Flannery O’Connor
LA ESPALDA DE PARKER
Flannery O'Connor / Un hombre bueno es difícil de encontrar
La mujer de Parker estaba sentada en el suelo del porche delantero, limpiando habichuelas. Parker estaba sentado en un peldaño de la escalera, a unos metros de distancia, y la miraba con gesto enfurruñado. Era fea fea. La piel de su cara era delgada y tensa como la de una cebolla y tenía los ojos grises y agudos como punzones de acero. Parker comprendía por qué se había casado con ella —no hubiera podido llevársela a la cama de otro modo—, pero lo que no acertaba a comprender era por qué se quedaba con ella ahora. Estaba embarazada y las mujeres embarazadas no eran su tipo. Sin embargo, él se quedaba allí, como si estuviera bajo su hechizo. Se sentía a la vez desconcertado y avergonzado de sí mismo.
La casa que tenían alquilada estaba aislada, con la sola compañía de una pacana muy alta en lo alto de un promontorio que dominaba la carretera. De vez en cuando, un coche pasaba a toda velocidad. Los ojos de su mujer seguían desconfiados el ruido que producía y después volvían a fijarse en el periódico lleno de habichuelas que tenía en el regazo. Una de las cosas que ella no aprobaba eran los automóviles. Además de tener otros defectos, siempre veía el pecado por todas partes. No fumaba ni mascaba tabaco, no bebía whisky , no decía palabrotas ni se pintaba la cara, y bien sabía Dios que esto la hubiera mejorado un poco, pensaba Parker. Odiando como odiaba el color, era todavía más sorprendente que se hubiera casado con él. A veces se imaginaba que se había casado con él para salvarlo. Otras veces sospechaba que lo que ocurría era que en el fondo a ella le gustaba todo lo que decía no gustarle. Era capaz de explicarse los mecanismos de su mujer; era a sí mismo a quien no comprendía. Ella volvió la cabeza hacia él y dijo:
—¿Por qué no trabajas pa un hombre? ¿Por qué tiene que ser una mujer?
—Ah, cállate la boca pa variar —masculló Parker.
Si hubiese tenido la certeza de que ella estaba celosa de la mujer para quien trabajaba, se habría sentido satisfecho, pero probablemente lo que la preocupaba era el pecado que podría cometerse si él y la mujer simpatizaban. Parker le había dicho que la mujer era una rubia joven y de buen ver. En realidad tenía casi setenta años y era demasiado seca para tener otro interés que conseguir que Parker trabajara todo lo posible. No es que una vieja no se pudiera interesar a veces por un joven, especialmente si era tan atractivo como Parker creía ser, pero esta vieja lo miraba como miraba a su viejo tractor: como si tuviera que soportarlo porque era lo único que tenía. El tractor se había estropeado el segundo día que Parker lo usó y la vieja lo puso inmediatamente a cortar zarzas y hablando por la comisura de la boca le había dicho al negro: «Rompe to lo que toca». También le pidió que llevara la camisa puesta mientras trabajaba. Parker se la había quitado aunque el día no era muy caluroso. Se la volvió a poner de mala gana.
Esa mujer fea con la que se había casado Parker era su primera esposa. Había poseído a otras mujeres, pero sus planes eran no ligarse legalmente. La había visto por primera vez una mañana en que su camión se averió. Tuvo que apartarlo de la carretera y lo metió en un patio cuidadosamente barrido donde se levantaba una casa de dos habitaciones con la pintura desconchada. Bajó del camión y levantó el capó para examinar el motor. Parker tenía un sexto sentido que le avisaba cuando había cerca de él una mujer que lo observaba. Después de estar inclinado sobre el motor unos instantes, empezaron a erizársele los pelitos de la nuca. Miró bien el patio y el porche de la casa. Había una mujer a la que no veía cerca de él, detrás de una mata de madreselva o dentro de la casa, observándole desde una ventana.
De repente Parker empezó a saltar como un loco y a agitar la mano con grandes aspavientos, como si se la hubiera pillado en la maquinaria del motor. Se encogió y mantuvo la mano apretada contra el pecho.
—¡Maldita sea! —gritó—. ¡Me cago en la leche! —Siguió profiriendo los mismos juramentos una y otra vez, a pleno pulmón.
Sin previo aviso, una garra peluda y terrible lo golpeó en la mejilla y casi cayó de espaldas sobre el capó del camión.
—¡Aquí no s’habla de ese modo! —le gritó una voz.
La visión de Parker estaba tan borrosa que por un instante creyó que lo había atacado alguna criatura venida del cielo, un ángel gigante con ojos de águila que blandía un arma terrible. Cuando se le aclaró la vista, vio ante él a una muchacha huesuda con una escoba.
—M’he hecho daño en la mano —dijo él—. M’he hecho daño. —Estaba tan enfadado, que olvidó que en realidad no se había hecho daño—. A lo mejor está rota —gruñó con voz vacilante.
—Deje que la vea —pidió la chica.
Parker le extendió la mano y ella se acercó para examinarla. No había señal alguna en la palma y la muchacha la cogió para darle la vuelta. Su mano era seca, caliente y áspera, y Parker volvió a la realidad ante ese contacto. Miró a la joven con mayor atención. «No quiero tener na que ver con ésta», pensó.
Los ojos penetrantes de la muchacha examinaron el dorso de la mano rojiza y regordeta que sostenía. Tenía un tatuaje de un águila resplandeciente, roja y azul, encaramada en un cañón. La manga de Parker estaba subida hasta el codo. Por encima del águila, una serpiente se enroscaba alrededor de un escudo, y en los espacios que quedaban entre el águila y la serpiente había corazones, algunos atravesados por flechas. Encima de la serpiente había unas cartas. Todos los espacios de la piel del brazo de Parker, desde la muñeca hasta el codo, estaban cubiertos por tatuajes chillones. La chica los contemplaba con una media sonrisa atónita y asombrada, como si hubiera cogido sin querer una serpiente venenosa. Dejó caer la mano.
