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domingo, 30 de enero de 2000

Vargas Llosa / La tradición es centralista



La tradición centralista

Como muchos intelectuales latinoamericanos, el historiador chileno Claudio Véliz tiene una vocación trashumante. La primera vez que le vi, hace veinte, años, trabajaba en Chatham House, en Londres, en un despacho al lado del de Arnolf Toynbee; después volvió a Santiago para fundar el Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile; más tarde le encontré en las afueras de Melbourne, dirigiendo el Departamento de Sociología de la Universidad de La Trobe, y el año pasado estuvo en Harvard. Ahora, creo, anda de nuevo en Inglaterra, país al que confesadamente admira y debe muchas cosas. El vivir tanto tiempo en otros mundos no ha enfriado su pasión por los asuntos de América Latina. Pero tal vez ha contribuido a darle una visión más hemisférica y menos local y fragmentaria de ésta y lo ha animado a intentar estudiarla como una unidad. Así lo ha hecho en el ambicioso y polémico libro que acaba de publicar: The centralist tradition of Latin American (1).El libro es ambicioso por su tesis y, por la variedad de campos en los que el profesor Véliz quiere probarla: economía, instituciones., vida política, religión, arte y arquitectura, historia y aun psicología. Es polémico por la naturaleza audaz de la tesis y porque las implicaciones de ésta contradicen muchas ideas sobre política y sociedad en América Latina, que son consideradas poco menos que como axiomas por buen número de estudiosos.
Según Véliz, existe en nuestros países, profundamente arraigada, una tradición centralista que ha sido el eje de su desenvolvimiento histórico y lo que ha impuesto un sello común a sus sociedades, por encima de sus múltiples diferencias. El centralismo es el denominador que comparten: él les ha dado ciertos rasgos similares que las distinguen nítidamente del resto del mundo. Civil o militar, siempre burocrático y legalístico, generado por un Estado ávido y ubicuo, cuyos tentáculos se deslizan en todos los dominios de la vida social, pero que, al mismo tiempo, suele ser tan flexible y plegadizo como para parecer invisible; el centralismo,según esta tesis, ha sido el principio ordenador de nuestra vida histórica y comunitaria, la sustancia que ha animado nuestras instituciones y leyes, la brújula de la vida económica. El ha normado por igual la creación cultural y la peripecia política.
Saliendo al paso de previsibles objeciones, el profesor Véliz se resiste a dar una definición escueta y rotunda de lo que entiende por centralismo,pues, explica, este fenómeno no es ni una ni otra cosa. Prefiere que su libro vaya, a lo largo de sus páginas, diseñando en toda su complejidad el sentido en el que emplea este concepto que, para él, es algo así como la especificidad latinoamericana, lo que nuestros países tienen de prototípico. Precisa, eso sí, que el centralismo que describe no es ideológico, sino una tradición pragmática, un estilo de organización que resulta más visible en la práctica que en la teoría, algo que fue resultando en razón de determinadas circunstancias históricas y sociales exteriores a América Latina y no por deliberada elección. La prueba de que el centralismo está desprovisto de ideología la da el hecho de que, con prescindencia de las intenciones de gobernantes y dirigentes, todas las grandes conmociones vividas por los países latinoamericanos en el siglo XX se han traducido -sin excepción- por el fortalecimiento de la estructura vertical del poder político, es decir, delcentro. No hay duda que esto es cierto de la revolución mexicana de 1910, de la boliviana de 1952, de la cubana de 1958 y de la nicaragüense de 1979. Y, sin duda, se puede decir lo mismo de todos los regímenes autoritarios, surgidos de golpes de Estado, en el pasado y en el presente. La subestimación de lo ideológico como factor decisivo en la realidad histórica y social de América Latina es una de las originalidades de este ensayo y le da cierta atmósfera refrescante, en una esfera como la de las ciencias sociales, tan contaminada de ideologismo en la última década.
