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martes, 24 de junio de 2025

Erica Jong / Matrimonio y escritura

Erica Jong

Erica Jong
MATRIMONIO Y ESCRITURA

1

Antes de vivir en Heidelberg no tenía demasiada conciencia de ser judía. Ah, guardo ciertos recuerdos: mi abuela enjabonando mi mano entre las suyas y diciendo que lavaba a «los germanos» (su juego de palabras para decir gérmenes). Mi hermana Randy creando un juego que denominaba «Escapar de los alemanes», en el que nos vestíamos con nuestras prendas más calientes, envolvíamos con mantas a nuestra hermana Chloe, que era una niña de meses, en el cochecito de la muñeca, preparábamos bocadillos de salsa de manzana y nos instalábamos para comérnoslos en la más fragante profundidad del armario de la lencería, confiando en que nuestras provisiones nos durarían hasta que acabara la guerra y llegaran los Aliados. También existe un recuerdo perdido de mi mejor amiga, episcopaliana, Gillian Battcock (cinco años), diciendo que no podía bañarse conmigo porque yo era judía y los judíos «siempre se meaban en el agua de la bañera». 

2


  En Pascua, buscábamos huevos pintados, pero no celebrábamos la resurrección de Cristo; celebrábamos «el equinoccio vernal», el renacimiento de la vida, los ritos de la primavera. Escuchando a mi madre, uno podía creer que éramos unos druidas.
    —¿Qué le pasa a la gente cuando se muere?
    —No mueren en realidad —decía mi madre—. Vuelven a la tierra y al cabo de poco nacen de nuevo como hierba o quizás, incluso, como tomates.
    Esto resultaba extraño e inquietante. Quizá fuera bastante tranquilizador oírla decir «no mueren en realidad», pero ¿quién deseaba ser un tomate ? ¿Era ese mi destino? ¿Convertirse en un tomate con todas aquellas semillas despachurradas?
    Pero tomates o no, era la única religión que tuve. No éramos verdaderamente judíos: éramos paganos y panteístas. Creíamos en la reencarnación, en el alma de los tomates e incluso (aún en la década de 1940) en la ecología. Y, no obstante, empecé a sentirme intensamente judía e intensamente paranoide (¿quizá sea lo mismo?) en el momento en que puse el pie en Alemania.

3

Nos conocíamos desde hacía tres meses. Ambos proveníamos de otras historias amorosas desgraciadas y, por mi parte, de un desastroso primer matrimonio. Estábamos hartos de andar sin pareja, nos horrorizaba estar solos, lo pasábamos bien juntos en la cama, nos aterraba el futuro y nos casamos el día antes de que Bennett partiera para Fort Sam Houston.
    Desde un principio, el matrimonio fue extraño. Ambos habíamos esperado ser rescatados. Y nos aferrábamos el uno al otro y nos ahogábamos juntos. Las cosas se pusieron hostiles en cuestión de unos días. Con rapidez pasamos de los insultos verbales al profundo silencio, interrumpido en los momentos en que hacíamos el amor, lo cual siguió adelante, de manera bastante sorprendente, y resultaba bien. Ninguno de los dos sabía en qué se había metido ni por qué.

