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miércoles, 3 de enero de 2024

Haruki Murakami / Un elefante desaparece

Haruki Murakami

El elefante desaparece



 
Supe por el periódico que el elefante de la ciudad había desaparecido de su recinto. El despertador había sonado a las 6.13 de la mañana, como todos los días. Fui a la cocina para preparar café, hice unas tostadas, sintonicé una emisora FM en la radio y extendí el periódico de la mañana sobre la mesa mientras me comía la tostada. Acostumbro a leer el periódico desde la primera página, por lo que tardé un tiempo considerable en llegar a la noticia del elefante. La primera página publicaba un artículo sobre las tensiones comerciales con Estados Unidos, luego había otros sobre la SDI, sobre política nacional, internacional, economía, una tribuna libre, una crítica literaria, varios anuncios de agencias inmobiliarias, titulares de deportes y, en un rincón, una llamada a las noticias locales.
    El artículo sobre la desaparición del elefante abría la sección local: ELEFANTE DESAPARECIDO EN UN DISTRITO DE TOKIO , decía. Más abajo, el subtítulo, en un cuerpo más pequeño, continuaba: «Se extiende la inquietud entre los ciudadanos, que exigen responsabilidades». Publicaba una foto en la que se veía a un grupo de policías investigando dentro del recinto del elefante. Sin su ocupante, la imagen de la jaula resultaba poco natural, como un gigante disecado al que le hubieran quitado los intestinos.
    Sacudí las migas de pan que habían caído encima del periódico y leí atentamente el artículo. Al parecer, la gente había notado su ausencia el 18 de mayo, es decir, el día antes, sobre las dos de la tarde. El encargado de suministrar la comida llegó con el camión, como de costumbre, y se dio cuenta de que el recinto estaba vacío. (La dieta principal del animal eran los restos de la comida de los niños de un colegio público de los alrededores.) Los grilletes de hierro de sus patas tenían la llave puesta, como si él mismo se los hubiera quitado. No solo había desaparecido él, también su cuidador.
    Según el artículo, la última vez que los habían visto fue el día antes (el 17 de mayo) pasadas las cinco de la tarde. Había ido un grupo de cinco niños del colegio a dibujar el elefante y se marcharon a esa hora. Fueron los últimos en verlo a él y al cuidador. Nadie más los vio después. El personal del zoo cerró el acceso al recinto a las seis y ya no entró nadie más.
    Nadie observó nada anormal, ni en el elefante ni en su cuidador. Al menos eso dijeron los niños. El elefante estaba en mitad del recinto tan tranquilo como de costumbre. De vez en cuando balanceaba la trompa a izquierda y derecha y entornaba sus ojos rodeados de arrugas. Estaba tan viejo que le costaba moverse, y quienes lo veían por primera vez sentían que en cualquier momento podía derrumbarse, dejar de respirar.
    Si lo habían acogido allí era, precisamente, por su avanzada edad. Cuando el zoo de las afueras tuvo que cerrar por problemas económicos, distribuyeron a los animales en otros zoológicos del país gracias a la mediación de un hombre que se dedicaba a importar animales salvajes. Pero ese elefante en concreto era tan anciano que nadie lo quería. Todo el mundo tenía su elefante y nadie disponía de recursos suficientes para hacerse cargo de un ejemplar que podía morir en cualquier momento de un ataque al corazón. Así las cosas, el animal se quedó solo en aquel lugar arruinado cerca de cuatro meses sin hacer nada, aunque tampoco antes hacía gran cosa.
    Tanto para el zoológico como para el distrito, la situación se convirtió en un quebradero de cabeza. El zoo ya había vendido el suelo a un promotor inmobiliario que tenía previsto construir bloques de pisos y contaba con la autorización pertinente. Cuanto más se prolongaba el problema del elefante, más intereses debía pagar el zoo sin poder hacer nada para remediar la situación. Tampoco podía matarlo sin más. De haber sido un mono araña o un murciélago, lo habría hecho, pero matar a un animal de esas dimensiones hubiera llamado la atención, y de descubrirse la verdad, se habría convertido en un verdadero problema. Las tres partes implicadas en el asunto decidieron reunirse para discutir y llegar a un acuerdo.
El distrito acogería al animal sin coste alguno.
El promotor cedería un terreno gratuito donde alojarlo.
La empresa administradora del zoológico pagaría el sueldo del cuidador.
    Tal fue el acuerdo alcanzado entre las tres partes hacía ya un año.
    Desde el primer momento tuve un interés personal en el asunto del elefante. Recortaba todos los artículos que publicaba el periódico e incluso asistí a una reunión municipal donde se discutió el tema. Por eso puedo explicar con exactitud todo lo ocurrido. Tal vez resulte un poco largo, pero si lo expongo aquí es porque puede que todo esto guarde relación con su desaparición.
