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viernes, 19 de abril de 2019

Luis Harss / Carlos Fuentes o la nueva herejía


Carlos Fuentes

Luis Harss
Carlos Fuentes
O la nueva herejía
       Mientras crecen los viejos problemas nacen otros nuevos. En México, una tierra de conflictos hercúleos, se suceden como las estaciones de la cruz. En los últimos años se ha metropolitanizado la «raza cósmica», y las angustias de las multitudes urbanas han dado un nuevo aspecto a su literatura.

          La literatura mexicana moderna, como tantas cosas en el México de hoy, comienza con la revolución de 1910, una explosión que extendió su fuerza liberadora a todos los confines de la vida y la cultura del país. Fue 1910 el año de la reapertura de la Universidad Nacional, que había clausurado el emperador Maximiliano; el año en que agonizó el modernismo, cuando González Martínez decidió «torcerle el cuello al cisne»; el año de la gran exposición de arte que reveló a Orozco, Rivera y Siqueiros; y también el año en que Vasconcelos reunió a una juventud entusiasta para encender las antorchas del Ateneo de la Juventud. Pocas décadas antes, el apático Maximiliano había muerto fusilado por Benito Juárez, cuyo programa de reforma agraria quiso demoler el latifundismo parasitario que venía estrangulando la economía del país desde la época de la conquista. Pero las propiedades confiscadas que puso Juárez en subasta en realidad sólo cambiaron de manos. Bajo su calamitoso sucesor, Porfirio Díaz, se instaló en el poder una nueva clase privilegiada, de origen mercantil, la «aristocracia del Porfiriato», positivista y europeizante, que gobernó por medio del favoritismo, el monopolio y la centralización. La revolución, esencialmente burguesa a pesar de sus héroes campesinos, fue el despertar de la conciencia nacional, «una súbita inmersión», como lo ha expresado Octavio Paz, «de México en su propio ser». Fue un tiempo de caos sin rumbo en que un México heredero de un distante liberalismo europeo que podía ofrecerle inspiración pero no ideología —la revolución rusa era todavía cosa del futuro— se vio obligado a extraer «de su fondo y entrañas, casi a ciegas... los fundamentos del nuevo estado». Tuvo que generarse espontáneamente ante el «estallido de la realidad», y en esta repentina «voluntad de encarnación» descubrió que de la noche a la mañana «se había atrevido a ser». Improvisándose una fisonomía, se replegó primero sobre sí mismo, volviendo la mirada hacia la colonia o el pasado indígena. Revivieron los fósiles que dormían bajo las estructuras feudales, y de pronto, arrancándose la máscara del europeísmo, México se declaró arrogantemente mexicanista. Pero el mexicanismo debía ser no sólo la recuperación de lo perdido, sino además la anticipación de un porvenir. Los mexicanistas en cierta forma reivindicaron esa visión utópica que, como ha observado Alfonso Reyes, trajeron al Nuevo Mundo —un mundo creado por la imaginación europea— los descubridores. «Nuestro continente —confirma Paz— es la tierra, por naturaleza propia, que no existe por sí, sino como algo que se crea y se inventa. Su ser, su realidad o sustancia, consiste en ser siempre futuro, historia que no se justifica en el pasado, sino en lo venidero». Y así, en el momento catalizador de la revolución, vemos un México utópico, a la vez espontáneo y premeditado, que bebiendo en la fuente inicial busca la imagen de su finalidad.
          En literatura, por ese tiempo, al quebrar el modernismo, se derrumbaba la torre de marfil. Ya los mismos modernistas, esos implacables sibaritas espirituales que habían contribuido tanto a la internacionalización del arte americano, habían bajado del Parnaso en su última época para celebrar las glorias supuestas o reales de la tradición local. Hacia 1905 Darío había perseguido fervientemente la quimera indianista. Si cayó en la mitomanía, su «Canto a la Argentina» era sin embargo a su manera una orgullosa afirmación de los valores culturales latinos contra las intrusiones del «Coloso del Norte». Darío, cumpliendo un viejo itinerario latinoamericano, adivinó las realidades de su continente desde ultramar, y reconoció su identidad cuando estaba a punto de perderla. No fue el único que para acabar donde empezó tuvo que dar la vuelta al mundo. «Para volver —dice Paz, que habla con conocimiento de causa—, primero hay que arriesgarse a partir. Sólo el hijo pródigo regresa». Y así fue en México, donde hijos tan pródigos de la revolución como el chirriante modernista López Velarde no vacilaron en invertir sus mejores esfuerzos, líricos y prácticos, en la causa de la nacionalidad.
          Los miembros del Ateneo de la Juventud propalaron la causa a los cuatro vientos, y el entusiasmo, que a veces llegó hasta el frenesí, fue general. Militaba ya la «Generación de 1915», en la que agarró vuelo brevemente el movimiento «colonialista», que se dedicó a adorar las reliquias de la época colonial, y aparecieron enseguida los famosos contemporáneos y estridentistas, que trataron por diversos medios de combinar el mensaje revolucionario con el vanguardismo y la experimentación formal. Entretanto, en 1921, la educación mexicana entraba en pleno renacimiento al ser nombrado Vasconcelos rector de la Universidad Nacional. Bajo su tutela, poetas y académicos —Torres Bodet, Carlos Pellicer— se sumieron en la tarea a veces ingrata de explorar las penumbras del alma mexicana. Lo que descubrieron muchas veces, con una triste clarividencia, fue un panorama de desamparo y desmoralización. En los años veinte y treinta, nadie sintió más profundamente la ruina del ideal revolucionario que los elocuentes «poetas de la soledad» —José Gorostiza, Xavier Villaurrutia—, cuyo amargo testimonio de un fracaso en el que seguía latente sin embargo una eterna promesa se perpetuó más tarde en la obra de Alí Chumacero y Octavio Paz. La desilusión impregnó también la obra de los cronistas revolucionarios Mariano Azuela, que documentó las matanzas de la guerra en Los de abajo, y Martín Luis Guzmán, que biografió cariñosamente a su amigo y camarada de armas, Pancho Villa, y registró toda la gesta revolucionaria en El águila y la serpiente, un gran lienzo que se sitúa a medio camino entre la novela y el reportaje. Tanto Azuela como Guzmán eran maderistas, o sea, partidarios de Madero, el primer presidente revolucionario de México, que no tardó en ser asesinado, y su obra, gran parte de ella escrita en el calor de la batalla, no pudo dar una visión objetiva de los acontecimientos, ni proponer una verdadera evaluación. De los años treinta en adelante, ya a mayor distancia del tumulto, se sucedieron las novelas de Agustín Yáñez, ese jalisqueño aficionado a la mitología clásica que bordó recuerdos de infancia en complejos tapizados que evocan los sombríos paisajes de su provincia natal. Yáñez, a pesar de la riqueza de su paleta, se malogra experimentando imprudentemente con una serie de ambiciosas técnicas literarias tomadas de modelos tan remotos como Contrapunto, de Huxley, y Manhattan transfer. Más incisiva tal vez, desde que empezó a perder su ingenuidad, ha sido la literatura de protesta, característicamente de orientación marxista, como El luto humano de José Revueltas, un astuto psicólogo que allá por los años cuarenta trasladó su telar a la ciudad, contribuyendo así a sentar las bases de la novela urbana.
          A mediados del siglo, con su pasado y su futuro todavía en la balanza, México seguía siendo un país en busca de una definición. Concluido el primer vértigo de la hazaña revolucionaria, había llegado el momento de la reevaluación. «La historia de México —escribía Paz por ese tiempo, resucitando un viejo problema— es la del hombre que busca su filiación, su origen». El mexicano de Paz se rebelaba contra todos los rótulos. «Sucesivamente afrancesado, hispanista, indigenista, “pocho”, no quiere ser ni indio ni español. Tampoco quiere descender de ellos. Los niega». Reconocemos el prototípico mestizo que «empieza en sí mismo» y por lo tanto, de manera paradójica, «no se afirma en tanto que mestizo, sino como una abstracción: es un hombre. Se vuelve hijo de la Nada». La mística mestiza que nutrió los años posrevolucionarios, advierte Paz, ha desembocado en un sentimiento de «orfandad». Concluye Paz: «Ni la revolución ha sido capaz de articular toda su salvadora explosión en una visión del mundo, ni la inteligencia mexicana ha resuelto ese conflicto entre la insuficiencia de nuestra tradición y nuestra exigencia de universalidad». Es el momento en que el pensamiento mexicano se concentra obsesivamente en tratar de destilar la esencia del «ser mexicano». De pronto todo el mundo se dedica a la investigación ontológica y al psicoanálisis cultural. La cavilación linda a veces con el narcisismo, como en la obra de Uranga, que declara lisa y llanamente en su Análisis del ser mexicanoque «una filosofía que reniegue de la búsqueda de lo mexicano como su tema cardinal no pasará de ser, entre nosotros, y en el mejor de los casos, elegante flor de invernadero académico». Paz, un hombre que ha viajado y vivido en distintas culturas, es menos autocrático y ve más lejos. Evoca constantemente el sentimiento de soledad y aislamiento del mexicano. Pero en ese «laberinto de la soledad» encuentra una posibilidad de comunión. Para él, el mexicanismo no es un lema sino una vivencia en la que está el impulso solidario y la sensación de responsabilidades compartidas. Y se diría que ésa es la actitud que mejor se conforma a las realidades del México de los años sesenta. Tal vez ahora por fin, relativamente seguro en su continuidad, el mexicano puede sentir, como Alfonso Reyes previó hace tiempo en Visión de Anáhuac (1917), que lo unen a su pueblo no sólo herencias o intereses comunes, sino también la comunidad de espíritu más profunda que brota de «la emoción cotidiana ante el mismo objeto natural». Habrá tal vez comenzado a percibir que su verdadera identidad está en su individualidad. Lo que es otra forma de decir que ser mexicano del siglo XX es ser contemporáneo de todos los hombres.
