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miércoles, 26 de noviembre de 2025

Siri Hustvedt / Mi madre, Phineas, moralidad y sentimiento

 



Siri Hustvedt
MI MADRE, PHINEAS, MORALIDAD Y SENTIMIENTO


    «No hagas nada que no quieras hacer realmente», me dijo mi madre mientras conducía, tras recogerme de una clase o puede que de una reunión o de la casa de alguna amiga cuyo nombre he olvidado hace ya tiempo. No recuerdo qué más me dijo mi madre durante aquella conversación y no sé por qué me dio ese consejo en concreto. Lo que sí recuerdo es que íbamos por el tramo de la Autopista 19 que pasa justo al lado de Northfield, mi ciudad natal en Minnesota, un tramo que ha quedado asociado para siempre a esas palabras. Debía de ser verano, porque la hierba estaba verde y los árboles rebosaban de hojas. También me acuerdo perfectamente de que nada más terminar de hablar mi madre, yo me sentí culpable. ¿Estaba yo haciendo cosas que no quería hacer? Entonces tenía quince años, me encontraba en plena adolescencia y era una jovencita confusa, llena de deseos y tormentos íntimos. Las palabras de mi madre me dieron que pensar y nunca he dejado de darles vueltas en mi cabeza.

    Si se analiza, es una frase curiosa, con sus dos noes condicionando una expresión tan positiva como lo «que quieras hacer realmente». Sabía que mi madre no me estaba dando una receta para el hedonismo o el egoísmo y me tomé aquel consejo como un imperativo moral sobre el deseo. Los noes de la frase eran advertencias contra la coacción, probablemente de índole sexual. Debo señalar que mi madre no dijo: «No te acuestes con nadie, no tomes drogas ni hagas ninguna locura». Me aconsejó que prestara atención a los sentimientos desde mi punto de vista moral, pero ¿qué es eso exactamente? Es inevitable que los sentimientos, la empatía en concreto, jueguen un papel crucial en nuestro comportamiento moral.
    Aquel día me habló como a una adulta, como a una persona que no necesitara consejos de sus padres. Eso me halagó y al mismo tiempo me asustó un poco. La frase implicaba con claridad que ya no volvería a decirme lo que tenía  que hacer . Ahora que mi propia hija tiene veinte años, entiendo mejor la actitud de mi madre. Cuando Sophie tenía uno o dos años le gustaba meter los dedos en los enchufes, arrebatarles los juguetes a los demás niños y quitarse la ropa siempre que podía. Cada vez que su padre o yo le impedíamos realizar sus deseos, chillaba. Pero a partir de los seis años empezó a reaccionar de forma totalmente diferente. Ante la más leve reprimenda por mi parte o por la de su padre, se le llenaban los ojos de lágrimas. Había aflorado en ella la culpa, una emoción social fundamental, y Sophie había empezado a formar parte del mundo de la moral, en el cual lo que está bien y lo que está mal, lo que se puede hacer y lo que no, está codificado.

