Siri Hustvedt
TANTO REVUELO POR LOS PEINADOS
Cuando mi hija estaba en primaria llevaba el pelo largo y, todas las noches, antes de leerle en voz alta, me sentaba detrás de ella y se lo trenzaba. Si se lo dejaba suelto durante esas ajetreadas horas en que Sophie dormía y soñaba, a la mañana siguiente su pelo era un gran nido de pájaros. A mí me gustaba especialmente el ritual, me gustaba ver las orejas y la nuca de mi hija, me gustaban el tacto, el aspecto y el olor de su lustroso pelo castaño, me gustaba cómo se deslizaban entre mis dedos los tres mechones al cruzarlos. También era un acto de anticipación: llegaba justo antes de que nos metiéramos juntas en su cama, nos recostáramos entre las almohadas y las sábanas y yo empezara a leer y Sophie a escuchar.
Incluso este simple gesto de trenzar el pelo de mi hija plantea preguntas sobre su significado. ¿Por qué en nuestra cultura hay más niñas que niños con el pelo largo? ¿Por qué el peinado es un signo de diferenciación sexual? A menos que un hijo mío me hubiera suplicado que le hiciera trenzas, reconozco que probablemente habría seguido las convenciones y le habría cortado el pelo, por más que me doy cuenta de lo arbitrarias y restrictivas que son estas reglas. Por último, ¿por qué me habría dado tanta vergüenza mandar a la escuela a Sophie con el pelo hecho una maraña de nudos?
Todos los mamíferos tienen pelo. El pelo no es una parte del cuerpo sino más bien una extensión sin vida. Aunque el bulbo del folículo viva, el eje está muerto y es insensible, lo que permite manipularlo de múltiples formas. Somos los únicos mamíferos que trenzamos, anudamos, empolvamos, amontonamos, engrasamos, rociamos, cardamos, rizamos, teñimos, ondulamos, alisamos, alargamos, afeitamos y cortamos el pelo. La posición liminal que ocupa el pelo es fundamental para su significado. Crece en la frontera entre la persona y el mundo. Como sostenía Mary Douglas en Pureza y peligro , las sustancias que cruzan las fronteras del cuerpo son signos de desorden y pueden volverse fácilmente contaminantes. El pelo sujeto a la cabeza forma parte de nosotros, pero el que se queda atascado en el desagüe de la ducha después de lavárnoslo es inservible.
El pelo sobresale de toda la piel humana excepto en las plantas de los pies y las palmas de las manos. La contigüidad juega un papel en el significado del cabello. El pelo que cubre la cabeza de una persona le enmarca el rostro y, en la mayoría de nuestras relaciones comunicativas con los demás, el rostro es el principal foco de atención. Reconocemos a las personas por su rostro. Hablamos, escuchamos, asentimos y respondemos a un rostro, especialmente a los ojos. El pelo de la cabeza y el más intrusivo de la barba existen en la periferia de estos intercambios cruciales que comienzan inmediatamente después del nacimiento y, una vez que tomamos conciencia de nosotros mismos, nuestra preocupación por tener el pelo «en su sitio», y no «despeinado» o «peinado como es debido», tiene que ver con su papel de mensajero para el otro.
Un pelo que nunca se peina puede declarar que su propietario vive totalmente fuera de la sociedad humana: es un niño salvaje, un ermitaño o un demente. También puede significar creencias y marginalidad política o cultural. Piensen en los mechones al estilo de los rastafaris o en el pelo largo y enmarañado de los sannyasis, los ascetas errantes de la India. El peinado afro o «natural» que llevaban tanto las mujeres como los hombres en la década de 1960 contaba una historia política sin palabras pero potente. Como estudiante de secundaria, yo pensaba en el pelo de Angela Davis como un símbolo, no solo de su política, sino de su formidable inteligencia, como si su asociación con Herbert Marcuse y la Escuela de Frankfurt pudiera predecirse en su imponente halo. ¿Fue la brillante Davis una influencia subliminal en mi decisión a mediados de los setenta de aplicar a mi pelo rubio y lacio hasta los hombros una solución tóxica para rizado permanente, una alteración química que me puso literalmente los pelos en punta? El estilo afro (o algo parecido) en mí, que no solo era blanca sino muy blanca, convirtió lo «natural» en «antinatural». No fui precisamente la única en adoptar ese look . Al trasladarse las modas de una persona o grupo a otro, cambian su significado. Fíjense en el rubio oxigenado de famosas estrellas deportivas negras o en la inclinación por las trenzas africanas de algunos blancos.