          Si hay alguien idealmente equipado para hacer este papel, por sus antecedentes, temperamento y formación, es Carlos Fuentes, un joven cosmopolita que es uno de los personajes más desenvueltos de nuestra literatura. Nació en Panamá en 1928 y pasó la mayor parte de su infancia y primera juventud, nada prosaicas, en gira por las capitales del continente —Santiago de Chile, Río de Janeiro, Buenos Aires, Montevideo, Quito y Washington—, a las que el deber asignaba a su padre, un diplomático profesional con más de treinta años en el servicio, actualmente embajador de México en Roma. Los antepasados alemanes y canarios de Fuentes ya trotaban mundos. Entre ellos, por el lado paterno, figuraba un bisabuelo de Darmstadt, socialista lasalliano que se exilió bajo el régimen de Bismarck y desembarcó en México en 1875 para plantar café en Veracruz. Su hijo se hizo banquero y cuando lo desalojó la revolución se mudó a la capital. Por el lado materno, Fuentes recuerda a un abuelo que era comerciante en el puerto de Mazatlán. Su mujer era inspectora de escuela. «Una típica souche petite bourgeoise», dice Fuentes alegremente refiriéndose a su genealogía.
          La ha sufrido a veces, sin duda, pero también ha gozado de sus ventajas. Recibió una educación esmerada en algunas de las mejores escuelas del continente, entre las que no podía faltar el exclusivo Colegio Grange de Chile. Se inició temprano, a los cuatro años, en el inglés en Washington. El francés, que maneja menos bien, lo fue recopilando de sus lecturas, a partir de 1950 cuando acometió la Peau de Chagrin de Balzac con un diccionario, en alta mar, mientras navegaba hacia Europa. Iba a estudiar Derecho Internacional en Ginebra. Para entonces, como su padre, había entrado en el servicio diplomático. El año que pasó en Ginebra fue miembro de la delegación mexicana en la Oficina Internacional del Trabajo, y también agregado cultural de su embajada. De vuelta en México, ocupó varios «puestos burocráticos» en la universidad, y después fue nombrado jefe del departamento de Relaciones Culturales del Ministerio de Asuntos Exteriores. Cuando se recibió de abogado en 1955, ya se había entregado a la literatura. Fue uno de los fundadores de la prestigiosa Revista Mexicana de Literatura, cuyos principios editoriales han reflejado siempre su convicción que «la disciplina es el nombre cotidiano de la creación» y que «una cultura sólo puede ser provechosamente nacional si es generosamente universal».
          En un continente en el que la actividad literaria refleja la situación económica, un síntoma alentador de las condiciones propicias que imperan en el México moderno es el hecho de que Fuentes, desde hace varios años y multiplicando energías, vive del trabajo de su pluma. Abarca toda una gama literaria, desde el cuento y la novela hasta el artículo —muchas veces escrito directamente en inglés para su publicación en los Estados Unidos— y el guion cinematográfico. Se gana la vida sobre todo en el cine. Ha colaborado con Abby Mann en una versión cinematográfica de Los hijos de Sánchez, y con Buñuel ha adaptado a la pantalla El acoso de Carpentier. Recientemente, con una pequeña vanguardia de artistas jóvenes, entre ellos el conocido ilustrador José Luis Cuevas, ha ensayado el cine experimental, un movimiento recién nacido en México que cuenta con la pericia de un grupo de técnicos en rebelión contra la notoria tiranía comercial del Sindicato de Productores. Fuentes ha contribuido con guiones, uno que otro derivado de sus propios cuentos. La versatilidad y la diversificación han apoyado una reputación que se difunde más cada día, tanto en México como en el exterior. Fuentes es uno de los más cotizados de nuestros novelistas serios. Se han traducido sus obras a trece lenguas. En política está con la izquierda —es amigo de Mailer y gran admirador de C. Wright Mills, «la verdadera voz de Norteamérica», simpatías que alguna vez le han costado una visa para los Estados Unidos—, pero como librepensador, no como agente publicitario para ninguna doctrina. Tampoco tiene nada de nacionalista. Viaja constantemente, renovando cada vez su ciudadanía internacional, y si acaba volviendo siempre a México es, dice con un guiño a los patrioteros, porque en México trabaja en paz. «Después de todo, la vida es barata, hay buen clima y soledad. Es fácil aislarse en México.»
          Aislarse del torbellino social, de la solicitación política, de la parranda literaria; es lo que necesita, y lo ha conseguido instalándose en un frondoso y arcaico caserón «propio de una novela de Emily Brönte», en un tranquilo suburbio residencial, San Ángel Inn, donde los amantes de la arquitectura colonial han levantado sus tapias entre los bejucos, rodeándose de vigas, puertas cocheras, patios de azulejos, verjas de hierro y otros desechos rescatados de propiedades en demolición o de los bazares y anticuarios de la Lagunilla. Es un barrio asoleado en el que se confunden amablemente lo añejo y lo moderno, la fachada patricia y el galpón. Hay calles tortuosas que desembocan en callejones sin salida, y jardines fragantes con piscinas y patios enlosados. Los taxis que llegan del centro por la autopista se pierden en estos parajes remotos donde trinan los pájaros y se enroscan las madreselvas en los árboles dormidos. Al mediodía los obreros indios encienden sus fuegos en las veredas, bajo sus toldos, donde se reúne toda la familia para comer, acuclillándose de espaldas a la calle, por donde pasan retumbando los últimos modelos descapotables.
          La casa de Fuentes se oculta en un recodo. Hace un fresco agradable, y el dueño de casa nos recibe en el portón, en camisa azul abierta, impecables pantalones blancos y zapatos de tenis. Es locuaz y campechano, con una labia muy mexicana, chispeante, ágil y seductora. Ríe, se alborota y se recompone, se queda pensativo, con los ojos encendidos, se repudia con modestia, sonrojándose como un niño, y quema energías nerviosas a grandes trancadas. El bigote, los altos pómulos, la frente despejada, le dan un aire de galán —su mujer es Rita Macedo, una famosa belleza del cine mexicano—, pero lo redime una mirada intensa, inquieta, en la que se concentra toda una dinámica introspectiva. «Pregúntenme lo que quieran. Yo soy una maquinita de hablar», nos dice, con la urbanidad del que se roza a diario con micrófonos y reflectores. Lo seguimos a través de un patio oscuro, desde el que vislumbramos un jardín con columpios y macizos de flores, a las sombras de un gabinete rústico, y subiendo al trote por una empinada escalera de caracol llegamos a una espaciosa habitación en la que se destaca una gran chimenea feudal rodeada por estanterías de libros que se elevan hasta un distante cielo raso. Los trechos de pared entre el enmaderamiento están tachonados con estampas de Picasso y pinturas abstractas, y decoran los rincones máscaras de piedra, estatuillas en pedestales y torturadas esculturas de hierro forjado. En un rincón retirado con ventana hay un gran escritorio donde se amontonan los papeles, y en el centro del cuarto, frente a la chimenea, se agrupan divanes y canapés almohadillados en torno a una mesita de café donde se tambalean pilas de revistas, todas al día, y libros recientes de autores norteamericanos: Mailer, Flannery O’Connor. Charlando sociablemente, con una taza de café, nos acomodamos en los suntuosos almohadones. Fuentes, de buen humor, se sienta en el suelo, estirando las piernas, luego recogiéndolas, para apoyar los codos en las rodillas, mientras fuma un cigarrillo tras otro.
          Es un afiebrado para quien la imaginación creadora es una forma de la hipocondría. «Escribo con los nervios del estómago y lo pago con una úlcera duodenal y una colitis crónica.» Desde que enfermó supo, como quien se ve oscuramente condenado a la salvación, que el camino del paraíso pasa por el infierno. «Porque intuyo eso escribo novelas», declaró hace un tiempo ante un auditorio absorto, en una conferencia a lo Mailer que se convirtió, según su propia descripción, en una especie de striptease público. «Sólo por eso vivo, y vivo como escribo, por exceso y por insuficiencia, por voluntad y por abulia, por amor y por odio.» Citó a Mailer, otro poseído, y veterano de muchos atentados públicos: «Se escribe con todo lo que está vivo para uno: el amor, la violencia, el sexo, las drogas, la pérdida, la familia, el trabajo, la derrota. Pero se escribe sobre todo con algo que no le importa a nadie sino al escritor». Lo que eso puede ser, no hace falta nombrarlo. A Fuentes le viene de lejos.
          «Yo escribo desde muy niño y tengo cosas publicadas en Chile, por ejemplo, de cuando tenía doce o trece años: cuentos en el Boletín del Instituto Nacional de Chile, en la revista del Grange de cuando yo estudiaba allí, etcétera.» Su vieja pasión recibió el sello oficial en 1954 cuando un escritor mexicano, Juan José Arreola, fundó una editorial para escritores jóvenes llamada Los Presentes. «Entonces —dice Fuentes—, todos los que teníamos fiebre empezamos a escribir como locos para la editorial».