—Los otros que no se ven me los hice en el extranjero —explicó Parker—. Éstos son casi tos de Estados Unidos. Me hice el primer tatuaje cuando tenía sólo quince años.
—No me lo explique. No me gusta. En absoluto.
—Tendría que ver usté los que no se pueden ver —dijo Parker, y le guiñó un ojo.
Dos círculos rojos como manzanas aparecieron en las mejillas de la chica y suavizaron su semblante. Parker estaba intrigado. No se le ocurrió ni por un minuto que pudieran no gustarle los tatuajes. Todavía no había conocido a ninguna mujer que no se hubiera sentido atraída por ellos.
Parker tenía catorce años cuando vio a un hombre en una feria tatuado de pies a cabeza. A excepción de un taparrabos de piel de pantera, la piel del hombre estaba adornada, al menos desde donde lo veía Parker —cerca del fondo de la tienda, de pie sobre un banco—, con un único e intrincado dibujo de resplandecientes colores. El hombre, pequeño y fornido, se movía por la plataforma y tensaba los músculos de modo que aquel arabesco de hombres, animales y flores que le cubrían la piel parecía tener un sutil movimiento propio. Parker estaba emocionado, el espíritu encendido, como les ocurre a algunas personas al ver pasar la bandera. Era un muchacho que casi siempre llevaba la boca abierta. Era corpulento y sincero, vulgar como una barra de pan. Cuando terminó el espectáculo, él siguió allí, subido en el banco, sin apartar la vista del punto donde había estado el hombre, hasta que la tienda quedó casi vacía.
Hasta entonces Parker jamás había sentido la menor sensación de desconcierto interior. Hasta que vio a aquel hombre en la feria no se le había pasado por la cabeza que el hecho de existir constituyera algo extraordinario. Ni siquiera entonces acabó de tomar conciencia, pero una inquietud extraña se apoderó de él. Era como si un muchacho ciego hubiera sido dirigido suavemente en una dirección distinta, sin que se diera cuenta de que su destino había sido alterado.
Poco tiempo después, se hizo el primer tatuaje: el águila encaramada sobre el cañón. Se lo hizo un artista local. Le dolió muy poco, lo justo para que a Parker le pareciera que valía la pena. Esto también resultaba extraño, pues antes del tatuaje creía que sólo las cosas que no hacían daño valían la pena. Al año siguiente dejó la escuela, porque ya tenía dieciséis años y la ley lo permitía. Durante una temporada fue a una escuela de artes y oficios, pero la dejó y trabajó durante seis meses en un garaje. La única razón por la que trabajaba era para poder hacerse más tatuajes. Su madre estaba empleada en una lavandería y podía mantenerlo, pero no estaba dispuesta a pagarle ningún tatuaje, salvo uno, un corazón con su nombre encima, que Parker se hizo de mala gana. Sin embargo, el nombre de la madre era Betty Jean y nadie tenía que saber que se trataba de su madre. Descubrió que los tatuajes resultaban atractivos al tipo de chica que siempre le había gustado, pero a las que él nunca había gustado. Empezó a beber cerveza y a meterse en peleas. Su madre lloraba al ver el camino que seguía. Una noche lo llevó a rastras a una ceremonia de la iglesia, sin decirle adónde iban. Cuando Parker vio la gran iglesia iluminada, se desasió de ella y echó a correr. Al día siguiente, mintió sobre su edad y se alistó en la Marina.
Parker era demasiado robusto para que le sentaran bien los ajustados pantalones de la Marina, pero la absurda gorra blanca, colocada lo más abajo posible sobre la frente, hacía que su rostro, por contraste, adquiriera una expresión pensativa y casi intensa. Después de dos meses en la Marina, ya no se quedaba con la boca abierta. Sus facciones se endurecieron y se transformaron en las de un hombre. Estuvo cinco años en la Marina y parecía formar parte del barco gris mecanizado, a excepción de sus ojos, que tenían el mismo color pizarra que el océano y reflejaban los inmensos espacios a su alrededor como si constituyeran un microcosmos del misterioso mar. Al llegar a cualquier puerto, Parker se paseaba por lo peor de la ciudad y lo comparaba con Birmingham, Alabama. En cada sitio se hacía un tatuaje.
Había dejado de hacerse dibujos inanimados, como anclas y rifles cruzados. Tenía un tigre y una pantera en los hombros, una cobra enroscada alrededor de una antorcha en el pecho, halcones en los muslos, Isabel II y Felipe encima, respectivamente, del estómago y el hígado. No le importaba demasiado el tema, con tal de que tuviera color. En el abdomen había algunas obscenidades, pero sólo porque éste parecía ser el lugar más adecuado. La ilusión de un nuevo tatuaje le duraba más o menos un mes, y entonces la razón por la que lo había escogido perdía atractivo. Siempre que tenía a mano un espejo del tamaño adecuado se ponía delante para estudiar el efecto general. El efecto no era el de un intrincado arabesco de colores, sino el de algo poco organizado y sin concierto. Entonces le invadía una enorme insatisfacción y se ponía a buscar un artista del tatuaje y llenaba otro espacio. La parte delantera de su cuerpo estaba cubierta casi por completo, pero no había tatuajes en la espalda. No sentía el menor deseo de tener uno que no pudiera ver. A medida que en la parte de delante quedaba menos espacio disponible, su insatisfacción iba en aumento y se hacía más general.
Después de un permiso no volvió a la Marina. Se quedó por las buenas, borracho, en una casa de huéspedes de una ciudad que no conocía. Su insatisfacción dejó de ser algo crónico y latente para convertirse en una sensación aguda, y se embravecía en su interior. Era como si la pantera y el león y las serpientes y las águilas y los halcones hubieran penetrado debajo de su piel y libraran en su interior una batalla infernal. La Marina dio con él, pasó nueve meses en el calabozo y luego lo licenciaron sin honores.
Después de esto, Parker decidió que el único aire que se podía respirar era el del campo. Alquiló la barraca contigua a la carretera, compró el viejo camión y se dedicó a aceptar algunos trabajitos que dejaba cuando le daba la gana. Cuando conoció a su futura esposa, se dedicaba a comprar manzanas por canastas y a venderlas por kilos al mismo precio a los granjeros perdidos en los rincones aislados.