Tal vez el más osado ingrediente de esta tesis, sin embargo, no sea relegar la ideología al desván, sino la revaloración flagrante en que se funda de la influencia de España y Portugal en la constitución de nuestra fisonomía como países. Aunque desde una perspectiva distinta a la de los llamados hispanistas, el profesor Véliz sostiene, como lo hicieron aquéllos, que la herencia ibérica impregna esencialmente nuestra vida y costumbres y que Brasil e Hispanoamérica han deslindado a través de ella su personalidad. La argumentación más prolija, documentada y apasionada del libro (porque bajo el terso inglés de Claudio Véliz bulle una pasión dialéctica muy suramericana) está encaminada a demostrar que durante la conquista y la colonia se echaron las bases de un sistema centralista que la emancipación no alteró en absoluto; por el contrario, bajo toda la retórica de liberación del yugo colonialista de la época, desde el primer momento las flamantes repúblicas acentuaron y robustecieron sistemáticamente la tradicióncentralista inaugurada bajo el dominio hispánico y portugués, perfeccionándola hasta convertirla en su naturaleza, en un sentido casi ontológico.
En las páginas más seductoras e imaginativas de su ensayo, Claudio Véliz nos muestra a los intelectuales y a las clases dirigentes de los países latinoamericanos del siglo XIX fascinados por Francia, Inglaterra, Estados Unidos y, en el siglo XX, a los mismos intelectuales y a los ideólogos y dirigentes revolucionarios igualmente hechizados por modelos ideológicos venidos de aquellos mismos países (más .la URSS y China Popular) y, tratando, una y otra vez, de trasplantar al continente aquellas instituciones, partidos, doctrinas, tácticas, para alcanzar a través de ellas -es decir, a través del sistema federal norteamericano, o del liberalismo económico inglés, o del radicalismo positivista francés, o de la socialdemocracia europea, o la democracia cristiana alemana o italiana, o el socialismo soviético o chino-, la modernidad, el desarrollo económico, lajusticia social, y fracasando en cada intento. La razón principal de estos fracasos ha sido, para Véliz, la ceguera que esas elites sociales e intelectuales han mostrado para con las características del suelo histórico propio. Aquellas plantas que sembraban morían o nacían anquilosadas porque la tierra no era propia para ellas. Al mismo tiempo que esas minorías se empeñaban en calcar sus países sobre el modelo de París, Londres, Nueva York, Moscú o Pekín, la sociedad latinoamericana seguía desenvolviéndose dentro de ciertas pautas, fijadas siglos atrás (sin sospechar la longevidad que tendrían) por los conquistadores. Aunque tal vez haya que decir administradores en vez de conquistadores. Claudio Véliz simboliza el inicio del proceso de centralización institucional en el continente con la victoria del pacificador. La Gasca -funcionario obediente del centro político imperial- sobre Pizarro, el primero de una larga serie de empeños anticentralistas de nuestra historia.
Este proceso centralista tiene algo de ese carácter impersonal que atribuyen a los procesos históricos las concepciones ideológicas de la historia, y esto es, sin duda, algo contradictorio en un adversario del ideologismo, como es el autor. Pero Claudio Véliz no pretende dar a su tesis una forma rígida, fatídica, presentarla como un fenómeno histórico inevitable. Las cosas ocurrieron de este modo, en razón de una amalgama de circunstancias históricas, muchas de ellas accidentales (lo que indica que hubieran podido ocurrir de otra manera). El libro no pretende extraer de esto conclusiones generales aplicables a otros mundos. Se limita a defender esta convicción: que en la raíz del fracaso de todos los experimentos para modernizar y desarrollar América Latina está el error de considerar que estos países son una tabula rasa donde se puede iniciar desde cero la historia. No es así: son sociedades que han desarrollado un sistema propio y antiguo, poderoso, que costará mucho reemplazar.
(1) Claudio Véliz, The centralista tradiction of Latin America, Princeton University Press, 1980. 355 páginas.