    Cuando el alcalde cerró el acuerdo y asumió que el distrito se haría cargo, la oposición estuvo en total desacuerdo (hasta ese momento yo ni siquiera sabía que existía un partido de la oposición en el ayuntamiento). «¿Por qué tenemos que hacernos cargo del elefante?», le interpelaron. Expusieron una serie de argumentos (pido disculpas por incluir todos estos listados, pero creo que así se entenderá mejor).
Se trata de un problema entre empresas privadas, la del promotor inmobiliario y la que gestiona el zoológico. Por tanto, no hay ninguna razón para que el ayuntamiento deba inmiscuirse en ello.
El cuidado y el mantenimiento iban a resultar demasiado costosos.
¿Cómo iban a hacer frente a los problemas de seguridad?
¿Qué beneficio obtenía la ciudad por hacerse cargo del animal?
    «Antes de cuidar un elefante, ¿no tiene la ciudad otras prioridades, como la de mantener el sistema de aguas residuales o adquirir nuevos vehículos para el parque de bomberos?» No lo dijeron claramente, pero insinuaron acuerdos más o menos oscuros entre las empresas y el alcalde. En respuesta a todo ello, el alcalde hizo una declaración:
Si la ciudad autoriza la construcción de bloques de pisos, los ingresos derivados de los impuestos crecerán notablemente y, por tanto, los costes derivados del cuidado del elefante no supondrán ningún problema. Implicar a la ciudad en la solución de este problema es un acto de responsabilidad.
Se trata de un animal viejo y su apetito disminuye deprisa. La posibilidad de que suponga un peligro para alguien es ínfima.
Cuando muera, el terreno ofrecido por el promotor pasará a ser propiedad de la ciudad.
El elefante se convertirá en el símbolo del distrito y de la ciudad.
    Tras largos debates, se tomó la decisión de acoger al elefante. Como era un viejo distrito eminentemente residencial, la mayor parte de sus habitantes vivía sin estrecheces y la situación financiera de las arcas municipales estaba más que saneada. Además, acoger a un viejo elefante que no tenía adónde ir despertaba la simpatía de la gente. Sin duda, todo el mundo se decanta antes por los elefantes viejos que por los sistemas de aguas residuales o incluso por los coches de bomberos.
    Yo también estaba a favor. No me gustaban nada esos edificios altos de viviendas que construyen por todas partes, pero sí la idea de que el distrito donde vivía tuviera su elefante particular.
    Se despejó una zona arbolada y el viejo gimnasio del colegio público se habilitó como recinto para el animal. El hombre que había estado a su cargo en el zoológico durante muchos años se mudó a una casa contigua. También se decidió aprovechar las sobras de la comida de los niños del colegio para alimentar al animal. Al fin lo trasladaron en camión desde el antiguo zoológico hasta su nueva casa, donde pasaría los años que le quedaban de vida.
    Asistí a la ceremonia de inauguración de la nueva residencia del elefante. Delante de él, el alcalde pronunció su discurso (sobre el desarrollo de la ciudad y la mejora de las infraestructuras culturales); un niño, en representación de todos los alumnos del colegio, leyó unas palabras («Elefante, te deseamos una vida larga y apacible», algo así); se convocó un concurso de dibujo (después de lo cual dibujar al elefante se convirtió en una materia más en la formación plástica de los niños) y dos chicas jóvenes con vestidos ligeros (ninguna de ellas era especialmente guapa) le acercaron dos grandes racimos de plátanos. El elefante soportó aquella ceremonia insignificante (como poco, totalmente insignificante para él) y se comió los plátanos con una mirada tan ausente que más bien parecía no ser consciente de nada. Cuando se los terminó, la gente aplaudió. El animal llevaba una gran anilla de hierro en su pata trasera derecha enganchada a una cadena de casi diez metros, que estaba fijada en el otro extremo a una resistente base de hormigón. A primera vista se veía que el grillete y la cadena eran muy sólidos, irrompibles por mucho que el elefante se empeñara en liberarse de ellos durante los siguientes cien años. No hay forma de saber si le preocupaba el grillete, pero aparentemente ni se inmutaba por aquella masa de hierro que rodeaba su pata. Miraba un punto en el vacío con sus ojos distraídos. Si soplaba el viento, se le mecían las orejas y el pelo canoso.
    Su cuidador era un anciano delgado, de baja estatura y edad indefinida. Podía estar en la primera mitad de los sesenta o ya entrado en los setenta. A algunas personas la edad deja de afectarles a partir de cierto momento en su vida. Él era uno de ellas. En verano o en invierno, siempre estaba moreno. Tenía el pelo fuerte, corto, los ojos pequeños, ningún rasgo peculiar, como mucho, unas orejas grandes y redondas que destacaban en su cara pequeña.
