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miércoles, 26 de noviembre de 2025

Siri Hustvedt / El yo escribiente y el paciente psiquiátrico



Siri Hustvedt
EL YO ESCRIBIENTE Y EL PACIENTE PSIQUIÁTRICO

    Durante casi cuatro años, todos los martes, trabajé de voluntaria como profesora de escritura creativa para pacientes psiquiátricos hospitalizados en la Payne Whitney Clinic de la ciudad de Nueva York, donde impartía dos talleres, uno para adolescentes en el ala norte y el otro para adultos en el ala sur. Y todos los martes, antes de salir para dar los talleres, sentía pavor. No sabía qué pacientes encontraría en mi aula ni qué historias escucharía. Tuve una alumna que había sido violada por su hermano y otro cuyos padres habían sido encarcelados durante la Revolución Cultural de China cuando él tenía seis años. Una mujer se había pegado fuego a sí misma. Otros alumnos llegaban envueltos en vendajes tras intentos de suicidio. Un agradable hombre entrado en años había visto marcianos verdes. Durante el tiempo que trabajé en el hospital vi dos mesías, aunque ninguno asistió a mis talleres. Tuve alumnos que habían sido vagabundos y otros que habían dejado pisos relucientes y cuentas bancarias repletas. Una alumna que había sido muy rica escribió acerca de la experiencia de dormir fuera del elegante edificio donde había tenido un piso espacioso. Tuve alumnos con doctorados y licenciaturas en Medicina y otros que habían abandonado los estudios en la secundaria. Muchos de los pacientes que asistían al taller estaban drogados hasta el extremo del letargo y este hecho, quizá más que cualquier otro, creaba la espesa y embotada atmósfera que se respiraba en el undécimo piso del hospital, una versión multisensorial de la técnica de cámara lenta que se utiliza en el cine. Todos los martes, sin embargo, al salir del aula, bajaba en el ascensor al vestíbulo y salía por las puertas del hospital sintiendo euforia. Euforia que era seguida rápidamente por el agotamiento.
    El agotamiento no necesita explicación, pero ¿por qué me sentía eufórica? Lo que solo puede describirse como un estado emocional crudo y desesperado pero de alguna manera también hilarante, invadía el aula, como un aullido, un sollozo o una carcajada colectiva a punto de estallar. Mientras ese clima tan peculiar creaba formas de orden de gran importancia en el aula, también hacía inútil actuar como si todo fuera «normal». Esta misma falta de normalidad, sin embargo, nos despojaba de todas las afectaciones que solemos adoptar en las situaciones sociales más allá de las paredes del hospital. «¿Cómo estás?» no es una pregunta que pueda contestarse con un despreocupado «bien». En un pabellón psiquiátrico nadie está «bien» y, como nadie está bien y todo el mundo lo sabe, el lenguaje que uno utiliza para comunicarse con los demás, las formalidades necesarias para engrasar las ruedas de la cháchara amable pero a menudo carente de sentido, adquieren un brillo de absurdidad. Es mucho lo que está en juego; las emociones están que arden; el sufrimiento no se oculta: la proximidad a esa realidad humana sin disfraz hacía que me sintiera más viva. Era una sensación que me gustaba.
    Sin embargo, si seguí trabajando de voluntaria fue también porque comprendí que gran parte de los alumnos que tenía en clase salían del aula sintiéndose mejor que cuando llegaron. La escritura parecía tener un efecto terapéutico en la mayoría. Pero ¿cómo y por qué funcionaba? ¿Es posible analizar con cierto rigor lo que sucedía en los talleres? ¿Es posible ir más allá de la habitual condescendencia asociada a la idea del arte como terapia? Mis talleres, así como las clases de teatro y de artes visuales que ofrecía el hospital, servían de distracción, eran un paliativo contra el aburrimiento paralizante que afecta a casi todos los pacientes de esas alas. A los voluntarios nos tomaban las huellas dactilares, nos investigaban por si teníamos antecedentes penales, nos recomendaban que nos laváramos las manos a menudo y nos daban instrucciones sobre cómo actuar en caso de incendio. Eso era todo.
    En la psiquiatría contemporánea, la escritura creativa desempeña un papel