A pesar de su importante papel como mensajero social mudo, el pelo es una parte del cuerpo humano sin la cual podemos vivir. Quedarse calvo, afeitarse las piernas y las axilas o depilarse con cera el vello púbico no es como perder un brazo o un dedo. «Ya te crecerá» es una frase que se utiliza de forma habitual para consolar a los que les han hecho un mal corte. El pelo que está en contacto con una cabeza viva pero muerto en sí mismo posee una cualidad de objeto como ninguna otra parte del cuerpo, con la excepción de las uñas de las manos y de los pies. El pelo es a la vez mío y algo extraño a mí. Cuando toco el pelo de otra persona, la toco a ella pero no el cuerpo que ella siente por dentro.
Recuerdo que cuando mi sobrina Juliette era un bebé, tomaba el biberón enrollando un largo mechón de su madre alrededor de los dedos mientas abría y cerraba los ojos muy despacio. Era un gesto de placer exuberante e hipnótico. Mucho después de haber dejado el biberón, no podía dormirse sin el ritual de juguetear con el pelo de su madre, lo que significaba que el resto de mi hermana se veía obligada a acompañar a ese mechón esencial. El pelo —como parte de la madre de Juliette, no como el cuerpo en sí— se convirtió en lo que D. W. Winnicott llamó «objeto transicional», el peluche, la manta o la nana que muchos niños necesitan para ayudarse a conciliar el sueño. El objeto o el acto pertenece a la «zona intermedia de la experiencia» de la que habla Winnicott, un área que se encuentra «fuera del individuo» pero que no es «el mundo exterior», un objeto o un ritual impregnado de los deseos y las fantasías del niño que ayuda a facilitar la separación de este de su madre. El pelo como algo marginal se presta particularmente bien a este papel de objeto de transición.
El niño es social desde que nace, y sin la crucial interacción con un cuidador íntimo crecerá con serias limitaciones. Aunque las partes del cerebro que controlan las funciones autonómicas están bastante maduras al nacer, las respuestas emocionales, el lenguaje y la cognición se desarrollan a través de la experiencia con los demás y estas experiencias están fisiológicamente codificadas en el cerebro y el cuerpo. Cuando el progenitor le canta nanas al bebé, le acaricia la cabeza y el pelo, lo mece, lo arrulla, habla y juega con él, todo ello viene acompañado de una conectividad cerebral sináptica que se da exclusivamente en un individuo en particular. Lo sociocultural no es una categoría más allá de lo físico: se convierte en el mismo cuerpo físico. La percepción humana se desarrolla a través de un proceso de aprendizaje dinámico y, cuando se aprenden lo bastante bien las habilidades perceptivas, cognitivas y motoras, se vuelven automáticas e inconscientes, parte de la memoria implícita. Sin embargo, cuando los patrones automáticos de percepción son interrumpidos por una experiencia novedosa, necesitamos estar plenamente conscientes para reordenar nuestras expectativas, ya sea sobre el pelo o sobre cualquier otra cosa.
Cuando Sophie acudió a la escuela con sus dos trenzas largas y pulcras balanceándose detrás de ella, no perturbó las expectativas de nadie. En cambio, cuando la psicóloga Sandra Bem envió a la guardería a su hijo de cuatro años, Jeremy, con los pasadores que él le había pedido que le pusiera en el pelo, un niño de su clase lo persiguió sin parar de repetir que «solo las niñas llevan pasadores». Jeremy le respondió con buen criterio que los pasadores no importaban. Él tenía pene y testículos y eso lo convertía en un niño, no en una niña. Su compañero de clase, sin embargo, seguía sin estar convencido y, en un momento de exasperación, Jeremy se bajó los pantalones para demostrar que era un niño. Tras echar un rápido vistazo, su compañero le dijo: «Todo el mundo tiene un pene. Solo las niñas llevan pasadores». En la cultura occidental contemporánea la mayoría de los niños empiezan a resistirse a los objetos, colores y peinados codificados como femeninos en cuanto están seguros de su identidad sexual, a la edad de tres años. El compañero de Jeremy parece haberse hecho un lío con los penes y las vulvas, pero se mantiene firme en la convención social. En este contexto, el pasador deja de ser un utensilio inofensivo para convertirse en un objeto de subversión de género. Para la filósofa Judith Butler el pasador de Jeremy representaría una especie de «performatividad», el género como hacer, no como ser.
