Fue allá por noviembre de 1983, en el Centre Pompidou de París, cuando me enfrenté por vez primera a la obra de Balthus, una retrospectiva suya que luego se expondría en el Metropolitan neoyorquino y en el Museo de Kioto, en Japón. Ahora, acá en Colonia, en el Museo Ludwig, veo de segundas una nueva muestra de la obra de Balthus. Es la primera vez que se expone en Alemania. Y eso ya merecería un capítulo aparte.
Pues aunque Balthus nació en París, en 1908, y se le considera un pintor francés, su vinculación con Alemania no puede ser mayor. El padre, Erich Klossowski, alemán descendiente de una noble familia polaca, historiador del arte, escribe en alemán una de las primeras monografías sobre Daumier. La madre, alemana de Breslau (hoy Polonia), pintora, al separarse de su marido inició una relación sentimental con Rilke, vivida de cerca por sus dos hijos, Balthasar (Balthus luego) y Pierre, quien llegaría a ser uno de los autores más fascinantes de las letras francesas.
Y hay todavía más vínculos con Alemania. Expulsada de Francia al estallar la Gran Guerra, la familia reside en Berlín desde 1914 hasta 1917, cuando el matrimonio se separa y ella se va a vivir a Suiza, llevándose a los hijos. Luego, una nueva etapa berlinesa, de 1921 a 1924, termina cuando Rilke le consigue a Pierre un puesto como secretario de Gide, y su madre y su hermano lo acompañan en el regreso a la ciudad natal. Ocho años, pues, en números redondos, la mitad de la infancia, la adolescencia y la primera juventud, Balthus los pasó en Alemania, razón por la que resulta tan sorprendente que recién ahora se exponga su obra aquí por primera vez.
En el prólogo al espléndido catálogo de esta muestra, el director del Ludwig rescata una reflexión del pensador alemán Lichtenberg, quien dijo que las personas nacidas un 29 de febrero y que celebran sus aniversarios sólo cada cuatro años, nunca serán como los demás. Mientras los demás festejan cada año, aquellos van a remolque, como si la infancia no terminase jamás, como si hubieran puesto al tiempo entre paréntesis. Y puesto que Balthus nació un 29 de febrero, esta exposición sugerentemente se titula «Tiempo suspendido».
En ella se recogen 26 óleos (19 de gran formato), 26 estudios y dibujos, 14 ilustraciones para una edición de Cumbres borrascosas de Emily Brontë, y 10 bocetos de vestuario para una escenificación de Los Cenci, la tragedia de Shelley. Las fechas de creación abarcan desde 1932 a 1960, y una de las cosas que mayormente impresiona en la muestra es la cantidad de obras que se ven por primera vez no sólo en Alemania, sino en público. La página de agradecimientos del catálogo enlista 12 museos y ocho colecciones privadas, «así como también otros coleccionistas que quisieron permanecer en el anonimato».
En Colonia no se ha podido ver, por cierto, una de las obras maestras y de mayor contenido polémico entre las de Balthus: La clase de guitarra. Su propietario, un coleccionista particular suizo, solicitó –a cambio del envío de ese cuadro– que se le prestase, durante todo el tiempo de la exposición, el de Max Ernst con la Virgen azotándole el culo al Divino Niño. Esta epifanía del escándalo para las mentes pías cuelga en el Ludwig y es uno de sus más preciados tesoros. Y entiendo que la dirección del museo hizo bien no accediendo al canje temporal, y que mejor hubiera sido poder ver ambos cuadros bajo el mismo techo, para deleitarse en la homologación de sus asuntos. Pero pídanle ustedes comprensión a un coleccionista privado suizo.
Mas en vez del cuadro sí pudimos admirar un dibujo a lápiz, sobre papel (perteneciente a la colección Arnold Crane, de Chicago), del desnudo que aparece en él. Y no sé yo si este boceto, también él tan desnudo, tan aséptico, no es más sugerente que la obra completa, hediente a óleo.
Pues en la muestra se da otro ejemplo de cuadro realizado y tres apuntes para el mismo, y uno de esos tres apuntes ofrece una variante que es la que personalmente hubiese querido ver en el óleo. Estoy hablando del célebre Desnudo con gato, con Laurence, la hija de Georges Bataille y amante de Balthus, despatarrada desnuda en un sillón y con el brazo izquierdo alzado hacia atrás, en dirección a un gato que la contempla desde lo alto de una cómoda. En el dibujo, en cambio, el sillón tiene un respaldo muy alto y el gato se encaramó en él, con la pata izquierda estirada hacia la modelo, cuyo brazo aparece aquí vertical y señalando hacia arriba con el índice extendido. ¡El óleo es un pentimento!
Algo de lo propio sucede con una ilustración de Cumbres borrascosas (la correspondiente al pasaje donde Heathcliff le pregunta a Cathy por qué se ha puesto el vestido de seda), que luego encontramos transformada en el también famoso óleo La toilette de Cathy, donde ella se deja peinar, completamente desnuda bajo la bata abierta. En este cuadro, como en la ilustración, nos encontramos a Balthus autorretratado en la figura del borrascoso protagonista de la novela.
Anotaré para concluir dos pinceladas hispanoamericanas en esta exposición. El magnífico cuadro La ventana, cuya modelo fue la joven peruana Elsa Henríquez, a quien Balthus pintó vestida, pero le desnudó el seno izquierdo en el cuadro, y el retrato de Joan Miró con su hija Dolores, dignísimo homenaje a su colega, y un prodigio de gracia.
Balthus es un pintor tan connotado, tan discutido, tan escudriñado, que resulta arduo poder aportar algo nuevo a su exégesis. No obstante, creo que nuestra mirada, la de los legos, sí que puede hacerlo. Porque a mi juicio, también lego, casi todo el corpus teórico en torno a la obra de este pintor se ha ceñido excesivamente a los tecnicismos propios de la crítica de arte, en un caso, y a los fruncimientos de cejas de los moralistas, con su correlato de los ojos en blanco de los iconoclentusiastas [sic. El autor]. Tan perniciosos los unos como los otros.
Así, por ejemplo, a una joven y talentosa pintora amiga mía le pregunté si se fijó en que en esta muestra, en las salas consagradas a los dibujos y donde había un soporte para ver dos, uno por cada lado –del uno un boceto de La calle, del otro de La toilette de Cathy–, este último, que es de formato vertical, se exponía horizontalmente: de tal modo que para captarlo había que inclinar la cabeza en un ángulo de casi 90°. Y me contestó que no, no se fijó, no lo vio, no lo notó, ni le parecía tan grande el crimen, porque «esos dibujos [sentenciaba] no son gran cosa». Y si así mira un pintor, ¿qué nos queda a los legos?
Nos queda, claro, seguir siendo legos, y seguir viendo lo que no ven los profesionales. Recordar, por ejemplo, la foto de Steven Meisel usada para la publicidad de la lencería de Calvin Klein, compararla con el cuadro de Balthus Thérèse rêvant, y certificar que las diferencias son dos: en el óleo la modelo está sentada, y en la foto está tendida y usa minifalda, así que no tiene ningún mérito que se le vea el calzoncito. ¡Salve, maestro Balthus!