minúsculo, si es que desempeña alguno. El estudio de casos prácticos, tan utilizado cuando el pensamiento psicoanalítico dominaba la psiquiatría estadounidense, comenzó a declinar a mediados del siglo pasado con la llegada de los antipsicóticos, y en la década de 1970 se convirtió en un instrumento de otra época. Las extensas y pormenorizadas anotaciones que los psiquiatras hacían en las historias clínicas mientras veían a sus pacientes se han convertido en listas de síntomas de las que esperan extraer un diagnóstico clínico. A pesar del énfasis puesto en las categorías diferenciadas, el diagnóstico de la enfermedad mental sigue siendo un asunto «confuso». En mis talleres yo tenía muchos pacientes que habían pasado por múltiples médicos y, a través de ellos, por múltiples diagnósticos. A los pacientes psicóticos en particular se los solía colocar en categorías fluctuantes: trastorno bipolar, esquizofrenia o trastorno esquizoafectivo. Y había una jerarquía diagnóstica. El trastorno límite de la personalidad, que se da casi exclusivamente en las mujeres, lleva consigo un severo estigma. En la actual era del cerebro y del omnipresente prefijo «neuro-», cinco letras que antecedían casi todas las disciplinas para darles el sello legítimo de ciencias puras, la psiquiatría se encuentra sobre todo en el lado del cerebro correspondiente al problema cerebro-mente.
    Por supuesto, hace tiempo que el cerebro está involucrado en la enfermedad mental. Para el médico de la Antigüedad Galeno, cuyos puntos de vista prevalecieron durante siglos en Occidente, la locura podía estar causada por fiebres del cerebro, un golpe en la cabeza o una perturbación de los humores. Desde el siglo  XVII , los debates sobre la mente y el cuerpo han sido de crucial importancia para la medicina. ¿Cuál es la relación de una mente enferma con el cuerpo? Los tratamientos han pasado de lo mental a lo físico, tratando lo uno o lo otro mientras se debatía acerca de la identidad o la relación entre ambos. La extensa investigación de los procesos cerebrales que hoy día se está llevando a cabo ha empujado más a la psiquiatría hacia una psiquiatría biológica, que promueve las soluciones farmacológicas y los «tratamientos basados en pruebas». Seguramente es imposible asimilar los datos que las neurociencias a diario producen y publican en forma de artículos en una serie de revistas especializadas. Habré leído muchos miles de ellos desde la década de 1990. Es interesante señalar que entre entonces y ahora los artículos se han encogido. Su forma estándar —resumen, metodología, conclusiones y debate— se ha vuelto cada vez más rígida y el debate al final del artículo, siempre mi parte favorita, ahora es más reducido y menos especulativo.
    No deja de ser irónico que el temor que Freud expresaba en Escritos sobre la histeria de que sus historiales clínicos tuvieran una cualidad literaria y carecieran «por decirlo así, del severo sello científico», sea el mismo temor que acosa a la psiquiatría en la era posfreudiana [1] . Sin embargo, cabe preguntarse cómo el acto de escribir relatos, entradas de diario, poemas u otras formas de garabato puede formar parte de una ciencia de la mente. Freud esperaba que la ciencia en el futuro aclarara el origen biológico de la enfermedad mental. Sin embargo, la psiquiatría sigue separada de la neurología, porque la neurología es la ciencia del daño cerebral «real» y de las enfermedades degenerativas del sistema nervioso, sobre todo de aquellas con lesiones que pueden detectarse.
    La búsqueda de lesiones o de una relación directa entre el cerebro y la enfermedad mental viene de muy antiguo. Estos esfuerzos continúan y han resultado ser frustrantes. Aunque se han realizado progresos en la investigación de la esquizofrenia, por ejemplo, la enfermedad sigue causando desconcierto a muchos niveles, desde el genético al conductual. Por otro lado, el avance que supuso la prueba de sangre para detectar la sífilis de August von Wassermann en 1906, junto con el descubrimiento de Alexander Fleming de la penicilina en 1926, libró al mundo de la neurosífilis, una enfermedad que explicaba un gran número de ingresos en las salas psiquiátricas. Los milagros existen y no es extraño que los científicos del cerebro, ahora equipados con tecnología avanzada, esperen descubrimientos igual de trascendentales.
    Según el neurocientífico, psiquiatra y filósofo alemán Henrik Walter, hemos entrado en la «tercera oleada» de la psiquiatría biológica [2] . La primera oleada se dio en el siglo  XIX y la segunda llegó con los antipsicóticos y los descubrimientos en la genética de mediados del siglo  XX . La tercera oleada, según Walter, puede remontarse a los avances en la biología molecular y en el diagnóstico cerebral por imágenes. Él define la psiquiatría biológica como una ciencia que entiende los «trastornos mentales» como «patrones disfuncionales y prototípicos relativamente estables de la experiencia y la conducta que se explican por los sistemas neurales disfuncionales a diversos niveles». No está claro que los trastornos mentales sean, de hecho, estables o prototípicos como las cambiantes nosologías han demostrado a lo largo de la historia, ni que centrarnos en los sistemas neurales vaya a dar explicaciones completas. Sin embargo, Walter reconoce abiertamente la «reiterada imposibilidad por parte de la neurobiología (con algunas excepciones) de explicar o predecir de forma satisfactoria los trastornos mentales [que] demuestra que no puede dar cuenta de tales fenómenos complejos» [3] . El problema, según él, es que el modelo es incorrecto. Toma una postura contra el localizacionismo simplista que reduce un estado mental a una región del cerebro y recomienda un modelo multidimensional basado en las «4 es : la mente encarnada ( embodied ), extendida ( extended ), enraizada ( embedded ) y enactiva ( enacted )» . En otras palabras, los cerebros pertenecen a un cuerpo vivo que pertenece a su vez al mundo y ningún cerebro puede ser aislado y explicado sin tener en cuenta sus relaciones dinámicas con el resto de los cuerpos y del entorno.

    Walter menciona al psiquiatra alemán del siglo  XIX Wilhelm Griesinger, a menudo llamado el padre de la psiquiatría biológica, famoso por afirmar que toda enfermedad mental es una enfermedad del cerebro. Walter señala acertadamente que a pesar de esta famosa frase, que no fue en absoluto polémica cuando la pronunció, Griesinger no era reduccionista. Walter no desarrolla más su hipótesis, pero en Patología y terapéutica de las enfermedades mentales , Griesinger escribe que, aunque el «entendimiento» y la «voluntad» deben «hacer referencia» al cerebro, no hay que dar por supuesto nada acerca de la relación entre los «actos mentales» y el cerebro «material» . Además, promovió un modelo complejo, interactivo y dialéctico de la enfermedad mental influenciado por la filosofía de Kant, Hebart y Hegel . Según Griesinger, «un examen más minucioso de la etiología de la locura revela que en la gran mayoría de los casos no hubo una sola causa específica bajo cuya influencia la enfermedad finalmente arraigó, sino una complicación de distintas, y a veces numerosas, causas tan predisponentes como estimulantes. Con frecuencia los gérmenes de la enfermedad se establecen en esas fases iniciales de la vida a la que se remonta la formación del carácter y aumenta por la educación y las influencias externas» . Si bien es cierto que, gracias a la investigación contemporánea del cerebro, estamos mucho más cerca de las actividades del cerebro material que en 1845, cuando se publicó por primera vez el libro de Griesinger, seguimos lejos de una comprensión de la relación entre la mente y el cerebro, que continúa siendo un dilema filosófico. De hecho, al final de su artículo Walter afirma claramente: «El punto principal que quiero establecer aquí es que la psiquiatría biológica ha de tener en cuenta las teorías sobre cómo está constituido lo mental» [8] . La psiquiatría debe examinar sus fundamentos filosóficos. Según Griesinger y Walter, lo mental es algo que está más allá del cerebro, y las causas de la mayoría de las enfermedades psiquiátricas escapan a las explicaciones biológicas simples y reduccionistas, que no es lo mismo que decir que las enfermedades no están relacionadas con el cerebro.
    ¿Qué cabe pensar, por lo tanto, de la cuestión de la escritura creativa como terapia en esta tercera oleada de la psiquiatría biológica? Si antes y después de los ejercicios de clase realizáramos escáneres del cerebro de los pacientes, estos nos dirían algo acerca de qué partes del cerebro se activan, pero no aportarían nada sobre la experiencia subjetiva de la persona mientras escribe, ni revelarían con alguna sutileza cómo impartir mejor un taller de escritura o qué áreas o zonas conectivas son cruciales para alcanzar efectos beneficiosos. Existe una literatura empírica sobre la terapia de la escritura, en su mayor parte de los últimos treinta años y toda ella sobre lo que se llama la «escritura expresiva», que consiste en entre tres y cinco sesiones de escritura libre sobre acontecimientos traumáticos o con una fuerte carga emocional que duran quince o veinte minutos. La ortografía, la gramática y la redacción elegante no entran en los ejercicios.
    En Advances in Psychiatric Treatment del año 2005, el resumen de los hallazgos comienza con la siguiente frase: «Se ha descubierto que escribir sobre acontecimientos traumáticos, estresantes o emocionales produce una mejoría en la salud física y psicológica de poblaciones clínicas y no clínicas». Escribir sobre sucesos neutros no proporciona ningún beneficio. Los autores del artículo sostienen que, aunque el efecto inmediato de la escritura sobre las experiencias angustiosas es un «estado de ánimo y síntomas físicos negativos», los efectos a largo plazo cuando se comparan los controles médicos son, entre otros, un mejor funcionamiento del sistema inmunológico, un descenso de la presión arterial, una mejora de la función hepática y mejor humor. La lista es impresionante. No todos los pacientes psiquiátricos están traumatizados, pero el hecho de que la escritura tenga un efecto positivo sobre la «población no clínica» induce a pensar que sus efectos no se limitan a las personas con diagnósticos específicos.
    Los autores del artículo enumeran los «mecanismos» que podrían explicar que la escritura expresiva tenga tales efectos y resultan bastante menos impresionantes.
    Son cuatro:
    1. Catarsis emocional (los autores añaden la palabra improbable ).
    2. Hacer frente a emociones anteriormente inhibidas: puede reducir el estrés fisiológico resultante de la inhibición, pero es poco probable que sea la única explicación.
    3. Elaboración cognitiva: es probable que el desarrollo de una narrativa coherente contribuya a reorganizar y estructurar los recuerdos traumáticos, dando como resultado esquemas internos más adaptativos.
    4. Exposición continuada: puede implicar la extinción de las respuestas emocionales negativas ante los recuerdos traumáticos, pero algunos hallazgos ambiguos.
    Los psicólogos han propuesto varias pruebas empíricas para esta particular modalidad de escritura como terapia, pero cuando buscan las razones que podrían explicarla se ven filosóficamente coartados. Seguramente los dos primeros mecanismos, la liberación emocional o la liberación emocional tras la inhibición, podrían alcanzarse con «una buena llorera», dando patadas a la puerta o aullando a la luna. El tercero, la «elaboración cognitiva», deja atrás la emoción y establece su hipótesis a partir del trabajo realizado en el trauma y la narrativa. Hablar (o, en este caso, escribir) de un terrible suceso, un suceso reexperimentado como un shock motosensorial, acompañado en ocasiones de imágenes visuales e hipersensibilidad hacia todo lo que recuerda el trauma, por ejemplo, ha demostrado ser beneficioso. Esto, al menos, aborda el papel del lenguaje. El cuarto mecanismo parece provenir del trabajo realizado en la fobia. Cuando una persona se ve expuesta repetidamente a lo que la asusta, poco a poco puede llegar a entender (la mayor parte del tiempo, al menos) que los ascensores, por ejemplo, no son cubículos aterradores.