—To eso —dijo la mujer señalando su brazo— es justo lo qu’haría un indio tonto. Mucha vanidá. —Parecía haber encontrado la palabra exacta—. Vanidá de vanidades.
«¿Y a mí qué diablos m’importa la opinión d’esta mujer?», se preguntó Parker, pero lo cierto era que estaba desconcertado.
—Supongo que unos le gustarán más qu’otros —dijo al cabo de un momento, tras pensar en algo que pudiera impresionarla, y estiró bruscamente el brazo para mostrárselo—. ¿Cuál le gusta más?
—Ninguno. Pero ese pollo no es feo como los demás.
—¿Qué pollo?
Ella señaló el águila.
—Eso es un águila —dijo Parker—. ¿Qué tonto iba perder el tiempo tatuándose un pollo?
—Hay que ser tonto pa dejarse tatuar —repuso la chica.
Regresó lentamente a la casa y dejó que él siguiera su camino. Parker se quedó allí casi cinco minutos, mirando boquiabierto la puerta oscura por la que había desaparecido la muchacha.
Al día siguiente volvió con una canasta de manzanas. No estaba dispuesto a dejar que una mujer como ésa le despreciara. Le gustaban las mujeres con bastante carne, para no encontrar músculos o, peor aún, un saco de huesos. Cuando llegó, ella estaba sentada en el último peldaño y el lugar estaba lleno de niños, todos tan pobres y tan flacos como la propia chica. Parker se acordó de que era sábado. No le gustaba cortejar a una mujer delante de niños, pero había sido un acierto llevar la canasta de manzanas. Cuando los críos se acercaron para ver lo que llevaba, dio una manzana a cada uno y les dijo que se esfumaran. Así se deshizo de todos.
La muchacha no dio señales de reparar en su presencia. Como si un cerdo o una cabra hubieran entrado despistados en el lugar y ella estuviera demasiado cansada para coger una escoba y sacarlos de allí. Parker dejó la canasta junto a la muchacha y se sentó en un peldaño más bajo.
—Coja una —dijo señalando la canasta con un gesto, y se quedó silencioso.
Ella cogió rápidamente una manzana, como si la canasta pudiera desaparecer si no se daba prisa. La gente hambrienta ponía nervioso a Parker. Él siempre había tenido comida en abundancia. Ahora se sentía muy incómodo. Llegó a la conclusión de que, puesto que no tenía nada que decir, no tenía por qué hablar. No comprendía por qué había ido allí ni por qué no se iba antes de tener que malgastar otra canasta de manzanas con los críos. Suponía que eran hermanos de la chica.
La muchacha masticaba lentamente la manzana, como si concentrara su atención en saborearla, y estaba un poco encorvada, con la mirada fija en la lejanía. La vista que se abarcaba desde el porche comprendía una larga pendiente llena de hierbajos, y al otro lado de la carretera, un vasto panorama de colinas, y al fondo, una pequeña montaña. Estos amplios panoramas solían deprimir a Parker. Cuando se contempla tanto espacio, empiezas a tener la sensación de que alguien te persigue: la Marina, el gobierno o la religión.
—¿De quién son esos niños? ¿De usté? —dijo por fin.
—No estoy casá todavía. Son de mamá —respondió ella, como si eso de casarse fuera sólo una cuestión de tiempo.
¿Quién iba a casarse con ella?, pensó Parker.
Una mujerona grande y descalza, con varios dientes de menos, apareció en la puerta detrás de él. Por lo visto llevaba allí varios minutos.
—Buenas tardes —saludó Parker.
La mujer cruzó el porche y cogió lo que quedaba en la canasta.
—Le damos las gracias —dijo, y volvió a entrar en la casa con las manzanas.
—¿Esta es su vieja? —murmuró Parker.
La muchacha asintió con la cabeza. A Parker se le ocurrieron varios comentarios sarcásticos, como: «T’acompaño en el sentimiento», pero guardó silencio, taciturno. Se quedó allí sentado, contemplando el paisaje. Tuvo la sensación de que estaba incubando alguna enfermedad.
—Si mañana consigo melocotones le traeré algunos.
—Le estaré muy agradecía.
Parker no tenía la menor intención de volver con una canasta de melocotones. Sin embargo, al día siguiente se encontró de nuevo allí. Él y la muchacha apenas tenían nada que decirse. Pero hubo algo que él sí dijo:
—No tengo ningún tatuaje en la espalda.
—¿Y qué tiene en la espalda?
—La camisa. ¡Ja!
—¡Ja, ja! —La muchacha rió por educación.
Parker pensaba que estaba perdiendo el juicio. No podía creer ni por un minuto que le atrajera una mujer como aquélla. Ella no mostraba el menor interés por nada, excepto por la fruta que él le llevaba. Por fin, cuando apareció la tercera vez con dos melones, ella le preguntó.
—¿Cómo se llama usté?
—O. E. Parker.
—¿De qué vienen O. E.?
—Llámeme O. E., y ya está. O sencillamente Parker. Nadie me llama por mi nombre de pila.
—Pero ¿cuál es?
—No importa, ¿cuál es el suyo?
—Se lo diré cuando me diga lo que representan esas letras.
Había en su tono un levísimo coqueteo, y a Parker se le subió rápidamente a la cabeza. Nunca había revelado su nombre a ningún hombre o mujer, sólo a la Marina y al gobierno, y naturalmente figuraba en su fe de bautismo, que había obtenido a la edad de un mes, ya que su madre era metodista. Cuando su nombre se supo en la Marina, Parker estuvo a punto de matar al primer hombre que se atrevió a usarlo.
—No, lo irá diciendo por toas partes.
—Juro no decírselo a nadie —aseguró la muchacha—. Lo juro por la Sagrada Biblia.
Parker guardó silencio durante unos minutos. Entonces cogió a la chica del cuello, acercó el oído de ella a su boca y le reveló su nombre en voz baja.
