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martes, 30 de agosto de 2022

Lucia Berlin / B.F. y yo

 



Lucia Berlin
B. F. y yo


    Me gustó de entrada, nada más hablando con él por teléfono. Voz áspera, pausada, en la que se adivinaba una sonrisa… y sexo, ya saben a qué me refiero. De todos modos, ¿cómo es que nos hacemos una idea de la gente solo por su voz? La señorita de información telefónica es entrometida y condescendiente, y ni siquiera es una persona de verdad. Y cuando el tipo de la televisión por cable dice que nuestra satisfacción es una prioridad para ellos y quieren complacernos, lo delata el tono de desdén.


    Durante un tiempo fui operadora en la centralita de un hospital, me pasaba el día hablando con médicos a los que nunca veía. Todas teníamos nuestros favoritos y otros a los que no soportábamos. Ninguna había visto nunca al doctor Wright, pero tenía una voz tan suave y cálida que estábamos enamoradas de él. Si había que avisarlo por megafonía, cada una ponía un dólar en el tablero, hacíamos carreras para contestar las llamadas y a quien le tocara la suya ganaba el dinero y decía: «Oh, qué tal, doctor Wright. Lo requieren en la U CI , señor». Nunca llegué a ver al doctor Wright en persona, pero cuando conseguí un puesto en Urgencias acabé conociendo a todos los médicos con los que había hablado por teléfono. Pronto me di cuenta de que eran exactamente como los imaginábamos. Los mejores facultativos eran los que contestaban enseguida, claros y educados, mientras que los peores eran los que nos gritaban y soltaban cosas como: «¿Acaso contratan a deficientes en la centralita?». Eran los que dejaban que a sus pacientes los visitaran en Urgencias, los que derivaban al hospital del condado a los enfermos con cobertura médica de los servicios sociales. Curiosamente los de voz sensual eran igual de sensuales en la vida real. Pero no, no puedo explicar que el timbre de la voz revele que alguien se acaba de despertar o quiera irse a la cama. Piensen en la voz de Tom Hanks, por ejemplo. Bueno, olvídenla. Ahora en la de Harvey Keitel. Y si Harvey no les parece sexy, basta con que cierren los ojos.
    Resulta que yo tengo una voz muy bonita. Soy una mujer fuerte, incluso fría, pero a todo el mundo le parezco encantadora por mi voz. Suena joven, a pesar de que tengo setenta años. Los empleados de Pottery Barn tontean conmigo. «Eh, apuesto a que va a disfrutar mucho tumbada en esta alfombra». Cosas por el estilo.
    Hace días que intento encontrar a alguien que me cambie las baldosas del cuarto de baño. La gente que se anuncia en el periódico para hacer faenas esporádicas, pintar y demás, en realidad no quiere trabajar. Justo ahora están muy ocupados, o salta un contestador con Metallica de fondo y no te devuelven la llamada. Después de seis intentos, B. F. fue el único que me dijo que se pasaría. Contestó al teléfono: Sí, aquí B. F.; así que le dije: Hola, aquí L. B. Y se rio, sin ninguna prisa. Le expliqué que necesitaba embaldosar un suelo y me dijo que era mi hombre. Podía venir cuando quisiera. Imaginé a un veinteañero espabilado, guapo, con tatuajes y el pelo de punta, una camioneta descubierta y un perro.
    No se presentó el día que acordamos, pero llamó a la mañana siguiente; dijo que le había surgido un imprevisto, que si podía pasarse luego. Claro. Esa tarde vi la camioneta, oí que llamaba a la puerta, pero tardé un poco en ir a abrir. Estoy fatal de la artritis, y para colmo me enredé con el tubo de mi mascarilla de oxígeno. ¡Paciencia, amigo!, grité.
    B. F. estabaagarrado a la pared y a la baranda, jadeando y tosiendo después de subir los tres escalones. Era un hombre enorme, alto, muy gordo y muy viejo. Incluso desde fuera, mientras recobraba el aliento, noté su olor. Tabaco y lana sucia, sudor rancio de alcohólico. Tenía unos ojos azules de querubín inyectados en sangre, y sonreía con la mirada. Me gustó de entrada.