jueves, 27 de enero de 2000

Pedro Sorella / Esperando a Balthus


The Japanese at the red table, 1967-1976
Balthus

Esperando a Balthus

PEDRO SORELA
27 ENE 1996

En cierta ocasión le preguntaron a Samuel Beckett quién era Godot -el personaje más sugerente de la obra de teatro más misteriosa de este siglo que acaba (misteriosa por cuanto aún no sabemos qué nos hace volver a ella una y otra vez)-, y respondió que de haberlo sabido lo habría puesto. Lo que cuento por que siempre que el azar me premia y me pone ante un cuadro de Balthus, algo nada frecuente pues su avaricia creativa es famosa y en su caso sí parece que condición de su genio, me pregunto qué o a quién esperan sus personajes inmóviles, sorprendidos claramente por el pintor en un instante no preparado de sus vidas, pero a la vez, qué duda cabe, destinados a seguir sugiriendo -es probable que a quien esperan no habrá llegado aún- dentro de muchos años. Rara vez me ha parecido una exposición tan oportuna y, por una vez, no oportunista, como la de Balthus que el Reina Sofía ofrecerá a partir del jueves, y no sólo porque viene a ser como las lluvias de estos días en la sequía cultural que ha comenzado a padecer Madrid, ¿la han notado?, con síntomas de peste como el increíble invento de los autobuses envueltos: habrá que ir pensando en un premio Frankenstein -el Frankie- para diseñadores y cargos municipales enganchados a la barbarie.
La oportunidad de la exposición Balthus no se me ha hecho evidente hasta hace poco. Como tantos, yo siempre creí la versión oficial de que Balthus es un pintor intemporal, ajeno a las peleas de un siglo agitado pese a que las vio todas desde primera fila, y con una obra enlazada con la tradición y destinada al futuro pero sobre todo ajena a un presente que, como verdadero aristócrata, desprecia. ¿Acaso no es un conde doblemente polaco (puesto que nacido en París), casi tan viejo como el siglo y con recuerdos de fábula, como el haber tenido a Rilke de preceptor? Eso sólo le ocurre a las leyendas (y por consiguiente se puede hacer con ellas cualquier cosa, como entregárselas a las fieras del circo).
Pues bien: quizá impaciente e influido por la cercanía de esta exposición, de un tiempo a esta parte, siempre que quiero encontrar el perfil y el color que reúna a los muchos treintañeros que conozco -pues hace mucho que tengo la horrible y sociológica sospecha de que hacen parte de un mismo fenómeno-, se me ocurre Balthus: Esos personajes, casi siempre jóvenes, esperando. Distintos entre sí como pocos personajes de ningún pintor, residentes en escenarios tan distantes como sólo pueden ser aquellos que separa el tiempo de la creación... esperando. Más que la pincelada, la cuidada escenografía, el lado literario de sus cuadros, lo que en los museos identifica a los personajes de Balthus desde varias salas de distancia es eso: la espera. Incluso en los personajes que se mueven, o gritan, o se están cayendo de una silla.
Ni que decir tiene que, como con Godot, no padezco el más leve optimismo de creer que alguna vez sabremos qué esperan, ni a quién. Sea lo que sea, soy lo suficientemente mayor para saber que no vendrá. Si hubiera de venir, ya lo sabríamos: ha tenido tiempo. Eso, más que la espera, es lo que les hace parecerse a mis múltiples amigos de treinta y tres o treinta y cinco anos. Esa especie de espera quieta, nada desesperada pero tampoco particularmente esperanzada.
Unos y otros, pues, aguardan. Hace mucho tiempo que los personajes de Balthus perdieron la ansiedad. Indiferentes al presente, agazapados en la semi penumbra de una reputación de rareza que sólo la avidez de la sociedad del espectáculo ha terminado por consagrar (efímeramente, como veremos), saben que quien haya de venir o lo que haya de suceder no será pronto. Viven confortablemente en su discreta fama, recostados contra el lienzo. En cambio, aunque igualmente escépticos, mis amigos saben que todo día que pasen esperando en el paro o en el subempleo (más generalizado y más terrible) es un día menos. Un día menos de trabajo, de vacaciones, de hacer planes, de atascos, de zancadillas, de hipoteca, de lluvia, de... etcétera. Se sienten robados. Se comprende.
Lo que diferencia a mis amigos de los personajes de Balthus es que, aunque todos ellos esperan, los de Balthus saben que el tiempo juega a su favor: el presente se aleja y ellos van fundiéndose en una aristocrática leyenda. En cambio mis amigos saben que, cuantos más días permanecen sentados esperando a que les llegue el turno, más se les escurre entre los dedos el presente al que aspiran, por plebeyo que sea, y van entrando en una zona muy difícil que ni es pasado ni, mucho menos, futuro. Pues la espera, esa al menos, desafía la física y hasta la astrofísica: no agranda el futuro, tampoco el pasado, no se transforma ni tampoco crea memoria. Se limita a crecer, comiéndose el tiempo. Como en Beckett.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 27 de enero de 1996



sábado, 22 de enero de 2000

Lorena Bobbitt, la mujer que cortó el pene a su esposo, declarada inocente de agresión

Lorena Bobbitt


Lorena Bobbitt, la mujer que cortó el pene a su esposo, declarada inocente de agresión