          El resultado, para él, fue su primer libro de cuentos, Los días enmascarados, compuesto a toda velocidad, «con una serie de temas que yo venía cargando y que recuerdo me senté y escribí en un mes, para tener el libro a tiempo para la feria del libro del año 54». Es un libro que está hoy agotado y que Fuentes estima más que nada como un «criadero» de sus novelas y una primera reverencia a los mitos perdurables del pasado mexicano que siguen vigentes en la vida moderna. Son cuentos, dice Fuentes, que «tienen como sustento la supervivencia del mundo antiguo mexicano de fórmulas de vida mágica, etcétera», un tema omnipresente en un país donde «el pasado pesa terriblemente, porque aunque triunfaron los conquistadores, los españoles, México es el único país que por su secuela política e histórica ha dado el triunfo a los vencidos. Es la estatua de Cuauhtémoc. En Lima está la estatua de Pizarro; en Santiago, la de Valdivia. Aquí los derrotados han sido glorificados. ¿Esto por qué? Porque es un país donde a los héroes sólo se les concibe muertos. En México un héroe sólo es héroe si está muerto. Si el señor Francisco Madero, el señor Emiliano Zapata o el señor Pancho Villa viviera hoy y estuviera metido en la mordida haciendo negocios, ya no sería héroe, ¿verdad? Son héroes porque fueron sacrificados. En México el único destino que salva es el destino del sacrificio... La nostalgia del pasado viene desde luego desde el origen por el hecho de la derrota. Por haber sido México una nación que perdió su lengua, que perdió sus costumbres, perdió su poder, perdió todo. Se convirtió en una nación de esclavos. El español que se habla en México es un español de esclavos, es un español de circunloquios, completamente. Pero ha pasado algo más, y es que si en un país neocapitalista típico, por ejemplo Francia o los Estados Unidos, se puede gobernar sin retórica revolucionaria, en México todavía no se puede, por el hecho de que la abundancia todavía no es suficiente. Cuando se puede repartir muchos bienes se puede dejar la retórica de un lado. En México el gobierno necesita justificarse con una serie de mitos. Todos sabemos que es el gobierno de la clase burguesa mexicana el que condujo y llevó a su triunfo a la revolución. Pero esta clase burguesa se presenta a sí misma envuelta en una serie de mitos. Es decir, la clase dirigente, o sea el PRI (Partido Revolucionario Institucional), o sea el presidente de la República, equivale a la nación, la revolución, el pasado, la gloria, los aztecas, todo. Entonces ellos necesitan fomentar una retórica mitológica que tiene una validez bárbara en México, porque está sustentada en el poder mismo».
          Los días enmascarados se inspira en la mitología. «El mejor cuento del volumen —dice Fuentes— se puede conseguir porque está en la Antología del cuento mexicano». Se llama «Chac Mool», en honor al dios de la lluvia del panteón azteca, cuyos poderes no parecen haber disminuido con la civilización moderna. Eso se vio claramente en 1952 cuando se embarcó una imagen del dios para una excursión por Europa como parte de una exposición de arte mexicano y desencadenó tormentas en alta mar y lluvias por todo el continente.
          «Se hizo famoso el hecho, y por ejemplo campesinos de ciertos valles de España donde nunca había llovido mandaban unas cuantas pesetas por correo al Palais de Chaillot, que las ponían en el estómago de Chac Mool, y llovía en ese valle después de cincuenta años. Cruzó el Canal de la Mancha en medio de tempestades que nunca se han visto... Éste fue el origen del cuento. Es la historia de un pequeño burócrata. En la Lagunilla encuentra una réplica del Chac Mool. La pone en el sótano. El sótano se inunda misteriosamente. El Chac Mool se cubre de lama. Empieza a adquirir una cierta flexibilidad carnosa, y entonces se le aparece al protagonista en su recámara y lo domina totalmente, de una manera equívoca, porque éste acaba huyendo, muere en Acapulco, y cuando un amigo trae el cadáver, entra a la casa para depositarlo y encuentra a un extraño indio verdoso, con una robe de chambre, muy elegante, muy perfumado, muy maquillado... Y el dueño va a parar al lugar que el dios ocupó originalmente en la Lagunilla.»
          Muchas de las imaginaciones sueltas esbozadas en Los días enmascarados, dice Fuentes, han ingresado con más cuerpo en La región más transparente.
          La región más transparente (1959) —el título alude con ironía a la frase que profirió Humboldt cuando descubrió el alto Valle de México— fue la obra que consagró a Fuentes. Es una supernovela, a la vez, como la llama Fuentes, la «biografía de una ciudad» y «una síntesis del presente mexicano». Apunta alto, pero está también firmemente asentada en la realidad. Fuentes ha investigado a fondo la vida y los valores de un México millonario y mísero, extravagante y trivial, donde «no hay tragedia; todo se vuelve afrenta». Nos da un cómputo y un resumen completo de la situación de México a comienzos de la década del cincuenta, un México siempre en busca de una definición y una identidad. Con ojo clínico, Fuentes nos describe el ambiente social de la Ciudad de México en todos los niveles, desde la alta clase media, la nueva casta industrial y los restos caducos de la vieja aristocracia feudal, hasta el proletariado eternamente oprimido, con énfasis en las clases en flujo, los advenedizos, los trepadores y los oportunistas. Se va dibujando un México invertebrado, nacido de un fervor revolucionario que pronto traicionó su causa al institucionalizarse el impulso renovador y encumbrarse los rebeldes del pasado como directores de bancos e industrias. No todas las viejas reformas han quedado anuladas, ni se puede hablar tampoco de un retroceso, pero sí de una tendencia a la restauración. La acción principal de la novela se desarrolla en 1951, aunque echa raíces en la era revolucionaria para seguir el curso ascendente o descendente de sus protagonistas. Es una crónica de corrupción y egoísmo. La técnica es cinematográfica: desfilan veloces las imágenes, atropellándose, algo desenfocadas en los primeros capítulos, que tratan del gran mundo del club y del copetín, pero organizándose nítidamente después al concentrarse el reflector en los prototipos humanos que encarnan el México moderno.
          En una sociedad de gente desplazada, cada cual se agarra a lo que puede. La falta de una filosofía común, de un propósito nacional, de una solidaridad, permite el sacrificio de los débiles a los fuertes, de los escrupulosos a los pragmáticos. Tal es el cuadro que pinta Fuentes. Ve un mundo en conmoción, de normas inestables, fortunas precarias, desgarrado por violentos conflictos de intereses, oscilando al borde de la destrucción. Es un mundo todavía informe en el que los subyugados de hoy se convierten en los privilegiados de mañana. Cada vida es a la vez un momento de gloria y una ruina. En México, dice Fuentes, «se queman etapas muy rápidamente». El progreso es un cometa brillante que arrastra una larga cola de barro. Bajo la zalamería se esconde el despecho; y bajo el hábito cortesano, el viejo gesto tribal. Con pesada ironía, Fuentes contrapone la fuerza del atavismo retrógrado en la vida mexicana con el culto moderno de la eficiencia. Cada actitud tiene su representante en el plan. Hay figuras regresivas y residuales como Ixca Cienfuegos, y especuladores como Librado Ibarra, que vende el alma y se llena los bolsillos como abogado sindical, o Roberto Régules, otro trapisondista, ambos portavoces de una clase salida de la nada que pretende haber creado sus propios valores y haberse ganado por lo tanto el derecho y aun la prerrogativa de aplastar a los demás. Hay también víctimas del sistema: el viejo sindicalista en decadencia, que muere de un tiro en la espalda; la prostituta y el bracero arrojados al borde de la sociedad por la explotación y el desempleo; la concubina ciega, indefensa y sensual, lujoso juguete del sátiro millonario en el que la lujuria se confunde con la avaricia y el afán de posesión. Reina en México la sociedad de consumo, que se rige por los símbolos universales del poder: la posición social, la influencia política y las posesiones materiales, que incluyen mansiones, yates, automóviles y seres humanos.
          Un representante por excelencia de las dudosas fuerzas de la evolución es el banquero Federico Robles, otro hijo de la nada, de una familia de humildes aparceros, que ha ido lejos con la maña y el fraude, cuando no le bastó la pura voluntad, y cuyos tejemanejes simbolizan en cierta forma el espíritu funcional y utilitario del México moderno. Robles es uno de los arquitectos del nuevo estado, y se enorgullece de su papel. Su patrón es el éxito. Para complementar su imperio financiero se ha comprado una bella cónyuge, Norma Larragoiti, que comparte sus ambiciones mundanas y tiene el don de hacer que la frivolidad parezca una razón de ser. Norma, sedienta «de nombres y dinero», vive febrilmente, riéndose con desprecio de los críticos que la acusan de ser esnob y nueva rica. Su posición es el producto de su talento, dice, de su «afán de vivir», y la verdad es que ha ido bastante lejos siendo una hija de tenderos que contaba con poco más que el descaro para llegar a ser «lo mejor que puede ofrecer este país». Norma percibió temprano que a los que saben lo que quieren y están dispuestos a jugarse el todo en cada zarpazo les caerá tarde o temprano el mantón de la fortuna, porque los habita una fuerza primordial. Ahora que está casada con un tesorero, el prestigio de la gente bien la protege hasta en sus extravagantes amoríos, que escandalizan en la ciudad. El éxito tiene sus peligros, pero también sus esplendores. Así, Robles, que la usa para sus fines, como lo usa ella a él, confiesa de buena gana y con la mano en el pecho que es de «los que nos ensuciamos las manos». ¿Y por qué no? «Sin mí, sin el puñado de Federicos Robles que han construido durante los últimos treinta años, no habría nada. Sin nosotros, quiero decir sin ese círculo mínimo de poder, se me hace que todo se hubiera perdido en la apatía tradicional de nuestro pueblo.» No le avergüenza representar la voz de los intereses creados. Lo que cuenta son los resultados, y no hay duda que hablan en su favor, verificando su argumento de que «aquí no hay más que una sola verdad: o hacemos un país próspero, o nos morimos de hambre. No hay que escoger sino entre la riqueza y la miseria. Y para llegar a la riqueza hay que apresurar la marcha hacia el capitalismo, y someterlo todo a ese patrón». Si la receta parece superficial, el hecho, en la dura práctica, es que rinde bien.
