinés y un respetado médico, a ser menos que un ser humano. Lo apartaron de su familia, lo trataron como a un perro y apenas le daban de comer. Dado que el jefe del campo sabía que era un médico de renombre y que en algún momento podría serles de utilidad, día a día iba librándose de morir gaseado, aunque ignoraba qué ocurriría a la mañana siguiente. En un arrebato, cualquier carcelero podía matarlo a golpes con una porra. Al resto de los miembros de su familia seguramente ya los habían matado. —Tokai hizo una breve pausa—. Fue en ese momento cuando pensé: «Si los terribles sucesos vividos por este médico hubieran tenido lugar en otra época y en otro lugar, el suyo podría haber sido mi propio destino. Y si por alguna razón (ignoro cuál), un día, de pronto, me sacasen a rastras de mi vida presente, me arrebataran todos los privilegios y me quedara reducido a un simple número, ¿qué demonios sería?». Cerré el libro y estuve reflexionando. Aparte de mis conocimientos y de mi reputación como cirujano plástico, sólo soy un hombre de cincuenta y dos años, sin ninguna cualidad o habilidad especial. Estoy sano, sí, pero he perdido la fuerza que tenía cuando era joven. No podría soportar largo tiempo un trabajo físico intenso. Si tuviese que nombrar algunos de mis méritos, como mucho podría decir que sé elegir buenosPinot Noir, que conozco unos cuantos restaurantes, locales de sushi y bares en que me tratan a cuerpo de rey, que sé escoger complementos elegantes cuando tengo que hacer un regalo a una mujer y que toco un poco el piano (si la partitura es fácil, puedo interpretarla a primera vista). Pero si me enviaran a Auschwitz, nada de eso me serviría.
    Yo estaba de acuerdo. Saber de Pinot Noir, tocar el piano como aficionado o ser un buen conversador seguramente de nada vale en un lugar así.
    —Permítame que le pregunte algo —prosiguió—: ¿Alguna vez ha pensado usted lo mismo, señor Tanimura? ¿En qué demonios se convertiría si su capacidad para escribir le fuera arrebatada?
    Se lo expliqué: yo partía de considerarme un mero ser humano, nada más, y había iniciado mi actual vida como quien dice «en cueros». Empecé a escribir por azares del destino y, afortunadamente, conseguí ganarme la vida con ello. Pero para reconocer que soy un simple ser humano sin ningún valor o habilidad especiales no necesitaba imaginarme situaciones tan extremas como la de los campos de concentración de Auschwitz.
    Tokai se quedó pensativo. Debía de ser la primera vez que se topaba con alguien que pensara así.
    —Le entiendo. Puede que la vida sea más llevadera de ese modo, ¿no?
    No sin cierto reparo, le indiqué que no sabía hasta qué punto podía afirmarse que fuese llevadero para un don nadie empezar la vida «en cueros».
    —Desde luego —repuso Tokai—. Tiene razón. Empezar una vida desde cero debe de ser bastante duro. En ese aspecto, creo que he tenido más suerte que muchos. Pero duele , en otro sentido distinto, abrigar dudas sobre el valor de la propia existencia después de haber adquirido con los años un estilo de vida y determinado estatus social. Empiezo a pensar que la vida que he llevado hasta ahora ha sido un total desperdicio sin sentido. Cuando era joven, todavía existía la posibilidad de una revolución y podía albergar esperanzas. Pero, con los años, el lastre del pasado lo abruma a uno. No hay segundas oportunidades.
    —¿Así que empezó a pensar seriamente en todo eso tras leer el libro sobre los campos de concentración nazis? —inquirí.
    —Sí, es extraño, pero me impactó en lo más íntimo. A eso hay que añadir que el futuro con ella lo veo borroso, y últimamente sufro una especie de ligera crisis de la mediana edad. Lo único que hago es pensar qué demonios soy. Pero por más que piense, no hallo respuesta. Sólo doy vueltas una y otra vez en torno al mismo punto. Cosas que hasta ahora me procuraban placer, ya no me entretienen. No me apetece hacer ejercicio ni comprar ropa, e incluso me da pereza abrir la tapa del piano. Ni siquiera tengo ganas de comer. Si me quedo quieto, lo único que me viene a la mente es ella. Pienso en ella hasta cuando atiendo a mis clientes en la clínica. Cualquier día se me va a escapar su nombre.
    —¿Con qué frecuencia la ve?
    —Depende. Varía en función de la agenda del marido. Ésa es otra de las cosas que me afligen. Cuando él se encuentra en viaje de negocios por un largo periodo, nos vemos a todas horas. Deja a la niña con los abuelos o contrata a una canguro. Pero cuando el marido está en Japón, pasamos semanas sin vernos. Esos días son bastante amargos. Cuando pienso que quizá ya nunca más volvamos a vernos, y disculpe por la expresión tan trasnochada, siento que se me parte el corazón.