    No tenía un carácter seco y, cuando alguien se dirigía a él, contestaba con cortesía. Podía incluso resultar simpático, aunque siempre se apreciaba en él cierta rigidez. Normalmente era un anciano callado y solitario que parecía gustar a los niños. Se esforzaba en ser amable con ellos, si bien nunca llegaban a establecer una relación de verdadera confianza.
    El único que confiaba en él de verdad era el elefante. Dormía en una caseta prefabricada a su lado, se hacía cargo de él de la mañana a la noche, mantenían una relación estrecha que duraba ya más de diez años y bastaba verlos juntos para comprender que compartían una gran intimidad. Si el hombre quería que se moviese, no tenía más que ponerse a su lado, darle un ligero golpe en la pata delantera y susurrarle algo a la oreja. El elefante obedecía. Se movía despacio hasta donde le había indicado y, una vez allí, volvía a dejar la mirada perdida como antes.
    Acostumbraba a ir los fines de semana para contemplar al animal y su relación con el anciano, pero no llegaba a entender del todo cómo se comunicaban entre sí, en qué principio se sustentaba su comunicación. Tal vez el animal entendiera unas cuantas palabras (al fin y al cabo había vivido muchos años), o tal vez era por el modo de golpearle las patas. Quizá tuviera un don, algo parecido a la telepatía, y así se entendía con su cuidador.
    En una ocasión se lo pregunté al anciano. Se rió. «Son muchos años de relación», me dijo. Nada más.




    Pasó un año sin que ocurriese nada especial. Al cabo de ese tiempo, el elefante desapareció sin más.
    Mientras me tomaba el segundo café de la mañana, volví a leer desde el principio el artículo del periódico. Era extraño, del tipo que Sherlock Holmes hubiera comentado mientras golpeaba su pipa: «Lea esto, doctor Watson. Un artículo interesante».
    Lo que producía esa extrañeza era la evidente confusión y perplejidad del periodista que lo había redactado. Una confusión que nacía de lo absurdo de la situación. El periodista quería evitarla por todos los medios, se notaba, pero no lo lograba en absoluto.
    Decía, por ejemplo: «el elefante se escapó», pero estaba claro que no se había escapado, sino que había desaparecido. Ponía de manifiesto sus dudas al asegurar que había «aspectos aún por aclarar». Para mí no era la clase de asunto que se pudiera abordar con palabras como «aspecto» o «aclarar». En primer lugar, estaba la cuestión del grillete de hierro. Estaba en el recinto con la llave echada. La deducción inmediata era que el cuidador se lo había quitado, lo había vuelto a cerrar y había huido con él. (El periodista también contemplaba esa posibilidad.) Sin embargo, la principal pega a esa teoría era que el cuidador no tenía la llave del grillete. Solo había dos copias y, por motivos de seguridad, una estaba en la caja fuerte de la policía y la otra en la caja fuerte de los bomberos. Era prácticamente imposible que el cuidador o alguna otra persona hubiera podido robarla, y aun en el caso de haberlo logrado, no tenían ninguna necesidad de dejarla otra vez en la caja fuerte. En el transcurso de la investigación se descubrió que ambas llaves estaban en su sitio. Eso quiere decir que el elefante se liberó sin la llave, algo imposible a menos que le hubieran cortado la pata con una sierra.
    La segunda incógnita era el recorrido de la huida. El recinto estaba cerrado con una sólida valla de tres metros de altura. Como la seguridad había sido uno de los principales temas de discusión, las autoridades habían dispuesto un sistema de protección excesivo a todas luces para un viejo elefante. La valla estaba construida sobre una base hormigón y cerrada con postes de acero (el promotor inmobiliario, por supuesto, asumió el coste de su construcción), y solo disponía de una entrada cerrada con candado. Era imposible escapar con semejante valla, que parecía una fortaleza.
    Tercera incógnita sin resolver: las huellas. En la parte trasera del recinto había una abrupta colina por la que resultaba imposible subir. Si el elefante había logrado zafarse del grillete de algún modo y saltar la valla, solo le quedaba la opción de huir por el camino de enfrente, y allí no había nada que se pareciera a la huella de un elefante.
    De acuerdo con aquel artículo de prensa inundado de confusión y retórica solo había una conclusión posible: el elefante no se había escapado, había desaparecido.