—Obadiah —susurró ella. Su rostro se iluminó lentamente como si aquel nombre hubiera sido una señal—. Obadiah —repitió.
A Parker el nombre le siguió pareciendo espantoso.
—Obadiah Elihue —dijo la muchacha con voz reverente.
—Si me llama así en voz alta, le romperé la cabeza —dijo Parker—. ¿Cómo se llama usté?
—Sarah Ruth Cates.
—Encantao de conocerla, Sarah Ruth.
El padre de Sarah Ruth era un predicador de la palabra de Dios, sin iglesia, pero no estaba en casa, estaba predicando la palabra por Florida. A la madre no parecían molestarle las atenciones de Parker hacia la muchacha, con tal de que llevara una canasta de algo en sus visitas. En cuanto a Sarah Ruth, para Parker estaba claro que estaba loca por él después de sólo tres visitas. Le gustaba O. E., aunque insistía en que aquellos dibujos en la piel eran vanidad de vanidades, aunque le oía decir palabras feas y jurar en vano, y aunque, al preguntarle si estaba redimido, él respondió que no veía de qué había que redimirlo. Después, en un momento de inspiración Parker había dicho:
—Estaría redimió si me dieras un beso.
Ella frunció el entrecejo.
—Eso no es redimirse.
No mucho tiempo después, Sarah Ruth consintió en dar una vuelta en su camión. Parker se paró en una carretera solitaria y le propuso que se tumbaran juntos en la parte de atrás.
—No, hasta no estar casaos no… —dijo, como si tal cosa.
—Oh, eso no es necesario —protestó Parker, mientras intentaba abrazarla.
Ella lo rechazó con tal fuerza que se abrió la puerta del camión y Parker se encontró tumbado en el suelo de la carretera. Fue entonces cuando decidió que no quería volver a tener nada más que ver con ella.
Se casaron en el despacho del juez del condado, porque a Sarah Ruth las iglesias le parecían cosa de idolatría. Parker no tenía opiniones a este respecto. El despacho del juez estaba forrado de archivos de cartón y libros de registro de los que colgaban una multitud de cintitas amarillas de papel. La juez era una mujer pelirroja que llevaba cuarenta años en aquel puesto y tenía el mismo aspecto polvoriento que sus libros. Los casó desde detrás de la reja de hierro que remataba su mesa de despacho, y al terminar dijo en tono concluyente: «¡Tres dólares y cincuenta centavos y hasta que la muerte os separe!», y arrancó algunos formularios de una máquina.
El matrimonio no cambió a Sarah Ruth ni un pelo, y a Parker lo volvió más taciturno que nunca. Cada mañana decidía que ya estaba harto y que aquella noche no iba a volver. Y cada noche volvía. Cuando ya no aguantaba más su propio estado de ánimo, le entraban ganas de hacerse un nuevo tatuaje, pero ahora la única superficie que le quedaba libre era la espalda. Para poder ver un tatuaje que llevara en la espalda tendría que disponer de dos espejos y colocarse entre ellos justo en la posición adecuada, y esto le parecía algo ridículo. Sarah Ruth, que de haber tenido más sentido común hubiera podido disfrutar del tatuaje que él llevara en la espalda, ni siquiera estaba dispuesta a mirar los que ya tenía. Cuando Parker intentaba atraer su atención hacia algún detalle especial, ella cerraba con fuerza los ojos y, por si eso no bastara, se daba media vuelta. A no ser en una oscuridad total, prefería a Parker vestido y con las mangas bajadas.
—El día del Juicio Final Jesús te preguntará: «¿Qué has hecho toa tu vida, además de cubrirte de tatuajes por todas partes?».
—Tú no m’engañas —decía Parker—, lo que pasa es que tienes miedo de que a esa rubia guapetona pa la que trabajo le guste tanto qu’algún día me diga: «Vamos, señor Parker, usted y yo podríamos…».
—Estás tentando al demonio, y el día del Juicio Final también tendrás que responder por eso. Deberías volver a vender los frutos de la tierra.
Parker no hacía gran cosa cuando estaba en casa, salvo oír cómo sería el día del Juicio Final para él si no corregía sus costumbres. Cuando tenía oportunidad, interrumpía a su esposa para explicarle cosas sobre la rubia.
—«Sí, señor Parker —contaba que le decía la rubia—, lo he contratao por su inteligencia».
(Omitía decir que la rubia había añadido: «Así que, ¿por qué no la usa?»).
—Y habrías tenío que ver su cara la primera vez que me vio sin camisa —continuaba—. «Señor Parker», me dijo, «¡es usté un panorama ambulante!».
De hecho, eso era lo que ella había dicho, pero en tono sarcástico.
La insatisfacción se hizo tan grande en Parker que lo único que podía contenerla era un tatuaje. Tendría que ser en la espalda. No había otro remedio. Una inspiración vaga, imprecisa, empezó a perfilarse en su mente. Imaginaba que se ponía allí un tatuaje al que Sarah Ruth no pudiera resistirse… un tema religioso. Pensó en un libro abierto con las palabras sagrada biblia debajo y un versículo de verdad impreso en la página abierta. Durante una temporada esto le pareció lo más indicado, luego empezó a imaginar a su mujer diciendo: «¿Acaso no tengo ya una biblia de verdá? ¿Qué te hace creer que voy a leer el mismo versículo miles de veces cuando puedo leerlos tos?». ¡Necesitaba algo todavía mejor que una biblia! Pensaba tanto en esto que empezó a padecer de insomnio. Además, estaba adelgazando. Sarah Ruth se limitaba a echar la comida en una olla y dejarla hervir. El no saber exactamente por qué continuaba al lado de una mujer fea y embarazada y que además no sabía cocinar le convirtió en un hombre nervioso e irritable, y empezó a tener un pequeño tic a un lado de la cara.