    Yo escuchaba en silencio. Las palabras elegidas eran, ciertamente, un poco manidas, pero no sonaban trasnochadas. Al contrario, tenían un tono realista.
    Aspiró lentamente el aire y luego lo expulsó.
    —Por lo general, siempre he tenido varias amantes a la vez. Quizá se sorprenda, pero en ocasiones he llegado a salir con cuatro o cinco. Si no podía quedar con una, quedaba con otra. Y con total despreocupación. Sin embargo, curiosamente, desde que me siento atraído por ella, el resto de las mujeres ha perdido su encanto. Aunque quede con otra, su imagen no deja de acudir a mi mente. No consigo alejarla. Los síntomas son graves.
    «Los síntomas son graves», pensé. E imaginé a Tokai llamando a una ambulancia por teléfono. «Por favor, envíen una ambulancia urgentemente. Los síntomas son graves. Me cuesta respirar y tengo la sensación de que el corazón se me va a partir…»
    —Un tema preocupante es que cuanto más la conozco —prosiguió el cirujano—, más me gusta. Llevamos un año y medio viéndonos, y ahora estoy mucho más prendado que al principio. Tengo la sensación de que algo tiene presos nuestros corazones. Cuando su corazón se mueve, tira del mío. Como dos barcas atadas por una cuerda. Que no se puede cortar, pues no existe ningún cuchillo capaz de cortarla. Ése es otro sentimiento nuevo para mí. Me angustia pensar en qué demonios me convertiré si esta sensación va a más.
    —Ya veo —dije. Pero Tokai parecía esperar una respuesta más sustanciosa.
    —Señor Tanimura, ¿qué puedo hacer?
    —Desconozco qué medidas concretas podría adoptar —le respondí—, pero, por lo que he entendido, lo que usted siente en estos momentos es, más bien, algo lógico y normal. Porque en eso consiste al fin y al cabo estar enamorado. Uno es incapaz de controlar sus sentimientos y se siente manipulado por una fuerza irracional. En definitiva, no está usted viviendo nada extraordinario, ajeno al sentido común. Simplemente se ha enamorado perdidamente de una mujer. Siente que no quiere perder a la persona amada. Que desea estar con ella para siempre. Sin duda el mundo se acabaría si no pudiese verla. Son sentimientos naturales que pueden observarse a menudo en los seres humanos. Es un episodio vital normal y corriente, no tiene nada de extraño o anómalo.
    Cruzado de brazos, el señor Tokai reflexionó sobre lo que acababa de decirle. Algo no le convencía. Quizá le costase entender el concepto de «un episodio vital normal y corriente». O, a lo mejor, en realidad el suyo sí se desviaba un poco del comportamiento que asociamos con «estar enamorado».
    Al apurar las cervezas, cuando nos disponíamos a marcharnos, me hizo una confesión:
    —Señor Tanimura, lo que más temo y más me confunde es esa especie de rabia que siento.
    —¿Rabia? —repuse un tanto sorprendido. No me parecía que ese sentimiento casara con la personalidad de Tokai—. ¿Rabia hacia qué?
    Él negó con la cabeza.
    —No lo sé. No se trata de rabia hacia ella, de eso estoy seguro. Pero cuando no la veo, cuando es imposible que nos veamos, noto crecer la rabia en mi interior. Ni yo mismo comprendo cuál es su objeto. Pero es una rabia tan intensa como jamás he experimentado. Me entran ganas de coger cuanto haya a mi alcance en la habitación y lanzarlo por la ventana. Las sillas, la televisión, los libros, los platos, los cuadros enmarcados, todo. Me importa un bledo darle en la cabeza a algún viandante y matarlo. Es absurdo, pero en esos momentos lo pienso así. Hasta ahora, naturalmente, he logrado controlarla. Pero puede que llegue el día en que sea incapaz de aplacar mi rabia. Y quizá acabe haciéndole daño de verdad a alguien. Eso me asusta. Preferiría herirme a mí mismo.
    No recuerdo bien qué le dije. Tal vez le ofrecí unas comedidas palabras de consuelo. Porque en ese momento no comprendí qué había querido decir, o sugerir, con lo de la «rabia». Ojalá hubiera dicho algo más coherente o más sólido. Sin embargo, aunque hubiera conseguido articular algo más coherente o sólido, probablemente no habría logrado cambiar el destino que se abatiría sobre el doctor.
    Tras pagar la cuenta, salimos del local y cada uno se encaminó a su casa. Él se subió a un taxi cargado con la funda de la raqueta y se despidió agitando la mano ya dentro del vehículo. Ésa fue la última vez que vi al doctor Tokai. Estábamos casi a finales de septiembre, cuando todavía se hacía sentir el calor del verano.