4

Antes de llegar a Heidelberg, el escenario de nuestros dos primeros meses fue tan extraño como nuestras razones para casarnos. Allí nos encontrábamos, dos nativos de Manhattan trasplantados, aterrados, arrojados a San Antonio, Texas. A Bennett le raparon la cabeza, le metieron dentro de un uniforme militar, le forzaron, hora tras hora, a escuchar conferencias de propaganda del Ejército referidas a cómo ser médico militar, algo que detestaba con todo su corazón.
    Permanecí en «casa», en un estéril motel de las afueras de San Antonio, miré la televisión, trabajé en mis poemas y me sentí furiosa e indefensa. Como la mayoría de las muchachas nativas de Nueva York, nunca había aprendido a conducir. Contaba veinticuatro años y estaba varada en un motel de Texas contemplando un trozo moteado de sol de la autopista entre San Antonio y Austin. Dormía hasta las diez y media, me despertaba y miraba la televisión mientras me maquillaba cuidadosamente la cara (¿para quién?), bajaba al comedor y me atracaba con un desayuno-almuerzo texano de tortitas, salchichas y sémolas, me ponía el bañador (que progresivamente resultaba más y más estrecho), y me tostaba al sol un par de horas o algo parecido. Luego nadaba en la piscina durante cinco minutos y volvía a la habitación para hacer mi «trabajo». Pero me resultaba casi imposible trabajar. La soledad de escribir me aterrorizaba. Buscaba cualquier excusa para escapar. No tenía el sentido de mi propia persona como escritora ni fe alguna en mi habilidad para escribir. Por aquel entonces no podía darme cuenta de que había estado escribiendo durante toda mi vida. Empecé componiendo e ilustrando cuentos cortos a los ocho años. Llevaba un diario desde los diez años. Era una ávida e irónica escritora de cartas desde los trece e imité conscientemente las cartas de Keats y de George Bernard Shaw a lo largo de toda mi adolescencia. A los diecisiete, cuando viajé al Japón con mis padres y mis hermanas, arrastré mi Olivetti conmigo y me pasé cada noche recapitulando las observaciones del día en un cuaderno de hojas intercambiables. Empecé a publicar poemas en revistas literarias de reducido tiraje durante mi último año en la universidad (donde gané la mayor parte de los premios de poesía y dirigí la revista literaria). No obstante, a pesar de que resultaba obvia mi obsesión por escribir, a pesar de las publicaciones y a pesar de las cartas de agentes literarios preguntándome si estaba «trabajando en una novela», no creía realmente en la seriedad de mi cometido.
    Por el contrario, me había permitido que me apartaran de mi propósito y me metieran en el departamento de licenciados. Se suponía que el departamento de licenciados era un lugar seguro. El departamento de licenciados se suponía que era lo que conseguías por ti mismo (¿cómo un hijo?) antes de que te dispusieras a escribir. ¡Qué timo parece ahora! Pero entonces parecía algo prudente, sensato y responsable. Era una buena chica, tan esforzada que mis profesores siempre me pasaban becas por las narices. Deseaba no aceptarlas, pero no tenía el valor suficiente para hacerlo; por lo tanto, malgasté dos años y medio en una tesina y parte de una tesis doctoral antes de que se me ocurriera que el departamento de licenciados se interfería seriamente en mi educación.

    Casarme con Bennett supuso salir del departamento de licenciados. Pedí excedencia para seguirle al Ejército. ¿Qué otra cosa podía hacer? No se trataba de que quisiera perder mi beca: era la historia la que me daba una patada en el culo. El casarme con Bennett también supuso apartarme de Nueva York, de mi madre y del departamento de licenciados de la universidad de Columbia, y apartarme de mi ex marido y de mis ex ligues, todos los cuales me habían llegado a resultar mentalmente idénticos. Quería salirme. Quería escapar. Y Bennett era el vehículo para lograrlo. Nuestro matrimonio empezó bajo aquella pesada carga. Que sobreviviera a todo ello es casi un milagro.
    En Heidelberg instalamos nuestra casa en un vasto campo de concentración americano, en la parte de la ciudad edificada en la posguerra (en el otro extremo del bello distrito cercano al Schloss , que ven los turistas). Nuestros vecinos eran en su mayor parte capitanes y «familiares» de estos. Con muy pocas y notables excepciones, eran la gente más considerada entre la cual haya vivido yo nunca. Las esposas te daban la bienvenida invitándote a tomar café cuando te instalabas en tu casa. Los hijos eran enloquecedoramente amistosos y educados. Los esposos salían galantemente para ayudarte a sacar el coche de un banco de nieve o para subir paquetes pesados al piso. Todo resultaba aún más sorprendente cuando te anunciaban que la vida era barata en Asia, que los EEUU debían bombardear hasta no dejar rastro del Vietcong y, finalmente, que los soldados estaban allí para realizar un trabajo, pero no para tener opiniones políticas. A Bennett y a mí nos miraban como criaturas del espacio sideral, y, en efecto, casi nos sentíamos así.
    Al otro lado estaban los demás vecinos, los alemanes. En 1945, cuando aún eran militaristas, odiaban a los americanos por haber ganado la guerra. Ahora, en 1966, los alemanes eran pacifistas (por lo menos respecto a otras naciones) y odiaban a los americanos por estar en el Vietnam. Las ironías se multiplicaban con una rapidez tal que apenas podía absorberlas. Si San Antonio había resultado un lugar extraño, Heidelberg se diría cien veces más extraño. Vivíamos entre dos grupos de enemigos, y mi marido y yo nos sentíamos tan desgraciados que también nos convertimos en enemigos.

