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miércoles, 17 de noviembre de 2021

Linn Ullmann / El camino 3

 


Linn Ullmann
EL CAMINO
 
3


    La maleta estaba en el maletero y Erika al volante. Hasta ese momento no había cometido un solo error en la conducción. Estaba anocheciendo. Eran casi las cuatro y ya empezaba a anochecer. La nieve caía con más intensidad. Quería llegar a Örebro, había reservado una habitación en el Gran Hotel, donde, según Laura, debía alojarse porque era un hotel muy bonito, así no tendría que parar en Karlstad, y al día siguiente le quedaría menos distancia por recorrer. Erika dijo en voz alta:
    —Conduzco despacio. Me acuerdo de que tengo que mirar por el retrovisor cada cinco segundos. Soy yo quien decide en el coche. Voy a Örebro.
    Sus hijos estaban bien. Magnus había ido de viaje con el colegio a Polonia. Iban a visitar los campos de concentración de Auschwitz y Birkenau, claro está, y uno o dos más cuyos nombres no recordaba. Ahora estaba en Cracovia. Le había enviado un mensaje contando que se había comprado una chaqueta y un pantalón, que todo era más barato allí que en Noruega. De los campos no decía nada. Su hija, Ane, se las apañaba sola, estaba en casa de una amiga. Ane le había enviado un mensaje que decía: «Hola mamá. Buen viaje:—). Conduce con cuidado. ¿Puedo dormir en casa de N, en lugar de en la de B?:— Papá dice OK».
    Erika pensó en el amplio piso de Oslo en el barrio de Grünerløkka, justo enfrente del parque Sofienberg, donde vivía con sus hijos. Ahora estaba vacío. Vacío porque Erika había decidido ir a ver a su padre, que se había convertido en el viejo de la isla de Hammarsö.
    Había decidido ir a Hammarsö, donde no había estado desde hacía veinticinco años.
    Ir a ver a Isak, con quien solo hablaba por teléfono.
    Isak tenía un hilo de voz cuando hablaron por última vez.

    —¿Cómo estás realmente, Isak?
    —Es como un pequeño epílogo de todo el conjunto, Erika —contestó él.
    —Puedo ir a verte.
    Se arrepintió inmediatamente.
    —Nunca quieres venir —dijo Isak.
    —No, pero ahora quiero —dijo Erika.
    —No has estado aquí desde que tenías... ¿Cuántos años? ¿Quince? ¿Dieciséis?
    —Catorce. No he estado en Hammarsö desde que tenía catorce años —contestó Erika.
    —¡Catorce años! ¡Coño! ¡No has venido aquí en...! ¿Qué edad tienes ya?
    —Treinta y nueve —contestó Erika.
    Isak guardó silencio. Luego dijo:
    —¿Ya tienes treinta y nueve años?
    —Sí.
    —Ya no eres tan joven —dijo.
    —Así es, Isak. ¡Tú tampoco!
    —¿Y qué edad tiene Laura?
    —Laura tiene treinta y siete.
    Isak no dijo nada, pero Erika añadió:
    —Y, por si te lo estás preguntando, Molly tiene treinta.
    —Llevas veinticinco años sin venir. No veo ninguna razón para que vengas ahora —dijo Isak.
    —Tal vez ha llegado al momento de que vaya.
    —Pero ¿ahora? ¿Vas a venir ahora? Hace mal tiempo. Han pronosticado tormentas de nieve. Nadie quiere estar aquí cuando hay tormenta.
    —Ya nos inventaremos algo que hacer —dijo Erika.
    —Yo ya no invento cosas. Tengo casi noventa años.
    —Tienes ochenta y cuatro —le corrigió Erika—. Podemos ver un DVD. ¿Tienes aparato para verlos?
    —No.
    —Bueno, entonces me llevaré vídeos.
    —No vengas, Erika. Lo único que haremos será mostrarnos corteses el uno con el otro, y eso es agotador para alguien de mi edad.
    —No me importa. Iré a verte —insistió Erika.

    Se arrepentía. No quería. No quería verlo. No soportaba su presencia física. Con el teléfono bastaba y sobraba. Pero se dejó llevar. La niña se dejó llevar. Un hilo de voz del viejo en el teléfono. La imagen de una vida sin padre. «Es como un pequeño epílogo de todo el conjunto, Erika.»

    Existe una fotografía. Dos hermanas con el cabello largo y rubio están cogidas de la mano; formales, corteses, serias, como dos jefes de Estado de sendos países liliputienses.