    A partir de entonces, Tokai no volvió al gimnasio. Yo me pasaba por allí los fines de semana para verlo, pero no aparecía. Nadie tenía noticias suyas. Era, no obstante, algo frecuente en el gimnasio. Alguien que suele frecuentarlo, un buen día desaparece sin más. El gimnasio no es un puesto de trabajo. El ir o no ir depende de uno. Por eso no me preocupó. Y así transcurrieron dos meses.
    Un viernes por la tarde, a finales de noviembre, recibí una llamada del secretario del cirujano. Se presentó como Gotō. Su voz era grave y aterciopelada. Me recordó la música de Barry White. Esa que suelen poner de madrugada en los programas de radio.
    —Lamento tener que anunciárselo así, por teléfono, pero el doctor falleció el jueves de la semana pasada y el funeral se celebró este lunes, con la asistencia de sus más allegados.
    —¿Que ha fallecido? —repuse atónito—. Si mal no recuerdo la última vez que lo vi, hace dos meses, gozaba de buena salud. ¿Qué le ocurrió?
    Al otro lado del aparato Gotō guardó un breve silencio.
    —Verá—dijo al cabo—, el doctor me confió algo en vida y me pidió que se lo entregase. Si no es mucha molestia, ¿le importaría que quedásemos? Así podré darle más detalles. Me acercaré a donde haga falta cuando a usted le vaya bien.
    Le dije si le parecía bien ese mismo día. Gotō respondió que no había inconveniente. Lo cité en una cafetería de una calle paralela a la avenida Aoyama-dōri. A las seis. Allí podríamos hablar largo y tendido sin que nadie nos molestara. Gotō dijo que no conocía el local, pero que sabría encontrarlo.




    Cuando llegué a la cafetería, cinco minutos antes de las seis, el secretario ya había tomado asiento y, al acercarme a él, se apresuró a levantarse. Por su tono al teléfono, me había imaginado a un hombre corpulento, pero resultó ser alto y delgado. Tal como le había oído decir a Tokai, era bastante apuesto. Vestía un traje marrón de lana, camisa blanca y corbata color mostaza oscuro. Su indumentaria era impecable. También llevaba bien arreglado el cabello, tirando a largo. El flequillo le caía sobre la frente con un aire desenfadado. Andaría por los treinta y cinco años, y si no le hubiera oído a Tokai decir que era gay, me habría parecido un muchacho joven normal y corriente bien arreglado (todavía quedaba en él un resto de mocedad). Tenía barba. Estaba tomándose un doble expresso .
    Tras intercambiar un breve saludo, también pedí lo mismo.
    —Falleció de una manera repentina, ¿no? —aventuré.
    El muchacho entornó los ojos como si una intensa luz lo deslumbrara.
    —Sí, es cierto. Fue muy repentino. No me lo esperaba. Pero al mismo tiempo fue una muerte dolorosa y muy lenta.
    Aguardé en silencio a que añadiera alguna explicación. Pero él todavía no parecía querer entrar en detalles sobre la muerte del médico, seguramente hasta que me trajesen el café.
    —Sentía un profundo respeto por el doctor Tokai —dijo el joven cambiando de tema—. Era en verdad un tipo excelente, como médico y como persona. ¡Cuánto aprendí de él! Llevo casi diez años trabajando en la clínica. Si no me hubiera topado con él, ahora no sería quien soy. Era una persona íntegra y transparente. Siempre sonriente, nunca se jactaba de nada, prestaba atención a quienes lo rodeaban, sin hacer distinciones, y todo el mundo le quería. Jamás le oí hablar mal de nadie.
    Ahora que lo decía, yo tampoco le había oído hablar mal de nadie.
    —El señor Tokai me habló mucho de usted —dije—. Me decía que, de no ser por su secretario, no podría llevar la clínica como era debido y que su vida privada sería un desastre.
    Gotō esbozó una débil y triste sonrisa.
    —No se crea, yo no valgo tanto. Sólo intenté serle de ayuda en todo cuanto podía, entre bastidores. Para ello me esforcé a mi modo. Fue una gran satisfacción.
    Una vez el camarero trajo el expresso y se alejó, Gotō por fin abordó la muerte del médico.
    —El primer cambio que me llamó la atención fue que el doctor había dejado de almorzar. Hasta entonces, todos los días a la hora de comer se llevaba sin falta algo a la boca, aunque fuese algo ligero. Era una persona muy estricta en lo relativo a las comidas, independientemente de lo ocupado que estuviera. Sin embargo, a partir de cierto momento dejó de almorzar. Si le decía: «Tiene que comer algo», me respondía: «No te preocupes. Simplemente no tengo apetito». Fue a principios de octubre. Ese cambio me inquietó. Porque el doctor no era una persona dada a cambiar de rutinas. Apreciaba la vida ordenada más que cualquier otra cosa. Y no sólo dejó de almorzar: de pronto también dejó de frecuentar el gimnasio. Solía ir tres veces a la semana a practicar natación, jugar al squash o a hacer aparatos, pero pareció perder todo interés. Luego empezó a descuidarse en el vestir. ¿Cómo decirlo? Su forma de vestir era cada vez más desaliñada, a pesar de que siempre había sido una persona pulcra y elegante. En ocasiones se ponía la misma ropa durante días. Y se volvió más taciturno, como si siempre estuviera imbuido de algún pensamiento, hasta que al poco tiempo dejó prácticamente de hablar y cada vez se quedaba más y más ensimismado. Si me dirigía a él, era como si no me escuchara. Por otra parte también dejó de citarse con mujeres fuera del horario de trabajo.