          No todos comparten el punto de vista de Robles, ni mucho menos. Pero los que lo combaten, a veces de buena fe, aunque en general a partir de envidias y sofisticaciones, lamentablemente nada tienen que ofrecer a cambio. Típico es el caso de Zamacona, un intelectual vacilante, ineficaz y puritano que pasa el tiempo «haciéndose bolas», como dice Robles, sobre el tema de la «excentricidad» mexicana. Excéntrico es México, según Zamacona —que le da a la palabra su sentido etimológico—, porque, como decía Uranga, es un accidente en el orden de las cosas, enajenado del mundo y de sí mismo, fuera de todo «esquema racional». La tesis de Zamacona es que México ha perdido su identidad en su patológica imitación de las culturas y costumbres extranjeras. «Siempre hemos querido correr hacia modelos que no nos pertenecen, vestirnos con trajes que no nos quedan...» México se ha convertido en una especie de basural para todo lo que trae la marea de otras partes del mundo. «Sólo México es el mundo radicalmente ajeno a Europa que debe aceptar la fatalidad de la penetración total de Europa y decir las palabras y las formas de la vida, de la fe, europeas, aunque la sustancia de su vida y de su fe sean de signo inverso.» La única alternativa que ha encontrado hasta ahora el país es enclaustrarse, «de espaldas al mundo». Porque la influencia europea fue una violación, no un enriquecimiento. Por eso, en busca de una pureza perdida, México se obsesiona por sus orígenes, que confunde con la originalidad. Y allí está su error. Porque en un país mestizo como México, donde la mezcla básica es no sólo étnica sino también espiritual, «lo original es lo impuro, lo mixto». México debería definirse, no hacia atrás, sino hacia delante. Porque «más que nacer originales, llegamos a ser originales... Hay que crearnos un origen y una originalidad. El progreso debe encontrarse en un equilibrio entre lo que somos y nunca podemos dejar de ser y lo que, sin sacrificar lo que somos, tenemos la posibilidad de ser». Las palabras de Zamacona son admirables. Pero ve negras las perspectivas para el futuro. Las penurias de la realidad mexicana, dice, quizá con un poco de licencia poética, son más severas, o en todo caso más absurdas aún que las atrocidades de los campos de concentración europeos, «porque esos hombres que sufrieron el bombardeo y el campo de concentración... pudieron al cabo asimilar sus experiencias y cancelarlas, dar una explicación a sus propios actos y a los de sus verdugos... La experiencia más terrible, Dachau o Buchenwald, no hizo sino destacar la fórmula agredida: la libertad, la dignidad del hombre». Mientras que «para el dolor mexicano no existen semejantes fórmulas de justificación. ¿Qué justifica la destrucción del mundo indígena, nuestra derrota frente a los Estados Unidos, las muertes de Hidalgo y Madero? ¿Qué justifica el hambre, los campos secos, las plagas, los asesinatos, las violencias? ¿En aras de qué gran idea pueden soportarse? ¿En razón de qué meta son comprensibles?». Al fin, invocando la santa misión salvadora de México, que él concibe en términos mesiánicos, aboga en favor de una especie de humanitarismo cristiano en el campo social, en el que cada hombre, como Cristo, asumiría el dolor y la culpa de sus semejantes y se ofrecería a sí mismo al sacrificio expiatorio. Compara a México con la figura de Lázaro, muerto sólo para renacer y cargar con su condena. Así, garrapateando en su cuaderno de notas, que nunca verá la luz, representa la posición algo narcisista de un individualismo inoperante en una sociedad despersonalizada.
          El converso de Zamacona es la impresionante figura medio mítica de Ixca Cienfuegos, una personificación del México precolombino, con todos sus ritos mágicos, su enconada resistencia al cambio y esa «fuerza secreta y anónima» que es «más vieja que todas las memorias». Ixca, ubicua sombra retributiva que se cuela en casi todas las escenas del libro, es a la vez el ojo vidente y el tábano que impulsa a la acción. Es la voz en el fondo de cada conciencia. Tiene entrada a todas partes, «a los salones oficiales, a los de la high-life, a los de los magnates también». Ahora pasa por ser «el cerebro mágico de algún banquero», ya «un gigoló o un simple marihuano». No sabemos nunca con seguridad quién es, pero sí en nombre de quién habla. Es el testigo, el hombre que lee los corazones, que adivina deseos secretos, que atraviesa a todos con su mirada, instándolos a «dejarse caer hasta el fondo» de sí mismos, donde encontrarán su realidad esencial. «Sé tú mismo, con todas las condiciones de tu vida», es su grito de batalla. Es el diablo que tienta, un dios ancestral que precipita en su caída a los protagonistas del drama. Para él, México se condenó el día que olvidó «el primer México, el México atado a su propio ombligo», encarnado en su «voluntad original». Las ideas de Zamacona sobre la responsabilidad personal no tienen sentido para él, porque la tesis entera «se apoya en una idea de personalidad capaz de recibir y engendrar redención, culpa, etcétera». Pero no existe tal personalidad en «la masa torcida de hueso y piedras y rencores» que es México, un país donde hay «aire, sangre, sol, un tumulto sin nombre..., pero jamás una persona». El mundo de Ixca es el de la despersonalización, tradicionalista, colectivista. El «sé tú mismo» que respira en los oídos de sus víctimas, dice Fuentes, no es más que «una trampa moral». Lo que oyen es la voz de sus propios pensamientos y nada más. Porque, al ser México «algo fijado para siempre, incapaz de evolución», será reclamado inevitablemente por sus héroes muertos, por el pasado que en el fondo todavía «lo inunda y transforma todo». El México moderno es un espejismo, una pura máscara y apariencia que oculta la desintegración de un país desalmado donde «jamás nos hemos hincado juntos, tú y yo, a recibir la misma hostia; desgarrados juntos, creados juntos, sólo morimos para nosotros, aislados». Como dice la viuda de Teódula, la compañera en hechicería de Ixca: «Nos acercamos a la división de las aguas». Las corrientes han comenzado a fluir río arriba, y arrasarán con todo, «para que el amanecer nos encuentre sobre un desierto, sin más riqueza que nuestra piel y nuestra palabra». Y así sucede en el curso del libro, al estallar una serie de catástrofes naturales y de manufactura humana en las que todos encuentran la ruina o la muerte. Como Ixca, en una última metamorfosis, desaparece en el aire ralo por una calle sin nombre, disuelto en la ciudad «vasta y anónima», se anuncia un apocalipsis que arrancará todas las máscaras para que cada cual se vea desnuda su «cara verdadera, la primera, la única».
          Esa obsesión con la «cara verdadera» de México es el tema central en La región más transparente. Los diversos puntos de vista propuestos por los distintos personajes son sus polos dialécticos. La acción oscila entre un polo y otro, acentuando más la controversia que el drama. Resalta en primer plano un «juego simbólico de personajes» al que Fuentes mismo retrospectivamente llama «demasiado obvio». La región más transparente peca por argumentativo y palabrero. Sus compulsivas preocupaciones «mexicanistas» lo han anacronizado. Es lo que dice Fuentes, aunque señala que hay que verlo en su contexto histórico, ese momento muy particular «no sólo mío sino de la literatura mexicana» cuando México había llegado a su gran encrucijada.
          En la época prerrevolucionaria, bajo Porfirio Díaz, dice Fuentes, hubo «una especie de imitación extralógica» de las formas extranjeras en la cultura mexicana, «que mantenía totalmente sofocado el pasado mexicano». Con la revolución se invirtió la ecuación. Hubo «un movimiento de explosión del conocimiento popular... La revolución descubrió todos estos colores, sabores, música, ruidos, formas que quizá tuvieron su máxima expresión en el movimiento muralista, pictórico, aunque también en la música de Carlos Chávez, de Revueltas; en la novela: Azuela, Guzmán, etcétera. Pero una vez que pasó la etapa del conocimiento hubo que llegar un poco a la etapa de reconocimiento, de la cancelación de lo muerto que aquella explosión había puesto a circular. Hubo que hacer una selección. Y la etapa de selección y de reducción simbólica y racional fue el movimiento del año 50 de Octavio Paz y el grupo Hiperión de Zea, Portilla, Villoro, etcétera, en torno a “lo mexicano”. Pero “lo mexicano” en sí supone una abstracción, porque no hay “lo mexicano”, hay los mexicanos. Ésa fue la siguiente etapa. Por un lado entonces, todo el arte revolucionario, a fuerza de repetirse, de sacralizarse a sí mismo, se convirtió en caricatura. Los imitadores de Siqueiros y Rivera hicieron una especie de pop art al final, nada más, pop art de la revolución. Por otro lado, el movimiento de discusión de “lo mexicano” también cayó en una serie de abstracciones en que pretendía generalizarse totalmente, a expensas de las particularidades vivas de los mexicanos». Las líneas de batalla se habían estirado demasiado. «En ese momento, yo creo que había un absolutismo teórico rampante en México, bastante anticuado si lo vemos en la perspectiva de 1965, pero muy actual en el año 50, cuando pasa la novela. Había perspectivas ideológicas tajantes: una, la perspectiva que políticamente representó en México el gobierno de Lázaro Cárdenas, la posibilidad de un gobierno de tipo popular, un socialismo mexicano construido desde la base con la participación del pueblo y con todo el pensamiento marxista vigente en cada uno de los actos del gobierno; y por otro lado, la tesis política de Miguel Alemán, que representó la reacción contrarrevolucionaria en el año 46 con la tesis del hamiltonismo: la riqueza se acumula arriba, se concentra arriba, y luego se desparrama hacia abajo. Política y económicamente, éstas eran las alternativas.»
          La región más transparente estaba destinada en cierta forma a ser un foro para las opiniones contradictorias de la época. Se llama al debate, no a una decisión final. Típica es la presentación de Zamacona, con sus interminables titubeos y su complejo mesiánico, que invitan a la reflexión, pero también a la sátira.
          Zamacona, dice Fuentes, es un «retrato compuesto», una «superposición», de muchos intelectuales mexicanos. «Porque en el fondo de todo el movimiento de estudio de lo mexicano había esa actitud redentorista... Entonces yo creo que La región más transparente es una novela que reflejaba mucho, intencionalmente por lo demás (sin ser mis tesis ni mucho menos), la preocupación de ese momento por fijar, por resumir, por destilar “lo mexicano”; reflejaba esa preocupación excesiva y mítica por la nacionalidad, por la tierra, por el pasado de México. Al mismo tiempo pretendía ser una novela crítica de la revolución, en un momento en que se podía tener perspectiva sobre lo que había sido la revolución mexicana, perspectiva que no pudieron tener los novelistas documentales que escribían cabalgando con Pancho Villa.» Por eso La región más transparente —novela que abre un nuevo paréntesis en la literatura mexicana— ha sido llamada «la otra novela de la revolución». Hace el inventario, el recuento, una primera recapitulación. Tenía que haber sido escrita a una distancia prudencial de los hechos, dice Fuentes, «de la misma manera que Chateaubriand no escribió la novela de la Revolución Francesa, sino Balzac y Stendhal, cuarenta o cincuenta años después».