5


Bennett vivía perdido en el ejército y en su propia depresión. No tenía ayuda alguna que ofrecerme. Y yo no tenía ninguna que ofrecerle a él. Solía pasear por las calles de la parte vieja de la ciudad bajo la lluvia. Pasé horas deambulando por los almacenes, tocando mercancías que sabía muy bien que jamás iba a comprar, soñando con multitudes, oyendo por encima conversaciones de las que, al principio, sólo comprendía retazos, escuchando la demostración de charlatanes vociferando las virtudes de las pelucas elásticas, de las uñas postizas, de juegos de cuchillos, de capoladoras, de máquinas para cortar en lonjas… Meine Damen und herren … empiezan, e intercalan esta frase en cada párrafo largo. Al cabo de poco resuena ya en el oído.
    Todas las damas cuya figura es como un saco de patatas permanecían en pie rodeándome, formando un muro gris de lana tirolesa. En Alemania patrullan ejércitos de damas vestidas con abrigos grises, sombreros tiroleses, zapatos cómodos y papadas carmesí con capilares reventados. Más de cerca, sus mejillas parecen guarnecidas de minúsculos fuegos de artificio tomados, como en una fotografía, en el momento de estallar. Estas viudas robustas están por todas partes: arrastrando bolsas de malla con plátanos asomando, montando con sus anchos culos sillines de bicicleta muy estrechos, subiendo a los trenes con rayas de lluvia de Munich a Hamburgo, de Nuremberg a Friburgo. Un mundo de viudas. La solución final prometida por el sueño nazi: un mundo carente de judíos y sin hombres.
    En algunas ocasiones, deambulando sin dirección, recorriendo la Strassebahn, parando para tomar una cerveza y galletas saladas en un bar, o Kaffee und Kuchen en un Konditorei , me invadía la fantasía de que yo era el fantasma de un judío asesinado en un campo de concentración el día en que nací. ¿Quién iba a decirme que no lo era? Ingenié complicados argumentos pretendiendo para mí misma que no era sino cuentos surrealistas que planeaba escribir. En ocasiones creí que me volvía loca.
    Por vez primera en mi vida, llegué a interesarme intensamente por la historia de los judíos y la historia del Tercer Reich. Me dirigí a la Biblioteca de Servicios Especiales y empecé a abalanzarme sobre libros que detallaban los horrores de las deportaciones y los campos de exterminio. Leí acerca de los Einsatzgruppen y me imaginé cavando mi propia tumba, en pie en el borde de un gran hoyo asiendo a mi hijo de meses mientras los oficiales nazis cargaban sus armas. Imaginé los gritos de terror y el sonido producido por la caída de los cuerpos. Imaginé que me herían y que me caía rodando dentro del hoyo con los cuerpos que se retorcían y que me echaban tierra sucia encima. ¿Cómo podía protestar que no era judía sino una panteísta? ¿Cómo podía aducir que adoraba el Solsticio de Invierno y practicaba los Ritos de Primavera? Por lo que se refería a los nazis, yo era tan judía como todo el mundo. ¿Volvería a la Tierra y me convertiría en una flor o una fruta? ¿Era eso lo que sucedía con todas las almas de los judíos asesinados el día en que nací?
    En raros días de sol, solía andar por los mercados. Los mercados de fruta alemanes me fascinaban con su belleza diabólica. Había un mercado el sábado tras la iglesia del Espíritu Santo, en la plaza del siglo XVII de la ciudad. Tenía unas marquesinas a rayas rojas y blancas y pilas de fruta sangrando, como si se tratara de sangre humana: frambuesas, fresas, ciruelas moradas, vaccinios, grandes cantidades de rosas y peonías. Todo del color de la sangre y todo sangrando en cajas de madera y por fuera, en los mostradores de los puestos. ¿En eso habían acabado las almas de los recién nacidos judíos? ¿Era ésta la razón que explicaba el hecho de que la pasión alemana por cuidar del jardín me perturbara tanto? ¿Toda aquella apreciación desplazada de lo sagrado de la vida? ¿Tanto amor encauzado en la nutrición de la fruta, las flores y los animales? Pero no supimos nada de lo que sucedía a los judíos , me decían una y otra vez. No se publicaba en los periódicos. Yo sólo contaba doce años . Y yo les creía, en cierto sentido. Y les comprendía, en cierto sentido. Era la condenada belleza de los mercados: las ancestrales viejas que pesaban toda aquella fruta sangrando, las resistentes y rubias fräuleins que contaban las rosas, que nunca dejaban de remover mis sentimientos más hostiles respecto a Alemania.

