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jueves, 19 de junio de 2014

Juan Manuel Roca / Mis contrafobias

Corazón de artista
Ernesto Bertini

MIS CONTRAFOBIAS


Por JUAN MANUEL ROCA

Sólo por aceptar el reto de una bella mujer que me dice que nada me gusta, me animo a registrar estas amorosas intimidades, estos guiños auto-referenciales que por lo regular evito porque es como sacar a pasear las vísceras en carretilla y porque huyo de los sentimentalismos como un vampiro lo hace de la luz. 

Estoy hecho de filias y de fobias, aunque el aspecto fóbico sea el que por momentos gobierne de manera dominante mis neurosis. Por hoy le he tomado una repentina fobia a mis fobias, para poder hablar un poco de mis filias. La palabra filia viene del griego y significa “yo amo”.

Entendido así, son muchos los yo amo que puedo conjugar sin que en oposición se alboroten del todo mis resabiadas fobias. Resulta difícil amar algo, o a alguien, sin que no haya un rechazo a otros algos y a otros algunos.

Hay fobias que se truecan en filias. Por ejemplo, cuando alguien apaga, digamos, un disco de Silvio Rodríguez, yo amo más que nunca el silencio. Tengo filias que están habitadas por otras filias, como las muñecas rusas -matrioskas- que guardan adentro otras muñecas.

¡Cómo no amar un blues de James Cotton, cómo diablos no amar a una pantera negra llamada Nina Simone, a Louis Armstrong, a la trágica Billie Holliday, a Robert Johnson que era un brujo del Delta o a esa reina de la noche llamada Big Mama Thorton, y no sentir al mismo tiempo una filia con su mundo y con su raza! ¡Cómo no amar la palabra de George Jackson desde el presidio de “Soledad Brother”!

Cómo no gozar el momento cuando se juntan balón e inteligencia para producir en las tribunas la alegría colectiva. Cómo no amar ese momento de la noche en que cesan los ruidos, para el que hay una hermosa palabra: conticinio.
Toda filia es una suerte de talismán. Mis talismanes, en pugna con mis fobias podrían ser, aunque encuentre sin duda alguna inconcluso y en bosquejo mi listado:

Contra la mediocre poesía, Fernando Pessoa.
Contra la mala novela, Malcolm Lowry.
Contra baratijas musicales, Johan Sebastian Bach.
Contra ira, humor negro.
Contra mal teatro, el sueño.
Contra prepotencia militar, Vietnam.
Contra la verbosidad y el costumbrismo, Juan Rulfo.
Contra Guayasamines y Dalís, pintura.
Contra la servidumbre, Henry David Thoreau.
Contra el canibalismo imperante, Lu Hsun.
Contra “el heroismo profesional” (gracias monsieur Magritte), ironía.
Contra la música militar, Enrique Morente.
Contra los himnos patrios, un bullerengue.
Contra los farragosos, Slawomir Mrozek.
Contra falsos vitalismos, Lao Tse.
Contra los cortesanos, cera en los oídos.
Contra los mediocres, un alud de tomates.
Contra el neorriquismo de los Gimnasios, agua bendita.
Contra la pereza, lujuria.
Contra el ocio patronal, la ensoñación, el ocio creativo.
Contra esterotipia de poetastro, llamar a Rimbaud con pago revertido.
Contra la peste de la obediencia, Albert Camus.
Contra las vilezas, el bello poema “Fuga de la muerte” de Paul Celan.
Contra la miseria humana, René Char.
Contra feudos, Emiliano Zapata.
Contra la banalidad de Andy Warhol, sopas de verdad.
Contra los fascistas, la estampa de Simone Weil, “la virgen roja”.
Contra la platitud del mundo, Franz Kafka.
Contra los idiotas nacionalismos, la bandera del aire.
Contra el calcáreo realismo, “La cruzada de los niños”.
Contra la solemnidad, una mosca en la nariz del orador.
Contra la religión del dolor en “Sufrida” Khalo, miradas a Tamayo.
Contra los vendedores de humo, gotas de Ambrose Bierce.
Contra falsos lirismos, una pócima de César Vallejo.
Contra los que “borran de la historia que Sócrates bailaba”, un danzón.
Contra enlatados fílmicos, Federico Fellini.
Contra la arrogancia feudataria, Manuel Quintín Lame Chantre.
Contra la publicidad, el amor.
Contra el vacío, “Una velada con monsieur Teste” y el mismo Valery.
Contra el clero, claro, el de Asís que vestía con sedas al leproso.
Contra “Desideratas”, el tango “Cambalache”.
Contra “una pena muy honda”, Héctor Lavoe.
Contra la sacarina y el sentimentalismo, Juan Carlos Onetti.
Contra los traidores y sus manos espinosas, un desprecio sin fondo.
Contra el apartheid, el rock en Wembley dedicado a Nelson Mandela.
Contra el tedio, Vladimir Nabokov.
Contra manierismos, gotas de Essenin, Ritsos y Szymborska, al gusto.
Contra la mansedumbre canina, el tigre de Blake.
Contra la palabra imposible, la palabra “nonsense”.
Contracorriente, el “Manfiesto de los jóvenes iracundos” ingleses.
Contra lo gregario, el “outsider”, figura escasa en nuestro tiempo.
Contra la inmovilidad, “la prosa del transiberiano”.
Contra los Salieris de turno, busca un ángel bajo la tapa de tu piano.
Contra quien cubre con ceniza tu puerta, una puerta en sus cenizas.
Contra el olvido, reanima a la mujer de Lot a mirar el pasado.
Contra los que esconden la serpiente en sus sotanas, racimos de ajo.
Contra la sonrisa del Tartufo, la mueca del incrédulo.
Contra el esperanto del dogma, la palabra duda en todos los idiomas.
Contra las Casandras que te auguran desastres, templar la lira.
Contra racismo, saber que si la luna es blanca, la diginidad es negra.
Contra la palabra sibilina del poder, la palabra “no” escrita en la frente.
Contra la estulticia Goya, contra el estatismo Chagall.
Contra los gestos de arrogancia, un bastonazo de Charlot.
Contra la planicie narrativa, Raymond Carver.
Contra el periodismo barato, Karl Krauss.
Contra la melancolía, pastillas de Apollinaire.