El jurado aduce que la acusada actuó bajo perturbación mental temporal


ANTONIO CAÑO

Washington 22 ENE 1994

Lorena Bobbitt, la mujer que le cortó el pene a su marido en un arrebato de ira, fue declarada ayer inocente del delito de agresión por un jurado que entendió que la mujer que ha concentrado la atención de la opinión pública norteamericana y de los televidentes durante varias semanas actuó bajo lo que se consideró como perturbación mental temporal cuando atacó al es poso, John Wayne Bobbitt. En el momento de ser anunciado el veredicto, a última hora de la noche en España, se escuchó un grito en la sala, pero el rostro de la acusada permaneció imperturbable.
El jurado que decidió sobre el caso visto durante siete días en la localidad de Manassas (Virginia) apreció que Bobbitt reaccionó de una manera agresiva contra su marido como reacción a los malos tratos de los que había sido objeto de parte de éste durante mucho tiempo. El jurado, que necesitó sólo siete horas de deliberación para ponerse de acuerdo, dijo exactamente que la acusada había sido llevada por "un impulso irresistible".Lorena Bobbitt, cuyo rostro ha sido durante el último mes uno de los más habituales de las pantallas norteamericanas, se mantuvo serena mientras escuchaba de pié el veredicto de los 12 miembros del jurado, integrado por siete mujeres y cinco hombres. La decisión fue transmitida en directo por algunos canales de la televisión estadounidense.

En observación médica

La única condena acordada para Lorena Bobbitt, de 24 años de edad, será la de permanecer un máximo de 45 días bajo observación de una institución psiquiátrica para comprobar su estado mental, aunque si los doctores consideran que no se trata de una persona peligrosa y que se encuentra en perfectas condiciones de llevar ya una vida normal, volverá inmediatamente a su casa.El fiscal del caso, Paul Ebert, que había sostenido durante todo el proceso que Lorena se encontraba en perfectas condiciones mentales, pidió ayer que la acusada sea recluida durante esos 45 días. De haber sido declarada culpable del delito de agresión con intento de causar lesiones graves, la ciudadana norteamericana de origen ecutoriano podría haber sido sentenciada a una pena máxima de 20 años de prisión.
El veredicto emitido constituye un gran éxito para la defensa de Lorena, que consiguió presentar una larga lista de testimonios que sostenían que la joven había sido durante años objeto de abusos síquicos y físicos por parte de su marido. John Bobbitt había sido juzgado previamente por el delito de violación a su mujer en la noche en que ésta le cortó el pene, y fue declarado inocente.
La absolución de Lorena ha causado, sin embargo, más sorpresa, por cuanto se consideraba difícil que el jurado pudiera pasar por alto la evidencia de un pene que fue encontrado en el suelo, a poca distancia de la casa del matrimonio.
El órgano sexual le fue posteriormente reimplantado a John tras una complicada operación de nueve horas, pero los doctores advierten que es necesario esperar algún tiempo antes de comprobar si la intervención fue un completo éxito.
Lorena Bobbitt consiguió, sin duda, impresionar al jurado y al público durante su pasada declaración ante el tribunal, en la que relató la pesadilla vivida con su esposo desde un mes después del matrimonio.
Con su rostro anegado en lágrimas, Lorena Bobbitt dijo que no era capaz de recordar el momento en el que le amputó el miembro a su marido mientras éste dormía. La noche del 23 de junio, después de atacarle, Lorena salió de la casa con el pene en la mano, y lo arrojó por la. ventanilla del coche unos metros más adelante.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 22 de enero de 1994