    No hace falta decir que ni la policía, ni el periódico ni el alcalde estaban dispuestos a admitirlo bajo ningún concepto. El portavoz de la policía afirmaba que lo habían robado en una operación muy sofisticada o que alguien le había ayudado a escapar. En ningún caso cejaba en su optimismo en cuanto a la pronta resolución del caso: «Si tenemos en cuenta la evidente dificultad de ocultar un elefante, este incidente se resolverá en poco tiempo». La policía tenía previsto llevar a cabo una batida por colinas y montañas con la colaboración de las asociaciones de vecinos, de cazadores e incluso con la de los francotiradores de las Fuerzas de Autodefensa.
    El alcalde convocó una rueda de prensa en la que pidió disculpas por los fallos en el sistema de seguridad. (La nota sobre la rueda de prensa se publicó en la sección nacional del periódico, no en la local.) Al mismo tiempo enfatizó: «El sistema de seguridad para la vigilancia y control del elefante era el mismo que el de cualquier zoológico del país e incluso más sofisticado de lo exigido por la normativa». También añadió: «Se trata de un atentado contra la sociedad, un acto de maldad imperdonable».
    El partido de la oposición volvió a repetir lo mismo que un año antes: «Exigimos responsabilidades al alcalde que ha involucrado de manera irresponsable a los ciudadanos en este asunto y ha urdido un plan siniestro con empresas privadas».
    Una madre (treinta y siete años) intervino muy inquieta: «No podemos dejar que nuestros hijos salgan a jugar a la calle».
    El periódico daba todo tipo de detalles respecto a las razones que llevaron a las autoridades de la ciudad a decidirse por acoger al elefante. Publicó además un plano detallado del recinto donde había estado alojado y algo así como una cronología de la vida del elefante y su cuidador, desaparecido con él. (Se llamaba Noboru Watanabe. Setenta y tres años.) Oriundo de Tateyama, en la prefectura de Chiba, trabajó como cuidador de diferentes mamíferos en el zoológico durante muchos años y era digno de la plena confianza de sus jefes dado su «conocimiento íntimo del animal, así como por su carácter afable y honesto». El elefante, por su parte, había llegado de África oriental veintidós años antes. Su edad no estaba clara y su carácter aún menos. El artículo animaba a los ciudadanos a aportar cualquier información que pudiera ser de utilidad. Mientras me terminaba el segundo café, pensé en ello. Al final decidí no llamar a la policía. No quería tener nada que ver con ellos y tampoco me parecía que fueran a creer la información que podía ofrecerles. Decir algo a gente que no se tomaba en serio la desaparición del elefante hubiera sido inútil.
    Alcancé el álbum de recortes de la estantería y pegué el artículo de ese día. Fregué las cosas del desayuno y me marché a la oficina.
    En las noticias de las siete de la tarde vi las imágenes de la batida en busca del elefante. Cazadores armados con rifles de largo alcance y dardos tranquilizantes, soldados de las Fuerzas de Autodefensa, bomberos y policía, peinaban colinas y bosques cercanos vigilados de cerca por helicópteros que sobrevolaban la zona.
    Por mucho que fueran colinas o bosques, eran los suburbios de Tokio, es decir, su extensión era más bien limitada. Con semejante despliegue humano y de medios, en un solo día podían peinar toda la zona. Además, no estaban buscando enanitos asesinos, sino un enorme elefante africano. Había un número limitado de lugares donde podía esconderse, pero, a pesar de todo, al caer la tarde no habían logrado dar con él. El jefe de policía hizo unas declaraciones a la televisión: «Seguiremos con la investigación». El reportero, por su parte, cerró la noticia diciendo: «Todo este asunto continúa rodeado de misterio. ¿Quién liberó al elefante? ¿Dónde lo han escondido? ¿Por qué?».
    La investigación se prolongó varios días, sin resultado alguno. La policía no encontró una sola pista. Yo leía el periódico a diario hasta el último detalle. Recortaba todos los artículos que mencionaban algo relacionado con el asunto. Incluso recorté un manga que se publicó al poco tiempo sobre la desaparición del elefante. Mi álbum de recortes se llenó pronto y no me quedó más remedio que comprar otro. A pesar de lo mucho que se publicó, en ninguno se decía nada significativo. Ninguno de los artículos tenía sentido, eran incoherentes, superficiales. Decían cosas como: «Continúa desaparecido el elefante». «Los investigadores, sometidos a un fuerte estrés.» «Tras la desaparición podría ocultarse una organización secreta.»
