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sábado, 28 de enero de 2012

Piedad Bonnett / La docta ignorancia de Hrabal

Bohumil Hrabal
Piedad Bonnett
La docta ignorancia de Hrabal
El malpensante No. 54
Mayo - Junio de 2004

Una noche, cualquier noche solitaria del año 93, me decidí por fin a leer Trenes rigurosamente vigilados. El libro se veía apetecible, con sus apenas cien páginas, su letra cómoda, y aquel título sugestivo, y pensé que me bastarían unas dos horas para despacharlo y saciar mi curiosidad: unos meses antes había traído en mi carro hasta el norte de la ciudad a un muchacho llamado Juan José de Narváez, a quien vi sólo aquella vez, y la recomendación que me hizo de Bohumil Hrabal fue tan vehemente y bien argumentada que, en cuanto pude, fui a una librería a averiguar qué obras suyas se conseguían. Me ofrecieron esa novela corta, que se hizo famosa por la película de Jirí Menzel, premiada en 1967 con el Oscar a la mejor película extranjera. Pues bien, aquella noche no sólo devoré aquel libro, llena de fascinación y asombro, sino que hice algo que no he vuelto a hacer jamás: lo releí de un tirón en las horas siguientes, con la convicción plena de que estaba haciendo un descubrimiento significativo. Sabía ya, mientras leía, que no olvidaría nunca algunas de sus imágenes: ni al jefe de estación, que pesa 100 kilos pero que baila con una suavidad desconcertante, cubierto totalmente por sus amadas palomas mensajeras, ni a la seducida Zdenicka, que muestra a la policía el trasero estampado de sellos, ni al joven soldado moribundo que mueve sus piernas como si aún corriera. Supe también que su forma de narrar, llena del encanto y la frescura de los mejores narradores orales, iba a aportarle mucho a mi propia escritura.




Seducida, pues, quise saber todo sobre aquel escritor checo, del que sólo se informaba en la solapa que nació en una ciudad de nombre impronunciable, Brno, el 28 de marzo de 1914 —es decir, hace exactamente noventa años—, y que fue “oficinista, ferroviario, viajante de comercio, obrero siderúrgico, jornalero y tramoyista” antes de dedicarse a la literatura. La lectura de sus numerosas obras, todas con un trasfondo autobiográfico, algunas entrevistas, y el libro sobre su vida y obra, escrito por Monika Zgustová, su traductora, me han servido después para dar forma a un Hrabal más definido: por un lado, el hijo natural, criado por sus abuelos, que hace de su tío Pepin personaje de muchas de sus novelas, y que una vez clausurada la universidad por los alemanes, abandona sus estudios de derecho y se dedica a los más diversos oficios; el autor vetado por la censura comunista durante años, que luego encontramos, siempre humilde y un tanto rudo, en fotografías que lo muestran al lado de Mitterrand, de Warhol, de Bill Clinton o de Antoni Tàpies. Y por otro, el Hrabal más entrañable: el mal estudiante, el tímido, la víctima eterna de una “culpa metafísica” (como Kafka), el que descubre la literatura a través de un poema de Ungaretti, el que toca el piano, adora la música y la pintura, el que atraviesa países enteros en bicicleta, escribe sus novelas sobre el tejado porque ama el sol por sobre todas las cosas y disfruta más que nada de las cervecerías, adonde va todas las noches a beber y a escuchar a la gente corriente, la que más le interesaba. Un hombre tierno, libre de todo esnobismo y todo deseo de poder, que alguna vez, según nos cuenta, dio gracias a Dios cuando comprobó que el que lo esperaba a la puerta de su casa era un policía y no un maestro para invitarlo a una tertulia.
En algunas de las fotografías publicadas vemos a un niño gracioso o a un joven apuesto que mira a la cámara con coquetería. Pero en la mayor parte de las solapas aparece un Hrabal ya anciano, con una barbilla afilada, pómulos salientes y cabeza redonda como un bombillo. Sus ojillos maliciosos y muy claros y la boca menuda, surcada de arrugas, hacen que muchos hablen de su cara de gato. A mí me gusta ese rostro de viejo, a la vez sabio y escéptico, porque me remite a Hanta, el personaje de la novela suya que más aprecio, Una soledad demasiado ruidosa, escrita en 1976, a la edad de 62 años. “He vivido sólo para escribir este libro”, ha dicho Hrabal. “A causa de la Soledad ruidosa sigo viviendo, gracias a ella he aplazado mi muerte”.
               Los temas del tiempo y la vejez están en el corazón de esta pequeña obra maestra que tiene como protagonista a Hanta, un viejo borracho y desastrado que prensa papel viejo en un sótano nauseabundo, muy cerca de las cloacas por donde corren y batallan legiones de ratas. A fuerza de estar en contacto con los libros que allí arrojan, el protagonista descubre que “es culto a pesar de sí mismo” y que aquel trabajo ha dado sentido a su existencia, pues le permite crear belleza: cada bala que arma tiene en su centro un libro de Schiller, de Nietzsche, de Séneca, o está envuelta en una reproducción de Rembrandt, de Rubens o de Cézanne. “Yo soy al mismo tiempo el artista y el único espectador —dice Hanta—, y por eso cada día termino rendido y muerto de cansancio, agotado y trastornado y, para moderar y disminuir ese terrible desgaste de mí mismo, me tomo una jarra de cerveza tras otra y por el camino de la taberna Husensky tengo tiempo suficiente para meditar y soñar con el aspecto, con la belleza de mi próxima bala de papel”.
Allí, entre moscas zumbonas y ratoncitos, se le aparecen al personaje, en un delirio ebrio, el joven Jesucristo, “un romántico”, “un campeón de tenis que acababa de ganar Wimbledon”, y Lao Tsé, un anciano “abandonado por las glándulas”, que busca con serenidad una buena tumba para su regressus ad originem. En la contraposición dialéctica de los contrarios, Hrabal-Hanta pareciera identificarse con este último, con su docta ignorancia. La misma que le permite escoger, cuando es obligado a prensar papel blanco, vacío de sentido, la misma muerte de Séneca, consciente de que va allí, al otro lado, para “saciar mi curiosidad”.