Benjamín Prado / Los herederos


Federico García Lorca


Los herederos


Benjamín Prado
22 de enero de 2000

¿De quién es la obra de un gran escritor? ¿Es lógico que sus herederos la puedan controlar sin límite después de su muerte, que puedan tenerla encerrada en un puño, prohibir o autorizar su misma existencia, poner condiciones a su difusión? ¿Los poemas de Luis Cernuda o, por ejemplo, las greguerías de Ramón Gómez de la Serna deben de ser considerados un patrimonio común o nada más que una propiedad particular, una especie de coto privado en el que solo cacen sus dueños y los amigos de sus dueños?El escándalo suscitado por el testamento de Rafael Alberti y por la conversión de su nombre en una marca comercial ha vuelto a sacar a la superficie estas preguntas referidas a un tema pantanoso sobre el que no se suele hablar mucho y que, sin embargo, es una de las grandes lacras de la literatura española, un veneno que la mantiene con frecuencia paralizada, presa en un mundo que vive al margen de la realidad y está gobernado con leyes casi feudales.
Naturalmente, ni todos los descendientes son iguales ni todos los casos idénticos, pero de un modo u otro el resultado suele ser casi siempre el mismo: el conocimiento profundo de algunos escritores esenciales se ve a menudo perjudicado por razones mezquinas que van desde las más sórdidas peleas familiares a la incomprensión sistemática de las obras y los creadores a los que representan.
La familia de Federico García Lorca nunca ha tenido el más mínimo problema en permitir la explotación total del legado del genio, tanto cuando se ha tratado de revelar inéditos de alto interés como de consentir una edición crítica de los poemas intrascendentes que escribió en el instituto; pero también puso, durante décadas, interminables trabas a cualquier representación teatral o estudio biográfico que insinuara lo que era cierto pero nada vergonzoso: su homosexualidad. No deja de ser irónico que algunas piezas dramáticas del autor de los Sonetos del amor oscuro terminasen siendo sometidas a un tupido filtro moral impuesto por sus propios defensores. No deja, tampoco, de parecer algo esquizofrénica la actitud de quienes por una parte veneran y reivindican la figura del autor de Poeta en Nueva York con un respeto emocionante, casi religioso, y por otra pretenden encubrir una parte primordial de su vida. Para ver hasta qué punto llegó en sus mejores tiempos esa obsesión, se puede comprobar cómo el tema es esquivado en el famoso volumen de recuerdos de Francisco García Lorca, Federico y su mundo, y se puede, también, dar crédito a algo que me contó un maestro contemporáneo del autor del Romancero gitano: durante su exilio en Estados Unidos, el tabú se hizo tan grande que si cualquier persona mencionaba en una reunión algo relacionado con la homosexualidad, aunque la historia no tuviese nada que ver con su hermano, Francisco García Lorca se levantaba de la mesa y se marchaba a casa.
El caso de Valle-Inclán es justo el contrario del de García Lorca, porque el suyo no es un problema de abundancia, sino de escasez: por unas razones u otras, los propietarios de sus derechos no terminan de acordar el modo de unir lo que el testamento repartió entre ellos y, a estas alturas, no se han podido editar todavía unas obras completas -las aparecidas en 1954 en Plenitud son inencontrables y nada rigurosas- del creador de Luces de bohemia o Divinas palabras que todo el mundo está de acuerdo en que son urgentes e imprescindibles. No va a ser fácil conseguirlo si es cierto que, hace poco, uno de los hijos de Valle-Inclán le dijo a un editor que acababa de proponerle la publicación de un texto de su padre: "Si hablas con mi hermano, no le digas que yo te he dicho que sí, porque entonces él te dirá que no". Creo que fue Proudhon el que dijo que el problema del capitalismo no era la propiedad privada, sino el derecho de sucesión, y que el peor daño no lo hacían los terratenientes sino sus herederos.
La obra de Pedro Salinas tampoco se ha llegado a reunir en su totalidad porque alguno de sus hijos se niega obstinadamente a permitir que se incluyan en ella las cartas que el poeta le envió a Katherine Whitmore, la mujer a la que escribió ni más ni menos que La voz a ti debida, Razón de amor y Largo lamento y la destinataria de una caudalosa correspondencia que está depositada en la Universidad de Harvard y que el crítico Miguel García Posada acaba de cuantificar con exactitud en su libro Acelerado sueño: siete telegramas y trescientas cincuenta y cuatro cartas. ¿Es justo que se vete a los lectores de Salinas el acceso a estos documentos y a esta parte básica de su vida? ¿Por qué? ¿Qué se pretende salvaguardar negando de este modo las evidencias: el buen nombre de la institución matrimonial? El asunto se vuelve aún más difícil de comprender cuando uno sabe que en él están involucradas personas tan admirables, sensatas e inteligentes como las que custodian el patrimonio de Salinas. O quizás no, quizás lo que haga ese dato es recordarnos una regla muy sencilla pero indiscutible: los sentimientos personales son lo contrario de la objetividad. Para demostralo, no hace falta más que leer el libro de memorias de Josefina Manresa, Recuerdos de la viuda de Miguel Hernández, que es, por encima de todo, un fiero ajuste de cuentas con el pasado en el que acusa a José Guerrero Zamora de robar el famoso dibujo del autor de Viento del pueblo que le hizo Buero Vallejo en la cárcel; acusa a Rafael Alberti de haber publicado ediciones piratas de la obra de Hernández en Argentina; acusa a Elvio Romero de haberse apropiado de diversos originales con la disculpa de que pensaba hacer una biografía; acusa a la editorial Espasa-Calpe de aprovecharse de su precariedad económica pagándole sólo tres mil quinientas pesetas por El rayo que no cesa y cuatro mil por El silbo vulnerado; acusa, en general, a casi todos los compañeros de generación del poeta de no hacer nada por liberarlo y de no prestarle la más mínima ayuda a la propia Josefina Manresa, con una excepción: Vicente Aleixandre, que le solía mandar un giro mensual de ciento veinticinco pesetas.