    Cada verano entre 1972 y 1979 Erika viajaba sola en avión de Noruega a Suecia para que Elisabet pudiera descansar la cabeza y distender sus nervios, que se habían estado rizando durante todo el invierno y la primavera. Erika estaba de acuerdo con su madre en que ya «era hora de que el gran Isak Lövenstad se responsabilizara de su hija por una vez».
    «Pero debes saber que es para mí una gran alegría, una alegría muy grande, ser tu madre, Erika, decía Elisabet.»
    Cada vez que Elisabet hablaba de la enorme satisfacción que le producía ser la madre de Erika, lo que hacía a menudo y siempre de improviso, se inclinaba sobre Erika, la cogía en brazos y la cubría de besos por todo el cuerpo. ¡Beso! ¡Beso! ¡Beso! ¡Mi niña maravillosa! Era una mezcla de besos y cosquilleo, y a Erika no le gustaba que le hicieran cosquillas, se quedaba sin aliento, quería escapar y desaparecer. Y sin embargo dejaba escapar una risa sofocada. Resulta imposible no reírse cuando te hacen cosquillas, y era imposible enfadarse con Elisabet.
    Erika intentaba decirle a su madre que le gustaban los besos, no las cosquillas, pero resultaba difícil encontrar las palabras adecuadas. No lo conseguía. Elisabet lo malinterpretaba, creía que Erika pedía más besos con cosquillas y abrazaba a su hija, la tenía apretada mientras le hacía aún más cosquillas, y se reían tanto que acababan jadeando las dos.

    Antes de que Erika fuera a Hammarsö por primera vez en el verano de 1972, Elisabet le dijo un montón de cosas. Le dijo que debía recordar cambiarse de bragas todos los días y que no contara con que la mujer de Isak le sacara ropa limpia cada mañana. Le dijo que debía acordarse de dar las gracias después de las comidas y no dar la impresión de ser una niña mimada. Le dijo que debía acordarse de mostrar a Isak y a su nueva mujer la carta de fin de curso de la señorita, que estaba llena de elogios sobre el rendimiento de Erika en el colegio. Erika leía muy bien, escribía muy bien, sumaba muy bien, levantaba la mano a menudo en clase, trabajaba muy bien en grupo, trabajaba muy bien por su cuenta, era muy ordenada para sus cosas, pero no era tan buena en gimnasia ni en la relación con sus compañeros. Erika buscaba en cambio la cercanía de los profesores y parecía insegura durante los recreos. La señorita escribió que Erika podría esforzarse más con sus dibujos; por ejemplo, había entregado un dibujo de un oso polar que no parecía un oso polar. El dibujo recordaba más a un monstruo marino con grandes dientes, fauces goteando saliva y ojos llorosos. El objetivo era, escribió la señorita, dibujar un oso polar realista. Pero, aparte de ciertos comentarios críticos, la carta de fin de curso era mucho más positiva que negativa, opinó Elisabet tras haberla leído varias veces, y por consiguiente merecedora de ser mostrada al padre de la criatura. Elisabet le dijo que tendría que acordarse de llamarla al menos cada dos días para contarle cómo le iba, y que si se olvidaba de hacerlo ella se preocuparía muchísimo. Elisabet no quería llamar a Hammarsö por si respondía la nueva mujer de Isak. Le dijo que no debía olvidar que su padre tenía un temperamento terrible, pero que no era con mala intención, es decir, sí que era con intención, pero no era tan peligroso como podía parecer en un primer momento. Que no se preocupara si Isak se ponía a rugir. Al menos, que no se preocupara demasiado. Elisabet le dijo que Isak tenía una lengua tan veloz como el rayo, que a veces era capaz de salírsele de la boca y vomitar veneno. «Pero una puede elegir morir de ello o no», añadió.
    Elisabet no dijo nada de que la nueva mujer de Isak tuviera un nombre y que ese nombre era Rosa. (¡Qué bonito! ¡Como una flor!) Tampoco dijo nada de que Isak y Rosa tuvieran una hija de casi seis años, que esa hija se llamaba Laura y que Laura erahermana de Erika.

    Erika y Laura llevaban unos pantalones cortos que se les habían quedado pequeños y desgastadas camisetas de color rosa. Las dos tenían el cabello largo y rubio, largas piernas tostadas de muñeca Barbie y pequeñas posaderas de niña que se movían cuando recorrían el largo camino entre la tienda y la casa de Isak, cada una con un polo que se derretía en la mano. Los hombres se volvían para mirarlas, pensando cosas indecibles, pero a las hermanas no les interesaban los hombres; tenían de sobra con controlar el polo que se les pegaba a las manos y les manchaba las camisetas.