Las niñas tienen más margen para explorar las formas masculinas que el que tienen los niños para explorar las femeninas. A diferencia de un niño con un pasador, una niña con el pelo corto no es objeto de burlas, porque en nuestra cultura el poder contaminante que tiene para un niño lo «femenino» es mucho mayor que lo «masculino» para una niña. Tres o cuatro años antes de alcanzar la pubertad, otra sobrina mía, Ava, llevaba el pelo tan corto que a veces la confundían con un niño. Un año jugó con el género al disfrazarse para Halloween: de un lado era niña y, del otro, niño. El pelo resultó ser un elemento crucial en ese disfraz. Los largos rizos sueltos de una peluca adornaban la mitad niña mientras que su pelo corto servía a la mitad niño.
Comencé quinto de primaria con el pelo largo, pero a medio curso me dio por cortármelo a lo chico, en lo que entonces se llamaba un pixie . Cuando regresé a la escuela con mi nuevo corte, se me informó de que el niño que me gustaba, al que supuestamente yo también le gustaba, me había retirado su afecto. Este había sido barrido y tirado a la basura junto con mis sedosos rizos en la peluquería. Recuerdo que pensé que mi exadmirador era un bobo superficial, pero tal vez él había sucumbido a una fantasía de Ricitos de Oro. No sería la última persona del sexo masculino en mi vida que se obsesionara con lo rubio femenino y sus múltiples asociaciones en nuestra cultura, que incluía cualidades abstractas como la pureza, la inocencia, la estupidez, la puerilidad y la atracción sexual encarnada en múltiples figuras: las diosas Sif, Freya y las valquirias de la mitología nórdica, una multitud de doncellas rubias de cuentos de hadas, numerosas heroínas de novelas y melodramas victorianos y rubias explosivas del cine como Harlow y Monroe (a las que me encanta ver en la pantalla). Las connotaciones de boba e infantil asociadas al pelo rubio tal vez expliquen por qué a menudo he soñado con llevar el pelo rapado. Y las criaturas de los cuentos de hadas y los mitos, tan queridas por mí cuando era niña, tal vez expliquen también por qué de adulta he llevado el pelo corto, aunque nunca rapado, y no me volví morena o pelirroja. Una parte de mí dudaba antes de romper con todos los significados de rubia, como si casi no tener pelo supusiera cortar con un yo anterior.
Iris, la narradora de mi primera novela, Los ojos vendados , se corta el pelo durante un periodo en su vida de transformación defensiva. Deambula por la ciudad de Nueva York con un oscuro traje de hombre. Ella misma se pone el nombre del chico sádico que protagoniza la novela alemana que ha traducido: Klaus.
La brecha entre lo que debía admitir ante el mundo —básicamente, que era una mujer— y lo que soñaba en mi fuero interno no me preocupaba. Al convertirme en Klaus por la noche mi género se había vuelto realmente menos definido. El traje, mi cabeza trasquilada y mi rostro sin adornos alteraban la visión que el mundo tenía de quién era yo, y a sus ojos me convertía en otra persona. Incluso hablaba de otra manera cuando era Klaus. Titubeaba menos, utilizaba más argot y verbos más subidos de tono.
El corte a lo chico de mi protagonista participa del segundo ejercicio de traducción, de una Iris femenina a un Klaus masculino, una representación que desmiente la idea de que el aspecto es algo puramente superficial. Jugar con el pelo y la ropa subvierte las expectativas culturales que la han moldeado de maneras que a ella le parecen degradantes.
¿Pelo corto o pelo largo? Las interpretaciones cambian con el tiempo y el lugar. Los reyes merovingios (c. 457-750) llevaban el pelo largo como símbolo de su alto rango. La fuerza de Sansón residía en su pelo. El pelo hasta los hombros del compositor Franz Liszt se convirtió en un frenético y fetichista objeto de deseo femenino. Los minirrelatos de los mensajes publicitarios que anuncian fórmulas para combatir la calvicie masculina refuerzan la noción de que el pelo de arriba está vinculado con la acción de abajo. Tan pronto como el hombre en cuestión ha recuperado milagrosamente el pelo, en la pantalla aparece inevitablemente a su lado una mujer seductora para acariciarle sus recién salidos rizos. Pero los anuncios de los champús para mujer también contienen mensajes sexuales de que la melena larga, y a veces también la corta, al viento, cautivará a un hombre de ensueño.