    Más tarde, pude escribir acerca de estas cosas y, hasta cierto punto, exorcizar a los demonios. Más tarde, llegué a tener amigos alemanes e, incluso, a encontrar cosas que amar en la lengua y en la poesía. Pero aquel primer año solitario, fui incapaz de escribir y conté con pocos amigos. Viví como una solitaria, leyendo, paseando, imaginando que mi alma se escurría de mi cuerpo y que estaba poseída por el alma de alguien que había muerto en mi lugar.
    Exploré Heidelberg como una espía, encontrando todos los lugares destacados del Tercer Reich, que deliberadamente no se mencionaban en las guías. Di con el lugar donde se había levantado la sinagoga antes de que la incendiaran. Después de aprender a conducir, pude proseguir mucho mejor mis pesquisas, y encontré un apeadero abandonado de ferrocarril y un viejo vagón de carga con las letras REICHSBAHN en el costado. (Todos los trenes nuevos y relucientes eran etiquetados como BUNDESBAHN). Me sentí como uno de estos israelíes fanáticos que sigue la pista de los nazis en la Argentina. Sólo que seguía la pista de mi propio pasado, mi propia condición de judía en la que nunca había sido capaz de creer anteriormente.
    Lo que más me enfurecía, creo, era la manera en que los alemanes habían cambiado su color protector, la manera en que hablaban de paz y de humanitarismo, la manera en que todos aseguraban haber luchado en el frente ruso. Lo que detestaba era su hipocresía. Si por lo menos se hubieran presentado de una manera abierta diciendo: Amábamos a Hitler , uno podía haber comparado su humanidad con su honestidad, y quizá les hubiera perdonado. En los tres años en que viví en Alemania sólo me encontré con un hombre que lo admitió. Había sido nazi y acabó siendo amigo mío.