          El memorándum y el mural se combinan en La región más transparente, a veces desarticulados. El montaje es demasiado visible. La abundancia llega hasta el derroche. Es una novela fotográfica, explícita en sus métodos, deslumbrada por su propio virtuosismo. Las caracterizaciones, poco matizadas, tienden al arte de la cartelera. La dialéctica mata el diálogo. La progresión dramática es bastante confusa. Irritan los largos discursos, los interminables monólogos, el eterno autoanálisis de los personajes, que no acaban de preguntarse solemnemente quiénes son, adónde van, qué es México, etcétera. La intención satírica de muchos episodios se pierde en la caricatura, el amaneramiento —todo el mundo fuma como un endemoniado y bota por todos lados las colillas de los cigarrillos— y la gesticulación. Las confrontaciones, en vez de encarnarse en actos, tienden a ser verbales. Hay figuras fascinantes pero algo irreales, como Ixca Cienfuegos, y cataclismos que no parecen tan inevitables. Pero, a fin de cuentas, el edificio se mantiene en pie. Lo sostiene una prosa truculenta, sinuosa y arrolladora. Hay escenas memorables en la vida de Federico Robles, el más rotundo y menos estilizado de todos los personajes, y en la de su altanera y voluntariosa mujer, Norma, casi sublime en su soberbia cuando le tira el guante a la sociedad y todas sus conveniencias y se lanza con insolencia al fuego de una última pasión. Otro espectáculo es la muerte y transfiguración de Ixca Cienfuegos. Fuentes no sólo maneja una buena pluma literaria, sino además capta con sutileza los ritmos del habla popular. Explota con humor y desparpajo la escena callejera. No teme tampoco a la pura bravura, y no faltan en La región más transparente los grandes arpegios retóricos, entre ellos una suculenta enumeración descriptiva de los órganos sexuales de las prostitutas, tan brillante y arrebatada como el himno de Melville a la blancura de la ballena.
          Lo asombroso es que Fuentes, que adopta algunas de las técnicas más tortuosas de la novela norteamericana, haya logrado producir una obra en su conjunto tan coordenada y armónica—y tan mexicana. Saltan a la vista en La región más transparente la deuda sobre todo a Dos Passos con sus «ojos videntes», sus flashbacks, sus recortes de periódicos, sus contrapuntos de estilo y tiempo, y hasta su uso del habla de la calle.
          Fuentes reconoce el aspecto derivativo de La región más transparente, pero lo siente como inevitable y además justificado desde el punto de vista del novelista latinoamericano, quien, tal vez por su sensación de inferioridad cultural, no ha tenido nunca escrúpulos a la hora de aceptar préstamos del exterior. El homenaje a lo ajeno deriva —paradójicamente— del aislamiento. Las literaturas «céntricas» no se imitan de manera tan obvia unas a otras; un atributo de la universalidad es la conciencia de que lo que se ha hecho en un idioma se ha hecho para siempre en todos los idiomas. La «excentricidad», en cambio, fomenta la pantomima. Hace poco que nuestra literatura se traduce lo suficiente como para universalizarse; por eso nuestro escritor siente todavía poca responsabilidad hacia la cultura en general. Piensa en función de aportar algo, no al mundo, sino tan sólo a su propia tradición. Toma sin dar, proponiéndose no tanto hacer algo nuevo como mostrar que puede hacer lo que ya han hecho los demás. Hay evidentes residuos de esta actitud en Fuentes. «El ángel negro del tiempo perdido se cierne sobre todos los aspectos de la vida latinoamericana», escribió en un artículo reciente para un periódico de Nueva York, subrayando ese «proceso de desarrollo afiebrado e impaciente» por el que está pasando un continente que tiene que «saltear etapas a las que se llegó pausadamente en Europa y los Estados Unidos». Y el que va apurado escoge donde puede su compañía. Así, en La región más transparente, veremos que los hijos de Sánchez se dejan organizar por los discípulos de Joyce. No sería una exageración decir que la obra refleja —y a veces remeda— una buena parte de los hábitos literarios en auge en los Estados Unidos entre 1920 y 1940. Casi se le podría llamar un pastiche.
          Dos Passos, Faulkner y además D. H. Lawrence son los autores que menciona especialmente Fuentes, y explica: «Yo estaba haciendo un juego de tiempos, y me interesaban mucho esos tres modos de verlos. Además de lo que toda primera novela tiene de muestrario, leía mucho a Dos Passos como una posibilidad de dar en una novela mexicana un tiempo muerto. En Dos Passos todo fue. Aun cuando él escribe en presente una cosa, sabemos que fue. En Faulkner, todo está siendo siempre. Aun el pasado más remoto es un presente». Menciona además la influencia de D. H. Lawrence. «En D. H. Lawrence, lo que hay es este tono profético, de inminencia. Está siempre arañando el futuro; está cargado de futuro. Entonces yo muy conscientemente tenía esas tres influencias, porque eran tres tiempos que quería yo imbricar y organizar y contraponer y mezclar en La región más transparente».
          Fuentes atribuye la influencia de Dos Passos —y, podríamos agregar, de toda la literatura proletaria, sus temas y sus técnicas— en la literatura latinoamericana en general «a razones muy obvias, me parece a mí. Porque como América Latina siempre vive un retraso cultural de cuarenta o cincuenta años por lo menos, las formas llegan retardadas. Y la sustancia latinoamericana es retardada, va siempre en retraso; ha llegado un momento en que la sustancia de nuestra vida encuentra una forma muy adecuada en el tipo de literatura que hacía John Dos Passos hace cuarenta años».
          La imitación, transformada en invención, no destruye La región más transparente. A pesar de sus errores, algunos de ellos «graves», confiesa Fuentes, al final la obra impone su propia personalidad. La diversidad de estilos, dice Fuentes, «estaba dictada por la temática, la temática de una ciudad que carece de unidad actualmente, una ciudad de contrastes y contraposiciones terribles. Yo iba encontrando naturalmente, pero al mismo tiempo reflexivamente, el estilo adecuado para toda esa temática, para integrar el mural que es esa novela».
          Muy diferente en el tono y el procedimiento es la segunda novela de Fuentes, Las buenas conciencias (1959), que abre un ciclo y por lo tanto fue concebida como el cimiento del futuro edificio. Por oposición a La región más transparente, Las buenas conciencias es un librito ordenado, sobrio y minucioso, equilibrado y arquitectónico. El escenario ya no es la Ciudad de México, sino Guanajuato, un centro colonial al que Fuentes describe como el epítome del conservadurismo provinciano. El movimiento de la Independencia nació allí, y sus aristocráticos habitantes —fieros tradicionalistas, fundadores de la universidad jesuita más venerable de México, altivos guardianes de la quintaesencia del viejo estilo español— se consideran «la cima del espíritu del centro de la república». En realidad, personifican el oscurantismo y la hipocresía.
          Uno de sus vástagos es el joven Jaime Ceballos, el protagonista, de una familia de tenderos enriquecidos, ahora muy encopetados, quien despierta a las realidades sociales y simultáneamente a la sexualidad en un momento de crisis adolescente. Reconocemos el viejo tema español, consagrado por García Lorca, del fervor religioso como un precipitado, o una sublimación, del instinto erótico. El fariseísmo familiar y la injusticia social lo atormentan físicamente a Jaime, como una mutilación de sus sentidos más íntimos. Se rebela, y su fe entra en crisis. Busca dentro de sí mismo la auténtica vocación cristiana, en vez de la falsa piedad del ceremonial de la iglesia. Como el Zamacona de La región más transparente, se siente destinado al martirio secreto, a asumir en carne propia todas las culpas y los pecados de la humanidad. Del fondo de su angustiosa pubertad, siente el llamado a la acción social como una afirmación de su individualidad.
          Jaime vislumbra por primera vez el camino de la salvación en un luminoso recuerdo de infancia. En cierta ocasión —la escena recuerda páginas de Grandes esperanzas de Dickens— había ocultado en el granero a un refugiado de la justicia. En el rostro justiciero de aquel hombre —perseguido por tratar de organizar una cooperativa— había descubierto la imagen del heroísmo y la dedicación. El hecho de no haber podido evitar la detención final y el encarcelamiento del prófugo le ha remordido desde entonces la conciencia. Crecen sus escrúpulos con las conversaciones que mantiene con su amigo mestizo Lorenzo, un joven incendiario febrilmente dedicado a la idea de servir a la causa obrera haciéndose abogado en la capital. Conmueve e indigna también a Jaime la penuria de su madre Adelina, que la familia Ceballos despreció siempre por su cuna humilde, y que tras ser expulsada de la casa al poco de dar a luz a Jaime, vive ahora reducida a la prostitución. Entre los culpables está Rodolfo, el padre de Jaime, un débil indefenso, que en realidad es otra víctima de la situación, y más que nadie la hermana de Rodolfo, la tía Asunción, una beata amargada, y Jorge Balcárcel, su marido, un baluarte del bien pensar, en cuyo hogar ha crecido Jaime, aplastado por la respetabilidad y mojigatería de sus mayores.
          La santimoniosa «buena conciencia» de su familia es lo que más incita a Jaime a rebelarse, pero no es fácil llevar la cruz. Lo acecha por todas partes, canosa, erguida en su falsa dignidad, la figura inexorable de Balcárcel, un déspota que aterroriza a la familia con sus virtuosas sentencias y sus temibles castigos; y lo persigue la frustrada Asunción —personificación de la soledad de los que pasan la vida sufriendo en silencio, congénitamente incapaces de levantar la voz para mencionar verdades desagradables—, yerma a causa de la esterilidad de su marido, y por lo tanto ensañada en su afán de poseer y dominar a su hijo adoptivo. El único posible defensor de Jaime, Rodolfo, es una triste nulidad reducida a la situación de pariente pobre de la familia, resignado a vender paños servilmente detrás del mostrador de la vieja tienda familiar. Rodolfo, Balcárcel y Asunción son todas vidas reprimidas. La atrofia es el precio que ha pagado cada uno de ellos por su buena conciencia.
