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martes, 8 de abril de 2014

Ovidio Parades / Una mañana con Marguerite Duras

Margarite Duras
Ovidio Parades
UNA MAÑANA CON MARGUERITE DURAS


A pesar de haber madrugado, como casi todos los días, la mañana transcurría ya a buen ritmo. Llegué a casa, después de un desayuno con mi madre en una terraza cercana a su casa y una buena caminata por la ciudad, y me metí en la cocina. Abrí una botella de vino y puse un cedé de Jeanne Moreau. "India song" sonando una y otra vez, la voz desgarrada de la actriz colándose por toda la casa. El sol entraba por la ventana de la cocina y Francesca quería atrapar el corcho de la botella con una de sus pequeñas patas. La pasta bullía en la cacerola y su sonido despistaba la atención de la gata. De repente, echando un vistazo a la página de Babelia, descubrí que la lectura elegida para el día era una novela de Marguerite Duras, "El amante". Ah, la Duras... La autora también de ese texto, "India song", de la película protagonizada por otra mujer estupenda, Delphine Seyring. Marguerite y el deseo. De eso trata toda su extensa obra, inclasificable y magistral, merecedora de un Nobel que -lamentablemente- no llegó a recibir. La textura del deseo en estado puro. Las pieles, los recuerdos, el calor. La inocencia. Los silencios. Los (significativos) espacios en blanco. La figura (impresionante) de la madre, como también puede constatarse en "Un dique contra el Pacífico", otra obra mayor de la autora. La figura del hermano menor (turbiamente presente en "Agatha", un delicioso librito hoy inencontrable, y en muchos otros de sus textos), del mayor. Recordé, de repente, todas las veces que había leído ese libro, "El amante", en aquella edición de Tusquets con su bellísimo rostro de adolescente en la portada. La primera vez que lo hice. Las conversaciones que tuve con mi tía Maru (a quien siempre se daba un aire físicamente: el pelo muy corto, el rostro curtido y el cigarrillo siempre entre los dedos) cuando venía a pasar los veranos aquí desde Bruselas, sobre la apasionante vida de la Duras. Su obsesión por el alcohol, por los hombres (por su amor y su deseo), por la escritura. Sobre todo, quizás, por la escritura. La pasión por la vida. Recordé muchas cosas, mientras preparaba la pasta y me servía otra copa de vino tinto y la alzaba por ella, por Marguerite, y Jeanne seguía cantando. Los libros que estaban agotados y que buscaba desesperadamente en todas las librerías, el sueño de viajar a París (aún, en aquella primera juventud, no lo había hecho) para conocer las calles y las terrazas donde se había sentado a beber y a ver pasar las tardes y las noches, las conversaciones con mi tía... Recordé todo eso y la gata, ya cansada, se había adormilado en su cesta. Y recordé también una de las últimas entrevistas que leí de ella, en el suplemento de EL PAÍS, poco antes de morir. La figura menuda, encogida por el paso del tiempo; las arrugas devorando aquella piel que tanto había deseado; el aparato en la garganta; las ropas (en contra de lo habitual) de vivos colores y ya muy gastadas; la luz de París en las fotografías, a lo lejos... Y los ojos, claros y llorosos. Decía que, en aquel tiempo, casi todo le hacía llorar: las noticias de los informativos, las desigualdades, las incansables luchas contra la derecha más furibunda, los recuerdos, la muerte de los amigos... Pero seguía allí, tan deteriorada por los excesos, devorada por el alcohol y la pasión de vivir, y tan lúcida. Y tan hermosa, pese a todo, en sus ochenta y pico años, en aquella devastación. Marguerite Duras, en el recuerdo de una mañana. En la formación de una vida, la mía.


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