    Los autores están muy lejos de preguntarse «cómo está constituida la salud mental». No es que descarten que estos cuatro «mecanismos» —si pueden llamarse así— estén involucrados de alguna manera en las propiedades beneficiosas de la escritura, más bien hay algo endeble y superficial en sus ideas, que no abordan las cualidades específicas de la escritura como un acto que podría guardar relación con su objeto de estudio.
    La escritura seguramente no tiene más de cinco mil quinientos años de antigüedad, lo que no deja de asombrarme. Y, sin embargo, hay algo milagroso en el hecho de que todas las personas alfabetizadas sean capaces de expresar realidades internas y externas por medio de pequeños jeroglíficos en una página que pueden ser leídos y entendidos por otras personas que comparten esas mismas pequeñas marcas como símbolos de significado. El acto involucra claramente lo mental, pero ¿qué es lo mental? Involucra lo que consideramos factores sociales, psicológicos y biológicos, pero ¿cómo se analizan? Hace mucho tiempo que aprendí a escribir y hoy día el acto de deslizar un bolígrafo por una hoja de papel o de teclear en un ordenador portátil se ha convertido en una parte inconsciente y automática de los sistemas motosensoriales de mi cerebro y de mi cuerpo que son claramente biológicos. Debido a la adaptabilidad y al desarrollo, el cerebro alfabetizado es singularmente diferente del cerebro analfabeto. La lectura y la escritura han cambiado mi mente con el tiempo. Y aunque no tengo que pensar de forma consciente para teclear, tengo que pensar para escribir, y el pensamiento es un fenómeno psicológico y mental, pero también neuronal. De todas maneras, las palabras, la sintaxis y la semántica de mis frases son los datos conocidos de una particular cultura lingüística, una herencia sociológica, pero mi capacidad para aprender a hablar y a escribir de formas en que no lo hace un erizo indica una capacidad innata para el lenguaje con implicaciones evolutivas y genéticas. A pesar de que todo esto es demasiado obvio, insisto en estas ambigüedades para demostrar la rapidez con que tales categorías se convierten en palabrería. Este es el problema que Walter intenta tratar a través de las cuatro es . La mente encarnada, extendida, enraizada y enactiva.
    Una alumna de uno de mis talleres —la llamaremos la señora P— escribió un texto sobre unos cadáveres tendidos en losas de fría piedra dentro de una cámara mal ventilada. A lo largo de su breve y amargo escrito, los vivos y los muertos se volvían indistinguibles. Terminaba con la frase: «Estamos todos muertos». La señora P dejó salir claramente unos sentimientos oscuros mientras escribía, y es posible que fuera catártico o que ella llevara un tiempo inhibiéndolos. Tuvo que utilizar sus «procesos cognitivos», aunque no creó un «relato coherente» sino más bien una sombría descripción de personas muertas en una cripta. Cuando la leyó en voz alta, ninguno de los presentes nos sentimos bien. Sin embargo, ella participó en la discusión que siguió y pareció salir del aula menos deprimida que cuando entró. ¿La mejora en su estado de ánimo puede atribuirse a que escribió, a que habló o a que se sintió menos aislada por formar parte del grupo? Sin duda, los tres elementos contribuyeron al cambio que se produjo en ella. Los sujetos de los numerosos estudios citados en el artículo no recibieron de los psicólogos ningún feedback sobre sus ejercicios de escritura expresiva, por lo que mis clases funcionaban de otro modo, como un taller. La señora P seguramente experimentó varios cambios en el cerebro que se reflejaron en su estado de ánimo cambiante. Como el cerebro nunca está inactivo ni siquiera en lo que se llama estado de reposo, esto es, cuando una persona no está haciendo nada especial, podría monitorizarse el cerebro de la señora P para detectar los cambios. ¿Qué nos diría un cambio en su neuroquímica?
    Tomemos la popular y extendida noción de que la depresión está causada por un «desequilibrio químico» en el cerebro y que los ISRS tratarán ese desequilibrio. Recuerdo una conversación que tuve hace siete u ocho años con un psiquiatra que, en respuesta a mi comentario de que las pruebas científicas sobre la serotonina distaban mucho de ser concluyentes, me aseguró que los fármacos eran eficaces en sus pacientes; de una eficacia asombrosa, de hecho. Y, sin embargo, ni entonces ni ahora hay evidencia de que unos bajos niveles de serotonina causen la depresión. ¿Qué significa realmente un desequilibrio químico ? La historia de los ISRS se convirtió en un importante mito cultural, impulsado por los populares testimonios de personas que vivían una nueva vida feliz a base de fármacos y por la publicidad que les dieron, empleando, entre otras imágenes, un gracioso personaje de dibujos animados cuyo rostro triste se ponía contento. Uno de los primeros folletos de Prozac afirmaba: «Prozac no altera artificialmente el estado de ánimo y no es adictivo. Solo hace posible que te sientas más tú mismo al tratar el desequilibrio que causa la depresión».Esta frase es un prodigio de la retórica. ¿Qué significa aquí artificial ? ¿Cualquier alteración del estado de ánimo de la persona no es «artificial»? Si tomo un estimulante y me siento animado, ¿mi estado de ánimo es natural o artificial?