Es imposible no sentir filias con Pessoa, porque en un mismo cuerpo le dio albergue a otras voces, no era un poeta, era un barrio de Lisboa, Lisboa misma. Con el humor negro, porque si Dios tiene humor debe ser de esta severa estirpe, de lo contrario no hubiera creado al hombre. Con el sueño, porque es tan buen teatro que en él podemos ser actores, directores y amotinado público. Filias con el silencio porque es el padre de todo, y si “en el principio fue el verbo”, antes del principio fue el silencio.

El hecho político y militar más grandioso y contundente contra la sevicia tecnológica y el nauseabundo poderío de un imperio que pudo vivir con entusiasmo mi generación, Vietnam, es una filia definitivamente imborrable. Lo mismo hay que decir del tío Ho. Ahora, cuando veo mala pintura en los salones nacionales, tengo un secreto pero público e inmediato talismán: me voy a toda mecha a la Donación Botero y me estaciono un par de horas frente al cuadro de Bacon.

Cada vez que oigo al prepotente arengando en la tribuna, de cualquier signo político, desde el menos populista hasta ese engendro que sigue acá vociferando virulencias y revolcándose en su flagrante mediocridad, regreso al discurso de Chaplin en “El gran dictador”:

“El camino de la vida puede ser libre y bello, pero hemos perdido el camino. La avaricia ha envenenado las almas de los hombres, ha levantado en el mundo barricadas de odio, nos ha llevado al paso de la oca a la miseria y la matanza. Hemos aumentado la velocidad. Pero nos hemos encerrado nosotros mismos dentro de ella”.

Amo a José Barros, a Alejo Durán evocado por María Matilde y a ella misma, amo la vieja trova cubana, a Wilson Choperena cantando “al son de los tambores” y a Luis Carlos Meyer, a Nelson Pinedo llevando a La Habana de manera secreta, como un polizón, los aires de Barranquilla en su cabeza, a Patricia Torres y su risa muy limpia, a “La tejedora de Coronas” y a Germán Espinosa hablando de Ramón del Valle Inclán, amo la noche estrellada en que ya semi-ciego, el minotauro Alejandro Obregón nos condujo a Gustavo Tatis y a mí como un lazarillo de la noche por las callejuelas de Cartagena de Indias. Amo las mangas de La Floresta hechas para el fútbol con el uniforme rojo y azul y para huir después de robar frutas en los pomares.

Amo la receta de aguardiente con cáscaras de limón que me ofrecía Ciro Mendía extendiéndome las alas chamuscadas de ángel en su apartamento del barrio Boston de Medellín.