Ya para Trenes rigurosamente vigilados se había valido Hrabal de los recuerdos de los tiempos en que trabajaba en la estación de ferrocarriles de Nymburk. Para escribir Una soledad demasiado ruidosa utilizó, en cambio, su experiencia como empleado en un depósito de papel viejo situado en la calle Spálená de Praga. Pero de los muchos oficios que debió desempeñar, uno lo marcó especialmente: de 1949 a 1954 fue obrero en los altos hornos Martin, en una fábrica siderúrgica en la ciudad industrial de Kladno. Allí, a manera de castigo, trabajaban con él antiguos profesores universitarios, hombres de empresa, científicos, rechazados por el nuevo régimen. A estos seres marginados, que aparecen también en las novelas de Kundera —y por medio de los cuales se denuncia el totalitarismo comunista—, los llamó Hrabal en Una soledad demasiado ruidosa, “ángeles caídos”: “Mis mejores amigos —dice Hanta— son los que limpian las cloacas, dos académicos que aprovechan los conocimientos de su trabajo para escribir un libro sobre las cloacas y las alcantarillas de Praga, ellos me han contado que los excrementos que fluyen hacia las depuradoras de Podbaba son diferentes los domingos y los lunes, que cada día laboral tiene su idiosincrasia, y que estudiando la porquería se puede llegar a establecer un gráfico que define el flujo de los excrementos, y según la cantidad de preservativos se puede precisar en qué barrios de Praga la gente es más activa sexualmente y en cuáles lo es menos...”.
La experiencia que recrea Hrabal es, pues, tanto personal como histórica: en algunos de sus relatos está presente la historia checa, con sus escritores Capek, Halas, Vancura, y sus héroes y sus verdugos: desde Jan Hus hasta Dubcek, pasando por Masaryk, la horrible invasión alemana y la paulatina estalinización del Partido Comunista. Es en Yo que he servido al rey de Inglaterra, sin embargo, donde la tragedia de la guerra está pintada con tintes más dramáticos, si bien matizados por un agudo humor negro y una implacable ironía. El pequeño camarero que hace de protagonista en la novela termina por servir en los hoteles de los alemanes: en el primero de ellos, las rubias mujeres arias que han sido embarazadas por hombres del ejército del Tercer Reich nadan en piscinas transparentes y beben vasos de leche esperando que nazca el esperado “hombre nuevo”. En el otro, los hombres que van a la guerra pasan la última noche de amor con sus amadas. Luego el personaje los volverá a ver bañándose en el río, cientos de hombres mutilados, nadando lentamente, pues “les faltaba una pierna, o las dos desde las rodillas, algunos no tenían piernas, quedaban sólo los torsos, movían las manos en el agua como ranas...”.
En estos escenarios pinta Hrabal a sus protagonistas, que son, por lo general, personas del montón, a veces, incluso, seres aparentemente insignificantes: hombres que enrojecen cuando los mira una mujer, que tartamudean y tropiezan, capaces de ternura y, mal que bien, de reflexión sobre sí mismos. Todos estos personajes tienen un fondo autobio­gráfico, pero en Bodas en casa esto es llevado hasta el extremo: Hrabal se pinta a sí mismo y cuenta muchas peripecias de su propia vida desde la perspectiva de su mujer, recurso que le permite, tomando distancia, retratarse con crueldad, ternura, humor, a la vez que rendirle un homenaje a su esposa mientras la caracteriza.
               “Presten atención a lo que voy a contarles ahora”: así comienza Yo que he servido al rey de Inglaterra, dejándonos entrever que su prosa va a estar determinada por el tono del relato oral. “Cháchara de cervecería” llamó Václav Cerný a sus escritos; de “verborrea de taberna” los calificó Emanuel Frynta. Y es que sus narradores hablan con la imaginación, la gracia, la recursividad expresiva y la libertad de ciertos personajes salidos de la entraña popular; tal vez la de aquellos contertulios de las cervecerías praguenses a los que Hrabal iba a oír silenciosamente, noche a noche, o la del tío Pepin, personaje extravagante que hilaba una cosa con otra con gran ingenio y sabiduría.
Adivinamos en sus textos la influencia de Céline, uno de sus autores favoritos, y la desmesura de otro de sus autores de culto: Rabelais. “Sabe decir las cosas más groseras como un verdadero amante— dice de Hrabal el escritor Jiri Kolar—, de modo que en sus labios las palabras más fuertes no resultan nunca vulgares”. La manera en que sus personajes hablan nos hace siempre sonreír: abundan la digresión, la anécdota, la reflexión lapidaria, y por supuesto, como en los relatos de Rulfo —quien también trató de llegar al fondo de personajes sencillos, rústicos—, mucha, mucha poesía.
Cuenta la biógrafa de Hrabal, Monika Zgustová, que el escritor tenía gran afición a las películas grotescas. Y grotesco es el humor único de su narrativa; el que lo lleva a mostrar a Hanta raspando con una espátula los restos de su tío, que ha muerto en pleno verano y se ha desleído como “un queso camembert”; a la hermosa Maruja, que ha untado de excrementos las puntas de sus trenzas en la letrina, salpicando sin darse cuenta a los demás mientras gira en brazos de su enamorado; o, en Personajes en un paisaje de infancia, a los convidados a la matanza de un cerdo, ebrios, jugando a echarse la sangre del animal entre carcajadas jubilosas que terminan por producirles llanto. “Soy anfibio, vivo en dos casas al mismo tiempo —dice Hrabal—. La risa rabelaisiana, el llanto heraclitiano. Y es que... el gran SÍ y el gran NO van juntos”.