¿No estoy realmente animado? Tan pronto como una sustancia farmacéutica entra en mi organismo, ¿los cambios que se producen son naturales o artificiales o ambas cosas? La adicción es aún más compleja. Una persona quizá no se crea adicta a un antidepresivo, pero no puede dejar de tomarlo repentinamente sin sufrir sus consecuencias, algunas de ellas graves. El significado de sentirte «más tú mismo» es una cuestión filosófica demasiado confusa para abordarla en un centenar de páginas. El ejercicio también ha demostrado ser eficaz para aliviar la depresión. Puede resultar adictivo en algunas personas, si se entiende por adicción cualquier actividad que resulta difícil interrumpir. Cabría preguntar: si la escritura expresiva ha demostrado que puede levantar el ánimo y aumentar la función inmunológica, ¿podría desempeñar un papel en el tratamiento de la depresión?
    Según algunos investigadores, la sorprendente eficacia de los ISRS probablemente se ha debido a los efectos placebo. Conozco a varios científicos estudiosos de la depresión y del cerebro que se han indignado ante la influencia que la idea de un desequilibrio químico ha ejercido no solo en la imaginación popular sino en la psiquiatría como profesión. La investigación sobre el cerebro y la depresión es fundamental, yo no quisiera dar a entender que no lo es. Los ISRS pueden tener efectos desconocidos que todavía están por descubrir y que pueden resultar muy útiles. Muchas personas aseguran que los fármacos les han cambiado la vida. Lo que quiero plantear aquí es que estas precipitadas simplificaciones no solo no ayudan sino que pueden distorsionar la realidad en su conjunto. Como he señalado en otro lugar, el placebo puede tener efectos poderosos que están siendo estudiados. ¿Qué papel desempeña el lenguaje en el placebo? ¿Podría la escritura tener efectos placebo? En ese caso, me atrevería a decir que está vinculado al lenguaje en tanto que es relacional. Sirve para la comunicación y, como tal, se dirige a otra persona. En algunos casos, esa otra persona es uno mismo para sí, pero siempre es uno mismo como otro.
    Hace mucho tiempo que me siento atraída por la teoría del lenguaje como algo fundamentalmente dialógico que postula M.  M. Bajtín: «Toda palabra está dirigida a una respuesta y no se puede evitar la profunda influencia de la palabra-respuesta anticipable» (la cursiva es del original) . Bajtín hizo hincapié en que las palabras eran intrínsecamente sociales con significados de composición abierta y en continuo cambio que dependían de su uso. No es lo mismo una palabra en boca de una persona que de otra. Cuando el médico pronuncia un diagnóstico, detrás de él hay todo un mundo de autoridad y el uso de un lenguaje establecido. Cuando el paciente pronuncia la misma palabra, el significado ha cambiado. El lenguaje está marcado por relaciones de poder.
    Por su propia naturaleza, las palabras pueden ser compartidas con otros, pero también figuran en nuestra geografía mental privada y sus significados están codificados personalmente. En la historia de la señora P, las losas de piedra evocan relatos macabros de Poe y una serie de películas de terror baratas de los años cincuenta y sesenta, pero podrían haber tenido otras asociaciones para ella, algunas conscientes, otras inconscientes. La elección de las losas seguramente tenía un potente significado afectivo que forma parte de su historia psicobiológica personal pero que no puede disociarse de las palabras y las imágenes de la cultura más amplia, y todo ello desempeñó un papel al configurar su carácter y su enfermedad.
    Mis talleres en el hospital podrían describirse como aventuras en respuesta y en diálogo. Los alumnos tenían que responder a un texto, a menudo un poema corto, siempre de calidad. Utilicé obras de Emily Dickinson, John Keats, William Shakespeare, Arthur Rimbaud, Marina Tzvetaeva y Paul Celan, entre otros. Los alumnos podían responder de la manera que quisieran. No había reglas. Si algo en el poema les recordaba una historia, podían escribir una pequeña historia, verdadera o ficticia. Si querían responder con otro poema, eran libres de hacerlo. Si una palabra del poema — azul, dolor o cielo — los hacía pensar en una persona o un lugar en particular y optaban por describirlo, también estaba bien. Todas las respuestas eran bien recibidas. Los primeros veinte minutos del taller estaban dedicados a escribir y luego cada alumno leía su escrito en voz alta y el resto podíamos comentarlo, si queríamos.
    Me referiré a otro alumno como al señor J. Le habían diagnosticado un trastorno bipolar y, con franqueza, me caía muy bien. Asistió cuatro veces a mi taller y era un alumno entusiasta y atento. Respondió al poema de Keats componiendo un hermoso poema con los mismos metro y rima. Acabó esa pequeña obra maestra en veinte minutos. Me habría gustado quedarme con una copia, pero los alumnos eran dueños de entregarme sus escritos o guardárselos y el señor J se lo llevó. Afirmar que ese hombre poseía unas dotes fuera de lo común es mucho decir. Era culto y sin duda tenía talento, pero probablemente su trastorno desempeñó un papel en su facilidad para escribir.
    También tuve una alumna esquizofrénica que sufría la ilusión de estar casada con Dios. En el cristianismo hay una larga tradición de la Iglesia como «novia» de Cristo. Para varios místicos cristianos, las nupcias con Jesús tenían un carácter literal y sumamente erótico, por lo que en otro contexto histórico el delirio de la señora Q habría tomado otro significado. Esto no significa que no pueda haber fuertes similitudes neurobiológicas entre una santa del siglo  XIV , como Catalina de Siena, por ejemplo, y la señora Q, si pudiéramos descubrirlas. La dopamina ha estado involucrada en la psicosis, concretamente, en sus delirios y sus alucinaciones. Pero ¿se puede afirmar, así sin más, que el contenido de los delirios y las alucinaciones ha sido inducido solo por la dopamina, aun en el supuesto de que los niveles de dopamina se correspondieran con las fantasías de la señora Q de estar felizmente casada con la deidad? El contenido de los delirios y las alucinaciones son a un tiempo personales y culturales y puede afectar al desarrollo de la enfermedad. ¿Cómo relacionamos exactamente la visión en la tercera persona que asocia la dopamina con el delirio y el relato especifico en primera persona del matrimonio de la señora Q con Dios?

