Páginas

miércoles, 26 de noviembre de 2025

Siri Hustvedt / Migrañas

 



Siri Hustvedt
MIGRAÑAS

Soy una persona que sufre de migrañas. Lo digo con cierta prevención, porque tras toda una vida de cefaleas, he llegado a considerar las migrañas como parte de mi ser y no como una especie de fuerza o plaga que infecta mi cuerpo. Los dolores de cabeza crónicos forman parte de mi destino y he adoptado ante ellos una postura de resignación filosófica. Soy consciente de que este enfoque es muy poco norteamericano. Nuestra cultura no alienta a nadie a aceptar la adversidad. Por el contrario, solemos declararle la guerra a cuanta desgracia nos aqueja, ya sean las drogas, el terrorismo o el cáncer. Nuestros medios de comunicación adoran las historias edificantes de personas que, contra todo pronóstico, nunca pierden la esperanza y luchan hasta superar la pobreza, la adicción y la enfermedad. Aquel que se conforma y dice: «Es mi destino, tengo que aceptarlo», es un cobarde, un ser pasivo, un pesimista, un perdedor pusilánime que sólo merece nuestro desprecio. Sin embargo, en el mismo instante en que dejé de ver mi dolencia como «una enemiga», todo cambió y empecé a mejorar. No me curé, no me sentí bien de ahí en adelante, pero me sentí mejor. Las metáforas son importantes.
    Aunque no me diagnosticaron la migraña hasta los veinte años, soy incapaz de recordar alguna etapa de mi vida en la que no sufriera dolores de cabeza. Un neurólogo alemán llamado Klaus Podoll, que estudió las migrañas con aura en diferentes artistas, me escribió hace algunos años tras leer una entrevista en la que yo hablaba de una alucinación que había precedido a uno de mis ataques. A través del correo electrónico, me interrogó en detalle sobre mi historia y llegó a la conclusión de que los episodios que yo sufría anualmente en mi juventud, y que mi madre y yo creíamos que eran de gripe estomacal, eran ataques de migraña. Ahora le doy la razón. Mi «gripe» siempre iba acompañada de un intenso dolor de cabeza y vómitos. No me daban brotes durante la época típica de la gripe y el malestar siempre presentaba la misma evolución. Dos días de dolor y náuseas que remitían a partir del tercero. Durante mi infancia, los ataques me sobrevenían con consabida regularidad. Ya en la adolescencia no tuve tantas «gripes», pero estando en tercer año de universidad, después de regresar de un semestre apasionante en el extranjero, gran parte de él en Tailandia, volví a caer enferma con gripe, o al menos eso fue lo que pensé. Una serie de dolores de cabeza y náuseas insoportables que duró seis días. Al séptimo día, el dolor empezó a remitir, pero no desapareció. Tardó un año en desaparecer. Mejoraba, empeoraba, pero siempre me dolía la cabeza y siempre tenía náuseas. Me negué a darme por vencida . Igual que una autómata responsable, yo estudiaba, escribía, recibía los anhelados sobresalientes y sufría en silencio hasta que, al final, acudí a nuestro médico de cabecera, me eché a llorar en sus brazos y acabó por diagnosticarme migraña.
    Mi entrada en la edad adulta estuvo salpicada de dolores de cabeza acompañados de auras, síntomas abdominales y ataques de nervios que aparecían y desaparecían. Años después, tras casarme a los veintisiete años con el hombre del que estaba profundamente enamorada, fuimos a París de luna de miel y volví a caer enferma. Primero me dio un ataque mientras visitábamos una galería de arte. De repente, sentí que mi brazo izquierdo se levantaba de golpe y salí despedida hacia la pared que tenía a mis espaldas. Fue un ataque breve. Pero el dolor de cabeza que me sobrevino no cedía con el paso de los meses. En aquella ocasión intenté buscar una cura. Estaba decidida a combatir mis síntomas. Visité a un neurólogo tras otro, tomé todo tipo de fármacos: Cafergot, Inderal, Mellaril, Tofranil, Elavil y otros muchos que ya no recuerdo. Nada surtía efecto. El último neurólogo al que acudí, conocido como el Zar de los Dolores de Cabeza de la Ciudad de Nueva York, decidió internarme en una clínica y tratarme con Thorazine, un potente antipsicótico. Tras pasar ocho días aletargada por los sedantes y sufriendo una jaqueca continua, decidí darme el alta. Sumida en el pánico y la desesperación, empecé a pensar que jamás me curaría. Como última posibilidad, el Zar enviaba a los incurables como yo a la consulta de un especialista en biorretroalimentación. El doctor E. me conectó a una máquina con electrodos y me enseñó a relajarme. La técnica era muy sencilla. Cuanto más tensa me ponía, más alto y más rápido pitaba la máquina. A medida que me iba relajando, los pitidos se hacían cada vez más lentos hasta detenerse por completo. Durante un periodo de ocho meses fui a la consulta una vez por semana y aprendí a relajarme. Todos los días practicaba en casa sin la máquina. Aprendí a calentarme las manos y los pies, que suelo tener fríos, a incrementar mi circulación sanguínea y a reducir el dolor. Aprendí a dejar de luchar.