6

Horst Hummel dirigía una pequeña imprenta en la parte antigua de la ciudad. Su mesa de trabajo estaba llena de pilas de libros, papeles y todo tipo de trastos viejos, y siempre estaba al teléfono o dando órdenes a gritos a los tres atemorizados Assistenten que trabajaban para él. Medía metro cincuenta, más o menos, era muy barrigudo y llevaba gafas de gruesos cristales que acentuaban los ruedos bajo sus ojos. Después de verle por vez primera, Bennett siempre se refirió a él como el gnomo. En general, Herr Hummel (como le llamé al principio) hablaba inglés bien, pero podía cometer planchas garrafales en ocasiones que comprometían toda su fluida manera de hablar previa. Un día, cuando le dije que tenía que ir a casa para cocinar la cena de Bennett, dijo: «Si su Mann está hambriento, naturalmente que debe ir a casa y cocinarle».
    Hummel imprimía lo que se terciara, desde menús a octavillas de propaganda para The Heidelberg Officers’ Wives’ Club Newsletter , un periódico de cuatro páginas muy lujoso, lleno de errores tipográficos, unos versos ramplones acerca de la condición de una esposa de militar y fotografías de matronas del ejército parapetadas en sombreros llenos de flores, corpiños de orquídea y gafas de arlequín con montura de cuarzo centelleante. Siempre aceptaban premios las unas de las otras por varios servicios públicos.
    Para divertirse, Hummel también imprimía un folleto semanal titulado Heidelberg Alt und Neu . Consistía, en su mayor parte, en anuncios de restaurantes y hoteles, horarios de tren, programas de cine y cosas semejantes. Pero, en ocasiones, Hummel (que había sido corresponsal de guerra en la batalla de Anzio) escribía un editorial sobre algún caso que afectaba a la comunidad y, de vez en cuando, entrevista a alguna personalidad local o algún visitante distinguido para entretenerse.
    Después de un año de perseguir nazis en Heidelberg (y de aceptar una serie de extrañas ocupaciones, todas las cuales aumentaban mi depresión), entré en contacto con Hummel, quien me pidió que fuera su «directora americana» y le ayudara a conseguir mayor número de lectores de lengua inglesa para el Heidelberg Alt und Neu . La idea era captarles con un artículo sobre alguna atracción turística, y acto seguido venderles los productos de sus anunciantes: porcelana Rosenthal, figuritas Hummel (no eran parientes suyos), aparatos domésticos, vinos y cervezas locales. Tenía que escribir un artículo semanal pagado a un promedio de 25 marcos alemanes (ó 7 dólares), y Hummel aportaría las fotos y traduciría el texto al alemán en la página siguiente. Podía escribir sobre cualquier cosa que me interesara. Cualquier cosa; la que fuera. Naturalmente, acepté el trabajo.
    En un principio escribí sobre temas «seguros»; castillos en ruinas, festivales del vino, restaurantes históricos, retazos de la historia de Heidelberg o cosas apócrifas. Me serví de los artículos para prender cosas. Los utilicé como medio de fisgonear por lugares que, en otras circunstancias, ni hubiera conocido. En ocasiones describí, satíricamente, acontecimientos engañosos tales como la Semana de la Amistad Germanoamericana o el baile Fasching en el ayuntamiento. En ocasiones escribí críticas de exposiciones y de óperas, polémicas de arquitectura y música, y relaciones de visitantes históricos a Heidelberg, como Goethe y Mark Twain. Aprendí todo tipo de cosas interesantes acerca de la ciudad, coseché mucho alemán coloquial, me convertí en una celebridad menor en la ciudad y en la guarnición y fui invitada suntuosamente con vino y cenas por los restaurantes de Heidelberg que aspiraban a que se escribiera sobre ellos. Pero existía una manifiesta disparidad entre mis artículos desenfadados y chispeantes y los placeres de Heidelberg, así como lo que yo sentía en realidad por Alemania. Gradualmente me mostré más audaz, y pude conseguir que mis sentimientos y lo que escribía llegaran a una especie de incómodo alineamiento. Lo que aprendí en aquellos ar
artículos anunciaba lo que más tarde aprendería en mi «verdadera escritura». Empecé siendo inteligente, superficial y deshonesta. Gradualmente me sentí más audaz. Gradualmente dejé de intentar disfrazarme. Una a una, me arranqué las máscaras: la máscara de la ironía, la máscara de chica lista, la máscara de la pseudosofisticación, la máscara de la indiferencia.