Amo los paseos por María Pita en La Coruña con Blanca Andreu y su perrito “Kim”, casi tan inteligente como Kipling. Amo el periódico que en mi niñez escribía para un barrio echado a perder mi compañero de juegos Ignacio Ramírez.

Guardo gratitud, que es una forma del amor, por las gentes de la vereda Cañaflechal en Necoclí, que en 1970 y en mi nomadeo de poeta pobre me invitaban a comer arroz con tajadas de plátano y sardinas recién brotadas del mar. Amo la noche habanera que se asoma tumultuosa al balcón de Norberto Codina, con Rodríguez Tosca y Arturo Arango, la noche que se filtra en los vasos de ron y al fondo suena la banda sonora de Carlos Embale o de Sindo Garay.

Amo a Bogotá que esconde su belleza en piel de asno. Y volar sobre el inmenso brócoli que es el Amazonas. Y la risa de Jaime Bateman invitando al futuro. Y a mis hermanos en Venezuela, Gustavo Pereira, Juan Calzadilla, Stefania Mosca, Ramón Palomares, Adriano González León y Vicente Gerbasi. A la muñeca concertista de Armando Reverón que aún escucho tocando su sonata de silencios.

Amo a Simón Rodríguez y a Manuela Sáenz, derrotados por el olvido pero echando a galopar sobre los Andes la memoria de Bolívar.

Si hiciera el recuento de mis filias, le digo a mi dulce amiga que afirma que no me gusta nada de nada, que la verdad yo necesitaría al menos 3 ejemplares de La sangrada escritura, unos voluminosos libros como los tomos letales de Joan de Castellanos, un hombre que hizo de la ecritura un deber, como otros novelistas herederos de los cronistas han hecho del aburrimiento una religión. Necesitaría además unas 5 Biblias, unas mil y una noches y una amplia estantería con los poetas que desde hace mucho me acompañan, convertidos sin su consentimiento en una suerte de prótesis para seguir en el camino.

Sin embargo intento un recuento a medias: amo las noches del campo y las noches urbanas, la voz de Benny Moré a cualquier hora y en culquier lugar, el mambo de Leonard Bernstein bailado a lo grande en “West Side Story”, el violín de Enrique Jorrín, un porro escuchado al amanecer de Ciénaga de Oro en casa de Pablo Flórez, “Sur”, cantado por el polaco que sabemos, el verde del valle de Cocora y su niebla que es una maestra del desdibujo, la lucidez de escalpelo de Elías Canetti, amo a las muchachas de Quibdó, los boleros de César Portillo de la Luz, amo el olor de los pomares de la infancia y un resplandor en bicicleta: la muchacha de la ciclovía.

Amo el amor a Chicago de Carl Sandburg, las fábricas y los garitos y los barrios fronterizos de esa ciudad de hierro que arroja a sus calles un puñado de voces. Quiero la pasión de los expresionistas alemanes y de sus antepasados románticos, al loco Scardanelli en su torreón de fantasmas y el último momento de Von Kleist y Henrriete Vogel. Quiero las noches condecoradas de estrellas en una esquina de Berlín y a los cuatro gatos borrachos que fueron al sepelio de Modigliani.

También me gusta releer, que es una forma del amor y de la monogamia, el perfil que Gay Talese hizo de Frank Sinatra, un hombre que era una cruza de dios y de gangster, a partir de la idea de un resfrío sufrido por el legendario cantante: “Sinatra resfriado es Picasso sin pinturas”. A Gerard de Nerval, “el tenebroso, el viudo, el desdichado” bajo el sol negro y agonista de la melancolía. A Li Bai y su “secta de los ociosos del bosque de bambués”.

Amo hablar con mis amigos cuando despunta el día. Amo un ritmo bien bailado, la buena risa, un son cubano, las lágrimas de Eros, de nuevo la prosa del transiberiano, la terquedad de Sísifo, la ironía en los poemas de Marin Sorescu, amo las montañas y el paisaje cafetero, amo a México en grandes marejadas de agave, más aún ahora que padece lo que nosotros padecemos, amo con entusiasmo el olor de la hierba recién cortada.