    El tránsito desde la desnudez salvaje, pasando por la personita recatada y empática, hasta llegar a ser un adulto independiente es también una historia de desarrollo cerebral. Desde que nace hasta la edad de seis años, la corteza prefrontal de un niño experimenta un gran desarrollo y ese desarrollo depende de su entorno (que lo incluye todo, desde la contaminación atmosférica hasta el cuidado que le brinden sus padres). Las investigaciones actuales han descubierto que también el cerebro de un adolescente experimenta cambios cruciales y que las privaciones y traumas emocionales, sobre todo si son continuos, pueden dejar huellas perniciosas y duraderas en el desarrollo del cerebro. La corteza prefrontal está mucho más evolucionada en los seres humanos que en los demás animales y normalmente se define como la zona «ejecutiva» del cerebro, una región relacionada con la evaluación y control de nuestros sentimientos y comportamientos.
    Hace veinte años leí el caso de Phineas Gage en un libro de neurología. En 1849, el capataz de una cuadrilla de trabajadores del ferrocarril sufrió un extraño accidente. Una barra de acero de un metro y medio le atravesó la mejilla izquierda, le perforó el cerebro y le salió por la parte de arriba de la cabeza. Gage se recuperó del accidente de forma milagrosa. Podía andar, hablar y pensar, pero había perdido, junto con unos pocos centímetros cúbicos de la región ventromedial del lóbulo frontal, su antigua personalidad. Gage, que antes era un capataz considerado y responsable, se tornó impulsivo, agresivo y totalmente indiferente hacia los demás. Hacía planes, pero era incapaz de llevarlos a cabo. Tras ser despedido de varios trabajos, su vida se fue deteriorando y acabó dando tumbos de aquí para allá hasta morir en San Francisco en 1861. Esa historia llegó a obsesionarme porque suponía algo horrible: la conducta moral podía reducirse a un trozo de cerebro.
    Recuerdo que poco después de leer esta historia la comenté con una psicoanalista. Negó con la cabeza: era imposible. Según ella, la psique no tiene nada que ver con el cerebro: la ética no desaparecía junto con la materia gris. Pero ahora veo la historia de Phineas de forma diferente. Gage perdió lo que había adquirido en las primeras etapas de su vida: la capacidad de sentir emociones superiores como la empatía y la culpa, dos emociones que condicionan nuestro comportamiento en el mundo. Tras el accidente su moralidad se convirtió en la de un niño. Era incapaz de imaginar el efecto que sus actos tendrían en los demás o en sí mismo, ya no podía sentir compasión, y sin ese sentimiento padecía una discapacidad fundamental, a pesar de que sus capacidades cognitivas permanecieran intactas. Se comportaba como el típico psicópata que actúa por impulso sin sentir remordimiento alguno.
    En El error de Descartes el neurólogo Antonio Damasio vuelve a citar el caso de Phineas Gage y lo compara con el de uno de sus pacientes, Elliot, quien, después de una intervención quirúrgica debida a un tumor cerebral maligno, sufrió un daño en los lóbulos frontales. Al igual que Gage, Elliot era incapaz de planear nada de antemano y su vida se hizo añicos. También se volvió extrañamente frío. Aunque parecía que sus facultades intelectuales funcionaban, carecía de sentimientos, tanto hacia sí mismo como hacia los demás. Damasio escribe: «Creo que yo sufría más que el propio Elliot al escuchar las historias que me contaba.» Tras una serie de experimentos con su paciente, Damasio especula sobre algo que mi madre daba por hecho: que las emociones no sólo mejoran nuestra aptitud para tomar decisiones en la vida, sino que son cruciales para ello.
    Sin embargo, a veces ocurre que no sé lo que quiero hacer realmente. Tengo que analizarme y ese análisis implica tanto una intuición visceral de lo que siento como una proyección de mí misma hacia el futuro. ¿Me arrepentiré de haber aceptado esa invitación? ¿Estoy sucumbiendo a las presiones de otros y lo sentiré más adelante? Nada más leer un correo electrónico me pongo furiosa, pero ¿no he aprendido que es mucho más prudente esperar un par de días antes de contestar, en lugar de enviar de inmediato una respuesta iracunda? El futuro es, por supuesto, imaginario, un lugar irreal que creamos a partir de nuestras expectativas, que, a su vez, surgen de las experiencias que recordamos, sobre todo de nuestras experiencias repetidas. Los pacientes con lesiones cerebrales prefrontales presentan ese mismo y extraño déficit. Pueden pasar todo tipo de pruebas de cognición mental, pero, aun así, les sigue faltando algo vital. Como señala A. R. Luria en Las funciones corticales superiores del hombre (1962), «… los médicos han observado invariablemente que, a aunque el “intelecto formal” se encuentre intacto, estos pacientes muestran cambios notables en su comportamiento».  Pierden su facultad crítica para juzgar la propia conducta y exhiben una rara indiferencia hacia sí mismos y hacia los demás. Yo sostengo que algo se ha estropeado en su imaginación emocional.
    Un par de años después de aquella conversación con mi madre, fui con mi prima a 
esquiar a una estación en Aspen, Colorado. Un día, a primera hora de la tarde, me vi de pronto sola en la cumbre de una pendiente muy pronunciada llena de pequeños montículos de nieve que la hacían más aterradora. Yo no era tan buena esquiadora como para bajar por aquella pista, pero me había montado en el telesquí equivocado. Sólo había una forma de salir de aquel lugar y era cuesta abajo. Mientras estaba allí en lo alto, mirando ansiosamente el bungalow de la estación de esquí que se veía muy lejos, colina abajo, tuve una revelación: allí y entonces me di cuenta de que no me gustaba esquiar. Era algo demasiado veloz, demasiado frío. Me daba miedo. Siempre me había dado miedo. Uno se pregunta cómo es posible que una jovencita de diecisiete años no se hubiera dado cuenta de un hecho tan simple de su existencia hasta verse enfrentada a una crisis. Provengo de una familia noruega. Mi madre nació y creció en ese país nórdico y los abuelos de mi padre eran emigrantes noruegos. En Noruega dicen que los niños aprenden a esquiar antes que a andar, lo cual es una exageración pero ayuda a entender mejor el asunto. La idea de que esquiar pudiera no ser divertido, pudiera ser algo que no estaba al alcance de todo el mundo, era algo que jamás se me había pasado por la cabeza. Yo nací en un lugar donde el deporte es sinónimo de placer, de disfrutar de la naturaleza y de la familia. Mientras tales pensamientos cruzaban por mi mente, me daba cuenta de que el telesquí estaba cerrando y de que se hacía de noche. Respiré hondo, me di impulso con los bastones y me lancé colina abajo. Media hora más tarde, una patrulla montada sobre una moto de nieve me encontró despatarrada junto a un montículo. Había perdido un esquí, pero, por lo demás, estaba bien.