Un par de veces se encontró dando media vuelta bruscamente como si temiera que alguien le siguiera. Uno de sus abuelitos había terminado sus días en un manicomio, aunque no lo internaron hasta los setenta y cinco años. Por apremiante que fuera lo de hacerse un tatuaje, igualmente importante era dar con el dibujo que pudiera meter en cintura a Sarah Ruth. Con tantos días de preocupación, sus ojos adquirieron una expresión abstraída y agobiada. La vieja para la que trabajaba le dijo que, si no se fijaba en lo que hacía, ella sabía de un negro de catorce años que sí se fijaba. Parker estaba demasiado preocupado para sentirse ofendido. En otros tiempos, la hubiera plantado en aquel mismo instante diciendo secamente: «Muy bien, vaya a buscarlo».
Dos o tres días después, estaba empacando paja con la vieja empacadora de la anciana y su desvencijado tractor en un vasto campo donde sólo había un enorme árbol añoso que quedaba justo en el centro. La vieja era una de esas personas que no cortarían un árbol viejo y grande por la sencilla razón de que era un árbol grande y viejo. Se lo había señalado a Parker como si éste no tuviera ojos en la cara, y le advirtió que tuviera cuidado para no estrellarse contra él cuando recogiera la paja que quedaba alrededor. Parker empezó por un extremo del campo y, describiendo círculos, fue avanzando hacia el centro. De vez en cuando tenía que bajarse del tractor para desenredar la cuerda de empacar o para apartar una piedra. La vieja le había dicho que llevara todas las piedras al borde del campo, cosa que él hacía cuando ella vigilaba. Cuando creía que podía pasar por encima de ellas sin problemas, no se bajaba. Mientras daba vueltas por el campo, su mente trabajaba buscando el tatuaje adecuado. El sol, del tamaño de una pelota de golf, empezó a oscilar con un ritmo preciso, colocándose primero delante y después detrás de él, pero a Parker le parecía verlo en ambos sitios a la vez, como si tuviera también ojos en la parte posterior de la cabeza. De repente vio que el árbol se acercaba a él para agarrarlo. Un golpe feroz lo lanzó por los aires y se oyó gritar a sí mismo con voz increíblemente fuerte:
—¡DIOS DE LOS CIELOS!
Aterrizó de espaldas, mientras el tractor se estrellaba, ruedas arriba, contra el árbol y estallaba en llamas. Lo primero que vio Parker fue que sus zapatos eran consumidos por el fuego; uno estaba apresado debajo del tractor y el otro a cierta distancia ardiendo él sólito. Parker no los llevaba puestos. Notaba en la cara el aliento abrasador del árbol en llamas. Se retiró precipitadamente, todavía sentado, los ojos como dos cavernas, y si hubiera sabido santiguarse lo habría hecho.
Tenía el camión aparcado en un camino de tierra contiguo al campo. Se movió hacia él, todavía sentado, todavía arrastrándose de espaldas, pero cada vez más deprisa. A mitad de camino se levantó e inició una especie de carrera, ahora de cara, encorvado, en el curso de la cual cayó dos veces de rodillas. Las piernas le pesaban como dos tubos de desagüe oxidados y viejos. Por fin llegó al camión, lo puso en marcha y avanzó en zigzag por la carretera. Pasó por delante de su casa, que quedaba en lo alto, pero continuó hacia la ciudad, que estaba a ochenta kilómetros.
No se permitió pensar en nada durante el camino. Sólo sabía que se había operado un enorme cambio en su vida, un salto hacia delante, hacia algo desconocido peor que lo que conocía hasta entonces, y que no podía hacer nada para evitarlo. Era un hecho consumado.
El artista ocupaba dos habitaciones abarrotadas encima de la consulta de un callista, en una callejuela. Parker, todavía descalzo, entró precipitadamente sin decir nada poco después de las tres. El artista, que tenía más o menos su misma edad (veintiocho años), pero que era delgado y calvo, estaba detrás de una pequeña mesa de dibujo haciendo unos trazados en tinta verde. Levantó la mirada, molesto, y no pareció darse cuenta de que aquella criatura de ojos hundidos era Parker.
—Déjeme ver aquel libro que tiene usté con tos los dibujos de Dios —le dijo Parker jadeando—. El libro de temas religiosos.
El artista continuó mirándolo con su aire de intelectual, de superioridad.
—Yo no hago tatuajes a borrachos.
—¡Pero si usté me conoce! —gritó Parker, indignado—. ¡Soy O. E. Parker! ¡M’ha hecho otros trabajos y siempre he pagao!
El artista se le quedó mirando un rato, como si no estuviera seguro.
—Está un poco desmejorao —observó—. Probablemente ha estao en la cárcel.
—M’he casao.
—Oh.
Con la ayuda de espejos el artista se había tatuado en la coronilla un búho en miniatura, perfecto en todos sus detalles. Era más o menos del tamaño de una moneda de cincuenta centavos y le servía como muestra de su trabajo. Había otros artistas en la ciudad, pero Parker siempre había querido el mejor. El artista se acercó a una librería situada al fondo de la habitación y empezó a buscar entre unos libros de arte.
—¿Qué l’interesa? —preguntó—. ¿Santos, ángeles, cristos o qué?
—Dios.
—¿Padre, Hijo o Espíritu Santo?
—Sencillamente Dios —respondió Parker con impaciencia—. Cristo. Me da igual. Con tal de que sea Dios.
El artista volvió con un libro. Apartó algunos papeles de la mesa, colocó el libro sobre ella y le dijo a Parker que se sentara y escogiera el que más le gustara.
—Los más modernos están detrás —indicó.
Parker se sentó con el libro y se humedeció el pulgar. Empezó por el final, donde estaban los dibujos más modernos. Reconoció alguno de ellos —el Buen Pastor, Dejad que los Niños se Acerquen a Mí, Jesús Sonriente, Jesús el Amigo del Médico—, pero pasó rápidamente las hojas porque los dibujos le convencían cada vez menos. Uno mostraba el rostro verde y demacrado de un muerto cubierto de sangre. Otra cara era amarilla, con los ojos morados y hundidos. El corazón de Parker latía cada vez más deprisa hasta que rugió dentro de él como un generador enorme. Pasaba las páginas muy rápido, con el presentimiento de que cuando llegara a la que tenía que ser percibiría una señal especial. Desde una de las páginas unos ojos le miraron rápidamente. Parker siguió su carrera, luego se paró. Su corazón también pareció detenerse en seco. Se produjo un silencio absoluto. Y, como si ese silencio fuera capaz de hablar, oyó: retrocede.