    Incluso los artículos de ese tipo empezaron a dejar de publicarse una semana después de la desaparición. Pasado ese tiempo, era difícil leer algo sobre el tema. Los semanarios publicaron algunas historias sensacionalistas y hubo quienes llegaron al extremo de contratar médiums en busca de explicaciones. Todo eso también se acabó. Todo el mundo pareció aceptar que era un enigma imposible de resolver. La desaparición de un elefante viejo junto con su cuidador no tuvo ninguna repercusión social. El planeta siguió girando al mismo ritmo, los políticos continuaron con sus vagas declaraciones, la gente bostezando camino de la oficina, los jóvenes estudiando para preparar sus exámenes. En ese infinito flujo y reflujo de la vida cotidiana, el interés por la desaparición de un elefante no podía durar para siempre. Pasaron los meses sin más, sin hechos destacados, como soldados que desfilan cansados al otro lado de una ventana.
    Cada vez que tenía un momento libre me acercaba al recinto del elefante y contemplaba el espacio vacío dejado por su ausencia. La verja de hierro seguía cerrada con una gruesa cadena que impedía el paso. Desde la distancia pude ver que también en el interior, en el lugar donde se refugiaba el animal por la noche, había una cadena con un candado. Como si la policía quisiera resarcirse por su fracaso en la búsqueda del elefante multiplicando las medidas de seguridad en el recinto ahora vacío. Estaba desierto. Tan solo un grupo de palomas descansaba sobre el tejado. Nadie cuidaba del recinto y empezó a cubrirse con la hierba del verano, que parecía haber estado esperando esa ocasión. La cadena del recinto del elefante parecía una gran serpiente protectora vigilando un palacio arruinado en mitad de una selva. Unos pocos meses sin su inquilino imprimían al lugar una atmósfera de ruina, de desolación, como si su destino estuviera cubierto por una amenazante nube negra.



    La conocí casi a finales de septiembre. Ese día llovió de la mañana a la noche. Una de esas lluvias finas y monótonas típicas de la época, que lavaba poco a poco el recuerdo del verano grabado en el suelo. La memoria entera de la estación parecía escaparse por los desagües hacia el río, para desembocar en el profundo y oscuro océano.
    Nos conocimos en una fiesta organizada por la empresa con motivo del lanzamiento de una campaña publicitaria. Yo trabajaba entonces en la sección de publicidad y relaciones públicas de una gran compañía de componentes electrónicos y estaba a cargo de la publicidad de los electrodomésticos para la campaña de otoño y de Navidad. Mi responsabilidad era negociar con revistas femeninas la inclusión de artículos patrocinados. No era un trabajo que exigiera desarrollar una gran inteligencia, pero sí escribir más o menos bien para que los lectores no notasen el tufillo a publicidad. A cambio de la publicación de los artículos, nos anunciábamos en las revistas. En ese mundo todo se reduce al toma y daca.
    Ella era redactora de una revista dirigida a mujeres jóvenes recién casadas. Vino a la fiesta para conocernos. Como estaba libre, le expliqué algunos detalles sobre neveras, cafeteras, microondas y licuadoras de distintos colores, creación de un famoso diseñador italiano.
    —Lo más importante de todo es la unidad —le expliqué—. Por muy llamativo que sea el diseño, si no se integra en lo que le rodea no funciona. La unificación del color, del diseño y de las funciones es lo más importante para las cocinas actuales. Según varios estudios, las amas de casa pasan la mayor parte de su tiempo en la cocina. La cocina es su lugar de trabajo, su despacho. Su despacho y su cuarto de estar al mismo tiempo. Por eso se trata de convertirlo en un lugar cómodo. El tamaño es lo de menos. Grande o pequeña, los principios de una buena cocina son: simplicidad, funcionalidad y unidad. Esos son los conceptos que orientan el diseño de toda esta serie. Fíjese en estos fuegos, por ejemplo…
    Ella asentía sin dejar de tomar notas en un cuaderno pequeño, pero su desinterés por aquellos fuegos y por el resto de las cosas era evidente, como el mío. Tan solo hacíamos nuestro trabajo.
    —Sabe mucho sobre fogones —dijo ella cuando terminé, eligiendo esa palabra que me pareció muy antigua en lugar de cocina.
    —Es mi trabajo —contesté con mi sonrisa profesional—. Además, me gusta cocinar. Cosas sencillas, pero cocino todos los días.
    —¿De verdad hace falta unidad en los fogones?
    —No son fogones, son cocinas —la corregí—. Parece un detalle insignificante, pero la empresa no quiere que usemos esa palabra para referirnos a las cocinas.
    —Vaya, lo siento. En ese caso, ¿cree que es necesaria la unidad en la cocina? Me gustaría oír su opinión personal.
    —Mi opinión personal no sale si no me quito la corbata —dije con una sonrisa—. Pero hoy haré una excepción. Creo que antes de la unidad hay otras cosas más importantes en una cocina, pero no son artículos en venta. En este mundo tan pragmático en el que vivimos, todo lo que no puede transformarse en un artículo de venta apenas cuenta para nada.