    Para varios de mis alumnos, el inglés era su segunda lengua y lo hablaban titubeantes. Les pedí que escribieran algo en su propio idioma aunque ni sus compañeros de clase ni yo lo entendiéramos. Si suena disparatado, me permito discrepar. Le decía al alumno que los demás queríamos escuchar la música de su propio idioma, que las palabras y sus ritmos les darían un sentido que, aunque no fuera denotativo, tenía su valor. La premisa aquí es que el significado no solo se transmite a través de la semántica sino también en el sonido y la melodía. A continuación le pedía al alumno que tradujera lo mejor posible lo que había escrito, así el significado siempre nos llegaba.
    Podría decirse que era una clase de «escritura expresiva». El taller no pretendía enseñar a los alumnos a ser escritores ni siquiera a escribir mejor. Yo no corregía sus errores gramaticales, ni aligeraba su prosa, ni los asesoraba acerca de los verbos fuertes o los ritmos de la frase, solo leía con detenimiento cada escrito y comentaba la forma, el contenido y el significado tal como lo había entendido. Nunca mentía, pero siempre encontraba algo interesante que preguntar a quien lo había escrito. Sus respuestas a menudo eran personales, tristes, reveladoras. Aunque algunos pacientes contaban historias sobre su vida, otros eran incapaces de organizar un relato y escribían una brillante ensalada de palabas. El Campbell’s Psychiatric Dictionary define ensalada de palabras como «un tipo de discurso… caracterizado por una mezcla de frases que carecen de sentido para el oyente y, en general, también para el paciente que la produce». En mi clase yo lo trataba como arte significativo.
    En su libro de 1896 sobre la demencia precoz, lo que ahora se llama esquizofrenia, el psiquiatra Emil Kraepelin ofrecía un extenso ejemplo de la respuesta de un paciente a su pregunta: «¿Está enfermo?». Solo citaré las dos primeras frases: «Verá usted, en cuanto el cráneo es aplastado y uno aún tiene flores, con dificultad, así no se escapará constantemente. Tengo una especie de bala de plata, que me sostenía por la pierna, adentro de la cual uno no puede saltar, adonde uno quiere, y que termina hermosamente como las estrellas». Si bien las frases toman giros sorprendentes, producen significados que yo llamaría poético-emocionales pero también motosensoriales. En la primera frase un cráneo aplastado y un jarrón de flores roto parecen haber chocado entre sí. Un jarrón perdería agua, pero también está el sentido de que los pensamientos florecen solo con dificultad del cráneo metafóricamente aplastado del orador. La palabra aplastado es violenta y los saltos semánticos en la siguiente frase son aún más dramáticos, pero la bala de plata, la pierna del hombre y la incapacidad para «saltar adentro» sugieren lesiones que aun así encuentran su hermoso propósito en las estrellas. Del mismo modo que es imposible parafrasear poemas, asignarles significados fijos sin alterar su esencia, es imposible dar un significado alternativo, sensato y parafraseado a una ensalada de palabras porque rompe el movimiento racional de una oración y tergiversa la semántica. Sin embargo, los significados afectivos «se escapan», para utilizar el evocador verbo empleado por el paciente, y esos verbos se perciben como una especie de acción imaginaria o simulada.
    El paciente de Kraepelin hablaba, no escribía. Durante los años que trabajé en el hospital leí una serie de textos como el citado más arriba, misteriosos escritos cifrados que había que desentrañar interrogando al escritor. Debo decir que mis preguntas, nacidas del interés genuino, por no decir de la fascinación absoluta, precisaban de toda mi concentración, y mi interés y mi concentración fueron cruciales para los efectos terapéuticos en el aula, entendidos ya sea como una forma de placebo, una transferencia o una sanación dialógica que se lleva a cabo en el reino que Martin Buber llamó «el entre». Cuando la gente habla, las palabras se esfuman en el aire a no ser que se registren. Resulta difícil recuperarlas, aunque solo hayan discurrido unos minutos. Podemos recordar lo esencial de lo que nosotros u otra persona ha dicho, pero los términos exactos han desaparecido. La escritura, en cambio, es fija. Una vez que las palabras han llegado a plasmarse sobre el papel, se vuelven objetivas , separadas del cuerpo del escritor. Aunque nacen de un cuerpo y de la mano que escribe, las articulaciones las han dejado en otra zona que puede compartirse con otros, un texto estático que puede examinarse una y otra vez.
    En un taller di a los alumnos el poema «Litany» de Robert Herrick (1591-1674). Su último verso se repite en las doce estrofas. Comienza así:
    En la hora de mi angustia
    cuando las tentaciones me oprimen
    y mis pecados confiesan,
    ¡Dulce Espíritu, confórtame!
    En respuesta una alumna escribió:
    Era mi última hora,
    en mi propia cama.
    No había enfermedad
    ni duda alguna.
    Última estrofa de Herrick:
    Cuando se revele el justo juicio
    y se abra lo sellado,
    cuando a Ti haya suplicado,
    ¡Dulce Espíritu, confórtame!
    Mi alumna respondió:
    Ningún juicio
    o revelación llegó
    pues no hubo súplica.
    Yo no buscaba un dulce espíritu,
    solo la oscuridad para confortarme.
    Una paciente deprimida respondía al poema de Herrick sobre el lecho de muerte con lo que era a todas luces un poema respuesta de desesperación, en versos que pueden transmitir un deseo de suicidio. ¿El poema de Herrick que utilicé simplemente exacerbó los sentimientos depresivos de la paciente? ¿Por qué no elegir un poema «alegre», como había hecho la profesora voluntaria a la que sustituí en el Payne Whitney? «Intento infundirles esperanza». Estas palabras las pronunció con voz potente en un aula llena de adultos, como si ellos no estuvieran presentes. Adoptó la exasperante voz de una maestra de escuela de primaria al dirigirse a sus alumnos. Esta mujer era quien me había abierto las puertas del hospital. Yo había asistido a su clase antes de embarcarme en la mía.

