Lewis Carroll y la migraña
«CURIOSO Y REQUETECURIOSO»
«¿Quién diablos soy yo? ¡Ah, eso sí que es un misterio!», dice la Alicia de Lewis Carroll, desorientada tras ver cómo crece de un modo desmesurado y repentino. Mientras medita sobre esta interrogante filosófica, las dimensiones de su cuerpo vuelven a cambiar. La niña encoge. Yo misma me he planteado esa pregunta muchas veces, casi siempre relacionada con las alteraciones de la percepción, las sensaciones raras y las intensas alucinaciones que acompañan a la migraña. ¿Quién diablos soy yo? ¿Soy un mero «Yo» compuesto de materia gris y de materia blanca disfuncionales? En La búsqueda científica del alma Francis Crick (célebre por haber descubierto el ADN junto con James Watson) escribió: «Tú, tus alegrías y tristezas, tus recuerdos y tus ambiciones, tu sentido de identidad personal y tu libre albedrío son, de hecho, nada más que el comportamiento de un vasto conjunto de células nerviosas y de sus moléculas asociadas.» La mente es materia, sostenía Crick. Toda la vida humana puede reducirse a neuronas.
Existe un fenómeno en las migrañas con aura que lleva el nombre de esa niña creada por Charles Lutwidge Dodgson (Lewis Carroll) sometida a todo tipo de transformaciones: el síndrome de Alicia en el País de las Maravillas. El enfermo que lo sufre siente que todo su cuerpo o parte de él aumenta o disminuye de tamaño. Los términos neurológicos para esa sensación de crecer y encogerse son macroscopía y microscopía. Dodgson sufría migrañas. Es sabido que también tomaba láudano. Parece más que probable que él mismo experimentara algunas de las rarezas somáticas que atribuyó a su protagonista infantil. Dichas experiencias no son exclusivas de la migraña. También se dan en personas que han sufrido una lesión neurológica. En su libro Mundo perdido y recuperado , A. R. Luria registra el caso de un paciente, Zazetsky, que fue herido de gravedad en la cabeza durante la Segunda Guerra Mundial. «A veces», escribió Zazetsky, «cuando estoy sentado, siento de repente que tengo la cabeza del tamaño de una mesa y que las manos, los pies y el torso se me encogen hasta hacerse muy pequeños.» La imagen corporal constituye un fenómeno complejo y delicado. Los cambios en el sistema nervioso provocados por una cefalea inminente o por las lesiones producidas por un derrame cerebral o una bala, pueden afectar al mapa interno que el cerebro tiene del cuerpo y hacer que nos metamorfoseemos.
¿Es Alicia en el País de las Maravillas un producto patológico, el resultado de la enajenación sufrida por el «conjunto de células nerviosas y de sus moléculas asociadas» de un hombre? En Las variedades de la experiencia religiosa , William James denominó acertadamente «materialismo médico» a la tendencia a atribuir logros artísticos, religiosos o filosóficos a dolencias físicas. «El materialismo médico», escribió James, «desmitifica a San Pablo al afirmar que la visión que tuvo en el camino a Damasco fue resultado de una lesión en la corteza occipital, puesto que era epiléptico. Elimina de un plumazo a Santa Teresa diciendo que era una histérica y a San Francisco de Asís afirmando que sufría una degeneración hereditaria.» Y yo podría añadir a Lewis Carroll, por ser un adicto o sufrir migrañas. Seguimos viviendo en un mundo de materialismo médico. La gente paga miles de dólares para echar un vistazo a su mapa genético con la esperanza de prevenir las enfermedades con la suficiente antelación y está dispuesta a creer cualquiera de los descubrimientos sobre la longevidad, a menudo contradictorios. Un estudio concluye que es bueno estar rellenito. Otro insiste en que nuestros parientes más cercanos, los chimpancés, viven más cuando están subalimentados y que también nosotros haríamos bien en seguir el ejemplo. Los republicanos y los demócratas se someten a técnicas de neuroimagen para ver cómo se ven afectadas sus redes neurales cuando piensan en asuntos políticos. Los medios de comunicación anuncian que los investigadores han localizado el «módulo de Dios» en el cerebro. Antes de que se descifrara el genoma y los científicos descubrieran que los seres humanos teníamos apenas unos genes más que las moscas de la fruta, la prensa no especializada publicaba innumerables artículos que especulaban con el descubrimiento de un gen del alcoholismo, otro del trastorno obsesivo compulsivo, otro de la preferencia por las corbatas violetas; en resumen, había genes para todo.
Es muy humano aferrarse a las respuestas sencillas y rechazar toda realidad cambiante y ambigua. Se pasa por alto o se olvida por completo el hecho de que los genes se expresan según el entorno, que por más vitales que sean a la hora de determinar la vulnerabilidad frente a una enfermedad, no pueden predecirla, excepto en casos muy raros, tales como la enfermedad de Huntington; que el cerebro no es un órgano estático, sino de gran plasticidad, que se moldea mucho después de nuestro nacimiento a través de las interacciones con los demás; que cualquier pasión que experimentemos, sea por la política o por el atún, aparecerá en las imágenes escanográficas como circuitos emocionales que se activan en nuestro cerebro; que los estudios científicos sobre la relación del peso y la longevidad nos revelan más datos sobre la correlación que sobre las causas; que los sentimientos evocados por el llamado «módulo de Dios» pueden ser interpretados por quien los experimenta como de orden religioso o de cualquier otro totalmente distinto.