Debido a su proximidad con los genitales adultos, el vello púbico por fuerza ha de tener significados especiales. Las mujeres turcas, por ejemplo, se lo depilan. En un artículo sobre el significado del pelo en Turquía, la antropóloga Carol Delaney señalaba que durante una visita a unos baños públicos para asistir a un ritual prenupcial, la futura novia le aconsejó que se bañara antes de las otras mujeres para que no la vieran «como una cabra». La expresión nos desplaza de lo humano a lo bestial. La metáfora es la forma en que viaja la mente humana. Como George Lakoff y Mark Johnson sostuvieron en su emblemático libro Metáforas de la vida cotidiana , las «metáforas de espacialización tienen una base en nuestra experiencia física y cultural». El pelo de la cabeza está arriba; el vello púbico, abajo. Los seres humanos son superiores a los animales. La razón es una función superior ; las emociones son inferiores . Los hombres están asociados con la inteligencia —la cabeza— y las mujeres con la pasión —los genitales—. Del pelo de arriba se puede hacer alarde; el pelo de abajo debe ocultarse y en ocasiones eliminarse por completo.
La breve interpretación que hace Sigmund Freud de Medusa (1922) con su cabeza decapitada, su melena serpenteante y su mirada aterradora, opera a través de un movimiento de arriba abajo. Para Freud, la cabeza de la gorgona mítica representaba los temores de castración de un niño al ver «los genitales femeninos, probablemente los de una persona adulta, rodeados de pelos; esencialmente, los de la madre». La fuente del terror (el pene amenazado) se desplaza hacia arriba y se convierte en una cabeza materna con serpientes fálicas en lugar de pelo. El rostro horrible deja al muchacho paralizado de miedo, un estado rígido que sin embargo lo consuela porque significa una erección (mi pene todavía está aquí). De hecho, el compañero de Jeremy, cuyas creencias anatómicas consistían en la idea de un pene universal, tal vez se habría quedado atónito al ver a una niña sin elementos femeninos ni pasadores que indicaran su condición de niña y sin pene. ¿Habría visto amenazado su propio miembro por la revelación? Ha habido innumerables críticas del breve bosquejo de Freud, así como lecturas revisionistas de la mítica gorgona, entre ellas el manifiesto feminista de Hélène Cixous «La risa de la Medusa».
Lo que me interesa aquí es la parte de la historia que Freud suprime. La vulva de la madre, rodeada de pelo , es el signo externo de un origen oculto, nuestra primera residencia en el útero, el lugar del que todos fuimos expulsados en medio de las contracciones y el parto. ¿No es extraordinaria también esta noticia anatómica para los niños? La sexualidad fálica está claramente relacionada con el mito de la Medusa, y la serpiente como imagen de la sexualidad masculina no se limita a la tradición occidental. (En 1975 vi en Taipéi a un hombre abrir una serpiente de un machetazo y beber su sangre para aumentar su potencia). La historia de Medusa existe en varias versiones, pero siempre hay relaciones sexuales de por medio: los escarceos de Poseidón con Medusa, o su violación, y los posteriores partos. En Ovidio, al decapitar Perseo a la gorgona, caen gotas de sangre de las que nacen el joven Crisaor y Pegaso, el mítico caballo alado. En otras versiones nacen del cuello de la gorgona. De cualquier modo, el mito presenta una maternidad monstruosa pero fecunda.
El pelo ha tenido y sigue teniendo significados sexuales, aunque la universalidad de estos es debatible. En su famoso ensayo «El pelo mágico» de 1958, el antropólogo Edmund Leach desarrolló una fórmula intercultural: «cabello largo = sexualidad desenfrenada; cabello corto, parcialmente rasurado o firmemente recogido = sexo restringido; cabeza rasurada = celibato». Leach fue profundamente influenciado por los pensamientos de Freud sobre las cabezas fálicas, aunque para él el pelo a veces tenía un papel eyaculador como emanador de semen. Sin duda en muchas culturas el significado fálico se ha concentrado alrededor del pelo, pero la persistente adopción de una perspectiva exclusivamente masculina (todo el mundo tiene pene) no permite ver los significados ambiguos, polifacéticos y hermafroditas, no uno u otro sino ambos.
Uno de los cuentos que me encantaban de niña y que leía a Sophie después de nuestro ritual de las trenzas era Rapunzel . El cuento de Grimm proviene de varias fuentes, entre ellas un relato persa del siglo X , «Rudaba», en el que la heroína le ofrece al héroe su larga y oscura cabellera como cuerda para que trepe por ella (él rehúsa pues teme lastimarla), y la leyenda medieval de santa Bárbara, en la que la piadosa muchacha es encerrada en una torre por su padre brutal, una historia que Christine de Pizan vuelve a narrar en su gran obra La Ciudad de las Damas (1405), escrita en protesta contra la misoginia. Más adelante, cuentos como «Petrosinella» (1634) de Giambattista Basile y «Persinette» (1698) de Charlotte-Rose de Caumont de La Force están mucho más cerca de la versión de los hermanos Grimm (1812), que estos tomaron del escritor alemán Friedrich Schultz (1790).