    Dijo que probablemente no le iría mal un poco de aquel aire mío. Le sugerí que se hiciera con un tanque, pero me contestó que le daba miedo saltar por los aires al encender un cigarrillo. Fue directo hacia el cuarto de baño. Tampoco es que hiciera falta que le enseñase el camino. Vivo en una caravana y no hay muchos sitios donde pueda estar. Pero entró sin más, sacudiéndolo todo con sus pisotones. Tomó algunas medidas y luego se fue a sentar en la cocina. Seguí respirando su fuerte olor. El tufo para mí fue como la magdalena, evocándome al abuelo y al tío John, para empezar.
    Los olores feos tienen su encanto. El rastro de una mofeta en el bosque. Estiércol de caballo en las carreras. Una de las mejores cosas de los tigres en el zoo es ese hedor salvaje. En las corridas de toros siempre me gustaba sentarme en las gradas más altas para verlo todo, como en la ópera, pero si te quedas junto a la barrera puedes oler al toro.
    B. F. me pareció exótico de puro sucio. Vivo en Boulder, donde no hay suciedad. Nadie va sucio. Incluso la gente que va a correr parece recién salida de la ducha. Me pregunté dónde iría a beber, porque en Boulder tampoco he visto nunca un bar sucio. Parecía un hombre al que le gustaba hablar mientras bebía.
    Hablaba consigo mismo en el cuarto de baño, gruñendo y jadeando al agacharse en el suelo para medir el mueble de las toallas. Cuando se las arregló para ponerse de pie, mascullando entre dientes, juro que toda la casa se balanceó. Salió y me dijo que necesitaba cuatro metros cuadrados. ¿No es increíble?, le dije. ¡Compré cuatro y medio! Vaya, tienes buen ojo. Dos buenos ojos. Me sonrió, mostrando su dentadura postiza.
    —No se podrá pisar durante setenta y dos horas —me explicó.
    —Qué locura. Nunca he oído semejante barbaridad.
    —Bueno, pues es así. Las baldosas han de fraguar.
    —Jamás en la vida he oído a nadie decir: «Fuimos a un motel mientras fraguaban las baldosas». O: «¿Me puedo quedar en tu casa hasta que mis baldosas fragüen?». Ni una sola vez he oído mencionar nada parecido.
    —Debe de ser porque la mayoría de la gente que pone baldosas tiene dos cuartos de baño.
    —¿Y qué hace la gente que tiene solo uno?
    —Dejar la moqueta.
    La moqueta ya estaba cuando compré la caravana. Naranja de hebras largas, manchada.
    —No soporto esa moqueta.
    —No te culpo. Solo digo que las baldosas no se deben pisar en setenta y dos horas.
    —Imposible. Tomo Lasix para el corazón. Voy al baño veinte veces al día.
    —Bueno, entonces adelante, písalas. Pero si las baldosas se mueven, no vengas a reclamar, porque yo soy un profesional.
    Acordamos un precio por la obra y dijo que volvería el viernes por la mañana. Saltaba a la vista que estaba dolorido de agacharse. Casi sin resuello, salió de la casa cojeando, aunque tuvo que pararse en la encimera de la cocina y luego en la estufa de la sala de estar. Al pie de la escalera encendió un cigarrillo y me sonrió. Encantado de conocerte. Su perro esperaba pacientemente en la camioneta.
    El viernes no se presentó. Tampoco llamó por teléfono, así que el domingo intenté localizarlo. No contestaron. Encontré la página del periódico con los otros números. Tampoco contestó ninguno. Imaginé una taberna del Oeste llena de embaldosadores, todos con botellas o cartas o vasos en la mano, dormidos con la cabeza recostada en la mesa.
    Ayer me llamó. Contesté y dijo:
    —¿Qué tal todo, L. B.?
    —Fenomenal, B. F. Me preguntaba si volvería a verte.
    —¿Te va bien que me pase mañana?
    —Por mí perfecto.
    —¿A eso de las diez?
    —Claro —dije—, cuando quieras.

Lucia Berlin
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