Amo a los olvidados de Comala, el “Gaspar de la noche”, todo Rimbaud que es el único contemporáneo del futuro, quiero a los discrepantes, el “Peine del viento” de Chillida, a Velázquez y Goya, a Alexis Zorba bailando sobre la desgracia, al exultante Fellini y a la triste Gelsomina, a José Guadalupe Posada, el lápiz de Quino que siempre ha estado habitado por el genio de la botella, a Buenaventura Durruti y a Louise Michel, y también, cómo no, buena parte del santoral anarquista, un caballo que brota de la niebla, una buena charla con Guillermo Martínez en su libería “Trilce”, todos los árboles, todos los bosques y los puentes de guadua.

Amo, con vocación de cetáceo las ballenas de Melville y las ballenas de Toño Cisneros. Amo “el último poema” de Robert Desnos escrito poco antes de morir en un campo de concentración nazi.

Amo el agua, soy hidrólatra por naturaleza.

Amo una ciudad llamada Zacatecas. Y Mompox. Y la Guajira. Y el río Guatapurí. Y el Valle de Cocora y todo el Quindío. Y las montañas, siempre las montañas. Y las letras de Discépolo. Y el piano de Emiliano Salvador que vió la luz en Puerto Padre, como los teclados de Chick Corea, Thelonius Monk, Keith Jarret, “Fats” Waller, de Art Tatum que según Cocteau era “un Chopin loco”, de Duke Ellington, Jerry Lee Lewis, Chucho Valdés y el piano silenciado de nuestro viejo hermano Joe Madrid. Bueno, y no puedo olvidar a Lino Frías y la furiosa lluvia de sus dedos que invadió con la Sonora Matancera los patios de mi infancia en Medellín.

Amo la noche ya lejana en el White Horse Tabern de un verano en Nueva York, donde bebía y escribía Dylan Thomas. Allí tomé casi la misma andanada de whiskis que él se empacó poco antes de morir. Fue en su honor, y al otro día me sentí como Lázaro regresando desde la tumba a un bosque de leche, solamente para saber que no podía estar solo si me veía en los ojos verde-azulencos de Ángela Millán.

Amo a Aurelio Arturo, a Franz Kafka y a Lolita, a Gogol y a Flaubert, a Ray Bradbury y a Bohumil Hrabal, a José María Arguedas, a George Orwell y a Baudelaire, a Boris Vian y a Villon, amo los ensayos de Herbert Read, la prosa castigada, certera y libérrima de Rafael Barret, a Kropotkin, un príncipe ácrata que abdicó de su nobleza para convertirse en perseguido, también a su maestro Bakunin, a Lewis Carroll de la estirpe de Kafka, amo la voz pedregosa y los poemas de Gonzalo Rojas, las señales y los garabatos del feroz habitante de sí mismo Héctor Rojas Herazo, amo a mi hermana mayor, Bolivia Roca de Edery, al frágil Max Jacob agonizando en el cobertizo de un campo de concentración, solamente iluminado por una estrella amarilla y desteñida en la solapa.

Amo a Osip Maldestam y a todos los poetas rusos vapuleados por Joseph Stalin, lo mismo que a los poetas alemanes o franceses vapuleados por Adolfo Hitler, a los judíos, gitanos y armenios masacrados, a los negros linchados en el Sur de los Estados Unidos, a los árabes que tienen en Nizar Kabani a un sirio de Damasco que invita a sus tierras a Godot mientras sueña con una libre Palestina.

Y ni qué decir del amor a primera vista que sentí cuando abrí las “Cartas a Taranta Babú” de Nazim Hikmet, el poeta turco mil y una noches prisionero que nunca le tuvo envidia a nadie, “ni siquiera a Charlot”. Y ya sabemos con José Ingenieros que “quien envidia se considera a sí mismo subalterno”.

Amo al barbero del extraordinario cuento de Hernando Téllez que tiene a su merced a un genocida militar, “Espuma y nada más”. El barbero podía hacerle justicia a su gente y deslizar su barbera por el cuello del vicitimario, pero prefiere afeitarlo con la pulcritud y cortesía de su oficio y no convertirse a su vez en asesino. Amo la dignidad del coronel de Gabriel García Márquez que no usa sombrero para no tener que quitárselo ante nadie.

Amo a Djuna Barnes, Edith Piaf, Helen Keller, Estrella Morente, Toña la Negra, Matilde Díaz, María Luisa Bombal, Marosa di Giorgio, Emma Goldman, María Zambrano, Betina Brentano, Hannah Arendt, Else Lasker Schüller, y su “dolor del mundo”, a todos los sepultados en el cementerio perdido de Spoon River, a Mario Bauzá, Pérez Prado y Machito y con una triste y extraña dulzura al farmaceuta de “La Farmacia del Ángel” que nos contó las penurias de Occidente.