    —Todos esos cambios los notó porque era usted quien controlaba su agenda, ¿no?
    —Exacto. Sobre todo, las relaciones con las mujeres eran parte fundamental del día a día del doctor. De hecho, eran la fuente de su vitalidad. Resultaba muy raro que de pronto todo eso se hubiera quedado en nada. A los cincuenta y dos años uno no es precisamente un vejestorio. Sin duda sabrá que el doctor Tokai llevaba una vida bastante activa en lo que a mujeres se refiere.
    —Lo cierto es que tampoco lo ocultaba. No quiero decir que se jactara de ello, sino que era totalmente franco.
    El joven Gotō asintió.
    —Sí, en ese aspecto era muy franco. A mí también me contó muchas historias. Precisamente por eso me extrañaron esos cambios tan repentinos. Pero no quiso contarme lo que le pasaba. Fuera lo que fuese, lo guardaba para sí como un secreto íntimo. Yo, claro, probé a preguntarle. Si le había ocurrido algo o si tenía alguna preocupación. Pero el doctor se limitaba a negar con la cabeza y no se desahogaba. De hecho, apenas abría la boca. Sólo iba menguando día a día ante mis ojos. Estaba claro que no se alimentaba lo suficiente. Pero yo no podía inmiscuirme en su vida privada. Aunque fuese de talante campechano, no era de los que invitan a la gente a entrar en su mundo. Yo, que trabajé para él como secretario durante tantos años, únicamente fui a su casa una vez. Fue un día en que me envió desde la clínica a buscar algo que se había dejado olvidado. Las únicas que entraban y salían libremente de su hogar debían de ser las mujeres con quienes mantenía relaciones íntimas. A mí no me quedaba más remedio que hacer cábalas, intranquilo, a distancia. —Gotō volvió a soltar un leve suspiro. Como si quisiera expresar resignación respecto a las mujeres con quienes mantenía relaciones íntimas .
    —¿Se le notaba que iba menguando día a día? —pregunté.
    —Sí. Tenía los ojos hundidos y su rostro fue perdiendo color, hasta quedarse blanco como el papel. Incapaz de caminar bien, se tambaleaba y llegó un momento en que fue incapaz de sostener el bisturí. A todas luces, no estaba en condiciones de operar. Por fortuna, un asistente muy bueno con el que contaba lo sustituyó y se encargó de las operaciones. Pero ésa fue una solución eventual. Hice varias llamadas, cancelé todas sus citas y la clínica se quedó prácticamente cerrada, como si estuviéramos de vacaciones. Al poco tiempo, el doctor dejó de presentarse en el trabajo. Octubre tocaba a su fin. Si telefoneaba a su casa, nadie respondía. Durante dos días no logré contactar con él. Como me había confiado una llave de su apartamento, al tercer día por la mañana la utilicé para entrar en su casa. En realidad, no tenía que haberlo hecho bajo ningún concepto, pero la preocupación me atormentaba.
    »Al abrir la puerta, me llegó un hedor espantoso. Por el suelo, hasta donde me alcanzaba la vista, había montones de cosas desparramadas. También ropa tirada: trajes, corbatas, incluso ropa interior. Parecía que nadie hubiera puesto orden en meses. Las ventanas estaban cerradas y el aire, estancado. Y el doctor estaba en su cama, simplemente acostado, sin moverse y en silencio. —El joven evocó para sí la escena un instante. Con los ojos cerrados, negó con la cabeza—. Al verlo, creí que estaba muerto —prosiguió—. Como si se le hubiera parado el corazón de pronto. Pero no. El rostro escuálido y pálido del doctor Tokai me miraba con los ojos abiertos. A veces parpadeaba. Aunque débilmente, también respiraba. Estaba tapado hasta el cuello y no se movía. Cuando lo llamé, no reaccionó. Sus labios resecos permanecieron fuertemente cerrados, como si los hubieran cosido. Tenía barba. Lo primero que hice entonces fue abrir las ventanas para airear la habitación. Como no parecía que requiriera ninguna ayuda urgente y, por lo que se veía, tampoco daba impresión de estar sufriendo, decidí ponerme primero a ordenar la habitación. Menudo caos. Recogí la ropa dispersa, metí en la lavadora todo lo que se pudiera lavar y lo que necesitaba llevarse a la lavandería lo puse en una bolsa. Vacié el agua estancada en la bañera y la limpié. El agua debía de llevar allí bastante tiempo, pues el sarro se había adherido a las paredes de la bañera y había dejado marcas.