7

    En mis merodeos por la ciudad para encontrar fantasmas, descubrí el más sólido de los fantasmas: un anfiteatro nazi al abrigo de las colinas circundantes de Heidelberg. Ir hasta allí se convirtió en mi obsesión. Nadie en Heidelberg parecía conocer la existencia de dicho lugar, y aquella negación confería al anfiteatro un atractivo suplementario. Quizá ni siquiera existiese, excepto en mi mente. Volví allí una y otra vez.
    Lo construyó en 1934 o 1935 el Batallón de Trabajo Juvenil (podía imaginármelos muy bien: rubios, descamisados, cantando Deutschland über Alles , levantando rocas de arenisca roja del valle del Neckar mientras unas doncellas coloradotas del Rin les servían jarras de cerveza de color de orines oscuros), y estaba situado en la bifurcación del Heiligenberg o Montaña Sagrada, donde existía la leyenda de que se había levantado un altar a Odín. Llegaba al anfiteatro bordeando el río desde la parte antigua de la ciudad, bajando por una ancha calle que llevaba a los barrios residenciales, subiendo luego por la Montaña Sagrada, siguiendo las señales hasta las ruinas de la basílica de San Miguel. El propio anfiteatro, lo que ya resultaba elocuentemente siniestro, no estaba indicado. La carretera subía a través de los bosques, la luz se filtraba entre los pinos verde oscuro, y yo era Gretel en un Volkswagen gruñón y resoplón, pero nadie dejaba caer migas de pan tras mi paso.
    Mientras recorría mi camino de subida, pensando en todos aquellos cuentos de hadas crueles en los que aparecían niñitos y bosques espesos, el coche se calaba en tercera. Horrorizada de caer hacia atrás, cambiaba a segunda y se me calaba de nuevo. Finalmente, debía trepar en primera.
    En lo alto del Heiligenberg había una torre más bien pequeña, hecha de arenisca roja y cubierta de musgo, con unos escalones gastados que daban la vuelta a una atalaya. Subía por los escalones resbaladizos para tener una panorámica de la ciudad… y allí me encontraba el río resplandeciente, los bosques con manchas de color, la silueta rosácea del castillo. ¿Por qué los cronistas del Tercer Reich nos hablaron de todo excepto de que fue bello? ¿Era algo moralmente ambiguo? La belleza del campo y la fealdad de la gente. ¿No podíamos tragarnos semejante ironía?
    Bajando de la torre, podía pasear adentrándome más en los bosques, dejando atrás un pequeño restaurante llamado Waldschenke (o posada del bosque) en el que había un letrero con el dibujo de unos burgueses de grandes posaderas bebiendo cerveza fuera, en verano, y vino especiado y caliente dentro, en invierno. En aquel punto yo tenía que dejar el coche y seguir hacia arriba por el bosque espeso (hojas crujiendo bajo los pies, agujas de pino cayendo por arriba, el sol aniquilado por el follaje). Puesto que las gradas estaban en la ladera de la colina, la entrada al anfiteatro se hacía por arriba. Repentinamente, se abría a los pies de uno: una fila tras otra de asientos llenos de malas hierbas, cubiertos de vidrios de botella, preservativos y envoltorios de caramelos. En la parte baja estaba un pequeño escenario rodeado de astas para la esvástica o el águila alemana. Y a cada costado se situaban unos palcos para que aparecieran los oradores rodeados de guardaespaldas de camisas pardas.
    Pero lo más sorprendente era la disposición de un gigantesco hueco circundado de pinos, en el silencio extraterrestre de aquellos bosques de cuentos de hadas. La tierra era sagrada. Habían adorado a Odín, luego a Jesucristo y más tarde a Hitler. Yo bajaba con rapidez la colina sobre las filas de asientos y me plantaba en la quietud del centro del escenario recitando mis poemas a un auditorio de ecos.
    Un día le comuniqué a Horst que deseaba escribir acerca del anfiteatro.