    El poema esperanzador que ella había elegido era de esos que uno encuentra en tarjetas de felicitación empalagosas. Después de la clase, uno de los pacientes pasó junto a la profesora y dijo en voz alta: «Ese poema era una mierda». En efecto, lo era. La enfermedad mental provoca sufrimiento, pero no causa necesariamente estupidez o insensibilidad. (Sospecho que es mucho peor poner al frente de una clase a ignorantes que no saben una palabra de literatura ni de psiquiatría que no tener un profesor de escritura). Lejos de ser insensibles, descubrí que los pacientes de mis talleres, especialmente tal vez los psicóticos, eran sensibles de un modo casi prodigioso a los sentimientos flotantes en el aula, que eran tan potentes como los olores. La frase «Intento infundirles esperanza», con su clara demarcación entre «yo» y «ellos», olía que apestaba, al igual que el estúpido poema ofrecido como vehículo de dicha esperanza. Todos los sentimientos, ya sean maniacos o desesperados, merecen ser tratados, como mínimo, con dignidad. Mis talleres tuvieron éxito, al menos en parte, porque los alumnos se sintieron libres para expresar tristeza, frustración, odio, paranoia y humor negro.
    Elogié la respuesta de la alumna al poema de Herrick. Me referí a su poema como una letanía a la «Letanía». Le dije que me había gustado especialmente el último verso, que reproducía la sencillez del verso de Herrick, y señalé la belleza de las palabras prestadas, la asonancia de las largas es y la cruda agudeza del último verso: «Solo la oscuridad para confortarme». Ni el acto de escribir ni mis comentarios sacaron a la paciente de su depresión, pero tuvieron un efecto relámpago visible en su estado de ánimo. La joven taciturna que había entrado en el aula con aire derrotado se volvió casi locuaz. Hablamos de los significados de su poema, de cómo se alejaba de un espíritu trascendente. Bromeamos sobre los médicos y señalamos el cinismo de Herrick al referirse a ellos. La discusión fue animada. No le sorprenderá a nadie saber que muchos pacientes ocultan a sus médicos sus pensamientos negativos, que tiran al retrete y/o esconden las pastillas que les sientan mal o los dejan embotados o aturdidos o que a menudo les preocupaba que yo enseñara sus escritos a sus psiquiatras. Solo en una ocasión acudí a las «autoridades». Un hombre declaró con voz potente y airada en medio de la clase que tan pronto como saliera del hospital mataría a su familia y luego se quitaría la vida.
    La escritura es una transición percibida de dentro hacia fuera y ese movimiento es en sí mismo un paso en la dirección correcta, un paso hacia un espacio dialógico que puede verse. Siempre se escribe teniendo a alguien como destinatario. La escritura tiene lugar sobre el eje del discurso entre el tú y el yo. Incluso los diarios están destinados a otro, aunque solo sea otro Yo, la persona que vuelve años más tarde a las palabras y encuentra una versión anterior de sí misma. Como el lenguaje escrito existe en ese espacio intermedio —la escritora no como un cuerpo sino como sus palabras destinadas a un lector, que puede ser una persona real en una carta, por ejemplo, o una imaginaria que está ahí fuera en algún lugar—, la escritura nos hace salir de nosotros mismos y este salto al papel, esta objetivación, estimula la autoconciencia reflexiva, el examen del Yo como otro. La escritura antes que la cura del habla utiliza el objeto textual , ese extraño familiar , como un lugar de atención compartida en el aula.
    Además, es cierto que descubro lo que pienso porque escribo. El acto de escribir no es una traducción de un pensamiento en palabras sino más bien un proceso de descubrimiento. En su discusión sobre el lenguaje en Fenomenología de la percepción , Merleau-Ponty escribe: «Es la toma de posición del sujeto en el mundo de sus significados» . Esta toma de significado siempre implica a otras personas. Sin embargo, la escritura puede tener un valor adicional para las personas que son presa de delirios o manías, que están desbordadas por obsesiones como lavar de modo compulsivo o tan deprimidas que el acto de levantar un lápiz les resulta casi imposible. La escritura es una forma de viajar, un desplazamiento de un lugar a otro y, una vez que termina el viaje, el texto resultante puede ayudar a una persona a organizar la visión de su subjetividad, ya que ahora la contempla desde fuera y no desde dentro. Las palabras se convierten en lo «extraño familiar». A veces este Yo externalizado sobre papel puede convertirse en una cuerda de salvamento, una imagen más organizada de la imagen especular que hace posible continuar. Cerca del final de un diario que llevó durante el año que padeció un trastorno psicótico agudo y estuvo hospitalizada, Linda Hart escribió: «Escribir este diario me ha mantenido al borde de la cordura. Sin él, creo que habría caído al abismo de la locura donde nadie habría podido alcanzarme» [19] . Es una declaración dramática, pero hay que procurar no tratar la experiencia de una persona como prueba de nada.
    Varias de las circunstancias que fueron importantes para impartir el taller de escritura en el hospital han resultado ser totalmente intangibles o imposibles de medir, pero intentaré enumerarlas igualmente. Desde el principio quedó claro que el hecho de que yo fuera una escritora «de verdad» que había llegado a publicar libros era importante. Yo no era una don nadie bondadosa y compasiva que el departamento de voluntariado había arrancado de la calle de las buenas intenciones. Este hecho consolidó mi autoridad como alguien que realmente podía tener algo que decir sobre la escritura, lo que proporcionó un contexto de seriedad a la clase como un todo. Mis alumnos también debieron de percatarse de forma intuitiva de que yo no contemplo a los enfermos mentales como ejemplares de otra especie. Cada persona tiene una historia y esa historia es parte de su enfermedad. Como reza el famoso aforismo de Hipócrates: «Es más importante saber qué clase de persona tiene una enfermedad que saber qué clase de enfermedad tiene una persona». El celo por llegar a un diagnóstico, representado por el DSM (Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales ) y su afán de aislar una enfermedad mental de otra han creado un modelo estático de la enfermedad que inevitablemente se colapsa sobre sí mismo. La sintomatología debe ser un estudio de fuerzas dinámicas, el movimiento de una enfermedad que no puede separarse de un Yo o ser, un Yo o ser que tiene una forma narrativa y puede describirse en plural.