Parker volvió al dibujo: la cabeza aureolada de un Cristo severo de estilo bizantino, sin perspectiva, con unos ojos exigentes, penetrantes. Empezó a temblar. Poco a poco el corazón comenzó a latirle de nuevo como si un poder sutil le hubiera devuelto la vida.
—¿Ha encontrao usté lo que buscaba?
Parker tenía la garganta demasiado seca para poder hablar. Se levantó y le tendió el libro, abierto por la página del dibujo.
—Esto le costará mucho dinero —le advirtió el artista—, aunque supongo que no querrá todos estos cuadraditos. Sólo la silueta y los rasgos más sobresalientes.
—Exactamente como está —dijo Parker—, exactamente como está, o na.
—Allá usté. Pero este tipo de trabajo lo cobro caro.
—¿Cuánto?
—Puede llevarme dos días de trabajo.
—¿Cuánto?
—¿A plazos o en efectivo? —Los otros trabajos que había hecho a Parker habían sido a plazos, pero siempre había cobrado—. Diez dólares ahora y otros diez por cada día de trabajo.
Parker sacó diez billetes de un dólar de la cartera. Le quedaban otros tres.
—Vuelva mañana por la mañana —dijo el artista embolsándose el dinero—. Primero tendré que calcarlo del libro.
—¡No, no! —exclamó Parker—. Cálquelo ahora o devuélvame el dinero.
Le brillaban los ojos como si estuviera dispuesto a pelear. El artista cedió. Un tipo lo bastante tonto para querer un Cristo en la espalda, pensó, podía cambiar de idea de un minuto para otro, pero una vez empezado el trabajo ya era imposible volverse atrás.
Mientras lo calcaba, le dijo a Parker que se lavara la espalda en el lavabo con un jabón especial. Parker lo hizo y después se puso a pasear por la habitación moviendo nerviosamente los hombros. Quería volver a ver el dibujo y al mismo tiempo no quería. Por fin, el artista se levantó y le ordenó a Parker que se tumbara sobre la mesa. Le untó la espalda con cloruro etílico y empezó a dibujar la cabeza con el lápiz de yodo. Pasó una hora antes de que cogiera su instrumento eléctrico. Parker no sintió ningún dolor especial. En Japón le habían hecho un Buda en el brazo con agujas de marfil. En Birmania, un hombrecillo marrón le había dibujado un pavo real en cada rodilla con unos palillos afilados de medio metro de longitud. También habían trabajado en él aficionados que utilizaban alfileres y hollín. Generalmente, Parker se sentía tan relajado y tranquilo en manos del artista que con frecuencia se dormía, pero esta vez permaneció despierto y con los músculos tensos.
A medianoche el artista dijo que ya había hecho bastante. Colocó verticalmente un espejo sobre una mesa apoyada en la pared y cogió otro espejo más pequeño del lavabo y se lo tendió a Parker. Éste se puso de espaldas al espejo grande y movió el otro hasta ver una ráfaga de color en su espalda. Estaba casi completamente cubierta de cuadritos color rojo y azul y marfil y azafrán que formaban las líneas de la cara, una boca, el comienzo de unas cejas espesas, una nariz recta, pero el rostro estaba vacío: faltaban los ojos. De momento la impresión era como si el artista le hubiera engañado y le hubiera dibujado a Jesús Amigo del Médico.
—No tiene ojos —gritó Parker.
—Ya se pondrán a su debido tiempo. Nos queda otro día de trabajo.
Parker pasó la noche en un catre, en el Albergue de la Misión de la Luz Cristiana. Aquellos lugares le parecían los mejores para pernoctar en la ciudad, porque eran gratis y daban algo de comer. Consiguió el último catre disponible y, como todavía iba descalzo, aceptó un par de zapatos usados que, en medio de su confusión, se puso para irse a la cama. Todavía estaba conmocionado por todo lo que le había ocurrido. Pasó toda la noche despierto en aquel largo dormitorio lleno de catres en los que se distinguían los bultos de las personas. La única luz procedía de una cruz fosforescente que resplandecía al fondo de la habitación. El árbol volvía a inclinarse para abrazarlo y después estallaba en llamas; el zapato ardía silencioso; los ojos del libro le decían claramente retrocede, pero sin pronunciar palabra. Deseaba no estar en aquella ciudad, en aquel Albergue de la Misión de la Luz, en aquella cama en que se sentía tan solo. Echaba muchísimo de menos a Sarah Ruth. Su lengua afilada y sus ojos como punzones eran el único consuelo que le venía a la mente. Llegó a la conclusión de que estaba perdiendo el juicio. Los ojos de ella se le aparecían suaves y dilatorios en comparación con los ojos del libro, pues, aunque no recordaba la mirada de estos últimos con exactitud, todavía sentía su poder de penetración. Tenía la impresión de que, bajo aquella mirada, él era tan transparente como el ala de una mosca.
El artista le había dicho que no fuera hasta las diez de la mañana pero, cuando éste llegó a esa hora, Parker estaba sentado en el suelo del oscuro portal esperándolo. Había decidido al levantarse aquella mañana que, una vez terminado el tatuaje, no lo miraría, que todas las sensaciones del día y de la noche anteriores eran las de un loco y que iba a volver a hacer las cosas de acuerdo con su sentido común de siempre.
El artista empezó donde lo había dejado.
—Hay una cosa que quisiera saber —preguntó poco después mientras trabajaba—. ¿Por qué quiere llevar esto? ¿Se ha vuelto religioso de repente? ¿Le han convertío?
Parker notaba la garganta seca y salada.
—No, to eso me parece una tontería. Si un hombre no es capaz de salvarse a sí mismo de lo que sea, no merece mi respeto.
Las palabras parecieron salir de su boca como espectros y evaporarse inmediatamente como si nunca las hubiera pronunciado.
—Entonces, ¿por qué…?