En las cuatro últimas versiones del cuento, la acción comienza con una mujer embarazada que tiene el antojo de comer una planta comestible (ruiponce, perejil, lechuga o una variedad de rábano llamado rapunzel ) que crece en el jardín vecino, propiedad de una mujer poderosa (hechicera, encantadora, ogra o bruja). El marido es sorprendido robando la planta prohibida para su esposa y, a fin de evitar el castigo por el delito cometido, le promete a su vecina entregarle el niño que aún no ha nacido. La hechicera mantiene a la muchacha encerrada en una torre alta, pero va y viene trepando por el largo cabello de su cautiva, que más tarde se convierte en el vehículo que utiliza el príncipe para acceder a ella. En la versión final de Grimm, depurada para su joven audiencia, no aparece el vientre hinchado de Rapunzel ni el nacimiento de gemelos, pero sí en «Petrosinella» y «Persinette». Cuando la hechicera se da cuenta de que la joven está embarazada, monta en cólera, corta el cabello ofensivo y lo utiliza como señuelo para atrapar al amante desprevenido. La heroína y el héroe son separados, sufren y suspiran el uno por el otro, pero al final acaban juntos.
El cabello fantástico de Rapunzel funciona como una zona intermedia en la que se representan uniones y separaciones. Un embarazo da comienzo a la historia y el único medio de contacto entre la madre y el feto es el cordón umbilical, que se corta tras el parto. Pero la dependencia de un bebé de su madre no termina con esta separación anatómica. El cabello o la larga trenza de Rapunzel es un vehículo por el cual va y viene la figura de la madre-bruja, una metáfora acertada para representar el movimiento de vaivén, la presencia y la ausencia de la madre que Freud explicó en Más allá del principio del placer al describir a su nieto de año y medio jugando con un carrete y un cordel. El niño lanzaba lejos el cordel, acompañándolo de un largo «Oooo» que su madre interpretaba como un intento de decir fort (fuera) y, después, tiraba de él al tiempo que exclamaba alegremente «Da» (aquí). El juego consiste en dominar por arte de magia la dolorosa ausencia de la madre, y el cordel, del que Freud no habla, sirve como señal o símbolo de la relación: estoy conectado a ti. El pelo de Rapunzel representa, por lo tanto, las pasiones humanas cambiantes, primero por la madre y acto seguido por un objeto de amor adulto, y la fusión fálica/vaginal entre amantes que nos devuelve al comienzo de la historia: una mujer se encuentra en el estado plural del embarazo.
La forma de la historia es circular, no lineal, y la emoción de la narración está sujeta a cortes violentos: la niña es expulsada de su madre por la fuerza al nacer y se la encierra en una torre, aislada de los demás y celosamente vigilada por la segunda figura materna posparto de la historia. Después del corte de pelo de castigo, a Rapunzel no solo se la separa de su amante sino que pierde a la madre hechicera. En «Persinette» en particular, Charlotte-Rose de Caumont de La Force reconcilia a la pareja y a la hechicera, un final que no solo resulta gratificante sino que dramatiza el hecho de que se trata de una historia de luchas familiares.
El temprano vínculo socio-psicobiológico de la niña con su madre y su dependencia de ella cambia con el tiempo. El amor maternal puede ser feroz, extasiado, celoso y remiso a los intrusos, entre ellos el padre y más tarde los objetos de amor de la hija, pero, si todo va bien, la madre acepta que esta se haga independiente. La deja ir. La larga cabellera de Rapunzel, que aun siendo de ella se puede cortar sin lesionarla, es la metáfora perfecta para representar el espacio de transición donde se dan las apasionadas y a veces tortuosas uniones y separaciones entre madre e hija. Y es en este mismo espacio de intercambios recíprocos donde los primeros balbuceos del bebé se convierten en el primer discurso comprensible y más tarde narrativo, una forma simbólica de comunicación que enlaza, entreteje e hila palabras en un todo estructural con un comienzo, un desarrollo y un desenlace, un todo que reúne lo que era, lo que podría ser o lo que nunca será. A un cabello de Rapunzel de una longitud sobrenatural que une una persona a otra se le puede dar otro significado metafórico: es un tropo para contar el cuento en sí.
Mi hija ya es mayor. Me acuerdo de que le peinaba y le trenzaba el pelo y de que le leía cuentos, cuentos que todavía viven entre nosotras, hasta que se dormía.
La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres



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