          Jaime se defiende como puede contra la fuerza de las circunstancias, pero va perdiendo terreno. Tratar de ver claro no basta. Cuando llega la hora de la prueba decisiva, fracasa. Se juega el todo por el todo en una escena crucial en que Rodolfo, en un momento de inesperado coraje, se levanta de pronto y se redime dando voz a lo inmencionable. «Qué distinto... lo que somos de lo que pudimos ser», anuncia a la familia en la mesa a la hora de la comida. Sigue a estas tremendas palabras un silencio escandalizado. Por una vez se han puesto las cartas sobre la mesa. En ese instante, Rodolfo conquista el corazón de Jaime. Se espera de éste un gesto. Es su oportunidad. Pero Jaime calla. Deja que pase el momento y todo vuelve a la normalidad. Poco tiempo después Rodolfo muere, abandonado por el hijo de quien esperaba una palabra de perdón. Como el confesor de la familia le dice a Jaime: «No esperaba de la vida sino tu amor. No quería morirse sin eso. Pero tú no se lo diste; no fuiste capaz de un solo gesto, así fuera simbólico. Lo condenaste a morir en el dolor y la desesperación. Eres un cobarde...». Jaime baja la cabeza. Comprende que es demasiado débil para luchar. Pronto se ve obligado a separarse de su devoto amigo, Lorenzo, a quien la familia ha desaprobado siempre, y bajo el golpe de esta última derrota corre a refugiarse en el desván, y «allí, con la cabeza recargada contra la madera verde, rogó ser como todos los demás. Rogó a otro Dios, nuevo, desprendido del Dios de su primera juventud, que lo salvase de las palabras extremas del amor y la soberbia, del sacrificio y del crimen». Como ha confesado ya a Lorenzo: «No he tenido el valor. No he podido ser lo que quería. No he podido ser un cristiano. No puedo quedarme solo con mi fracaso; no lo aguantaría; tengo que apoyarme en algo. No tengo más apoyo que esto: mis tíos, la vida que me prepararon, la vida que heredé de todos mis antepasados. Me someto al orden». Su renuncia, su capitulación, dice Fuentes, es «un acto de honradez, paradójicamente el único acto de honradez que realiza en la novela. La única vez que es absolutamente sincero consigo mismo. La única vez que admite la verdad».
          ¿Qué ha logrado Fuentes en Las buenas conciencias? Pone en juego una moral y la desmenuza, echando a andar un drama cuidadosamente articulado que lleva derecho a su inevitable desenlace. La prosa es límpida, precisa y elegante, si bien un poco almidonada. La concisión, el paso mesurado, dice Fuentes, son «muy conscientes y muy buscados. Por una razón muy clara, y esto se verá cuando termine la tetralogía de Los nuevos, de los cuales Las buenas conciencias es el primer libro. Yo necesitaba tener esa base temática y estilística para la tetralogía. Quería salir de ese mundo de Guanajuato, que se expresa en estas formas muy siglo XIX, muy Pérez Galdós, muy Balzac, para llevar al personaje a la Ciudad de México, lograr concurrentemente un cambio de ritmo, un cambio del estilo de la novela. Es decir, es un estilo que va a ser destruido por las novelas que le siguen. Un estilo de base que cumple una función más o menos irónica en el total de la novela». Para consolidar esta base, Fuentes ha buscado un tono de desapego. El autor omnisciente sabe y ve todo, plantea la situación y la resuelve. Quiere dar un aire de autonomía a personajes y acontecimientos. Pero es todo demasiado explícito.
          Como de costumbre en Fuentes, el problema central, según su propia definición, es el de «la responsabilidad individual en una comunidad en desarrollo» Dicho otro modo, el conflicto entre la vocación personal y los intereses de casta y familia. Trata de mantener su distancia y objetividad. Pero no se resiste a dar en cada página un juicio de Jaime, creando resistencias en el lector. A Jaime lo sentimos condenado de antemano, de manera inapelable, y hasta con cierta complacencia, y eso es jugar con las cartas marcadas. Fuentes da por sentada la tesis que quiere demostrar. Su vehemencia lo pone al borde de la didáctica. Sus caracterizaciones son demasiado convencionales, sus disyuntivas demasiado netas, y el resultado final demasiado previsible para que el argumento no parezca tendencioso. Otra vez, como en La región más transparente, aunque ha desaparecido la palabrería, las resoluciones son verbales. En el fondo, Las buenas conciencias es una especie de cuento ejemplar, con mensaje y moraleja. Culmina en su punto más flojo: el desenlace, que parece gratuito. La capitulación de Jaime es simbólica: parte de un alegato, no una vivencia. Es el autor que habla por boca del personaje, lo mueve como una pieza. «Mal escrito», acepta Fuentes, con una sonrisa. Se propone remediar ese defecto en la próxima edición.
          Desde ya impone respeto Las buenas conciencias por la fuerza de las imágenes que marcan las etapas del drama. Vemos a la parca Asunción recién levantada después de una noche de insomnio, que examina en el espejo sus pechos inútiles y su vientre marchito y luego, irguiéndose con todo su orgullo, se abrocha la bata hasta la garganta y sale del cuarto con paso altivo para iniciar el día; al excelso Balcárcel, sorprendido in fraganti, medio borracho en un prostíbulo; a Jaime de rodillas, santiguándose, para después levantar la falda del Cristo de la iglesia y examinar su anatomía, y enseguida, en espera de la señal divina que lo singularizará para siempre, besar con fervor los «pies crucificados»; y otra vez a Jaime, un ceniciento ermitaño en su sayal, que se azota con espinos y al rato, adolorido, abandonándose a un impulso sádico que lo saca de su postración, apedrea a un gato en la calle.
          Más ambiciosa, más expansiva, es la tercera novela de Fuentes, La muerte de Artemio Cruz (1962), comenzada durante una estadía en Cuba en 1960 y se supone que escrita desde una perspectiva que toma en cuenta la revolución cubana, que Fuentes apoya. No es por cierto, ni quiere ser, una novela política. Tampoco es una novela polémica. Pero sí refleja la visión comprometida de la nueva generación. Como La región más transparente, su visión es panorámica. Pero en este caso el panorama es mental. El ojo de la cámara mira para adentro, enfocando la conciencia del protagonista, que revive su vida y, por extensión, la del México moderno, en su lecho de muerte.
          La historia de Artemio, que abarca varias décadas y proyecta su sombra por todo un país, es la de la revolución mexicana. Artemio creció con ella, floreció con ella, y con ella decayó. Encabezó tropas rebeldes en sus primeros días impetuosos e incondicionales, la vio extender su promesa titánica, ampliarse como un gran cauce que lleva al estuario, sólo para declinar y frustrarse después. Como Robles en La región más transparente, ha conocido en su tiempo el amor, la lealtad y el coraje, pero transigió, abandonando sus ideales por un vano bienestar material del que no ha cosechado más que cinismo y desilusión. Su pérdida es la de México. Así —los paralelismos y las equivalencias son exactas— un amor de juventud, que lo atormenta en el recuerdo, coincide con la euforia de su período revolucionario; su casamiento demorado, producto del acomodo y la conveniencia, con el estancamiento de la revolución institucionalizada, las componendas. En su edad madura, una amante que lo adora le ofrece la posibilidad de una rehabilitación espiritual. Pero Artemio ya abandonó la partida. Una vez más late en él brevemente el ideal revolucionario cuando su hijo, Lorenzo, zarpa a toda vela para tirarse al fuego de la guerra civil española. Esto coincide con el período presidencial de Cárdenas en México. Pero pronto se apaga esta última ilusión. Lorenzo muere en España; Artemio se desmorona. Es lo que su vida ha hecho de él. Ahora hasta el fin de sus días, que ya son contados, no le queda más que gozar del fruto amargo de sus inversiones, seguir acumulando riquezas y envenenarse a sí mismo y a los que lo rodean hasta el día de su muerte, que cerrará un capítulo de la historia mexicana.
          Como un retrato de desintegración moral, La muerte de Artemio Cruztiene sus momentos de gloria. La fuerza está en la concentración. Es un drama de conciencia. El retrato de Artemio Cruz es complejo, evita la caricatura. Artemio, el prototipo del caudillo mexicano, «es un personaje —dice Fuentes— que muy fácilmente se clasifica en México, dada nuestra tendencia al blanco y negro, en el negro. Mi intención, y sobre todo la intención que fue ganando cuerpo a medida que escribía la novela, era que no haya tal cosa. Artemio Cruz es su héroe y su antihéroe».
          Una medida de la creciente madurez de Fuentes como novelista, en Artemio Cruz, es justamente su capacidad de matizar los problemas y redondear los personajes. Artemio evoluciona en el curso de sus aventuras. Es cierto que su vida lo circunscribe. Pero dentro del marco de lo que es, se profundiza cada vez más, y al final, aunque derrotado, se conoce mejor que al comienzo y gana en estatura. Sabe y comprende... No es el títere de la literatura naturalista que anda a los balazos. Tiene otras dimensiones. Es, en distintos momentos y a veces el mismo, cruel y cariñoso, astuto y cándido, admirable y despreciable, terco, taciturno y conmovedor. Si ha vivido intempestivamente, también en el momento de saldar sus deudas con el mundo es capaz de reflexión. Si ha trampeado, también se ha sorprendido en el acto. Se ve como es, y esa conciencia de los hechos lo humaniza. Además, como la Norma descabellada y temeraria de La región más transparente, ha vivido porque ha amado la vida. En asumir su tragedia ha alcanzado, si no la salvación, por lo menos cierta grandeza heroica.