    —¿De verdad cree que el mundo se organiza solo en función del pragmatismo?
    Saqué el paquete de tabaco del bolsillo, me puse un cigarrillo entre los labios y lo encendí con el mechero.
    —Es una forma de hablar, pero así se entienden muchas cosas y resulta más fácil trabajar. Es como un juego. Podemos darle otros nombres, como «pragmatismo esencial» o «esencial pragmatismo». Al pensar de ese modo me evito un montón de problemas.
    —Un punto de vista interesante.
    —No tanto. En realidad, todo el mundo lo piensa. Por cierto, tenemos un champán estupendo. ¿Quiere un poco?
    —Gracias, me encantaría.
    Mientras nos tomábamos una copa bien fría de champán, nos dimos cuenta de que teníamos conocidos comunes. Dado el reducido tamaño del mundillo donde nos movíamos, con tocar dos o tres hilos enseguida aparecían amistades compartidas. Por si fuera poco, mi hermana y ella se habían graduado por casualidad en la misma universidad. Las coincidencias ayudaron a que la conversación fluyera sin problemas.
    Los dos éramos solteros. Ella tenía veintiséis años, yo treinta y uno. Ella llevaba lentillas, yo gafas. A ella le gustó mi corbata, a mí su chaqueta. Hablamos sobre lo caro que resultaba el alquiler de nuestros respectivos apartamentos, nos quejamos del trabajo, del sueldo. Intimamos. Era muy atractiva, nada avasalladora. Estuvimos de pie conversando unos veinte minutos y no encontré una sola razón para no sentir simpatía por ella.
    Cuando la fiesta estaba a punto de terminar, la invité al bar del hotel para continuar a solas nuestra conversación cómodamente sentados. Al otro lado del ventanal se veía la lluvia silenciosa de principios de otoño. Tras la cortina de agua, las luces de la ciudad parecían enviar mensajes velados. El bar estaba casi vacío. Flotaba un silencio húmedo en el ambiente. Ella pidió un daiquiri helado, yo un whisky escocés con hielo.
    Bebíamos y hablábamos de las cosas de las que hablan un hombre y una mujer cuando acaban de conocerse y de darse cuenta de que se gustan. Nos contamos cosas de la universidad, de la música que preferíamos, de deporte, de nuestras costumbres diarias.
    Después le hablé del elefante. ¿Por qué surgió esa conversación? No sabría decirlo, no lo recuerdo. Creo que en relación con algo sobre los animales. A lo mejor quería darle mi punto de vista sobre la desaparición del animal a alguien dispuesto a escuchar. Quizá fue algo inconsciente o algo motivado por el alcohol.
    Nada más empezar a hablar de ello, en cambio, me percaté de que había elegido el tema de conversación menos adecuado en esa situación. No tenía que haber hablado del elefante. No sé cómo explicarlo, pero era un asunto concluido, cerrado.
    Quise cambiar de tema enseguida, pero mostró más interés de lo normal, y cuando le conté que había ido a verlo en muchas ocasiones, empezó a preguntarme sin parar. Quería saber cómo era, qué comía, cómo creía yo que se había escapado de allí, si de verdad representaba un peligro para la gente que vivía en la zona, cosas así. Le di algunas explicaciones vagas del estilo de las que publicaban los periódicos, pero ella debió de notar cierta frialdad en mi tono de voz. Nunca se me ha dado bien mentir.
    —¿No te sorprendió su desaparición? —preguntó como si nada mientras tomaba su segundo daiquiri—. Es imposible prever que un elefante pueda desaparecer de repente, ¿no te parece?
    —No, puede que no tanto.
    Alcancé una de las galletas saladas que nos habían servido como tentempié, la partí en dos y el camarero se acercó para cambiar el cenicero.
    Ella me miraba expectante. Saqué otro cigarrillo y lo encendí. Había dejado de fumar tres años antes, pero había recaído tras la desaparición del elefante.
    —¿Cómo que puede que no? ¿Quieres decir que sí se podía prever su desaparición?
    —No, por supuesto que no —respondí con una sonrisa—. No existen precedentes de algo así. No tiene ninguna lógica.
    —Pero tu respuesta ha sido muy extraña. He dicho que era algo imprevisible y tú que no tanto. Cualquiera habría estado de acuerdo conmigo, le parecería tan raro como a mí. ¿Entiendes lo que quiero decir?
    Asentí vagamente ylevanté una mano para llamar al camarero. Pedí otro whisky y hasta que no lo trajo se hizo el silencio entre nosotros.
