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martes, 24 de junio de 2025

Erica Jong / El matrimonio y la jodienda descremallerada





Erica Jong
EL MATRIMONIO Y LA JODIENDA DESCREMALLERADA

1

No estoy refiriéndome a mis primeros años de análisis cuando trabajas duramente para descubrir tu propia locura, por lo que puedes conseguir algún trabajo hecho en vez de dedicar tu vida entera a tu neurosis. Me refiero a cuando tú y tu marido habéis estado bajo análisis por un período tan largo que ya no te alcanza la memoria, y habéis llegado al punto en que no se puede tomar ninguna decisión, no importa lo nimia que sea, sin que ambos analistas mantengan una imaginaria consulta en una nube sobre vuestra cabeza. Uno se siente como los soldados troyanos de la Ilíada , con Zeus y Hera luchando sobre ellos. Me refiero a la época en que tu matrimonio ha pasado a ser un ménage à quatre . Tú, él, tu analista, su analista. Cuatro en una cama. Esta imagen se ve definitivamente en rayos X.
    Habíamos vivido en este estado por lo menos el año pasado. Se refería cada decisión al psicoanalista o al proceso de psicoanálisis. ¿Deberíamos mudarnos a un apartamento más amplio? «Mejor será que comprobemos cómo van las cosas». (El eufemismo de Bennett que indicaba la vuelta al sofá). ¿Deberíamos tener un hijo? «Mejor será arreglar las cosas primero». ¿Deberíamos hacernos socios de un nuevo club de tenis? «Veamos antes lo que pasa». ¿Deberíamos pedir el divorcio? «Mejor será que analicemos primero el sentido inconsciente del divorcio».
    Debido a que habíamos alcanzado el momento crucial de un matrimonio (cinco años, y las sábanas que te regalaron para la boda empiezan a notarse ya gastadas), cuando ha llegado la época de decidir si compras sábanas nuevas, quizá tengas ya un hijo y vivís tu marido y tú en estado lunático por siempre más, acabas con el fantasma del matrimonio (echas por la borda las sábanas) y empiezas a jug ar a cambiar de camas una vez más.

2

Parecía existir un error garrafal en nuestro matrimonio. Nuestras vidas discurrían paralelas como los raíles del tren. Bennett se pasaba el día en su despacho, su hospital, su analista y luego, al atardecer, de nuevo en su despacho, por lo general hasta las nueve o las diez. Por mi parte, daba clases un par de días por semana y escribía en el tiempo restante. El programa de mis clases era ligero, y estaba dispuesta a salir y escapar. Ya había tenido bastante de soledad, bastante de largas horas sola con mi máquina de escribir y mis fantasías. Y parecía que conocía hombres por todas partes. El mundo se diría abarrotado de hombres al alcance, interesantes en un sentido que nunca había tenido antes de casarme.
    ¿En qué consistía el matrimonio, sin embargo? Incluso si amabas a tu marido, llegaba el inevitable año en que joder con él resultaba algo tan blando como el queso de Velveeta: que te llenaba, incluso, pero que no te producía sensación alguna capaz de emitir destellos de gusto, ni canto agridulce, ni peligro. Y añorabas un Camembert super maduro, un queso de cabra raro: suculento, cremoso, cubierto de ajos.

3

Yo no estaba contra el matrimonio. De hecho, creía en él. Era necesario tener el mejor amigo de una en un mundo hostil, una persona a la que ser leal sin tener en cuenta nada, una persona que siempre te sería leal. Pero ¿qué, entonces, de las cosas que echabas en falta y que al cabo de un tiempo el matrimonio no hacía mucho por aliviar? El desasosiego, el hambre, el puñetazo en el estómago, el puñetazo en el coño, el deseo de ser colmada, de que te jodan por cada agujero, la añoranza de champán seco y besos húmedos, del olor de peonías en un ático en una noche de junio, de la luz al final del malecón en Gatsby … No, no esto realmente —porque sabías que los muy ricos eran más aburridos que tú y que yo— sino lo que estas cosas evocaban . El sardónico, agridulce vocabulario de las canciones de amor de Cole Porter, las letras tristes y sentimentales de Rodgers y Hart, toda la tontería romántica que añorabas con la mitad de tu corazón y de la que te burlabas ásperamente con la otra mitad.
    Hacerse una mujer en América, ¡qué riesgo! Crecías con las orejas llenas de anuncios de cosméticos, canciones de amor, columnas de consejos, putascopios, chismes de Hollywood y dilemas morales al nivel de las óperas lacrimógenas de la TV. ¡Qué letanías te cantaban los anunciantes de la buena vida! ¡Qué curiosos catecismos!
    «Prodiga cuidados a tu trasero». «Sonrójate como si fuera cierto». «Trata tu pelo con amor». «¿Quieres mejorar tu cuerpo? Arreglaremos el que ya tienes». «Este brillo en tu rostro debería provenir de él, no de tu piel». «Has recorrido un largo trecho, cariño». «Cómo tener éxito con todos los hombres del zodíaco». «Las estrellas y tú, sensual». «A un hombre le dicen Cutty Sark», «Un brillante es para la eternidad». «Si te interesa lo que se refiere a la ducha…». «Duración y frialdad llegan al mismo tiempo». «Cómo resolví mi problema de olor íntimo». «Mujer, sé fría». «Toda mujer adora Chanel n.º5» 
«¿Qué consigue que una muchacha tímida se vuelva íntima?». « Femme, le dimos tu nombre».