    Aunque la anécdota es ridícula, sus implicaciones van mucho más allá. A veces creemos que queremos lo que en realidad no queremos. La consideración que le damos a algo puede estar tan arraigada que ni siquiera la cuestionamos y esa falta de cuestionamiento puede conducirnos a algo más grave que un revolcón en una pista de esquí. Esa amiga que vuelve una y otra vez con el hombre que la maltrata se encuentra atrapada en ese deseo bastante común, en ese autoengaño, que le impide pensar en la posibilidad de otro futuro diferente. En la época en que yo era una estudiante de posgrado sin un céntimo, a veces me gastaba veinte o treinta dólares en una camiseta o en un accesorio que no necesitaba y ni siquiera deseaba en especial. No anhelaba el objeto en particular, sino sólo comprar. Por supuesto, sentir que no tenemos carencias puede llenar un vacío emocional sin arriesgarnos a unas consecuencias ruinosas. Pero si no puedes pagar el recibo de la luz, entonces tienes un problema. Yo me enfrenté a un problema en la pista de esquí porque estaba haciendo algo que en realidad no deseaba. Aquella decisión errónea fue el resultado tanto de mi alienación ante mis sentimientos como de una falta de amor propio. Esto último es fundamental. Porque al ser capaz de objetivarme, al igual que todos los seres humanos (vernos como una persona entre otras dentro de la sociedad), no sólo puedo planificar las cosas con antelación, imaginando cómo me afectará en el futuro lo que hago en el presente, sino que también puedo verme con la distancia necesaria como para comprender que soy un ser digno de compasión.
    Durante mi primer año de matrimonio estaba muy nerviosa. Me preocupaba la idea de perder mi libertad, la vida doméstica en general y cómo ser «una esposa». Cuando le planteé estas preocupaciones a mi flamante marido, me miró y me dijo: «¡Pero, bueno, Siri! ¡Tú haz lo que quieras hacer!». Yo no le había contado a mi marido lo que me había dicho mi madre en la Autopista 19 doce años antes, pero sus palabras me recordaron de inmediato aquellas otras. Mi marido no me estaba autorizando a lanzarme a los brazos de otro hombre, sino que me empujaba a seguir mis deseos porque, al igual que mi madre, confiaba en mi criterio moral. Aquello tuvo en mí un efecto de inmediata liberación. Me quitó un peso de encima y pude entregarme a hacer lo que quería, que incluía estar casada con el hombre tan especial del que estaba enamorada.
    Mi idea del matrimonio no era tan diferente de mi idea del esquí. Adopté una opinión despiadada, rígida y superficial de ambos: se suponía que esquiar era divertido y que el matrimonio era una institución restrictiva. No me planteé lo que yo quería realmente , porque estaba dominada por una idea que me venía impuesta, una idea que yo tenía que cuestionar y sentir por mí misma antes de poder descartarla o aceptarla. A diferencia de Phineas y Elliot, yo tengo intactos mis lóbulos frontales. Sin embargo, sé que los misterios de mi neurología personal son, como los de cualquier otro, una combinación sintética del temperamento genético innato y de la experiencia adquirida a lo largo de mi vida, algo que me remite otra vez a mi madre, una persona crucial en esta historia. Cuando le dije que estaba escribiendo un texto sobre el consejo que me había dado hacía años, me dijo: «Bueno, ya sabes, yo no le habría dicho eso a cualquiera». A diferencia de esas frases manidas sacadas de las páginas de alguna guía de consejos para padres, las palabras de mi madre iban dirigidas especialmente a mí y las expresó con conocimiento, empatía y amor. Sin duda, por eso se me quedaron grabadas para siempre. Porque me tocaron muy hondo.


    2007



Siri Hustvedt
Vivir, pensar, mirar


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