    »Aquello era impensable en una persona tan maniática de la limpieza como el doctor. Todos los muebles estaban cubiertos de polvo blanco, lo cual indicaba que había suspendido el servicio regular de limpieza a domicilio. Sin embargo, por sorprendente que parezca, en elfregadero de la cocina apenas vi rastro de suciedad. Estaba muy limpio. Lo cual significaba que no había usado la cocina desde hacía mucho tiempo. No había restos de comida; sólo varias botellas de agua mineral tiradas aquí y allá. Al abrir la nevera, me asaltó un hedor indescriptible. Todos los alimentos estaban en mal estado: tofu, verduras, fruta, leche, sándwiches, jamón y esas cosas. Metí todo aquello en una bolsa grande de plástico y la llevé a los contenedores, en el sótano del edificio. —Gotō cogió la taza vacía de expresso y la observó un rato desde diferentes ángulos. A continuación alzó la mirada y dijo—: Creo que me llevó más de tres horas dejar el apartamento casi en su estado original. Entretanto, como había abierto las ventanas, el mal olor casi había desaparecido. Con todo, el doctor todavía no había abierto la boca. Se limitaba a seguir mis movimientos con los ojos. Dado lo demacrado que estaba, parecían más grandes y brillantes que nunca. Sin embargo, eran unos ojos totalmente inexpresivos. Me miraban a mí, pero en realidad no miraban nada. ¿Cómo explicarlo? Sólo perseguían algún objeto, como la lente de una cámara semiautomática programada para enfocar cosas en movimiento. Al doctor le daba igual que fuera yo o no, qué hacía allí, esas cosas. Era una mirada muy triste. Nunca la olvidaré.
    »Luego lo afeité con una maquinilla eléctrica. Le lavé la cara con una toalla humedecida. No se resistió. Hiciera lo que le hiciera, él simplemente se dejaba hacer. Más tarde, telefoneé a su médico de cabecera. Cuando le expliqué la situación, acudió enseguida. Lo examinó y le hizo unas pruebas sencillas. Mientras tanto, el doctor Tokai seguía sin abrir la boca. Nos miraba fijamente con aquellos ojos vacíos e inexpresivos. Sólo eso.
    »No sé cómo explicarlo… Puede que no sea la expresión más apropiada, pero el doctor Tokai ya no parecía estar vivo. Era como si alguien que en teoría debía hallarse bajo tierra y haberse quedado momificado a base de ayunos no hubiera logrado desprenderse del apego a los deseos mundanos y se hubiera arrastrado a la superficie, incapaz de convertirse por completo en momia. Ya sé que es una manera horrorosa de decirlo, pero es exactamente lo que sentí entonces. Su alma había desaparecido ya. Nada indicaba que fuese a volver. Y sin embargo, sus órganos funcionaban de manera independiente, sin rendirse. Ésa fue la sensación que tuve. —En ese punto, negó de nuevo con la cabeza varias veces—. Lo siento. Creo que me estoy extendiendo demasiado. Iré al grano. En definitiva, el doctor Tokai padecía una especie de anorexia. Se mantenía en vida sólo a base de agua, sin ingerir apenas alimentos. Bueno, para ser exactos no era anorexia. Como sabrá, suelen ser las mujeres jóvenes quienes padecen esta enfermedad. Empiezan a dejar de comer porque creen que, cuanto más delgadas estén, más guapas van a estar y al cabo de un tiempo perder peso se convierte en el objetivo en sí y prácticamente no comen nada. En los casos más extremos, el ideal de estas chicas es pesar cero kilos. Por eso no es posible que un hombre de mediana edad sufra anorexia. Pero ésos eran exactamente los síntomas del doctor Tokai. Sólo que, como es evidente, él no lo hacía por razones estéticas. Si dejó de comer, creo que fue porque en realidad la comida no le pasaba por la garganta, literalmente.
    —¿Mal de amores? —dije.
    —Tal vez algo similar —contestó el joven secretario—. O quizá fuese el deseo de acercarse a ese cero. Quizá quisiera quedar reducido a nada. Porque si no una persona no es capaz de soportar el tormento del hambre. Quizá la satisfacción por que su cuerpo estuviera cada vez más cerca de pesar cero kilos fuera superior al sufrimiento. Las jóvenes víctimas de la anorexia deben de sentir lo mismo a medida que bajan de peso.
    Intenté figurarme a Tokai en su cama, ciegamente enamorado y esquelético como una momia. Pero sólo me vino a la cabeza su imagen de persona amante de la buena mesa, jovial, sana y bien vestida.