    O se tumbaban en la alta hierba del prado delante de la casa blanca de caliza que Isak había comprado cuando Rosa estaba embarazada de Laura.
    —Somos hermanas, ¿verdad? —preguntó Laura.
    —Hermanastras —le contestó Erika—. Es muy distinto.
    —Sí —dijo Laura.
    —Tenemos madres diferentes, y hay que tener la misma madre para ser hermanas de verdad —le explicó Erika.
    —Y el mismo padre —añadió Laura.
    Erika se quedó pensando.
    —Es un poco como el falso crup —dijo al fin—. No es auténtico ser hermanastras —añadió, y se puso a cantar—: Medio. Falso. Mentira. Fraude.
    —¿Qué es el falso crup? —preguntó Laura.
    —Una enfermedad —respondió Erika.
    —¿Qué clase de enfermedad? —preguntó Laura.
    —Los niños no pueden respirar —contestó Erika—. La cara y la boca se les ponen azules y croan así... —Erika abrió la boca como croando, con una tos, silbante, desde lo más profundo de la garganta, luego se llevó las manos al cuello y empezó a temblar con todo el cuerpo.
    Laura se rió por lo bajo y se tumbó a su lado. A Erika le apetecía coger la mano de su hermana, era tan pequeña y tan fina... En cambio, dijo:
    —Cuando era pequeña tuve falso crup. Mi madre estaba completamente sola en el mundo. Sola y abandonada. Y yo casi me muero. Mi madre estaba completamente sola, conmigo fuera, en medio de la noche de invierno, llorando.
    Laura se quedó muy callada, quería contar una historia parecida sobre su madre, pero no se le ocurría ninguna. Rosa no estaba nunca sola y abandonada. Rosa no habría estado nunca fuera en la noche de invierno llorando, nunca se le habría ocurrido semejante locura. Una vez, en invierno, Laura se había quitado el gorro al volver del colegio a casa y lo había metido en la cartera. Rosa se enfadó tanto que consiguió estar sin hablar durante al menos diez minutos. Estaba segura de que Laura iba a coger una pulmonía, y aunque Rosa no solía equivocarse, aquella vez se equivocó. Nadie se puso enfermo.
    —Pero, claro, hay algo aún peor que el falso crup —prosiguió Erika.
    —¿Qué es? —preguntó Laura.
    —¡Crup auténtico! —dijo Erika, sin estar totalmente segura de lo que era el Crup auténtico. Pero seguro que era peor que el falso crup—. Entonces no tienes ninguna posibilidad de sobrevivir —añadió—. Te mueres y ya está. Se acabó.
    —Pero... —dijo Laura. Quería más detalles.
    Erika la interrumpió con un aullido. Si gritaba no tendría que dar tantas explicaciones. Se levantó y se fue dando tumbos por el prado gritando «socorro, socorro, no puedo respirar, tengo crup, tengo crup», y al final se dejó caer junto a Laura.

    Erika estaba tumbada en medio del prado florido, sentía picores debajo de la rodilla y en los tobillos, en la nuca y en la cabeza, los bichos reptaban por ella; era la garrapata que le estaba chupando la sangre. Cuando las garrapatas atacaban, en casa de Isak se formaba un gran revuelo. Fästing, se decía en sueco. Era más bonito que su nombre en noruego: flått
. Cuando se te pegaba una garrapata, tanto Isak como Rosa te miraban las axilas, se inclinaban sobre tu trasero o tu pierna y te apartaban el cabello de la nuca para examinarla. Era un poco como ir al colegio con un pantalón nuevo, todos tenían que felicitarte por el nuevo pantalón; resultaba bonito y desagradable a la vez. Era bastante interesante, por ejemplo, cuando se quitaba la garrapata con mantequilla y unas pinzas, sobre todo cuando se había hecho grande y gorda y estaba de color lila de tanta sangre, y a punto de reventar. Si la apretabas, salía sangre. Lo importante era que no se quedara dentro la cabeza. Eso era peligroso y podía acabar en una septicemia, decía Rosa. Una astilla en el dedo también podía acabar en una septicemia si estaba demasiado tiempo incrustada, o si no se conseguía sacarla del todo. La septicemia podía dar lugar a espasmos febriles, que a su vez darían lugar a gangrena, y finalmente a la amputación, a veces sin anestesia por las prisas. Por ejemplo, se tenía que cortar un brazo o una pierna, mientras el infortunado estaba despierto y consciente solo porque la garrapata o la astilla no se habían extraído correctamente.
    Más allá de los árboles, a cien metros de la rugosa playa gris de piedras y el mar plateado, estaba la casa de caliza blanca de Isak. Erika se decía: Soy Erika Lövenstad. Isak Lövenstad es mi padre. Vivimos en esta isla, mi hermana se llama Laura y yo soy la mayor.
    Abrió los ojos y miró fijamente el cielo azul.