—M’he casao con una mujer que sí está salva. No debí hacerlo. Tendría que plantarla. Y encima está embaraza.
—Qué pena. Entonces, ¿es cosa d’ella, eso del tatuaje?
—No, ella no sabe ni media palabra. Es una sorpresa.
—¿Cree que le gustará y que así lo dejará en paz una temporada?
—Tiene que gustarle. No puede decir que no le gusta el aspecto de Dios.
Decidió que ya había hablado bastante de su vida. Los artistas no eran mala gente, pero no le gustaba que metieran las narices en los asuntos de las personas normales.
—No pude dormir ayer noche —dijo—. Voy a intentar dormir un poco ahora.
Esto cerró la boca del artista, pero no le ayudó a dormir. Mientras estaba allí tumbado, imaginó cómo enmudecería Sarah Ruth al ver aquel rostro en su espalda, y de vez en cuando esta visión se interrumpía por otra, la del árbol de fuego y su zapato vacío ardiendo bajo él.
El artista trabajó sin parar hasta casi las cuatro de la tarde. No hizo ni una pausa para comer, y el instrumento eléctrico funcionó sin descanso; sólo se interrumpía para secar las tintas mojadas de la espalda de Parker. Por fin terminó.
—Ya puede levantarse y mirarlo —dijo.
Parker se incorporó, pero no bajó de la mesa. El artista se sentía satisfecho de su trabajo y quería que Parker lo viera enseguida, pero éste siguió sentado en el borde de la mesa, ligeramente inclinado hacia delante, con la mirada perdida.
—¿Qué le pasa? —preguntó el artista—. Vaya a mirárselo.
—No me pasa na —dijo Parker, empleando de repente un tono beligerante—. El tatuaje no se va a mover de donde está. Seguirá ahí cuando quiera verlo.
Cogió su camisa y empezó a ponérsela con mucho cuidado.
El artista lo agarró bruscamente por un brazo y lo empujó hasta situarlo entre los dos espejos.
—Mire —le dijo, enfadado por la poca atención que se prestaba a su trabajo.
Parker miró, se puso pálido y retrocedió un paso. Los ojos de la cara reflejada seguían mirándole, serenos, fijos, exigentes, encerrados en silencio.
—Fue idea suya, recuérdelo —dijo el artista—. Yo l’hubiera aconsejao otra cosa.
Parker no dijo nada. Se puso la camisa y cruzó la puerta mientras el artista gritaba a sus espaldas:
—¡Espero cobrar hasta el último centavo!
Parker se dirigió hacia la bodega de la esquina. Compró una botella de whisky , se la llevó a un callejón cercano y se la bebió entera en cinco minutos. Después se encaminó hacia una sala de billar cercana que solía frecuentar cuando iba a la ciudad. Era un local bien iluminado que parecía un almacén, con una barra a un lado, máquinas de juego al otro y mesas de billar al fondo. En cuanto traspuso el umbral, un hombretón con una camisa de cuadros rojos y negros se acercó a él y le palmeó la espalda mientras voceaba:
—¡Síiiiii, señor! ¡O. E. Parker!
Parker todavía no estaba en condiciones de recibir golpes en la espalda.
—Cuidao, no me toques. M’acaban d’hacer un tatuaje ahí.
—¿De qué se trata esta vez? —le preguntó el hombre, y dirigiéndose a unos tipos que estaban cerca de las máquinas gritó—: O. E. s’ha hecho un tatuaje nuevo.
—No es na especial esta vez —contestó Parker, y se acercó, para escapar a toda conversación, a una máquina libre.
—Vamos —insistió el hombretón—. Echemos una mirada al tatuaje de O. E.
Y aunque Parker se retorció intentando librarse de ellos, le levantaron la camisa. Notó que todas las manos se apartaban en el acto y que la camisa volvía a caer, como un velo, sobre aquella cara. Se hizo el silencio en la sala de billar y a Parker le pareció que aquel silencio crecía en el corrillo que le rodeaba y se extendía hasta alcanzar los mismos cimientos del edificio y ascendía hasta las vigas del techo.
Por fin alguien exclamó: «¡Dios!». Luego todos rompieron a hablar a la vez. Parker dio media vuelta, con una sonrisa vacilante en los labios.
—¡Tenía que ser O. E.! —dijo el hombretón de la camisa de cuadros—. ¡Menudo truhán!
—A lo mejor s’ha convertío —gritó alguien.
—Eso ni hablar —dijo Parker.
—O. E. s’ha convertío y se dedica a predicar la palabra de Jesús, ¿verdá? —preguntó irónicamente un hombrecillo con una colilla de puro en la boca—. Y lo hace de un modo mu original.
—¡A Parker siempre se le ocurren cosas nuevas! —apuntó el hombre gordo.
—¡Viva Parker! —gritó alguien.
Y todos empezaron a silbar y a soltar palabrotas en señal de aprobación hasta que Parker dijo:
—Vamos, callaros.
—¿Por qué has hecho eso? —preguntó alguien.
—Pa divertirme. ¿Y a ti qué te importa?
—Entonces, ¿por qué estás tan serio? —insistió otro.
Parker se lanzó contra ellos y, como un tornado en un día de verano, empezó una pelea que rugió entre mesas patas arriba y puños alzados, hasta que dos hombres lo cogieron, lo arrastraron hasta la puerta y lo lanzaron a la calle de una patada. Entonces se apoderó del salón de billar una tranquilidad tan exasperante como si aquella habitación larga con aspecto de almacén fuera el barco desde el cual hubiesen arrojado a Jonás al mar.
Parker se quedó sentado largo rato en el suelo del callejón, detrás del salón de billar, analizando su alma. La veía como una telaraña de hechos y de mentiras que no eran importantes para él pero que parecían ser necesarios pese a su opinión. Los ojos que a partir de ahora llevaría en la espalda para siempre exigían obediencia. Nunca había estado más seguro de algo. Durante toda su vida, lamentándose y a menudo maldiciendo, muchas veces atemorizado, y una vez arrobado, había obedecido todos los instintos de esta índole: arrobado, cuando su espíritu se había elevado ante aquel hombre tatuado de la feria; atemorizado, cuando se había alistado en la Marina; lamentándose, cuando se había casado con Sarah Ruth.