    —No lo entiendo —dijo ella con un tono de voz tranquilo—. Hace apenas un momento, antes de salir el tema del elefante, teníamos una conversación normal, pero de pronto ha sucedido algo extraño. No lo entiendo. Pasa algo raro. ¿Se trata del elefante o son imaginaciones mías?
    —No son imaginaciones tuyas.
    —En ese caso eres tú. El problema está en ti.
    Metí el dedo en el vaso y removí los cubitos de hielo. Me gusta mucho el ruido que hacen al chocar con el cristal.
    —No diría que se trata de un problema. Más bien de algo sin demasiada importancia. No pretendo esconder nada, es que no confío en mi capacidad de contarlo como es debido. La historia es muy extraña, tienes razón.
    —¿Qué quieres decir?
    Me resigné. Di un sorbo al whisky y empecé a contarle la historia.
    —Puede que yo fuera el último que vio al elefante antes de desaparecer. Fue a las siete de la tarde del diecisiete de mayo. Su desaparición se notificó a mediodía del día siguiente. En ese intervalo de tiempo nadie lo vio. El recinto cerraba el acceso al público a las seis.
    —No llego a captar el hilo de la historia —dijo mirándome a los ojos—. Si el recinto cerraba a las seis, ¿por qué lo viste tú a las siete?
    —Hay una especie de colina justo detrás. Es propiedad privada y ni siquiera tiene un sendero propiamente dicho, pero desde allí se ve bien el recinto del elefante. Creo que soy la única persona que conoce la existencia de ese lugar.
    »Lo había encontrado por pura casualidad. Una tarde de domingo paseaba por allí cerca y me perdí. Me dejé llevar y al final di con él. Era un claro más o menos llano donde cabía una persona tumbada. Al mirar hacia abajo entre la vegetación vi el tejado del recinto del elefante. Más abajo, se veía un conducto de ventilación grande y, a través de él, el interior.
    »Iba de vez en cuando a ese lugar para contemplar al elefante cuando estaba dentro. Si me preguntasen por qué lo hacía, no sabría explicarlo. Quería ver al animal en su intimidad, nada más.
    »Si el interior estaba a oscuras no se veía nada, obvio, pero al anochecer el cuidador encendía la luz. Lo primero que noté fue que, cuando estaban solos allí dentro, entre ellos había una atmósfera mucho más íntima que cuando estaban fuera delante del público. Se apreciaba en sus muestras de afecto. Incluso llegué a pensar que, de cara a los demás, se esforzaban por ocultar sus emociones. Las guardaban para la noche, cuando podían estar a solas. Eso no significa que hicieran nada especial. Al elefante se le veía tan distraído como de costumbre y el cuidador se dedicaba a las tareas normales, lavarlo con un cepillo, recoger sus excrementos gigantes, limpiar cuando terminaba de comer. Sin embargo, era imposible no apreciar una calidez especial, una confianza entre ambos. El hombre barría el suelo y el elefante le daba golpecitos suaves en la espalda con su trompa. Me gustaba mucho observarlos.
    —¿Te gustan los elefantes desde pequeño? Quiero decir si te gustan otros aparte de ese en concreto.
    —Sí. Hay algo en ellos que me emociona. Siempre me ha ocurrido. No sé por qué.
    —Por eso estabas allí aquella tarde, ¿verdad? En mayo, el día…
    —Diecisiete. El diecisiete de mayo a las siete de la tarde. Ya anochecía y el cielo aún no estaba oscuro del todo, pero las luces del interior estaban encendidas.
    —¿No notaste nada raro?
    —Sí y no. No tengo una respuesta clara a esa pregunta porque no sucedió cerca de mí, al menos lo suficientemente cerca para convertirme en un testigo digno de confianza.
    —¿Qué ocurrió?
    Di un trago al whisky, aguado después de deshacerse los cubitos de hielo. Al otro lado de la ventana no dejaba de llover. Ni arreciaba ni amainaba. La lluvia parecía haberse convertido en un elemento más del paisaje.
    —Nada especial. El elefante y el cuidador cumplían con su rutina de todos los días. Uno limpiaba, el otro comía. A veces jugueteaban un poco y se daban muestras de cariño. Lo habitual. Lo único que me llamó la atención fue el equilibrio.
    —¿El equilibrio?
    —En tamaño, quiero decir. La proporción de sus cuerpos. Era distinta a lo normal, como si se hubiera reducido.
    Clavó la vista en el daiquiri durante un tiempo. El hielo también se había deshecho y el agua parecía querer mezclarse en el cóctel como si fuera una corriente marina.
    —¿Quieres decir que el cuerpo del elefante era más pequeño?
    —Tal vez el cuidador se había hecho más grande, no lo sé. Puede que sucedieran ambas cosas.
    —¿No dijiste nada a la policía?