    El Yo es un concepto tan intrincado como mental, mente y conciencia. Sin embargo, permítanme decir que lo que a veces se llama «el Yo narrativo», una unión construida lingüísticamente a partir de fragmentos conscientes de recuerdos que constituyen una historia, que están conectados temporalmente para crear un «Yo» coherente, detrás del cual prácticamente no hay Yo, no tiene nada que ver con mi concepción del Yo narrativo. El Yo narrativo que propongo consiste en patrones psicobiológicos, motosensoriales y emocionales prelingüísticos que se desarrollan a través de interacciones con otros importantes para él a partir de la niñez. Desde este rítmico subsuelo implícito se crean en la memoria las historias explícitas, historias que no son estrictamente verídicas en ninguna acepción de esta palabra, sino más bien, en mayor o menor grado, formas de ficción [20] . No importa si uno cree que los recuerdos autobiográficos continuamente revisados se producen a través de la noción après-coup o a posteriori de Freud o a través del término neurobiológico reconsolidación . Lo que no ha sido bien estudiado y debería serlo es el papel que desempeña con el tiempo el lenguaje en la memoria consciente, cómo una vez que se recupera un recuerdo se reconfigura a través de la emoción y de las palabras que uno utiliza para contarlo en voz alta a los demás o a uno mismo.
    De los ejercicios que propuse en clase, el que salió mejor con diferencia lo tomé de Joe Brainard, escritor y artista visual cuyo libro Me acuerdo es, para mí al menos, un clásico. Inspiró Je me souviens de Georges Perec, así como a miles de profesores de escritura creativa que han descubierto sus singulares propiedades como vehículo de la memoria. Estos son algunos extractos que entregué a los alumnos:
    Me acuerdo de muchos primeros días de colegio. Y de esa sensación de vacío.
    Me acuerdo del reloj de tres a tres y media.
    Me acuerdo de cuando pensaba que si hacía algo malo, la policía te metía en la cárcel.
    Me acuerdo de cuando pasaba la mano por debajo de la mesa de un restaurante y palpaba todos los chicles.
    Me acuerdo de que la vida era tan seria entonces como lo es ahora.
    Me acuerdo de que nunca miraba a la gente lisiada [21] .
    En La mujer temblorosa o la historia de mis nervios , que escribí mientras todavía impartía talleres en el hospital, definí el efecto de las palabras Me acuerdo . «Cuando escribo mi mano se mueve gracias a la memoria procedimental que se ha acumulado en mi inconsciente y que evoca una vaga sensación de algún acontecimiento o imagen del pasado que emerge a la conciencia. La memoria episódica está siempre presente y uno puede echar mano de ella con sorprendente rapidez [22] ». Escribir «Me acuerdo» una y otra vez abastece una máquina de recordar. Los procesos que generan la memoria están ocultos, pero en este contexto es interesante preguntar: «¿Quién está escribiendo?». Podría sostenerse que el ejercicio de «Me acuerdo» participa de lo que solía llamarse automatismo , un tema de gran interés entre los médicos y los psicólogos de finales del siglo  XIX y principios del  XX . Pierre Janet y Alfred Binet en Francia, William James, Boris Sidis y Frederic Myers en Estados Unidos y Edmund Gurney en Inglaterra, todos hicieron trabajo experimental sobre ese fenómeno que fue interpretado de distintas formas, indicando un Yo plural, un Yo subliminal o una disociación que reflejaba una retracción de la conciencia. Uno de los pacientes de Janet, que se había extraviado en una fuga disociativa y no recordaba nada, lo recordó todo en detalle al escribir bajo hipnosis. Sin duda, el parecido con el síndrome de la mano anárquica o extraña en los pacientes neurológicos hace reflexionar. Un paciente de catorce años, cuyo caso leí en un artículo publicado en Brain y que menciono en La mujer temblorosa , podía recordar nada más unos segundos, pero cuando escribía era capaz de recordar todo lo sucedido a lo largo de un día entero. Para ser exactos, su mano parecía capaz de recordar y registrar, pues él no podía leer lo que acababa de escribir. Lo hacía su madre.

    El acto de escribir es un hábito motor. Participa de una forma ordinaria de automatismo. Lo que aparece sobre el papel durante este ejercicio resulta a menudo sorprendente porque parece involuntario, inducido al trazar las letras de las palabras me acuerdo . Un hombre de mi clase se acordaba de estar sentado en un fregadero cerca de una gran col. El fregadero era uno más en una larga hilera de fregaderos en una gran sala semejante a un barracón y su madre lo estaba bañando. Explicó que el recuerdo debía de ser del tiempo que pasó en una granja colectiva en China siendo niño. Él era el paciente cuyos padres habían sido arrestados cuando tenía seis años. Nunca volvió a verlos. Tanto si el recuerdo registrado durante el ejercicio se ha consolidado con el tiempo y ha sido sometido, por lo tanto, a una importante revisión, o surge aparentemente de la nada como una sorprendente revelación de mucho tiempo atrás, que no se ha recordado en muchos años y por consiguiente aún está fresco en sus detalles sensuales, no puede exagerarse el sentido de pertenencia representado por el pronombre reflexivo en primera persona que nos mira desde la página. Este sentido de pertenencia es nada menos que la enajenación del Yo en el lenguaje, una forma de autoconciencia reflexiva que está abierta a la interpretación.