Hay muchos más ejemplos, pero esos cuatro bastan para hacerse una idea del peligro que supone el que la obra de un escritor pueda ser dominada de forma categórica y durante ocho décadas por sus parientes, sean estos quienes sean; que corra el riesgo de asociarse tanto a gente capaz de avivar su fuego como a gente capaz de sofocarlo; que sea susceptible, en los casos de peor fortuna, de ser manejada por manos sin escrúpulos o mentes adoquinadas. Creo que la solución a todo esto sería separar, de una vez por todas, los derechos económicos de los intelectuales, que los herederos legítimos de Miguel Hernández, Lorca o Valle-Inclán cobren lo que les corresponda cada vez que se reedite El rayo que no cesa, cada vez que se representen sobre un escenario La casa de Bernarda Alba o Romance de lobos; que puedan escoltar sus textos hasta donde deseen cuando se trate de su promoción, cuidado o redescubrimiento; pero que no tengan la facultad de entorpecer el trabajo de los demás sobre esos mismos textos, que no puedan impedir que se estudien, reúnan, antologuen o representen. Lo contrario es un disparate, es lo mismo que si los descendientes de Alexander Fleming pudieran decidir a quiénes se le puede inyectar penicilina y a quiénes no; es igual que si antes de ponerle a un niño la vacuna contra la rabia hubiese que solicitar la aprobación de los bisnietos de Louis Pasteur.
Mientras esa división de poderes no se produzca, continuará pasando lo que ahora pasa: nuestra cultura estará llena de direcciones prohibidas y puertas cerradas; se seguirán oscureciendo algunas de sus regiones mientras se promocionan otras menos trascendentes que son las que están hechas con los versitos colegiales de Lorca, con los poemas de Cernuda que él excluyó -en algunos casos por su explicitud erótica y en otros por su inferior calidad literaria- de La realidad y el deseo y que han terminado incorporando a su Obra completa o con la mayor parte de los manuscritos con los que se construyó el libro póstumo de Vicente Aleixandre, En gran noche. Desde luego, lo que intranquiliza no es que estas cosas salgan a la luz, porque aunque tal vez no añadan gran cosa a la producción de sus autores, tampoco les restan nada ni atenúan sus méritos reales, igual que la belleza demoledora de El Gatopardo no va a desaparecer porque le añadan a la nueva edición de la novela ese capítulo titulado El cancionero de casa Salinas que él nunca quiso incluir en el original y que ahora va a sumársele a pesar de que sea un texto incompleto y, según aseguran quienes ya lo han leído, esté redactado en un estilo diferente al del resto de la obra; o igual que la magia de Borges va a seguir siendo la misma de siempre aunque no dejen de publicarle a este lado del más allá los libros de juventud que él detestaba y jamás quiso volver a imprimir -El tamaño de mi esperanza o Inquisiciones-; o igual que la envergadura literaria de Hemingway no va a mermar un palmo a causa de ese proyecto sin terminar e invertebrado al que se llamó Al romper el alba y que sólo sirvió para dos cosas: para que sus parientes pudiesen coger algunos dólares más de la chaqueta del muerto y para confirmar que el viejo Ernest era un gran escritor de relatos y un novelista de tercera. Pero lo que sí resulta inquietante es que, de forma paralela a esta explotación indiscriminada de la parte más prescindible de las obras de los autores desaparecidos, se entierren otras palabras y se censuren otros hechos nada más que para proseguir algún litigio mezquino del presente o para tapar alguna aventurilla erótica del pasado: suena absurdo, pero muchas de estas cuestiones son, estrictamente, asuntos de cama. 
Quizá, después de todo, el incongruente Proudhon tuviera razón. Quizá muchos autores volverían corriendo a sus tumbas si resucitasen y vieran lo que ocurre con sus obras. Volverían a sus tumbas diciéndose: "¡Dios mío! ¡Le regalé mi cosecha a una plaga de langostas!". Por supuesto, los herederos tienen la gran ventaja de seguir aún vivos y, por lo tanto, siempre pueden hacer lo que se está haciendo en el caso de Rafael Alberti, que es echarle la culpa de todo al muerto: fue él mismo, dicen, quien mandó censurar su autobiografía; quien autorizó que su nombre se convirtiese en una marca registrada; quien inhabilitó a su hija Aitana como futura directora de su fundación y tachó su nombre del presunto último tomo de La arboleda perdida; quien se lenvantó de la cama para redactar los diez testamentos que firmó en los últimos años... Si por casualidad llegan a probarse ciertos rumores sobre la venta de obras gráficas suyas falsificadas, puede que también se le señale como único responsable del delito.
Ojalá que las leyes cambien para impedir este tipo de abusos, porque si no es así, sólo nos queda confiar en el tiempo o en la justicia, que en ocasiones son tan implacables que a algunos les puede acabar ocurriendo lo que a una mujer estadounidense que disparó a su marido hace treinta años, pero no pudo matarlo: la bala quedó alojada en su corazón, en un lugar del que era imposible extraerla. A pesar de lo ocurrido, la víctima siguió viviendo con su esposa y lograron rehacer su matrimonio. Qué extraño equilibrio: el hombre, la mujer y la bala. Ahora, tres décadas más tarde, la bala ha llegado por fin a su destino y ese hombre ha muerto. Y al día siguiente de la defunción, la viuda ha sido acusada de asesinato. A veces, la verdad llega tarde, pero llega.
Benjamín Prado es escritor.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 22 de enero de 2000