          La muerte de Artemio Cruz, con sus memorables escenas de campañas revolucionarias, con su prosa enérgica, siempre colorida, logra una resonancia dramática muy por encima de la obra anterior de Fuentes. Hay abundancia sin prolijidad. Menos impresionantes son algunas de sus técnicas, bastante aparatosas. Como en La región más transparente, a Fuentes le interesa el juego de tiempos. Para entretejer tiempos distintos, recurre al monólogo interior (que da el presente), al flashback (que da un tiempo retrospectivo), y a una curiosa «futurización» —por darle un nombre— que encarna en una especie de voz de la conciencia, un acusativo interno que tutea al protagonista, torturando la sintaxis y retardando la acción. Métodos que a pesar de alguna incongruencia parecían felizmente espontáneos en La región más transparente se han vuelto mecánicos en Artemio Cruz. Donde mejor se luce Fuentes es en la narración «directa». Las escenas más eficaces de Artemio Cruz son lineales. En otras partes tiende al automatismo. Su gran enemigo es la facilidad. En Artemio Cruz, muchas páginas, por lo demás densas y sutiles, están tan mecanizadas que mueren de pura ingeniería.
          Un reproche de otro orden es el que puede hacérsele a Aura (1962), una novelita de misterio bastante poco misteriosa, por cierto, que plantea el problema de la identidad personal. El escenario, inevitablemente, es un vetusto caserón telarañoso habitado por una vieja dama excéntrica —que parece haber leído Los papeles de Aspern de Henry James— y su doble, una muchacha llamada Aura, en la que la vieja se encarna a voluntad para revivir fantasías infantiles. Un joven estudioso que se hospeda y se emplea en la casa se enamora de Aura —la doncella encantada que espera a su caballero errante— y cae bajo el embrujo. Cuando se libera al rato, traumatizado, ha descubierto que la Mujer es Hechicera.
          Aura arranca de una cita atribuida a Jules Michelet: «El hombre caza y lucha. La mujer intriga y sueña; es la madre de la fantasía, de los dioses...», y no supera nunca la vacuidad de esta premisa literaria. La frágil Aura, con todos sus sortilegios, no embruja nunca al lector. El mal es estructural. Para que haya revelación, primero tiene que haber misterio. Aquí, en cambio, todo el sentido de la pieza es evidente desde el comienzo. Aura se desenvuelve en dos planos que dependen uno del otro, como parábola y como cuento de fantasmas, pero no se sostiene ni el uno ni el otro porque no genera ni suspenso ni ilusión. Hasta el estilo de Fuentes se ha relajado en Aura, volviéndose «ameno» hasta la banalidad. Todo está demasiado bien resuelto. Sin embargo, Fuentes tiene un afecto especial por Aura, la ha estado adaptando para el cine (donde quizá funcione mejor). El tema de la identidad, proyectado a nivel nacional en las novelas anteriores, en Aura aparece al desnudo. Forma parte de la psicología misma de la narración, que atenta contra la identidad del lector tratando de confundirlo con el personaje central. En efecto, Aura se dirige a una segunda persona, cuya identidad —es actor y espectador, protagonista y lector a la vez— permanece ambigua. Aunque alejada de la realidad «social», pretende explorar misterios del inconsciente colectivo. Al fin y al cabo, dice Fuentes, «todo cuento se escribe con un fantasma en la espalda». El fantasma, en Aura, es la Mujer «que mantiene el conocimiento secreto, que es el conocimiento válido, el conocimiento general, el conocimiento universal».
          Más convincente es Cantar de ciegos (1964), una colección de cuentos que contiene algunas de las mejores páginas de Fuentes. Fuentes está entre los poquísimos escritores latinoamericanos que dominan las disciplinas del cuento. ¿Será por la simpatía tan especial que siente por la literatura norteamericana, donde florece el género? Él dice de buena gana: «Yo amo la forma muchísimo. A mí me encanta la construcción cuentística, la construcción redonda, total». El cuento además se presta idealmente a la pirueta brillante que siempre tienta a Fuentes. Es el arte de la baraja y la sorpresa, y nadie lo sabe mejor que él, que maneja la forma como si la hubiera inventado.
          El título de la colección alude a la antigua creencia que los ciegos son adivinos, «videntes» autorizados a leer las verdades ocultas en los corazones de los hombres y a revelar sus delitos secretos. La tradición ha consagrado a los vates y oráculos ciegos de la antigüedad. Hay también en España una tradición de músicos callejeros ciegos que recitan romances trágicos en las ferias, generalmente con la ayuda de un lazarillo que va señalando con un puntero las peripecias de la acción ilustradas en una serie de tableros que cuelgan de un bastidor. Como en el grand guignol, abundan las anécdotas sangrientas y grotescas.
          Así es como en Cantar de ciegos —que satiriza la superchería, la afectación, la frivolidad, el culto a la moda y en general toda la cosmética de la sociedad mexicana— Fuentes nos invita a un festín macabro. Salen a patalear los esqueletos de familia, cuelga la ropa sucia al sol. Está la artistona Elena de «Las dos Elenas», que, aburrida de las pinacotecas, después de ver la película Jules et Jim, se declara creyente emancipada en el ménage à trois, en el que se imagina que quedará plenamente «complementada», sin sospechar que su marido ya se adelantó a sus planes de triangulación enamorando a su madre. Hay un misterioso asesinato moral, y una oscura confabulación, en «Un alma pura», relato de un incesto entre hermanos que expone las morbosidades del machismo y sumerge a sus protagonistas en el embarazo, el aborto y el suicidio. «A la víbora de la mar» da una variante del tema jamesiano de la virginidad embaucada. Una solterona trémula y ajada que con los ahorritos que le ha dado su tienda de regalos en México parte de vacaciones en un barco inglés, se deja seducir a bordo por un galán que se hace pasar por hijo primogénito de una familia rica de Filadelfia —la ciudad filántropa— pero resulta ser un gigoló homosexual. En «La muñeca reina», un narrador nostálgico en busca de una compañera de infancia perdida encuentra en su lugar un estropajo inválido, recluido en una casa tras puertas cerradas por padres necrólatras que esconden a la hija tullida mientras adoran la reliquia de su antigua belleza que han conservado en la forma de una muñeca de cera. «Vieja moralidad» trata de la corrupción de una dudosa inocencia. Un niño vive con un abuelo obsceno que manosea asquerosamente a su ama de llaves e injuria a los sacerdotes que pasan por la calle. Unas viejas tías obtienen una orden judicial para llevarse al niño a un ambiente mejor. Pero la nueva casa adoptiva es peor que la primera, porque al rato uno de los vejestorios lo desflora. «El costo de la vida» trata de un taximetrero que se hace acuchillar en un callejón, y «Fortuna lo que ha querido» nos muestra a un pintor de moda cuyas juergas con los cultistas no le impiden descubrir su incapacidad, o desgano, para el amor. Un epígrafe que cita a Raymond Radiguet —hay una nueva edición con una parrafada del Libro de buen amor— fija la intención y cierra el argumento de la obra. México, concluimos, es a la vez joven y viejo. Hay ya un grano de decadencia en su sofisticación. Entre las modernidades deslumbrantes asoman todavía los tentáculos del viejo sistema de vida que lo ata al pasado. El nuevo México prospera con la paradoja. No ha roto sus amarras. Pero ha comenzado a vivir peligrosamente.
          Los tiempos han cambiado desde la época de La región más transparente, dice Fuentes. Las opciones y las alternativas no son ya tan claras como eran entonces.
          «¿Qué ha pasado? Ha pasado que el mundo mismo ha ido a un ritmo distinto, ha ido borrando muchas de las diferencias ideológicas. Ha habido todo el fenómeno del neocapitalismo y de la fusión cada vez mayor de las formas estatales del Este y de las formas capitalistas del Occidente. Y México es un país que tiene una élite gobernante muy inteligente, muy sagaz, que se ha percatado muy finamente del rumbo del neocapitalismo, que ha empezado a aplicarlo en México. En un país que está en una etapa de lo que llamaría Walt Whitman Rostow el take-off, el gobierno mexicano, sobre todo el gobierno de Díaz Ordaz, el gobierno presente, ha empezado a aplicar una serie de teorías y prácticas propias del neocapitalismo en la vida mexicana. De manera que la perspectiva ha cambiado totalmente, y culturalmente lo que ha pasado es que ha habido la gran reacción contra el chauvinismo, la gran reacción contra la preocupación excesiva por lo mexicano; el hecho concreto de que la problemática mexicana, gracias a todas esas etapas, ha sido muy asimilada, sobre todo por la élite, la inteligentsia, la gente joven, los estudiantes, que ya no se plantan delante de un espejo y se preguntan qué significa ser mexicano. Todo ese movimiento de arte encabezado, digamos, por José Luis Cuevas, los escritores nuevos, los cineastas nuevos, es gente que considera un hecho natural ser mexicano. El problema es ser hombre, ¿verdad? Entonces el arte que están produciendo es un reflejo de esta nueva personalización y de esta nueva ambigüedad.»
