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martes, 8 de abril de 2014

Marguerite Duras / La duda es escribir


Marguerite Duras
Marguerite Duras: la duda es escribir

Por Aloma Rodríguez
Letras Libres, marzo de 2014

Una joven con labios rojos y el rostro limpio. Una mujer casi anciana con el “rostro devastado” que recuerda a su amante de la China del Norte. La mujer que espera noticias de su marido capturado por los nazis y llevado al campo de concentración de Dachau. La escritora que afirma que “a los dieciocho años ya era demasiado tarde”. La joven temerosa de su hermano mayor y que busca el cariño de su madre. La blanca pobre en Indochina. La hija de la institutriz. La casera de un joven Enrique Vila-Matas. La escritora que se ha convertido en referente, expreso o no, de otros escritores. La mujer de las gafas de pasta, siempre con un cigarrillo en la mano, que aparece en las fotos en blanco y negro. La anciana que sonríe. La directora de cine. La escritora a la que Raymond Queneau aconseja que “escriba, no haga nada más”. A la que confunden por la calle con Marguerite Yourcenar. La ganadora del Goncourt con El amante, novela que escribe casi en un arrebato. Todas esas son Marguerite Duras (Gia Dinh, 1914-París, 1996), que habría cumplido cien años el 4 de abril.

Duras nació cerca de Saigón, en lo que era Indochina y ahora es Vietnam. Su padre murió en Francia cuando ella tenía siete años mientras el resto de la familia estaba en la colonia, donde su madre trabajó como institutriz. Tenía dos hermanos: Pierre, el mayor, adorado por su madre y temido por los pequeños (fumaba opio, robaba a su madre, acumulaba deudas, era violento y brutal, o al menos así lo recordó y describió siempre Duras), y Paul, el débil, el especial, el adorado por Marguerite y del que dirá que le hizo descubrir “el amor total”. Paul murió en 1942. Para Duras fue como si el mayor lo hubiera asesinado. Pero la obsesión por las relaciones familiares ya había empezado mucho antes de la muerte de Paul. Puede que empezara con la compra de terrenos que hizo la madre a orillas del Pacífico y la ruina posterior (las tierras estaban anegadas), la historia que relata en Un dique contra el Pacífico. Puede que empezara en el internado de niñas. O en alguno de los viajes a Francia. En El amante cuenta que supo pronto que quería escribir. Sin embargo, su madre prefería que estudiara matemáticas, como el padre. No sabemos cuándo empezó; el hecho es que, felizmente, empezó y Marguerite Donnadieu se convirtió en Marguerite Duras: la escritora cuyo estilo no se parecía al de nadie, que desde su tercera novela se convertiría en una de las narradoras más importantes de su generación y acabaría conquistando un lugar entre los clásicos (sus obras completas están publicadas en la prestigiosa colección La Pléiade).

En 1933 Marguerite Donnadieu se había instalado definitivamente en Francia, se casó en 1939 con Robert Antelme, del que se divorció, y en 1947 con Dionys Mascolo, padre de su único hijo, Jean, que trabajó en las películas de Duras. En 1943 publicó su primera novela: La impudicia, cuyo manuscrito envió a Gallimard bajo el título de La Famille Taneran y fue rechazado. En “Un lecteur de Marguerite Duras” (Cahiers Reanaud-Barrault, núm. 52, que se publicó en 1965 y recuperó Le Monde en el número especial dedicado a Duras en 2012), Raymond Queneau, que era lector en Gallimard, recordaba la llegada del manuscrito de La vida tranquila y la certeza de estar ante una escritora, una “profesional”. Queneau rescata el informe que escribió después de leer El square: “En M. D. hay una preocupación por la renovación, por la profundización de su arte, que es poco común entre las escritoras. Puede que aquí haya influencias de Compton-Burnett, se puede pensar también en ciertas tendencias del arte contemporáneo (Beckett, Ionesco e incluso Tardieu); pero eso son menos influencias propiamente dichas que pretextos en la búsqueda de su propia originalidad.”

Y esa búsqueda siguió y se percibe en sus libros: de un estilo más anglosajón en las primeras novelas (algunos críticos señalaron la influencia de Hemingway) pasa a una investigación de otra cosa, hasta encontrar su propia voz para luego someter el “estilo Duras” a una depuración. Partiendo de una tradición más clásica, sus novelas llegan al nouveau roman (pienso en La siesta de M. Andesmas). Su prosa tiene música y conseguirla fue una de sus preocupaciones: en la entrevista con Bernard Pivot enApostrophes, Duras afirma: “He logrado la escritura fluida que buscaba. Ahora estoy segura. Y con escritura fluida quiero decir escritura casi distraída, que corre, que pretende atrapar las cosas más que decirlas.” Un poco antes confiesa: “Empecé con Hiroshima mon amour a ser incorrecta [con el lenguaje].” Hay, además, una constante en la obra de Duras: la obsesión por la verdad, por saber, por contar y por contar de una manera determinada, por entender, una obsesión que desborda y se derrama en el papel. Duras se convirtió en un personaje apasionante: la sospecha del incesto, la relación con la madre, la vuelta de la colonia a la metrópoli, la Resistencia, el niño que nace muerto en 1942, la espera y la vuelta del marido del campo de concentración (que cuenta en La douleur, incluido en Cuadernos de la guerra), la amistad con Mitterrand, la expulsión del Partido Comunista, el alcoholismo, la desintoxicación, el impacto del Holocausto, el amor de Yann Andréa, al que dobla (casi triplica) en edad, y el treintañero chino con el que descubrió el sexo y el placer cuando era adolescente, como cuenta en El amante.

Su biógrafa, Laura Adler, escribe en el mismo especial de Le Monde: “Correr riesgos constantemente, hasta el riesgo de morir. El cuerpo como instrumento. La perdición como principio de aproximación. Ir lo más lejos posible. Con los demás, pero primero con ella misma. No protegerse nunca. Todavía menos de ella misma.” En Escribir, un libro-reflexión que parte de una conversación de 1993 filmada por Benoît Jacquot, Duras afirma: “Escribir: es lo único que llenaba mi vida y la hechizaba.” O: “nunca descubriré por qué se escribe ni cómo no se escribe”. Más adelante: “La duda, la duda es escribir.” Y también: “Esa ilusión que tenemos –y que es justa– de ser la única persona que ha escrito lo que hemos escrito, sea nulo o maravilloso.” Y, contundente: “Y para escribir libros que me han permitido saber, a mí y a los demás, que era la escritora que soy.”


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