    —El médico le suministró nutrientes por vía intravenosa y llamó a una enfermera para que preparase un gotero. Pero el efecto de los nutrientes era escaso y el gotero podía quitárselo él mismo si se lo proponía. Yo tampoco podía permanecer día y noche al pie de su cama. Si lo obligábamos a comer un poco, vomitaba. Ingresarlo en el hospital también quedaba descartado: no íbamos a llevarlo por la fuerza si no quería. En ese momento el doctor Tokai había renunciado a seguir viviendo y tomado la determinación de aproximarse lo máximo posible a cero. Ya no podríamos detener el deterioro, poco importaba qué hiciésemos o cuántas inyecciones le pusiésemos. Sólo nos restaba ser testigos, con los brazos cruzados, de cómo el hambre acababa con su cuerpo. Fueron días amargos. Había que hacer algo, pero en realidad no podía hacerse nada. El único consuelo era que el doctor no parecía sufrir casi. Al menos, yo no vi sufrimiento en su rostro durante aquellos días. Iba a diario a su casa, recogía el correo, limpiaba, me sentaba a su lado mientras él dormía y le hablaba de esto y de aquello. Le informaba de asuntos profesionales, comentaba cosas triviales. Pero el doctor no decía ni una sola palabra. No reaccionaba. Yo ni siquiera sabía si seguía consciente o no. Estaba allí quieto en silencio, mirándome a la cara con unos ojos inexpresivos muy abiertos. De una transparencia sorprendente. Casi parecía que pudiera verse el otro lado.
    —¿Le habría ocurrido algo con esa mujer? —pregunté—. Él mismo me contó que mantenía una relación seria con una mujer casada y con una hija.
    —Sí. Desde hacía un tiempo había empezado a tomarse las cosas muy en serio respecto a esa relación. Había puesto fin a sus demás relaciones frívolas. Y, por lo visto, ocurrió algo grave entre los dos. Eso debió de quitarle las ganas de vivir.Probé a llamar a la casa de esa mujer. Pero fue el marido, y no ella, quien se puso al teléfono. Le dije: «Querría hablar con su esposa de una cita en nuestra clínica». «Ya no vive aquí», dijo el marido. Le pregunté dónde podía encontrarla. «No lo sé», contestó fríamente el marido, y colgó sin más. —Volvió a hacer una breve pausa—. En suma —dijo al cabo—, al final conseguí localizarla. Se había marchado de casa, abandonando a su marido y a su hija, y vivía con otro hombre.
    Por un instante, me quedé sin habla. Me costaba entender todo aquello.
    —¿Quieres decir que plantó a su marido y al señor Tokai? —pregunté luego.
    —En otras palabras, sí —afirmó titubeante el secretario. Y frunció ligeramente el ceño—. Había un tercer hombre. Desconozco los pormenores, pero por lo visto es más joven que ella. Personalmente, algo me dice que se trata de un individuo poco recomendable. Ella huyó de su casa con él. Parece ser que el doctor Tokai no había sido más que un trampolín, por decirlo así. Y ella lo usó a su antojo. Hay indicios de que el doctor ingresó en la cuenta de la mujer bastante dinero. Examinando los pagos y las tarjetas de crédito del doctor, he comprobado que hubo movimientos bastante extraños de grandes sumas de dinero. Imagino que ella se lo gastó en caros regalos. O tal vez en saldar deudas. No hay evidencias que justifiquen el uso de ese dinero e ignoro los detalles, pero lo que sí sé es que la cantidad que retiraron en un periodo de tiempo tan corto asciende a una buena suma.
    Solté un hondo suspiro.
    —¡Menudo desastre!
    El joven asintió.
    —Creo que si, por ejemplo, ella le hubiera dicho: «No puedo separarme de mi marido y mi hija, así que hemos de cortar de raíz nuestra relación» y hubiera roto con él, seguramente el doctor habría podido soportarlo. Dado que estaba muy enamorado, como nunca lo había estado, el batacazo habría sido sin duda terrible, pero no al extremo de comprometer su propia vida. Si hubiera habido un motivo razonable, por muy profundo que hubiese caído, en algún momento el doctor habría levantado cabeza. Pero la aparición de un tercer hombre, y el hecho de que ella lo hubiera manipulado con tanta destreza, supuso un golpe muy fuerte para el doctor Tokai.
    Yo lo escuchaba en silencio.
    —Cuando el doctor falleció, sólo pesaba ya unos treinta y cinco kilos —prosiguió Gotō—. Teniendo en cuenta que normalmente pasaba de los setenta, se había quedado reducido a la mitad. Le sobresalían las costillas, como las rocas en la playa cuando baja la marea. Su aspecto era tal, que uno tenía que apartar la vista. Me recordó a los cadavéricos prisioneros judíos que vi en una vieja grabación cuando acababan de ser liberados de los campos de concentración nazis.
    Campos de concentración. Sí, en cierto sentido sus previsiones habían dado en el blanco. Últimamente no dejo de pensar en qué demonios soy.