martes, 18 de enero de 2000

Cine y literatura / La mujer zurda


Fotografía de triunfo ARciniegas

"LA MUJER ZURDA"

Cine y literatura

Jesús Fernández Santos
8 de enero de 1980
La mujer zurda no es zurda, es ambidextra, al menos escribiendo a máquina. La mujer zurda busca su propia soledad, rechaza a su marido, a su editor; se refugia en su hijo, en alguna que otra contada y breve amistad femenina. La mujer zurda apenas habla, se supone que medita, piensa en temas no amables porque sonríe en contadas ocasiones. Cuando se sienta, mira o pasea por los alrededores de su casa no sabe dónde va, qué quiere, aparte de su soledad, que llena por completo la película. La mujer zurda con su cuerpo poco agraciado, por no decir deforme, desprovisto casi de atributos femeninos, es tan sólo equívoco entre su cara un rostro e campesino y convencional hechos de rasgos hostiles que provocan, no se sabe por qué, una cierta simpatía.La mujer zurda de Peter Handke, para ganar su vida y llenar sus horas traduce a Flaubert; un Flaubert que, sobre todo en su Educación sentimental, viene a hacer la apología del fracaso. La mujer zurda bien hubiera podido llegar a ser su moderna protagonista. Su rechazo del hombre, su progresivo alejamiento de los niños, su incapacidad de comunicarse con el mundo en torno, culmina en el encuentro con el padre a un tiempo cordial y frustrado, haciéndola aparecer como heroína de una historia frente a una burguesía empeñada en levantar sociedades inhóspitas.

martes, 11 de enero de 2000

Se inicia en Londres el proceso por el manuscrito de "Poeta en Nueva York"

Federico García Lorca

Se inicia en Londres el proceso por el manuscrito de "Poeta en Nueva York"

Lourdes Gómez
Londres, 11 de enero de 2000

El proceso por la titularidad del manuscrito de Federico García Lorca Poeta en Nueva York se inicia hoy en la majestuosa sede londinense del Alto Tribunal de Inglaterra. En esta primera sesión, de carácter técnico, comparecen los letrados de las partes en litigio: los herederos del poeta, encabezados por Manuel Fernández Montesinos, director de la Fundación Lorca, y la última persona que custodió el documento e intentó venderlo en Londres, Manuela Saavedra de Aldama. La resolución del caso podría tardar más de 12 meses.La reclamación de Fernández Montesinos, sobrino del poeta, logró, en una fase preliminar, frenar la venta de un documento esencial en la bibliografía del poeta andaluz. Su intervención, a través de una firma londinense de abogados, forzó a Christie"s a retirar Poeta en Nueva York de la subasta celebrada el pasado 29 de noviembre.

La familia de Lorca conoce desde octubre de 1998 el paradero del valioso original, que el poeta andaluz entregó al editor José Bergamín poco antes de ser asesinado, en julio de 1936. Los herederos reclaman la titularidad de un original que, defienden, Lorca nunca regaló a nadie, sino simplemente entregó a Bergamín para su publicación.



Los estudiosos de la obra de Lorca observan con gran interés la evolución del pleito. Confían descubrir en el original las claves que permitan cerrar la vieja polémica sobre cuál de las dos ediciones de 1940 -la bilingüe, publicada en Nueva York, y la castellana, en México- hace más justicia a los deseos del genial autor. Su biógrafo, el irlandés Ian Gibson, celebra su "aparición", pero advierte de que "no nos encontramos ante uno de los grandes hallazgos del milenio". "Si se descubriera una grabación de Lorca recitando sus poemas neoyorquinos, entonces sí estaríamos ante un hecho insólito, increíble y maravilloso. Conoceríamos entonces dónde pone el acento y el énfasis", señala Gibson.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 11 de enero de 2000