    Los días de verano no se podían distinguir uno de otro, ni tampoco los veranos. Erika y Laura se tumbaban en la hierba alta delante de la casa y leían la revista del PatoOle-Pette Donald y más tarde Starlet, aunque en realidad eran aún demasiado jóvenes para leerla. Comían fresas silvestres y se manchaban las manos y la boca de rojo. El sol brillaba todos los días, y era tiempo de fuera, lo que significaba que no se podía entrar en casa a molestar. El tiempo de fuera se había establecido por decreto. No se discutía, ni se había explicado nunca. Todo el mundo sabía lo que era. Era inalterable, como el sol, la luna y las estaciones del año. Tiempo de fuera significaba que había que estar fuera. No se podía entrar en casa a beber un vaso de agua o al servicio, porque las tuberías sonaban e Isak las oía. No se podía entrar en la habitación a buscar algo si se te había olvidado sacarlo (por ejemplo, una pelota de tenis para jugar al siete), porque el suelo de madera crujía. Todo esto lo aprendió Erika la primera semana en Hammarsö. Cuando se molestaba a Isak, este perdía la concentración y su jornada de trabajo quedaba arruinada. Si eso sucedía, saldría disparado de su despacho, se colocaría en medio de la cocina y se pondría a lanzar rugidos. Laura habló (por una vez sin ninguna interrupción) de los rugidos de Isak, del miedo que había pasado una vez sola con él en la cocina, de lo blanquísima que se le había puesto la cara a su padre de tanto bramar. Primero blanca, luego roja, y al final morada, como una garrapata a punto de explotar. Isak estaba tan enfadado que le salía baba de la boca.

    No había ninguna razón para no creer a su hermana, pensaba Erika. Su madre le había advertido del genio de Isak antes de que fuera a Hammarsö, pero ella no lo había llamado genio, sino temperamento. Elisabet le había dicho varias veces que no debía molestar a Isak mientras trabajaba, porque se arriesgaba a desencadenar su temperamento, y eso no era aconsejable. A veces Erika se imaginaba el temperamento de Isak como un barril de plutonio dentro de su cabeza, justo debajo del hueso del cráneo. No hacían falta muchas alteraciones atmosféricas para que todo saliera mal, el tonel se volcara, y el plutonio, de color morado claro, se derramara por el suelo.

    Mientras estaban tumbadas en la hierba alta, Erika le contó a su hermana menor que una vez, de pequeña, había ido con Elisabet a un teatro de títeres en el Frognerparken.
    —¿Frognerparken? —preguntó Laura.
    —Frognerparken es un parque de Oslo —le contestó Erika.
    Suecia tenía ABBA, a Björn Borg, dos canales de televisión y el parque de atracciones Gröna Lund. Y aunque lo más maravilloso que un adulto sueco podía decir a Erika era que hablaba muy bien el sueco, sintió un leve cosquilleo en el estómago al pronunciar las palabras «en Oslo», como si Oslo fuera algo desconocido, luminoso y lejano, con grandes parques y anchas calles.

    Le contó a Laura que había un muñeco con ojos negros pequeños como la cabeza de un alfiler, una enorme nariz roja y una boca torcida hacia abajo. Parecía muy triste. Más apenado que enfadado o malhumorado. El muñeco llevaba un traje gris, corbata marrón y zapatos negros, era flaco, enjuto y calvo; «Buenos días, mi nombre es señor Cráneo de Madera», repitió muchas veces, era su única frase, y cada vez que se encontraba con otro muñeco en el escenario, se llevaba la mano a la cabeza para quitarse la parte de arriba, como una tapadera, se inclinaba y decía «Buenos días, mi nombre es señor Cráneo de Madera», como si la coronilla de su cabeza fuera un sombrero.

