Hace cinco años Agnes me dejó. Hoy es Viernes Santo. He entrado en la iglesia y he mirado los paramentos. El único día del año en que voy a la iglesia. Miro con fijeza los paramentos y espero que me entren por los ojos, cubriéndolos. Estoy como poseída, el Viernes Santo. Sé bien que los paramentos permanecen más de un día. Para mí permanecen un día. No sé qué ocultan esos magníficos, exaltantes paramentos violeta. No tengo un conocimiento preciso de la Pasión. Me refiero a que no tengo práctica alguna de la liturgia. La crucifixión es para mí sin cuerpo. Sin alma. Es sin imagen. Sé qué son los clavos y la corona de espinas. Ornamentos, como una dote. Pero todo esto no me dice nada más. Quisiera yacer con todo esto y beber la sangre. No obstante ese día me convierto, por la gracia, por total ignorancia, en devota. Como los paganos. Me recojo. Estoy en unión con lo que está oculto. Si se trata de amor, no amo. Al menos no en ese momento. En que estoy de pie, arrodillada, y si nadie me ve me inclino en el suelo, y con la frente toco el mármol.
Vivo sola. Gano lo suficiente con mi sueldo. Hay una sombra sobre la luz, frágil. Desde la cúpula desciende otra luz, más afilada, gélida, castigadora. Fijo la mirada en la oscuridad de los paramentos, la verdad visionaria de la pequeña caja, el cofre dorado con la portezuela, el tabernáculo que encierra el ojo. Y que cierra una llave. Ese día soy devota. En ayunas. Permanezco en silencio. Durante la elevación me conmuevo y debo llorar. A veces, en Grecia, entraba en las iglesitas ortodoxas para honrar el iconostasio. Doy la limosna para las velas, dracmas desgastadas y pringosas. Para las velas color miel, color del sol apagado, de recuerdos. De fuego y arena, casi humanas al tacto. Frágiles, dúctiles, espíritus. Luego una mano las agarra todas, como si las agarrara por los pelos, y las tira en un recipiente con arena. Regresan allí de donde vienen. No las apagan. Las dejan arder hasta el último aliento. Están todavía rectas, encendidas. Se aflojan, se encaminan hacia la disolución, curvándose. Quien agarre las velas moribundas no sofoca el fuego. No quisiera velas de color. Me repugnan las velas pintadas. O las rojas. Las que imitan la Navidad. Se aplaude y todos ríen cuando en un cumpleaños se apagan de un soplo las velitas. Azules y rosa.
Deja que me vaya o te mato, eso me dijo poco antes de casarse. Aquel «deja que me vaya» me ofendió. El «te mato» me alegró mucho. Mientras diseñaba su vestido, era como hacerle un tatuaje en la piel. Las hojas de papel eran su piel. Y cuando se fue sentí alivio. El alivio que puede sentirse al ser abandonados. La casa me parecía más aireada y desolada. Su presencia se desvanecía. Y todos los días regresaba más. La madre de Agnes y yo jugamos a las cartas. También la madre de Agnes intenta tirárseme encima. Me dice que la hija siempre ha dormido con ella. ¿Y a mí qué me importa? Le ruego que no me hable de Agnes.
Entonces cojo una correa y la arrastro hacia la puerta. Se acurruca, la vieja, en el pasillo. Jadea. Sólo jugaremos a las cartas, promete. Nada más. No por ello le quito la correa. ¿Acaso no fue ella quien instigó a la hija a casarse? Muchas veces, al salir de la oficina, yo entraba en alguna tienda. Lo miraba todo, meticulosamente. Los frasquitos de perfume, las joyas. Las cámaras fotográficas. Sentía ganas de robar. Para ella. Hacía el gesto. Luego devolvía mi gesto, la idea del gesto, a su sitio. Compraba plantitas de orquídeas. Venían de Holanda. De Sudamérica. Las había visto también en el Mediterráneo. Crecer en la humedad. Blancas, ojitos violeta. Rosadas, pálidas, una expresión maligna. Acídulas. Amarillas. Duraban mucho. Poca tierra. Pocos nutrientes. Se despiertan con la oscuridad, de noche. Ávidas de compañía. Cuando se apaciguan, se convierten en pequeñas calaveras con sus pecheras. Diminutos pajaritos nocturnos. Me miran. Los miro.