Amo a los inocentes y por lo tanto peligrosos Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti, a Joe Hill, el cantor sueco asesinado por el gobierno de Estados Unidos, a Tolstoi y Gandhi, a okupas y objetores de conciencia y, por supuesto, a Errico Malatesta y Antonin Artaud, que solía decír en un gesto absoluta y tremendamente libertario: “soy mi padre, mi madre, mi hijo y yo”.

Amo al borracho de Baltimore, la patafísica o la ciencia de las soluciones imaginarias, a de Chirico, a Jessica Lange, y más aún a Ava Gardner que sigue imperturbable e igual de bella en el Vallarta de “La noche de la iguana” de John Huston, también a Vladimir Holan, a Fayad Jamís, a mi hija Andrea Roca González, su enorme agudeza y su corazon de potro, a Walter Benjamin con quien huyo a cada tanto de los perros fronterizos, a Giacometti y a Paul Klee, a Cioran el aguafiestas, amo los solares y frutales poetas del mundo azteca y una sopa de lima cuchareada entre mis innumerables amigos mexicanos.

Amo el temple y la dignidad de Juan Gelman, el humor repentino de Jorge Boccanera, la blindada fraternidad de Marco Antonio Campos y José Ángel Leyva, al hombrecito del persistente y retumbante tambor de hojalata, gozo el clarinete de Lucho Bermúdez, la infancia lejana y no contada del caballero libertario don Quijote, la noche antes de que Gregorio Samsa se convirtiera en un monstruoso insecto, la serena voz de mi madre, los poemas de Lucía Estrada y los ensayos sobre artes de Samuel Vásquez, los grabados de Juan Antonio Roda, Augusto Rendón y Antonio Samudio, los timbres que hizo sonar Luis Vidales por los años veintes en una Bogotá de bostezo y campanarios.

Amo la mirada punzante de Doris Salcedo, con gran sigilo a los tigres de Lizalde, los linóleos de Fabián Rendón, la flauta del músico de Hamelin capaz de raptar una legión de ratas (a su paso por Colombia el país político hubiera quedado semi-vacío), amo al sutil y adelantado poeta de la crónica don Luis Tejada Cano, llevo como un talismán los días en que fraguamos con Iván Darío Álvarez “El diccionario anarquista de emergencia” riendo casi sin parar, lo mismo que su caracterización de Antonin Artaud en un pequeño tablado bogotano.

Amo a mi primo y hermano del que todos los días aprendo algo grande, Carlos Vidales Rivera, la amistad sosegada de Santiago Mutis, amo la mirada escrutadora de un inmenso poeta gitano de paso en Nueva York, amo con furor la extensa e intensa filmografía anarquista, adoro el cine italiano que me hace pensar que no todo fue estupidez en el “septimo arte” y que si existió la banalidad de Hollywood también existió Cinecitta.

Amo “El baile”, ese bello y perturbador filme de Ettore Scola, al prodigioso y fustigante Aimé Césairte y su “Cuaderno de un retorno a mi país natal”, al dolorido Jean Joseph Ravearivelo que un día huyó de sí mismo definitivamente, las voces de Senghor y Seferis, la manera trágica pero risueña que tuvo Kariotakis para salir del mundo, las poéticas de Anna Ajmátova y Jorge Teillier, los aforismos de Paul Klee, de Lichtenberg y Montaigne, los epigramas feroces de Catulo y de Marcial, al poeta loco, griego y exultante Katzimbalis descrito con amor y humor por Henry Miller en “El coloso de Marusi”, a Miguel Hernández pastoreando nubes, a Giotto pastoreando ovejas, a los grandes líricos africanos y a los no menos líricos y adelantados poetas de Brasil.

Amo la teoría de Jorge Zalamea de que “en poesía no hay países subdesarrollados”, al brujo de Namur Henri Michaux, a todos los poetas briosos e insumisos, amo al memorioso monsieur Jules Michelet cuando exalta a la hechicera, a la “consoladora de la noche” en la larga penumbra feudal y, qué le vamos a hacer, caballeros, a los grandes derrotados, a los grandes olvidados, a los recortados en las fotos de la historia: “perdonen la tristeza”.

Soy un hedonista de las filias que me ayudan a espantar a sombrerazos mis acosadoras fobias y pasiones irredentas, la magnitud insospechada de mi asco.


A los mártires de Chicago, amén.
Bogotá, mayo 1 de 2013

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