    —¿Por qué? —me preguntó.
    —Porque todo el mundo pretende que no existe.
    —¿Le parece una razón suficiente?
    —Sí.
    Me dirigí a la biblioteca central de Heidelberg y empecé a consultar guías. La mayoría eran rutinarias, con fotos brillantes del Schloss y antiguos grabados de los electores del Palatinado con sus caras embadurnadas. Finalmente, encontré una guía encuadernada por la biblioteca, con una página en inglés y la siguiente en alemán. Estaba impresa en un papel barato, amarillento, con fotografías en blanco y negro y con letra gótica. La fecha de publicación era 1937 y aproximadamente cada diez páginas un párrafo, una foto o un pequeño bloque de caracteres estaba cubierto por una etiqueta de roble cuadrada. Estos cuadraditos estaban pegados con firmeza, por lo que no se podían levantar las esquinas, pero en cuanto los vi supe que no cejaría hasta desengomarlos todos y descubrir lo que había debajo.
    Rellené el impreso para sacar el libro en préstamo (junto con cuatro más, de manera que el bibliotecario no albergara sospechas) y me precipité a casa donde, con todo cuidado, puse al vapor las páginas pecaminosas aprovechando el chorro de una cafetera de calentar agua para el té.
    Era interesante ver lo que el censor había considerado censurable:
    Una fotografía del anfiteatro en todo su esplendor: banderas ondeando al viento, manos al vuelo en el saludo nazi, centenares de puntitos de luz —representando las cabezas arias— o, quizá, cerebros arios.
    Un pasaje con la descripción del anfiteatro como «Uno de los edificios monumentales del Tercer Reich, un Gigantesco (sic) Teatro al Aire Libre destinado a unir a los miles de camaradas alemanes en las Horas Festivas y Solemnes en una Experiencia Común de Lealtad a la Madre Patria y a las Inspiraciones de la Naturaleza».
    Un párrafo con la descripción de la Autobahn Heidelberg-Frankfurt (ahora llena de roderas y baches) como la «Gigantesca (sic) y Monumental Creación de la Nueva Era, tan Prometedora».
    Un párrafo con la descripción de Alemania como «Esta Nación protegida por los Dioses y situada en los Primeros lugares entre las Naciones Grandes y Poderosas…»
    Una fotografía de la sala principal de reuniones de la universidad con esvásticas colgando de cada arco gótico…
    Una fotografía de la mensa con esvásticas colgando de cada arco romano…
    Y así sucesivamente en todo el libro.
    Estaba yo con un ataque de frenesí y de indignación moral. Me instalé en mi mesa de despacho y garrapateé un furioso artículo sobre la honestidad, la deshonestidad y la todopoderosa Historia. Pedía que la verdad prevaleciera sobre la belleza, la Historia sobre la belleza, y la honestidad por encima de todo. Eché pestes, farfullé y chorreé palabras. Me referí a las ofensivas etiquetas en las guías como ejemplo de cuanto resultaba odioso en la vida y en el arte. Eran como las hojas de parra victorianas sobre las esculturas griegas, como las prendas del siglo XIX sobre los frescos eróticos del quattrocento . Hice una alusión a cómo Ruskin había quemado los cuadros de Turner que representaban burdeles venecianos, y a cómo los bisnietos de Boswell intentaron borrar las partes obscenas de sus diarios, y establecí comparaciones con la manera en que los alemanes intentaban negar su propia historia. ¡Semejantes pecados por omisión! ¡Era todo tan inútil! Nada humano valía la pena de ser negado. Incluso en el caso de que fuera inenarrablemente feo, podíamos extraer una lección, ¿no? ¿O sí? Nunca me había preguntado. La verdad —de eso estaba yo segura— nos hacía libres.
    A la mañana siguiente, mecanografié a dos dedos mi trabajo, hecha una furia, y me precipité al centro de la ciudad para entregárselo a Horst. Lo dejé rápidamente y me fui. Tres horas más tarde me telefoneó.