    La migraña sigue siendo una enfermedad poco conocida. Aunque técnicas recientes como la neuroimagen han ayudado a aislar algunos de los circuitos neuronales implicados, las imágenes cerebrales no proporcionan una solución. El síndrome es demasiado complejo, demasiado diverso y está demasiado interrelacionado con estímulos externos y con la personalidad del paciente, planteando aspectos de la migraña que son imposibles de apreciar a través de las imágenes cerebrales obtenidas mediante un escáner PET (o TEP) o una IRMf con sus zonas coloreadas. He aprendido que mis jaquecas son cíclicas y que desempeñan un papel en mi economía emocional. De niña, siempre tuve problemas para relacionarme con mis compañeros de colegio y no hay duda de que mis purgas anuales cumplían un propósito. Durante un par de días al año, sufría una desintegración catártica que me permitía quedarme en casa y estar cerca de mi madre. También los momentos de gran felicidad pueden conducirme al borde de ese abismo, como me sucedió con la aventura en Tailandia, o cuando me enamoré y me casé. En ambos casos acabé sumida en un gran dolor, como si la felicidad hubiera llevado a mi cuerpo al límite de sus fuerzas. La migraña se autoperpetuaba. Estoy segura de que el miedo, la ansiedad o mi continua disposición a combatir al monstruo de la jaqueca acabaron por empujar mi sistema nervioso a un estado de alarma permanente que sólo un profundo descanso podía detener. He continuado teniendo jaquecas de forma cíclica. Después de periodos de trabajo obsesivo en los que escribo y leo mucho (y que me producen un inmenso placer), suele sobrevenirme un colapso neurológico: un dolor de cabeza. Estos cambios tan extremos, de sentirme muy bien a sentirme muy mal, se parecen a las oscilaciones típicas de los maníaco-depresivos o de los aquejados de un desorden bipolar, sólo que en lugar de caer en una depresión, a mí me ataca la migraña, y mis manías son menos extremas que las de aquellos que sufren una enfermedad psiquiátrica. Lo cierto es que separar los problemas neurológicos de los psiquiátricos no deja de ser algo artificial, como lo es la vieja y pertinaz distinción entre psique y soma. Todos los estados humanos, incluidos la ira, el miedo, la tristeza y la alegría son corporales. Presentan correlativos neurobiológicos, como dirían los investigadores en la materia. Es importante saber qué es lo que consideramos algo puramente psicológico o una enfermedad fisiológica. Nuestros pensamientos, nuestra actitud e incluso nuestras metáforas crean cambios orgánicos en nosotros que, en el caso de los dolores de cabeza, pueden marcar la diferencia entre un suplicio y una situación controlada. Las investigaciones han demostrado que la psicoterapia es capaz de provocar cambios terapéuticos en el cerebro, incrementando la actividad de la corteza prefrontal. Sí, el mero hecho de hablar y escuchar puede hacer que te sientas mejor.
    Nunca ha muerto nadie de migraña. No es un cáncer, ni una enfermedad cardiovascular, ni un derrame cerebral. Cuando sufres una enfermedad mortal, tu actitud (sea belicosa o budista) no sirve para mantenerte vivo. Sólo puede servirte para cambiar tu modo de morir. Pero con mis migrañas, que continúan acosándome y seguirán haciéndolo, sin duda, me he dado cuenta de que es mejor capitular que luchar. Cuando siento que se avecina un dolor de cabeza, me voy a la cama y hago mis ejercicios de relajación, ahora sin la ayuda de ninguna máquina. No es que meditar sea algo mágico, pero mantiene a raya el dolor intenso y las náuseas. No recibo las jaquecas con los brazos abiertos, pero al menos he dejado de verlas como ajenas a mí. Incluso puede que respondan a una función reguladora necesaria, al obligarme a descansar y bajar las revoluciones, como una especie de castigo, si se quiere, después de pasar muchos días volando a gran altura.



No hay comentarios:

Publicar un comentario