    —En términos médicos —continuó el secretario—, la causa directa del fallecimiento fue una insuficiencia cardiaca. El corazón perdió fuerza y no pudo bombear la sangre. Pero, a mi juicio, fue el amor lo que le provocó la muerte. Literalmente, un mal de amores. Llamé varias veces a la mujer para pedirle que me explicara las circunstancias. Le rogué por lo que más quisiera, aunque fuera una sola vez, unos minutos, que acudiera a ver al señor Tokai. Si sigue así, el doctor no vivirá mucho. Pero ella no lo hizo. Aunque la hubiese tenido delante, dudo que el doctor hubiera sobrevivido, por supuesto. Él ya se había resignado a morir. Pero, quién sabe, quizá se hubiera producido el milagro. O tal vez habría fallecido en otro estado de ánimo. O a lo mejor verla sólo lo habría perturbado. Quizá eso hubiera redoblado su tormento. No lo sé. Francamente, hay tantas cosas que desconozco en este asunto… Lo único que sé es que nadie se muere porque ame demasiado y la comida no le pase por la garganta. ¿No cree?
    Me mostré de acuerdo. Ciertamente, era la primera vez que oía algo semejante. En ese sentido, Tokai debía de ser una persona especial. Al decírselo, Gotō se llevó las manos a la cara y sollozó quedamente. Debía de sentir un hondo cariño por el doctor. Quise consolarlo, pero en realidad yo no podía hacer nada. Luego se calmó y, sacando un pañuelo blanco limpio del bolsillo del pantalón, se enjugó las lágrimas.
    —Disculpe. ¡Qué vergüenza!
    Afirmé que llorar por alguien no era vergonzoso. Sobre todo por una persona fallecida a quien se quiere. El joven secretario me lo agradeció.
    —Muchas gracias. Me consuela que me diga eso.
    De debajo de la mesa, sacó la funda de una raqueta de squash y me la ofreció. Dentro iba una Black Night nuevo modelo. Un objeto de lujo.
    —El doctor me la confió. La había pedido a un servicio de venta por correo, pero cuando la recibió ya había perdido el vigor necesario para jugar al squash. Me pidió que se la diese. Cuando estaba casi en las últimas, de pronto recobró temporalmente la conciencia y me pidió una serie de favores. Esta raqueta es uno de ellos. Si le parece bien, úsela, por favor.
    Yo le di las gracias y acepté el regalo. Luego le pregunté qué había ocurrido con la clínica.
    —Ahora mismo está cerrada temporalmente, pero creo que o bien se cerrará definitivamente, o bien se venderá con todo el mobiliario y equipamiento. Por supuesto, ha habido ya un traspaso y yo todavía echo una mano de vez en cuando, pero aún no se ha decidido qué hacer en el futuro. Yo también necesito poner un poco en orden mi corazón. Ahora mismo, todavía no soy capaz de pensar como es debido.
    Deseé que el joven secretario se recuperase del trauma y pudiera rehacer su vida.
    —Señor Tanimura, siento incomodarle —me dijo cuando estábamos despidiéndonos—, pero he de pedirle algo: por favor, acuérdese siempre del doctor Tokai. Era un hombre con un corazón purísimo. Creo que loúnico que podemos hacer por una persona fallecida es conservarla en nuestra memoria el máximo tiempo posible. Aunque resulta más fácil decirlo que hacerlo. Eso no puede pedírsele a cualquiera.
    —Tienes razón —convine—. Acordarse de un muerto durante mucho tiempo es más difícil de lo que la gente piensa. Haré todo lo que pueda por no olvidarme de él.
    Se lo prometí. Soy incapaz de juzgar si el corazón del doctor Tokai era purísimo o no, pero está claro que en cierto sentido no era un ser normal y corriente y vale la pena recordarlo. A continuación, nos despedimos con un apretón de manos.
    Por ese motivo, es decir, para no olvidarme del doctor Tokai, escribo estas líneas. Para mí, el método más eficaz de recordar algo es dejarlo por escrito. A fin de no causar molestias a los protagonistas, he modificado un poco los nombres y los lugares, pero los hechos en sí sucedieron casi tal cual se relatan. Ojalá el joven Gotō lea este texto, esté donde esté.




    A menudo me acuerdo de otro detalle relacionado con el doctor Tokai. No recuerdo ya cómo acabamos hablando de ese tema, pero una vez me expuso su opinión sobre las mujeres en general.
    Tokai estaba convencido de que todas las mujeres nacían con una suerte de órgano independiente especialmente diseñado para mentir. El dónde, cómo y qué mentiras cuentan varía un poco, dependiendo de cada una. Pero en algún momento todas las mujeres han de mentir, incluso tratándose de temas serios. En los asuntos triviales, naturalmente, también mienten, pero es que ni en los más serios se plantean no mentir. Y en esos momentos apenas les cambia el color de la cara o el tono de la voz. Eso se debe a que no son ellas, sino el órgano independiente del que están provistas, el que obra a su albedrío. Por eso, contar mentiras —salvo en unas pocas excepciones— jamás atormenta sus hermosas conciencias ni altera sus plácidos sueños.