    El público se reía cada vez que el señor Cráneo de Madera hacía eso, Erika también se reía, y cuando le habló de él a Laura, esta se rió tan alto que Erika tenía que superarla, y las dos se reían tanto que tuvieron que ponerse boca abajo y morderse las manos para que las risas no se fueran con el viento por el prado, bajaran el camino de gravilla, atravesaran las paredes de la casa, entraran en el despacho de Isak, y desencadenaran su furia.
    Pero les resultaba muy difícil no reírse cuando bailaban en la hierba jugando a ser el señor Cráneo de Madera.

    Día tras día se tumbaban en la hierba alta del prado, que se extendía ante la casa, junto al mar. Tal vez fueran las dos. Ellas no podían oírlo, pero en el salón, que estaba al lado del despacho de Isak, hacía tictac el reloj de péndulo que daba las horas y las medias. No podían verlo, pero sabían que Isak estaba trabajando en su escritorio o elaborando algún misterioso invento, en realidad desconocían en qué consistía su trabajo, pero tenía algo que ver con mujeres, partos, tripas hinchadas y fetos muertos.

    Fue Laura la que primero descubrió al niño de las piernas como palillos. El niño corría. Laura le dio unos golpes a Erika en el costado, señalándolo, pero ninguna de las dos dijo nada. Erika vio lo que Laura señalaba, aunque corría tan deprisa que no pudo ver que se trataba de un niño, igualmente podría haber sido un animal o un extraterrestre. Pero poco a poco se dio cuenta de que era un niño de su misma edad, con camiseta y pantalón corto. Tenía las rodillas ensangrentadas. Era como si hubiera surgido de la nada, simplemente apareció en el paisaje que rodeaba la casa de Isak, pero Erika pensó que venía de la playa y se había caído en las piedras, y por eso tenía las rodillas ensangrentadas. El niño no se fijó en Erika y Laura, que estaban tumbadas en silencio en la hierba, escuchando. Cruzó el prado corriendo tan cerca que podían oír sus zapatillas deportivas golpear el suelo. Pudieron oír su respiración mejor que la suya propia. Pasó corriendo por delante de ellas y cruzó el límite entre el prado y el camino privado de gravilla que bajaba hacia la casa de Isak. Atravesó la verja, el grupo de pinos torcidos por el viento, el lugar donde estaban las fresas silvestres que ya habían cogido y pasó al lado del coche familiar verde de Isak. Erika miró a Laura y esta miró a Erika, y las dos volvieron a mirar al niño. Debía de ser de la edad de Erika, quizá incluso tuviera un año más, o tal vez no. Tenía el cabello castaño y corto, y unas largas piernas flacuchas, y en su camiseta ponía i'veOle-Pette beenOle-Pette toOle-Pette niagaraOle-Pette falls. Bajó corriendo el camino hacia la casa de Isak y de pronto se cayó en la gravilla. Laura se incorporó, pero Erika volvió a empujarla hacia la hierba. El niño yacía tendido en el suelo boca abajo y así estuvo mucho tiempo, o al menos eso les pareció. Al final se levantó y se miró las rodillas. Erika notó un cosquilleo en las suyas. El niño ya se había hecho daño antes en las piedras de la playa y estaba sangrando; Erika pudo verlo con sus propios ojos, y ahora acababa de caerse otra vez en la gravilla, y tendría que quitarse todas las piedrecillas de las heridas. Escocía. Tal vez deberían ayudarlo. Tal vez Laura y ella deberían levantarse y acercarse a él, pero permanecieron tumbadas. Era Erika la que decidía. Ella era la mayor. Erika seguía tumbada en la hierba con una mano en la espalda de Laura, de modo que también ella seguía tumbada. El chico se levantó. Se quedó un rato quieto mirando a su alrededor, con el cuerpo tenso, antes de echar a correr de nuevo. Corrió todo el camino hasta la casa, todo el camino hasta la casa de Isak, y allí se detuvo. El chico se paró delante de la casa y llamó a la puerta. Él no sabía que era tiempo de fuera. No sabía que el tiempo de fuera estaba establecido por decreto. Ni siquiera sabía lo que era el temperamento. Llamó varias veces al timbre. Erika pudo ver cómo lo pulsaba una y otra vez, incluso treinta años después era capaz de verlo delante de la puerta de Isak y, como nadie abría, empezó a golpear la puerta; cerró los puños y golpeó. Erika se volvió hacia Laura, que no podía oír ni el timbre ni los golpes porque se había tapado los oídos con las manos y cerraba los ojos apretándolos con fuerza. Erika sabía que al cabo de unos instantes Isak abriría la puerta y que ya era demasiado tarde para levantarse y correr hasta el chico y salvarlo.

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