Al pensar en ella se levantó lentamente. Sarah Ruth sabría lo que él tenía que hacer. Le aclararía lo que él no entendía y por lo menos le gustaría el tatuaje. Ahora le parecía que, en el fondo, lo que él siempre había querido era complacerla. El camión seguía aparcado ante el edificio donde el artista tenía su taller, no quedaba demasiado lejos. Subió al camión, salió de la ciudad y se sumergió en la noche del campo. Tenía la cabeza casi despejada del alcohol y observó que su insatisfacción había desaparecido, pero todavía no era el mismo. Era como si fuera el mismo, pero un desconocido para sí, un desconocido que conducía a través de un nuevo país, aunque, pese a la oscuridad, todo aquello le era familiar.
Por fin llegó a la casa en lo alto del promontorio, estacionó el camión bajo la pacana y se apeó. Hizo todo el ruido posible para dejar bien claro que seguía siendo quien mandaba allí, que el hecho de haberla dejado sola una noche sin explicación significaba que hacía lo que le daba la gana. Cerró la puerta del camión con fuerza, subió los dos peldaños, cruzó el porche con estrépito y giró el pomo de la puerta. No se abrió.
—¡Sarah Ruth! —gritó—. ¡Déjame entrar!
No había candado en la puerta y estaba claro que ella había colocado el respaldo de una silla contra el pomo. Parker empezó a golpear la puerta y a sacudir el pomo al mismo tiempo.
Oyó el chirrido de los muelles de la cama y se agachó y acercó el ojo al agujero de la cerradura, pero estaba taponado con papel.
—¡Déjame entrar! —vociferó, y volvió a golpear la puerta—. ¿Por qué m’has dejao fuera?
—Yo, O. E.
Esperó unos segundos.
—Yo —repitió con impaciencia—. O. E.
Dentro el silencio continuaba. Lo intentó una vez más.
—O. E. —dijo, y golpeó la puerta dos o tres veces más—. O. E. Parker. Ya sabes quién soy.
Siguió un silencio. Luego la voz dijo lentamente:
—No conozco a ningún O. E.
—Déjate de bromas —suplicó Parker—. No tienes derecho a tratarme así. Soy yo, O. E., he vuelto. No me tienes miedo.
—¿Quién es? —volvió a preguntar la misma voz vacía de emoción.
Parker volvió la cabeza como si esperara que alguien detrás de él le dictara la respuesta. Empezaba a clarear y dos o tres franjas de color amarillo flotaban por encima del horizonte. Entonces, mientras estaba allí plantado, un árbol de luz estalló en el cielo.
Parker se pegó a la puerta, como si una lanza invisible lo hubiera clavado allí.
—¿Quién es? —preguntó la voz desde el interior, y ahora el tono parecía terminante. El pomo se agitó y la voz repitió perentoria—: ¿Quién es, le pregunto?
Parker se agachó y colocó la boca ante el ojo de la cerradura tapado.
—Obadiah —susurró, y de repente sintió que la luz lo inundaba y convertía la telaraña de su alma en un perfecto arabesco multicolor, en un jardín lleno de árboles y pájaros y animales—. ¡Obadiah Elihue! —susurró.
La puerta se abrió y él entró a trompicones. Sarah Ruth estaba allí, con las manos en las caderas. Nada más verlo dijo:
—¿No trabajabas pa una rubia de buen ver? Y tendrás que pagarle el tractor hasta el último centavo. No lo tiene asegurao. Vino aquí y hablamos largo y tendío. Y yo…
Tembloroso, Parker se puso a encender la lámpara de petróleo.
—¿Qué haces gastando petróleo cuando ya está casi amaneciendo? —dijo ella enfadada
—. No tengo ningunas ganas de verte la cara.
Los envolvió un resplandor amarillo. Parker apagó la cerilla y empezó a desabrocharse la camisa.
—Y no vas a tocarme ni un pelo ahora que ya es casi de día —siguió ella.
—Cállate —le dijo él quedamente—. Mira esto y después no quiero volver a oír ni una palabra de tu boca.
Se quitó la camisa y le mostró la espalda.
—Otro dibujo —gruñó Sarah Ruth—. Tenía que haberme imaginao que habrías ido a ponerte más porquerías encima.
A Parker le fallaban las rodillas. Giró en redondo y dijo:
—¡Míralo! No digas na. ¡Míralo!
—Ya lo he mirao.
—¿Sabes quién es? —gritó, angustiado.
—No. ¿Quién es? No lo conozco.
—Es él.
—¿Él? ¿Quién?
—¡Dios! —gritó Parker.
—¿Dios? Dios no tiene esa cara.
—¿Y cómo sabes tú qué cara tiene? —gimió Parker—. Nunca l’has visto.
—No tiene cara —dijo Sarah Ruth—. Es un espíritu. Ningún hombre verá su faz.
—Oh, escúchame. Esto es sólo un dibujo d’él.
—¡Idolatría! —gritó Sarah Ruth—. ¡Idolatría! ¡Te extasías con ídolos bajo cualquier árbol verde! ¡Puedo soportar las mentiras y la vanidá, pero no toleraré a un idólatra en esta casa!
Y cogió la escoba y la emprendió a escobazos contra los hombros de Parker. Él estaba demasiado atónito para ofrecer resistencia. Se sentó y permitió que le pegara hasta casi dejarlo sin sentido y hasta que aparecieron grandes magulladuras en el rostro del Cristo tatuado. Entonces se levantó como pudo y se arrastró hasta la puerta.
Sarah Ruth dio tres o cuatro golpes más con la escoba en el suelo y se acercó a la ventana para sacudirla y eliminar así todo rastro de Parker. Sin soltarla, dirigió la mirada hacia la pacana y en sus ojos apareció una mirada todavía más dura. Allí estaba —aquel que se llamaba Obadiah Elihue—, apoyado contra el árbol, llorando como un niño.

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