    —¿De verdad quiere que le traduzca el trabajo? —me preguntó.
    —Sí —y empecé con un ataque recordándole que había prometido no censurarme.
    —Mantendré mi palabra —aseguró—, pero usted es joven y, realmente, no conoce a los alemanes.
    —¿Qué quiere usted decir con que no conozco a los alemanes?
    —Los alemanes querían a Hitler —dijo con tranquilidad—. Si decidieran actuar con honradez, a usted no le gustaría lo que iba a oír. Pero no son honrados. Durante veinticinco años no han sido honrados. Nunca lloraron por los muertos en la guerra ni por Hitler. Barrieron y metieron todo el polvo bajo la alfombra. Ni siquiera son conscientes de sus propios sentimientos. Si se comportaran con honradez, los detestaría aún más que por su hipocresía.
    Acto seguido, empezó a contarme lo que significaba ser corresponsal bajo Hitler. Era casi una misión militar, y todas las noticias se censuraban desde arriba. La prensa conocía muchas cosas que se mantenían en secreto para el público en general, y los periodistas las escondían deliberadamente. Sabían todo lo relativo a los campos de concentración y a las deportaciones. Lo sabían y, no obstante, lanzaban al aire propaganda.
    —Pero ¿cómo podían hacerlo ? —dije gritando.
    —¿Cómo alguien podía no hacerlo?
    —Abandonando Alemania, alistándose en la resistencia, ¡haciendo algo !
    —Pero yo no era un héroe, ni deseaba ser un refugiado. El periodismo era mi profesión.
    —¡Vaya!
    —Yo me limito a afirmar que la mayoría de los hombres no son héroes ni honrados. No le estoy diciendo que yo sea bueno o admirable. Lo que le estoy diciendo es que soy como la mayor parte de la gente.
    —Pero, ¿por qué? —me quejé.
    —Porque lo soy —dijo—. No hay ninguna razón.
    No tenía respuesta y Horst lo sabía. Empecé a preguntarme, si yo también era como la mayor parte de la gente. ¿Me hubiera comportado con más heroísmo que él? Pensé en el mucho tiempo que me había costado dejar de escribir inteligentes artículos sobre castillos en ruinas y pulcros sonetos sobre crepúsculos, pájaros y fuentes. Incluso sin fascismo, yo era deshonesta. Incluso sin fascismo, me censuraba a mí misma. Me negaba a escribir sobre lo que me conmovía: la violencia de mis sentimientos respecto a Alemania, la infelicidad de mi matrimonio, mis fantasías sexuales, mi infancia, mi actitud negativa hacia mis padres. Incluso sin fascismo era muy difícil que surgiera la honestidad. Incluso sin fascismo, había pegado imaginarias etiquetas sobre ciertas áreas de mi vida, y me negaba a contemplarlas. Decidí que no iba a ser honrada con Horst hasta haber aprendido a ser honesta conmigo misma. Tal vez nuestros pecados por omisión no fueran iguales, pero el impulso era el mismo. A no ser que pudiera aportar alguna prueba de mi propia honestidad al escribir, ¿qué derecho tenía yo a enfurecerme ante su deshonestidad?
    Se imprimió el artículo tal y como lo escribí. Horst lo tradujo fielmente. Pensé que la ciudad de Heidelberg ardería, pero los escritores exageran en gran medida la importancia de su trabajo. Nada sucedió. Algunos de mis conocidos hicieron observaciones irónicas sobre lo mucho que me entregaba a mi tarea. Eso fue todo, Me pregunté si alguien llegó siquiera a leer el Heidelberg Alt und Neu . Probablemente, no. Mis artículos equivalían a mandar cartas durante una huelga de correos o a escribir un diario secreto. Sentía como si abriera la historia de par en par, pero nadie pestañeaba siquiera. Todo aquel Sturm und Drang caía en el silencio. Era casi como publicar poesía.

Erica Jong
Miedo a volar
Círculo de Lectores, Bogotá, 1984, pp. 71-86




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