            


             La desmesura invade, pues, sus relatos, llevándolos al borde de lo que en estas latitudes hemos llamado realismo mágico, hasta el punto de encontrarnos en el centro mismo de Yo que he servido al rey de Inglaterra con un enorme camello relleno que un batallón ha asado para homenajear al embajador de Abisinia, Hailie Selassie, y “en cada porción siempre había un trozo de camello y de antílope, y en el antílope de pavo, y en el pavo, pescado y relleno y guirnaldas asadas de huevos hervidos...”.
La narrativa de Hrabal, a pesar de la sencillez de su lenguaje, nos conecta con lo profuso, lo múltiple y fragmentado. En las conversaciones con sus críticos el escritor repite que trabajaba con “tijeras en mano”, para armar textos con “recortes de realidad”. Influido como estuvo por las vanguardias europeas, se dejó tocar por las técnicas asociativas del surrealismo, por los métodos del psicoanálisis, y por el “action painting” de Pollock, que lo llevaron a una escritura-río, catarata verbal con un fondo de escritura automática que, domada por la racionalidad, resulta de gran capacidad expresiva. “Me esfuerzo por alcanzar un profundo inconsciente trasladando todas esas cosas al subconsciente y sólo después intento iluminar mi vida pasada desde una clara conciencia, lo hago para salvarme, para curarme con su explicación, curarme y cicatrizarme poco a poco”, escribe en su libro Quién soy yo, suerte de texto-collage donde reflexiona, narra, cita, en fin, da cuenta de sí mismo de manera fragmentada pero significativa.
Alguien dijo que los escritores jóvenes imitan y los maduros roban. Hrabal se declara a sí mismo “... un ladrón de cadáveres, un profanador de nobles sarcófagos”, y confiesa haber saqueado a Céline, a Ungaretti, a Camus, a Erasmo de Rotterdam y a muchos más. Como Borges, el escritor checo pensaba que todo intento de innovar es vano; como Hanta, su personaje, que el cerebro es “un fajo de pensamientos prensados” y que esos pensamientos, cuando son verdaderos, provienen siempre del exterior. Él, como tantos autores de primera, no tenía el miedo a las influencias de que habla Harold Bloom.
En febrero de 1997 Bohumil Hrabal murió al caer del quinto piso del hospital donde se recuperaba de una enfermedad que no parecía grave, mientras daba de comer a las palomas en la ventana. Su larga vida le había permitido escribir casi veinte libros, y publicarlos casi todos a pesar de la censura, que tantas veces lo silenció o mutiló. Sabemos que no temía a la muerte, que como Hanta sabía con Lao Tsé que “nacer es salir y morir es entrar”, que el progressus ad originem es el regressus ad futurum. “Ya no evito nada que sea mortalmente peligroso, ignoro todo peligro, he perdido el miedo. Sólo deseo habitar en la no libertad de la luz”, escribió alguna vez, cuando ya era viejo, y probablemente había logrado la sabiduría que tanto buscó a través de sus personajes. La misma que lo hizo escribir, pensando en el cielo estrellado y la conciencia moral de que hablara Kant, pero también en el Tao te king: “El cielo no es humano, y el hombre que piensa tampoco lo es”.


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