          El nuevo arte refleja también el creciente aislamiento del artista mexicano, un fenómeno, según Fuentes, que «se debe a una cosa bastante clara, creo yo. Tradicionalmente en América Latina, a partir del momento de la independencia, hubo esta clara división que Sarmiento puntualizó, incluso en el título de una de sus obras: Civilización y barbarie. Obviamente, esta élite intelectual del mundo semifeudal latinoamericano estaba del lado de la civilización contra la barbarie. Entonces la opción era muy fácil, era muy tajante. Era estar con los elementos ilustrados que proponían este gran proyecto salvador inspirado en la Revolución Francesa y en la constitución de los Estados Unidos, contra todos los grandes residuos feudales de nuestra herencia española... Creo que si hoy hay escritores como Vargas Llosa, como Cortázar, como yo mismo, se debe en gran medida a que esa opción ya no es tan fácil. Es decir, el mundo de la modernidad se ha instalado en la América Latina. A través de una serie de hechos: el ingreso del capitalismo norteamericano, su creación de una clase compradora, de servicios, de industrias de transformación, de consumo, televisión, espectáculos, todo esto; en las grandes ciudades latinoamericanas se vive el mundo moderno. La opción entonces ya no es civilización contra barbarie. La civilización está allí. Y el escritor que formaba parte de una pequeña élite que hablaba desde el ala izquierda hasta el ala derecha de la oligarquía, ante la suprema indiferencia de ésta, pero de todas maneras con una posibilidad de acción, de influencia mucho mayor, de repente se ha visto sumergido en la pequeña burguesía. Entonces la opción épica que producía literatura épica: Doña Bárbara, La vorágine, Don Segundo Sombra, se ha convertido un poco en una literatura de la angustia, de la ambigüedad y de la crítica, de gente que está desplazada del lugar que tradicionalmente había ocupado y que se ve ante la necesidad de escribir una literatura mucho más personal, mucho más elaborada y mucho más solitaria. Ahora, donde primero pasó esto, creo yo, es en México, por el hecho revolucionario mexicano, donde la inteligentsia como élite era uno de los aspectos de la dictadura de Díaz contra los cuales se luchó. En México nació un arte de raíz popular, a veces muy demagógico, con grandes aportaciones, grandes descubrimientos, que al fin descendió y se destruyó en el chauvinismo. Pero ese hecho destruyó la posibilidad del escritor, del artista, de actuar como parte de una élite. Lo llevó al nivel de la pequeña burguesía, de la clase media en formación en México. Y ya sabemos cuáles son los problemas del artista dentro de la clase media. Sobre todo, del artista latinoamericano, que tiene una especie de nostalgia de la élite, que quisiera volver a esa época dorada de la élite un poco, ¿no?».
          Esa famosa nostalgia de la élite del artista latinoamericano se debe en parte, sin duda, a su sensación de marginalidad dentro de una sociedad que va revocando de a poco su poder y encogiendo su esfera de influencia. El escritor de élite era en cierta forma un eje de la rueda. En países que oscilaban crónicamente entre la dictadura y la anarquía, «desprovistos de medios de comunicación democráticos, de una prensa libre, un congreso responsable, sindicatos obreros independientes», como ha escrito Fuentes, «el novelista individual se veía obligado a ser al mismo tiempo legislador y reportero, revolucionario y pensador». Era la conciencia de la nación, encargada de evaluar y tasar, así como de mantener «una continuidad de relación entre la manifestación social y la imaginación literaria». Era una especie de ministro sin cartera que, como nos dice ahora Fuentes, extendiéndose sobre el tema, «jugaba el papel de redentor, tendía la mano al indio oprimido, al campesino explotado. Ésa es la raíz de toda la literatura latinoamericana. Fue una literatura de protesta en la que el autor suplía todos los órganos de comunicación pública que no existían en América Latina».
          Ahora en cambio el escritor está atrapado dentro de una clase cuyos valores se ve obligado continuamente a rechazar. Su arte nace de la disconformidad y la rebelión. Situación que, no obstante, tiene sus ventajas. «Porque es obvio —dice Fuentes— que la novela como tal nació como una oposición, una rebelión del escritor, de la vida, expresada por el escritor, contra formas rígidas de las relaciones sociales. Es decir, el novelista no ha podido existir sin la enajenación. La enajenación le ha dado curso a la novela. Entonces a mí me parece totalmente natural estar dentro de la clase media y luchando con ella, luchando contra ella: creo que es así (lo digo un poco cínicamente) la única manera de escribir buenas novelas. Y no participo para nada —agrega— del sueño de que se llegará a una sociedad mejor en la que desaparecerá la enajenación. Lo vemos claramente en la sociedad soviética, que nuevamente las formas del estado socialista crean sus enajenaciones, enajenaciones del nuevo sistema. Y nuevamente el novelista está dando cauce al movimiento de la vida contra la estratificación de lo paralítico. Ésta es la ambigüedad de la novela: frente a un arte consagrado, de corte cerrado, la novela surgió como una rebelión contra el orden establecido. Pero al triunfar el orden que quería la novela, cayó en la paradoja de tener que criticar el orden que la propia novela había defendido. Y creo que esto es válido también frente al orden socialista. Por eso es tan importante una novelística como la de Cortázar, o la de Vargas Llosa, en que se ha perdido la ingenuidad y la ilusión original del escritor de izquierda en América Latina. Por ejemplo, en una novela como La ciudad y los perros, obviamente hay una visión trágica del mundo que está en oposición, pero al mismo tiempo en síntesis, con el sentimiento de justicia que hay en la novela. Es decir, Vargas Llosa no se queda con la visión ingenua de la justicia que puede tener un Gallegos. Hay otra visión que envuelve, hace compleja y concretiza la de la justicia: es la visión trágica. En Vargas Llosa está totalmente asimilada la visión trágica. No se hace ilusiones Vargas Llosa de que a través de las batallas dadas con la pluma, o incluso de las batallas dadas con fusiles, vaya a haber un cambio utópico. De ninguna manera. En la sociedad perfecta seguirán muriendo niños...».
          En cuanto a la sociedad de consumo, Fuentes ve con pesimismo el peligro cada vez mayor de deshumanización y bancarrota espiritual. Dice que para el intelectual existe siempre la posibilidad de crear su propio código moral y cultivar la sensibilidad que le han concedido el ocio y la educación. Pero ésa es «una falsa posibilidad. Eso no interesa para nada». El escritor ya no es, o no debe ser, ese «monólogo sin eco» o esa «muda telegrafía a la que nadie responde» en donde se encerraban los poetas de comienzos de siglo. La novela de la ciudad recoge las voces de la multitud.
          Fuentes ha terminado una nueva novela, titulada Cambio de piel, que saldrá este año al mismo tiempo en México, Italia y los Estados Unidos, y en la que teje un delicado contrapunto entre la vida moderna en un pueblo histórico de México Central (Cholula) y la vida en este mismo pueblo en la época de Cortés. Dice que es una vez más «la historia de un conflicto entre el individuo y el mundo: la historia de los sentimientos privados, viejos y nostálgica acariciados, con los que creemos justificar nuestras vidas y de la pasión de un mundo que los niega». Se superponen épocas y culturas, la iglesia y la pirámide.
          En otra modalidad iba a ser Galatea, la segunda novela del ciclo de Las buenas conciencias. Inspirada en la historia de la ninfa de la mitología griega, retrataba a una muchacha víctima de una serie de Pigmaliones, o más bien Svengalis, que en vez de formarla la destruyen. Iba a ser «una novela totalmente personal —nos dice Fuentes—: sobre una chica en México y las dificultades del crecimiento en la Ciudad de México, pero totalmente desligada de la problemática de Las buenas conciencias... una vida aislada, interior, en la que la corrupción es un poco el sinónimo de inocencia. Sólo se puede vivir tocando, corrompiendo, exponiéndose».
          Galatea no prosperó. Tampoco el ciclo del que iba a ser parte. Pero la ambición era moverse hacia una novela más subjetiva. El novelista de la nueva generación —dice Fuentes— influido menos por sus predecesores en el género que por los poetas intimistas como Carlos Pellicer y José Gorostiza —irónicamente, los mismos del «monólogo sin eco»— y, en la actualidad, por Octavio Paz, tiende cada vez más, a «la personalización, la novela de la vida interior. Creo sobre todo que ante la tendencia anterior que había de formar una escuela, un movimiento temático y de estilo muy obvio, hoy, porque la vida mexicana se ha vuelto muy ambigua y compleja, la tendencia es una serie de expresiones muy individuales de parte de cada escritor. La única etiqueta o ismo que se pudiera adjudicar a cada uno de ellos es su etiqueta o ismo personal».
          Fuentes mismo, aunque «mafioso» y sectario con los amigos, a quienes apoya incondicionalmente, no se ha vinculado nunca con lo que pudiera llamarse un movimiento literario. La Revista Mexicana de Literatura, con la que sigue asociado, no se compromete con nadie, al contrario, dice: desde su fundación en 1956, ha optado siempre por «un rechazo del localismo, de lo pintoresco, del chauvinismo y de la cerrazón de la literatura mexicana». En el plano político, representa «un rechazo de cualquier a priori ideológico, un interés por el tercer mundo, por la independencia de criterio para juzgar tanto a los Estados Unidos como a la Unión Soviética».
          Imparcialidad, sin embargo, no es sinónimo de indiferencia. Fuentes, que se resiste a la noción tan en boga de crisis o decadencia en la novela, siente una gran afinidad entre su obra y la de novelistas norteamericanos de la posguerra como Styron, Mailer y Bellow. Con Mailer, dice, comparte una situación: «El hecho de estar atrapados dentro de una clase media que rechazamos, y la respuesta en muchas actitudes existencialistas, incluso nihilistas. Si algo tengo en común con Mailer, es la convicción de que se está formando una cierta corriente de izquierda anárquica nuevamente dentro de los países neocapitalistas, y de que hay una expresión literaria y una serie de personajes que nos ofrece este hecho». Señala como ejemplo su Cambio de piel, novela «narrada por un nihilista envejecido, por un beatnik, un rebelde sin causa que frisa los cuarenta años». Si Mailer habla de «ensanchar infinitamente el campo de lo posible», Fuentes, con la misma visión presciente de su arte, dice: «El escritor tiene que salir al paso, no importa la sociedad en que viva, con una nueva herejía para que exista una aspiración a la libertad que es, quizás, lo más cerca que se puede estar de la libertad».
          La posibilidad de quedar marginado no preocupa a Fuentes. «Hay que preguntarse —dice— si el novelista no está destinado a la marginalización cada vez más, a medida que este fenómeno de pluralización social y económica propia del neocapitalismo se va desarrollando en nuestros países. Pero siempre con una intención mesiánica y totalizante». Porque, como cree y afirma: «En un mundo perpetuamente inconcluso hay siempre algo que se puede decir y agregar sólo mediante el arte de la ficción».



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