El hombre que escribió Alicia en el País de las Maravillas sufría migrañas. También era matemático, clérigo, fotógrafo y una persona de gran ingenio. Estaba muy acomplejado debido a su tartamudez y puede que se sintiera sexualmente atraído por las jovencitas de muy tierna edad. Es imposible saber el papel exacto que jugó la migraña en su obra creativa. Mi propia experiencia de la enfermedad (escotoma, euforia, la extraña sensación de ser elevada por los aires, una alucinación liliputiense) es parte de mi biografía y no puede dividirse entre naturaleza y educación. La migraña se transmite dentro de la familia, así que es probable que mi predisposición a los dolores de cabeza sea hereditaria, pero la forma en que se desarrolló la dolencia y el significado que adquirió para mí dependen de innumerables factores, tanto internos como externos, muchos de los cuales nunca llegaré a dilucidar. ¿Quién diablos soy yo? Es una interrogante sin resolver, aunque ahora ya contamos con algunas claves de ese misterio.
Como sostuviera Freud hace más de un siglo, la mayor parte de lo que hace nuestro cerebro es inconsciente, está por debajo o por encima de nuestra comprensión. Hoy ya nadie contradice esto. El recién nacido está todavía inmaduro cuando llega al mundo, y durante los primeros seis años de vida la parte frontal de su cerebro (la corteza prefrontal) presenta un desarrollo importante. Se desarrolla mediante la experiencia y así seguirá haciéndolo, aunque con menor rapidez que en ese periodo inicial. Gran parte de esta etapa más temprana nunca llega a integrarse en nuestra memoria consciente porque se pierde en la amnesia infantil (el cerebro no puede consolidar memorias conscientes hasta más adelante), pero son vitales para nuestra futura personalidad. Un niño que cuenta con atención parental (que le estimulan, le hablan, lo abrazan y responden a sus necesidades) se ve afectado materialmente por ese contacto, como también se ve afectado, pero a la inversa, el niño que sufre sustos y privaciones. Lo que nos sucede es decisivo a la hora de determinar qué redes neurales se activan y permanecen. Los circuitos sinápticos que no se usan se «cortan»; se atrofian. Esto explica por qué los llamados niños salvajes son incapaces de aprender otra cosa que no sea la forma más primitiva de lenguaje. Es demasiado tarde. También demuestra cómo la educación pasa a formar parte de la naturaleza del individuo y lo absurdo que es establecer distinciones entre ambas. Un bebé con una estructura genética hipersensible que le predispone a la ansiedad puede acabar siendo un adulto relativamente tranquilo si crece en un ambiente relajado.
Por lo tanto, Crick estaba en lo cierto desde un punto de vista técnico. Lo que parece ser la riqueza inefable de la vida mental de los seres humanos depende de «un conjunto de células nerviosas». Sin embargo, el reduccionismo de Crick no proporciona una respuesta adecuada a la pregunta de Alicia. Es casi como decir que La lechera de Vermeer es un lienzo con varias capas de pintura o que la misma Alicia es un conjunto de palabras sobre una página. Ésos son hechos, pero no explican mi experiencia subjetiva frente a cualquiera de ellos o lo que esas dos jóvenes significan para mí. La ciencia procede comprobando sus descubrimientos una y otra vez. Depende del trabajo de muchas personas, no de unas pocas. Su «objetividad» se basa en el consenso, las presunciones, los principios y los métodos compartidos, a partir de los cuales llega a sus «verdades». Verdades que podrán verse modificadas o incluso cambiar radicalmente con el paso del tiempo. Hay que señalar que ni siquiera el difunto Francis Crick fue capaz de hacer un esfuerzo por abandonar su aparato mental subjetivo y convertirse en un observador sobrehumano del CEREBRO .
Todos somos prisioneros de nuestra mente y de nuestro cuerpo mortales, vulnerables a diferentes tipos de transfiguraciones de la percepción. Al mismo tiempo, como personas vivimos en un mundo que exploramos, absorbemos y recordamos (parcialmente, por supuesto). Sólo podemos llegar al ahí fuera a través del aquí dentro . Sin embargo, lo que el filósofo Karl Popper llamó el Mundo 3, el conocimiento heredado (la ciencia, la filosofía y el arte), almacenado en bibliotecas y museos, las palabras, las imágenes y la música creadas por personas que ahora están muertas, se vuelve parte de nosotros y puede adquirir una profunda importancia en nuestra vida cotidiana. Nuestro pensamiento, nuestra mente sensible, no sólo está forjado por nuestros genes, sino también a través de nuestro lenguaje y nuestra cultura. A mí me ha gustado la Alicia de Lewis Carroll desde que era una niña. Puede que al principio sólo fuese un grupo de palabras sobre una página, pero ahora Alicia habita mi mundo interior. (También podríamos decir que es una historia que se ha consolidado en mi memoria gracias a un importante trabajo realizado por mi hipocampo). Es posible que mis episodios de cefalea me hayan vuelto particularmente receptiva a las aventuras de la niña y sus acertijos metafísicos, pero no soy la única que se siente atraída por Alicia. Infinidad de personas la han descubierto una especie de País de las Maravillas, y la han incorporado a sus propios paisajes internos, donde continúa agrandándose y encogiéndose y cavilando sobre quién diablos es.
2008
Siri Hustvedt
“MI EXTRAÑA CABEZA / Notas sobre la migraña”
Vivir, pensar, mirar




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