    Recuerdo bien aquel día por el tono resuelto, extraño en el doctor, con que hablaba. Yo no podía evitar mostrarme de acuerdo en lo básico con su opinión, aunque quizá difiriésemos un tanto en ciertos matices. Tal vez se debía a que ambos habíamos llegado a la misma cumbre, no demasiado bonita por cierto, escalando por rutas personales diferentes.
    A las puertas de la muerte, Tokai pudo comprobar, sin ningún regocijo seguramente, que no estaba equivocado. No es necesario que diga que siento una profunda pena por el doctor. Lamento de corazón su pérdida. Hay que estar muy mentalizado para abstenerse de comer y morir atormentado por el hambre. El sufrimiento físico y psíquico que acarrea escapa a toda razón. Pero al mismo tiempo confieso que, en cierta medida, envidio que amara a una mujer —pasemos por alto la clase de mujer que era— al punto de desear reducir su propio ser a nada. De haberlo querido, habría podido continuar y llevar a término esa vida artificial como hasta entonces. Habría mantenido relaciones superficiales con varias mujeres a la vez, habría degustado aromáticas copas de Pinot Noir, tocado My Way en el piano de cola de la sala de estar y habría seguido disfrutando de sus dulces amoríos en un rincón de la ciudad. Y sin embargo, acabó tan perdidamente enamorado que la comida no le pasaba por la garganta, se adentró en un mundo completamente nuevo, vio un paisaje que nunca había visto y, en consecuencia, se precipitó hacia la muerte. Tomando prestadas las palabras del joven Gotō, se fue reduciendo a nada. No puedo juzgar qué vida hubiera sido para él más feliz, en el sentido exacto de la palabra, o más genuina. Igual que para el joven Gotō, el destino que el doctor Tokai vivió de septiembre a noviembre de aquel año está para mí lleno de interrogantes.
    Yo sigo practicando squash, aunque tras la muerte de Tokai me mudé y cambié de gimnasio. En el nuevo gimnasio, he decidido jugar con un contrincante fijo. Cuesta dinero, pero resulta más cómodo. Casi nunca utilizo la raqueta que el doctor me regaló. Entre otras razones porque es demasiado ligera para mí. Y cuando siento esa ligereza no puedo evitar recordar su cuerpo escuálido.
    Cuando su corazón se mueve, tira del mío. Como dos barcas atadas por una cuerda. Que no se puede cortar, pues no existe ningún cuchillo capaz de cortarla.
    Muy tarde descubrimos que estaba atado a la barca equivocada. Pero ¿acaso puede afirmarse eso con toda certeza? Creo que, igual que aquella mujer (probablemente) se había valido del órgano independiente para mentir, el doctor Tokai también se sirvió, salvando las distancias, por supuesto, de un órgano independiente para amar. Fue una acción heterónoma ante la cual su voluntad nada valía. A posteriori, resulta fácil para un tercero censurar con gesto triunfante sus actos o negar con la cabeza en señal de pena. Pero sin la intervención de ese órgano que eleva nuestras vidas, nos empuja hacia el fondo, perturba nuestros corazones, nos muestra hermosos espejismos y a veces nos empuja hacia la muerte, nuestra existencia seguramente sería mucho más anodina. O acabaría convirtiéndose apenas en una sarta de artimañas.
    Desde luego, no hay forma de saber en qué pensaba Tokai, cuáles fueron sus pensamientos en el umbral de una muerte que él mismo escogió. Pero al parecer, en medio de esa profunda pena y sufrimiento, recobró la conciencia, aun temporalmente, para decir que me legaba aquella raqueta de squash nueva. Quizá con eso quería transmitir algún mensaje. Tal vez vislumbró en sus últimos momentos una suerte de respuesta a la pregunta de qué era él. Y quizá el doctor quiso comunicármela. Tengo esa sensación.

Haruki Murakami
Hombres sin mujeres



(16) Nikujaga: guiso popular hecho de carne, patatas y otros ingredientes.
(17) Susuki: Lateolabrax japonicus, pescado de carne blanca.
(18) Ryokan: posada tradicional japonesa.
(19) Incluso el mono le llega el día en que falla y no logra aferrarse a la rama: referencia al conocido refrán japonés Saru mo ki kara ochiru, es decir, "los monos también se caen de los árboles".
(20) Gonchünagon Atsutada: Otro de los nombres del poeta noble Fujiwara no Atsutada (906-943), que participó en la famosa antología Hyakunin Isshu con el poema estilo tanka antes mencionado





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