    —Por supuesto que no. En primer lugar, no iban a creerme y si decía que observaba la escena desde un lugar escondido en la montaña, eso me convertiría en sospechoso.
    —¿Estás seguro de lo que dices?
    —Creo que sí, pero no me atrevería a afirmarlo. No tengo pruebas. Repito, veía el interior a través del conducto de ventilación. Observé durante mucho rato para confirmar si era cierto o no, así que no creo que me equivoque.
    »En aquel momento lo atribuí a una especie de ilusión óptica. Abrí y cerré los ojos muchas veces, sacudí la cabeza, pero la visión no cambiaba. Sin duda, el elefante parecía haber disminuido. Se me ocurrió que la ciudad había acogido a otro elefante más pequeño, pero no había leído la noticia en ninguna parte, era imposible que se me hubiera pasado por alto, y por tanto no me quedaba más alternativa que aceptar que, por alguna razón, el viejo elefante había disminuido de tamaño. Ese elefante de menor tamaño hacía las mismas cosas que el viejo. Cuando el cuidador le lavaba, golpeaba el suelo con la pata derecha de puro contento. También acariciaba la espalda del hombre con su trompa reducida. Era una escena extraña. Al observarla a través del conducto de ventilación, sentí como si solo en el interior de ese edificio fluyera un tiempo distinto, más fresco. El animal y su cuidador se desenvolvían encantados en ese nuevo medio que los envolvía, como si se abandonasen, quizás atrapados ya sin remedio.
    »No estuve allí más de media hora. Las luces se apagaron antes de lo normal, sobre las siete y media, y la escena se sumió en la oscuridad. Esperé por si se encendía la luz otra vez, pero nada. Fue la última vez que vi al elefante.
    —Entonces —intervino ella—, ¿crees que disminuyeron lo suficiente para colarse entre los barrotes o que desaparecieron sin más, sin dejar rastro?
    —No lo sé. Solo trato de recordar las cosas tal como las vi, ser lo más exacto posible. Más allá de eso no sé qué pensar. Lo que vi me produjo una impresión tan fuerte que no me siento capaz de ir más allá, de compararlo con algo.




    Esa era la historia sobre la desaparición del elefante. Como sospechaba desde el principio, era demasiado extraña para ser un tema de conversación entre un chico y una chica que acababan de conocerse, demasiado oscura, por decirlo de alguna manera. El silencio se apoderó de nosotros durante un tiempo. Después de hablar sobre un elefante que desaparece, un asunto del que no había mucho que decir, ni ella ni yo supimos de qué hablar. Ella acarició el borde del vaso con el dedo y yo leí veinticinco veces seguidas el texto impreso en el posavasos. No tenía que haberle hablado del elefante. No era una historia para contar alegremente.
    —Cuando era pequeña, nuestro gato desapareció —dijo ella al fin—. De todos modos, la desaparición de un gato no tiene nada que ver con la de un elefante.
    —Desde luego. Los tamaños no son comparables.
    Media hora más tarde nos despedimos en la entrada del hotel. Se había olvidado el paraguas en el bar y subí a buscarlo. Era un paraguas grande de color ladrillo.
    —Muchas gracias.
    —Buenas noches.
    Fue la última vez que la vi. Hablamos por teléfono en una ocasión sobre el artículo que iba a escribir. Me hubiera gustado invitarla a cenar, pero al final no lo hice. Mientras hablábamos me sentí insignificante.
    Me he sentido así muchas veces tras la desaparición del elefante. Aunque sienta el impulso de hacer algo, no veo la diferencia entre el resultado de hacerlo o no. A veces tengo la sensación de que a mi alrededor se ha roto el equilibrio del que disfrutaba antes. Quizá solo sea una ilusión, pero, desde el incidente del elefante, he perdido mi equilibro interior y muchas cosas me resultan extrañas. Creo que soy el único responsable.
    Aún vendo neveras, tostadoras y cafeteras en este mundo pragmático en el que vivimos, y para hacerlo uso imágenes que retengo en la memoria. Cuanto más pragmático soy, más se incrementan las ventas (la campaña tuvo un éxito inesperado) y más me acepta la gente a mi alrededor. Quizá por eso buscamos cierta uniformidad en la cocina, en su diseño, en el color, en la funcionalidad.
    Los periódicos casi nunca publican nada sobre el elefante desaparecido. Por lo visto, la gente se ha olvidado de que la ciudad alojó a un elefante durante un tiempo. Las hierbas del recinto donde vivía se han marchitado y en los alrededores ya se siente la atmósfera del invierno.
    El elefante y su cuidador desaparecieron sin dejar rastro. Nunca volverán. 

Haruki Murakami
El elefante desaparece



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