Acabo de recibir la visita del marido de Agnes. Agnes estaba en el jardín. Olvidaba decirles que el marido tiene una deliciosa casita en el campo. Un pequeño reino para una pareja de recién casados. El jardín colinda con otros jardines. Y otros jardines, hasta los contenedores de la basura. La encontró dormida en una tumbona. En el regazo un libro de poesía. No me dijo el autor, es ignorante. Creo que es Robert Frost. Se lo regalé yo. La llamó. «Agnes, Agnes.» No quería despertarla. La vegetación se amodorraba en una calma maléfica, una calma violenta. Conozco el campo. En invierno, cuando está envuelto en un delicioso sudario. Ya saben, esa neblina, enojosa. Parece inerte, no lo está. Agnes. No puede contestar. Ni leer. El libro acaba de resbalarle de las manos. En el dedo, sólo el anillo que le había regalado yo. Sólo yo.
Imagino a un hombre loco de dolor en el hermoso jardín. Está fuera de sí. Lo entiendo. Entiendo cuando un hombre está trastornado. Me lo dice. Lo repite. Está trastornado. Me aburro ligeramente. No lo dejo traslucir. Soy la única que lo entiende. ¿No la he amado yo también? Antes que él. Somos dos los que la hemos amado. Amado de verdad. Dice. Es superfluo que él diga «de verdad». Pero la gente siempre habla demasiado. Añade. En lugar de quitar. Estoy tranquila. Muerte natural, dice. ¿Por qué? Pregunto, con poca curiosidad. Últimamente estaba inquieta. Ya no le oigo. Me dejo llevar. Mientras habla el hombre, yo divago. No experimento conmoción alguna. No siento dolor. El dolor ya ha sido. Ya no vuelve. Ya no visita. En casa, en la habitación, regresa el dolor. Como una gracia recibida. En mi casa. Como si sólo la casa fuera el lugar de la pérdida. Oigo todavía al hombre. Emplea la palabra felicidad en su mueca de dolor. Habrá tenido momentos de felicidad. ¿Qué se entiende por muerte natural? ¿No basta con decir: «Está muerta»? Fui feliz, repite en su dolor. Intenta hacer que pese sobre mí su felicidad y el dolor. Ha obtenido satisfacción a mi costa. Lo ha logrado. Ella me habría matado si no le hubiera dado satisfacción a aquel que sería su marido. Fue como un duelo. Le ofrecí el traje de novia, el anillo. Y algo que no puedo decir. Él dijo que le habría quitado el anillo. Yo pensaba: le ha quitado la vida. Así, como por decir algo. Pero el marido no lo oyó.
Ahora va a menudo al cementerio. No muy lejos de su jardín. Yo no. No creo en esas cosas materiales.
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El perturbador y depurado bisturí de Fleur Jaeggy / A propósito de 'El último de la estirpe'
Fleur Jaeggy / La flor del mal
Fleur Jaeggy / Sublime extrañeza
Fleur Jaeggy / Los hermosos años del castigo / Reseña de Enrique Vila-Matas
Claustrofóbica Fleur Jaeggy
Fleur Jaeggy / Las cosas desaparecen / Entrevista
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Fleur Jaeggy / El último de la estirpe
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Fleur Jaeggy / El velo de encaje negro
Fleur Jaeggy / Un encuentro en el Bronx
Fleur Jaeggy / La heredera
Fleur Jaeggy / La elección perfecta
Fleur Jaeggy / La sala aséptica
Fleur Jaeggy / Retrato de una desconocida
Fleur Jaeggy / Gato
Fleur Jaeggy / Ósmosis
Fleur Jaeggy / La pajarera
DANTE
Il doloroso incanto di Fleur Jaeggy
Fleur Jaeggy e Franco Battiato / Romanzi e canzoni «per anni beati»
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The Austere Fiction of Fleur Jaeggy
Fleur Jaeggy’s Mourning Exercise
The Single Most Pristine Certainty / Fleur Jaeggy, Thomas Bernhard, and the Fact of Death
Close to Nothing / The autofictional parodies of Fleur Jaeggy
The Monumental Lonerism of Fleur Jaeggy
Sacred Inertia / Review of I Am the Brother of XX & These Possible Lives by Fleur Jaeggy
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SHORT STORIES
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