    Una de mis alumnas escribió: «Me acuerdo de cuando era niña».
    Me acuerdo de cuando no tenía problemas, o tal vez los tenía, pero los superaba.
    Me acuerdo de que me divertía sola.
    Me acuerdo de que me sentía bien.
    Me acuerdo de lo que hacía y de lo que no quería hacer.
    Me acuerdo de cuando me perdí a misma.
    La memoria es la base de todos los relatos conscientes en primera persona, incluso los de ficción. Hay muchas razones para creer que la memoria consciente y la imaginación constituyen una sola facultad mental. Aquí la escritora creaba una breve y sugerente ristra de frases que registraba un Yo anterior, el cambio que se producía en ella y el duelo por la persona que creía haber sido. Las frases son abstractas. Ocultan todos los detalles de lo que le sucedió y lo que hacía que se sintiera culpable y, sin embargo, el efecto final es conmovedor. Varios pacientes lloraron al leer su ejercicio de «Me acuerdo». Los demás alumnos y yo hicimos todo lo posible para consolarlos. Manifestar disgusto estaba permitido. Ocurría a menudo. El llanto ocupaba un espacio legítimo en mi aula del hospital.
    Sigue una historia. Un día de invierno de 2006, un joven asistió al taller e hizo el ejercicio de «Me acuerdo». He aquí un extracto:
    Me acuerdo del viejo árbol que había en el patio entre los edificios 111 y 112. Había cuatro niveles: el uno, el dos, el tres y el cuatro. Los niños estábamos sentados en las ramas que nosotros mismos nos habíamos asignado: Kyle en el cuarto nivel, Kirk en el tercero, Vern en el segundo y yo en el primero. Entonces era rechoncho y no se me daba bien trepar. Ahí sentados nos quedamos.
    Me acuerdo de la piscina y de su propio sistema jerárquico entre los niños. La chapa blanca significaba que eras un nadador principiante, la roja que estabas en un nivel avanzado y la azul que tenías aptitudes para salvar vidas. Me henchí de orgullo al recibir mi chapa blanca. Todavía la guardo en alguna parte…
    Me acuerdo de Billy. Era un bravucón. Su madre se suicidó.
    Me acuerdo de que exploré con Kyle el Castle Williams, una estructura histórica famosa con vistas al puerto de Nueva York. Estaba lleno de basura y escombros. Gritamos cuando descubrimos que alguien había utilizado un retrete estropeado y dejado algo para la posteridad…
    Me acuerdo de que jugamos a t-ball en los Dodgers. El primer base estrella del equipo, que era guapo y atlético a los seis años, se llamaba Mike Lavache. Podría haber sido Robert Redford. Ganamos la final a pesar de que él no vino.
    Me encantó su vuelta a la niñez y le expliqué las razones de mi admiración por su escrito delante de toda la clase. Luego hablé con el alumno en el pasillo y le pregunté si alguna vez se había planteado ser escritor. Me miró un poco sorprendido. Charlamos un rato sobre libros. Al poco tiempo le dieron el alta y no volví a verlo. Yo ya había dejado el trabajo en el hospital cuando en 2011 encontré un paquete en mi buzón, lo abrí y era un libro: Street Freak: Money and Madness at Lehman Brothers de Jared Dillian. Abrí el volumen y leí la dedicatoria que el autor había garabateado en la portadilla: «Para Siri, gracias por salvarme la vida y ayudarme a ser un escritor. Jared». En las memorias de Jared Dillian sobre su vida como corredor de bolsa en Wall Street, su trastorno bipolar y su derrumbe psicótico y posterior hospitalización, hay un capítulo titulado «Me acuerdo». En él había incluido el ejercicio de clase y, en cuanto empecé a leerlo, lo reconocí, aunque había olvidado su nombre. No tenía idea de que había sido corredor de bolsa de la compañía condenada.
    Esta es la descripción del taller que hace en su libro: «Me encontré sentado a una mesa rectangular con algunos de mis estimados compañeros. En el otro extremo había una mujer complicada». (Agradezco profundamente la perspicaz descripción que hace de mí).
    Jared escribe sobre los veinte minutos de escritura, sobre la charla que tuvimos después de clase y que esa misma noche recordó sus viejas aspiraciones de escribir, su decisión de hacer dinero antes y escribir después, pero la clase lo había trasladado a otro lugar: «Ese ejercicio de escritura…, mi cerebro no se había sentido tan vivo en años. Quería más.
    »Esa noche me costó dormir por primera vez desde que ingresé. Me quedé pensando en lo que Siri me había dicho. Una verdadera escritora me estaba diciendo que yo podía ser escritor.
    »Por primera vez quise salir».
    Al final del capítulo está sentado con su mujer en el metro, yendo a casa. Escribe: «Yo era capaz de cosas maravillosas y creativas. Era capaz de ser un auténtico coñazo. Y vivía en un universo que finalmente tenía sentido.
    »Yo era yo».
    Es una satisfacción decir que a Jared Dillian le está yendo bien. Escribe y vive en un universo que todavía tiene sentido. Es un caso particular e insólito, pero eso es lo que puede ser la escritura: el florecimiento de una visión imaginativa personal. Y esa visión imaginativa de desplazarse a otro lugar, de ver el Yo desde otra perspectiva, puede formar parte de una cura. Jared Dillian es un escritor con mucho talento y sin embargo sería un error separar su talento de su enfermedad: la cadencia y la fuerza de su prosa son suyas y comparten una energía maniaca que atrapa al lector. No deseo a nadie la desgarradora agonía de la depresión maniaca ni los delirios y las crueles voces de la psicosis. Todos los remedios son bien recibidos, pero debemos procurar no pensar en la enfermedad mental como algo divorciado del Yo, como un poder ajeno que se abate sobre un cerebro y lo desequilibra e inunda de neurofármacos no deseados, como si no hubiera relación entre una vida vivida y la neurobiología. Yo no tenía ni idea de que sería un instrumento fundamental para el nuevo camino que él había descubierto para sí mismo, pero resulté serlo: dije las palabras adecuadas en el momento adecuado. Mi respeto hacia su obra era genuino. Él lo supo, lo notó. Ese momento puede compararse con el estímulo de una buena transferencia en una psicoterapia o con un placebo suministrado amablemente por un médico, pues creó un cambio en él que tuvo propiedades inconscientes y conscientes.

    Hay que reconocer toda la complejidad del caso de Jared. Su psiquiatra, a quien llama elocuentemente «S+12» en el libro, lo ayudó a aquietar su psicosis con litio. Durante su estancia en el hospital también redescubrió lo vivo que se sentía al escribir. En su curación participaron tanto la farmacología como la escritura. Ambos implican procesos fisiológicos activos y, en ambos casos, los efectos terapéuticos no se comprenden plenamente. La escritura, sin embargo, activa el conocimiento consciente autorreflexivo de un modo en que no lo hace el litio. Como Ernst Kris y Abraham Kaplan argumentaron en «Aesthetic Ambiguity», en la creatividad participan diferentes niveles psíquicos, tanto las sorpresas que acompañan la «regresión funcional» como los rigores de la evaluación y el «control». «Cuando la regresión va demasiado lejos, los símbolos se vuelven privados, quizá incluso incomprensibles para el Yo reflexivo. Cuando en el otro extremo el control es preponderante, el resultado se describe como frío, mecánico y poco inspirador» . En otras palabras, la expresión escrita presenta una variedad enorme: desde una ensalada de palabras evocadora y emocional que juega o se vuelve incomprensible hasta los lenguajes controlados y muertos de muchos textos académicos y científicos y de algunos esquizofrénicos.
    La ciencia consiste en control, control de vocabulario y de método, por lo que los mismos resultados se pueden repetir una y otra vez. Sus modelos a menudo están congelados, incluso cuando los investigadores intentan describir procesos dinámicos. Pero el control absoluto es imposible. Siempre hay escapes . No se puede eliminar la subjetividad de la historia de hacer ciencia, lo que no desacredita el método científico y todos los descubrimientos que se han hecho. Pero junto con los artículos de las ciencias formales que registran sus datos y sus hallazgos, debe y tiene que haber una literatura médica paralela en la que aparezca cada caso detalladamente descrito, ya sea por el paciente o por su médico, preferiblemente ambos. Una psiquiatría personificada reconoce que el enfermo no es una colección de síntomas que hay que contar y tratar. Por el contrario, un paciente es una persona cuyos síntomas están integrados en una historia siempre cambiante de su Yo, un Yo que no está aislado sino creado activamente a través de intercambios vitales con los demás. Sin duda debe englobar una diversidad de textos y estudios por IRMf, pero también tendrá que recurrir, mejor dicho, volver a la cualidad «literaria» de la historia clínica que preocupaba a Freud, a la entrada del diario, a la ensalada de palabras y a las narrativas personales de la memoria, que quizá no lleven «el severo sello científico» pero que aun así son muy valiosos, como vehículos de penetración psicológica en la enfermedad mental y como vías para su curación.

Siri Hustvedt
La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres






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