lunes, 3 de enero de 2000

Fernando Trueba / Un guión de Raymond Chandler


Raymond Chandler


Un guión de Raymond Chandler


Las tormentosas relaciones de Raymond Chandler con Hollywood ocupan un capítulo de La vida de Raymond Chandler, de Frank MacShane y, de forma más detallada, han sido analizadas por Stephen Pendo en su libro Raymond Chandler: his novels into film, un estudio comparativo de las adaptaciones realizadas a partir de novelas suyas, en las cuales nunca le ofrecieron participar, lo que dio origen a una de sus más grandes frustraciones.El primer trabajo de Chandler para el cine fue la adaptación de la novela de James M. Cain Double indemnity,que realizó en colaboración con Billy Wilder y que éste dirigiría. Chandler no congenió nunca con Wilder, pero, a pesar de sus diferencias personales, la película es una clara muestra del mejor cine negro americano. La colaboración de Chandler con los grandes estudios duró siete años, durante los cuales trabajó en seis guiones. El último de ellos fue la adaptación de la primera novela de una joven escritora de Texas: Patricia Highsmith. La redacción del guión de Extraños en un trenfue también problemática y Hitchcock no quedó contento del trabajo de Chandler, cuya finalización encargó a Czenzi Ormonde, colaboradora habitual de Ben Hetch. Tampoco Patricia Highsmith aprobó la adaptación, a la que acusaba de simplificar en exceso la novela y de modificar innecesariamente el final. Pese a todo, Extraños en un trenpuede ser calificada, sin ningún tipo de duda, como una obra maestra.

La dalia azul (The blue dhalia)

Raymond Chandler. Prólogo de John Houseman y epílogo de Matthew J. Bruccoli. editorial Bruguera, colección Serie Negra. Barcelona, 1978.
En 1947 la Universal pagó a Chandler 100.000 dólares por un guión tituladoPlayback que nunca llegaría a filmarse. Diez años más tarde, éste lo convirtió en novela. Con La dalia azulsucede exacta mente lo contrario. Chandler se encontraba atascado en esta novela cuando le comentó a su amigo John Houseman, que trabajaba como productor ejecutivo para la Paramount, que había pensado en convertirla en guión y venderla. -Houseman le contó que los directivos de su estudio buscaban una historia para Alan Ladd, ya que éste, en tres meses, debía incorporarse al ejército, y la Paramount perdería a su mayor estrella. Debido en gran parte a su amistad con Houseman, Chandler aceptó. El guión fue escrito en menos de cinco semanas y el rodaje ya había comenzado cuando Chandler se hallaba en la mitad de su guión. La dalia azul fue dirigida en 1946 por George Shermany protagonizada por Alan Ladd y Veronica Lake, actriz a la que Chandler detestaba y acusaba de «incompetente» y de tener «aire de perturbada».
El interés de este guión radica, sobre todo, en que en él encontramos a Chandler en bruto, sin acabar. La intriga de La dalia azul es menos compleja y atractiva que la de las novelas de Philip Marlowe, una mujer es asesinada y todos los personajes se convierten en sospechosos: su marido y los amigos de éste, su amante, el detective del hotel donde vive, etcétera. La en principio atractiva hipótesis de Chandler, en la que el asesinato era cometido por un héroe de guerra trastornado que olvidaba su acto, se vino abajo al ser prohibida por el Departamento de Marina, para el que un herido de guerra nunca podía ser un asesino. Debido a ello, el final definitivo resulta bastante decepcionante. Lo mejor del guión, y donde más se aprecia el arte de Chandler, es en la construcción de los dos personajes centrales: Johnny Morrison y Joyce Harwood. Estos dos personajes se encuentran de una forma injustificada a nivel argumental, lo que contrasta con la lógica de la intriga central. Son dos personajes marcados por la fatalidad que al dirigirse la palabra por primera vez se diría que se conocen hace años. La relación de estos dos personajes es un claro ejemplo de la poética de Chandler. Diálogos inteligentes, tristes, líricos, llenos de humor. Personajes escépticos, valientes, que huyen... Al leer las dos largas escenas de Joyce y Johnny, uno no se imagina nunca a Alan Ladd y Verónica Lake encarnándolas. Tras las cortantes réplicas de estos diálogos se adivina a la única gran pareja chandleriana del cine: Humphrey Bogart y Laureen Bacall.
Un libro interesante no sólo por el guión de Chandler que incluye, sino también por el magnífico prólogo de John Houseman -La quincena perdida-, donde se relatan las patticulares circunstancias en que fue escrita La dalia azul. Esperamos que iniciativas como estas tengan continuidad. La Southern Illinois University Press, editora americana de este libro, ha publicado también el guión de San Francisco, original de Anita Loos, así. como la adaptación que F. Scott Fitzgerald realizó deThree Comrades, de Erich Maria Reinarque y que dirigió Michael Curtiz, cuya publicación en nuestro país sería más que deseable.