    Todos los anuncios y putascopios parecían implicar que si eras lo bastante narcisista, si sólo tomabas buen cuidado de tus olores, tu pelo, tus tetas, tus pestañas, tus axilas, tu entrepierna, tus lunares, tus cicatrices y tu marca de whisky en los bares…, conocerías a un hombre apuesto, importante, potente y rico que te satisfaría todos los caprichos, te colmaría todos los orificios, haría que tu corazón tamborileara con ritmo (o se paralizara), te haría brumosa y te volaría a la luna (preferentemente en unas alas de telaraña), donde vivirías del todo satisfecha para siempre más

    Y el aspecto de locura de todo esto era que aunque fueras inteligente , aunque te pasaras la adolescencia leyendo a John Donne y a Shaw, aunque estudiaras historia o zoología y tuvieras la esperanza de pasarte la vida siguiendo alguna carrera difícil y de las que te ponen a prueba, aún tenías la cabeza llena de turbios anhelos de los que cualquier muchacha de bachillerato estaba inundada. Ya ves, no importaba que tuvieras un coeficiente mental 170 o un coeficiente mental 70; te hacían un lavado de cerebro idéntico. Sólo se diferenciaban las trampas superficiales. Sólo la conversación era más sofisticada. Por debajo de todo ello, anhelabas ser aniquilada por el amor, verte arrastrada, colmada por un pene gigante chorreando semen, jabonaduras, sedas y satenes y, naturalmente, dinero. Ni siquiera te procuraban, como a las muchachas europeas, una filosofía cínica y práctica. Esperabas no desear a otros hombres después de la boda. Y esperabas que tu marido no deseara a otras mujeres. Luego llegaban los deseos y te veías abocada al pánico del odio por tu propia persona. ¡Qué mujer más perversa eras! ¿Cómo podías seguir entusiasmada por hombres extraños? ¿Cómo podías estudiar sus pantalones con protuberancias así? ¿Cómo podías asistir a una reunión imaginando cómo jodería cada uno de los hombres allí reunidos? ¿Cómo podías instalarte en un tren jodiendo a completos extraños con los ojos? ¿Cómo podías hacerle esto a tu marido? ¿Alguien te había dicho que esto nada tenía que ver de ninguna forma con tu marido?
    ¿Y qué decir de los otros anhelos que el matrimonio ahogaba? Aquellos anhelos de lanzarte a la calle de vez en cuando, descubrir si aún eras capaz de vivir sola dentro de tu propia cabeza, descubrir si podías arreglártelas para sobrevivir en una cabaña en los bosques sin volverte loca; descubrir, en pocas palabras, si aún estabas entera después de tantos años de ser la mitad de algo (como las dos patas traseras del caballo de un grupo en la pista de circo).

4

Cinco años de matrimonio me habían hecho impaciente por estas cosas, impaciente por hombres e impaciente por soledad. La impaciencia por el sexo y la impaciencia por la vida de una reclusa. Sabía que mis impaciencias eran contradictorias y que empeoraban aún más las cosas. En América es una herejía seguir cualquier tipo de vida excepto el de media naranja. La soledad es antiamericana. Se puede perdonar en un hombre, especialmente si es un «solterón encantador» que se «cita con estrellas» durante un breve intervalo entre matrimonios. Pero en una mujer se presupone siempre que es resultado de abandono, no de elección. Y se la trata como si fuera una paria. Sencillamente, no existe un camino digno para que una mujer viva sola. Ah, quizá pueda tirar adelante en el aspecto económico (aunque no tan bien como un hombre), pero en el aspecto emotivo no se la deja nunca en paz. Sus amigas, su familia, sus compañeras de trabajo no olvidan nunca que no tiene marido, que no tiene hijos. Su falta de egoísmo , en pocas palabras, es un reproche al sistema de vida americano.
    Más que añadir: la mujer (a pesar de que sabe lo desgraciadas que son sus amigas casadas) no se puede permitir a sí misma estar sola. Vive como si estuviera siempre al borde de la gran satisfacción. Como si esperara al príncipe encantado para alejarla «de todo esto». ¿Todo qué? ¿La soledad de vivir en el alma de uno mismo? ¿La certidumbre de ser uno mismo en vez de la mitad de algo distinto?
    Mi respuesta a todo ello era no (aún) tener una historia y no (aún) lanzarme a la calle, sino desarrollar mi fantasía de la Jodienda descremallerada. La jodienda descremallerada era más que joder. Era un ideal platónico. Descremallerada porque cuando te juntabas, las cremalleras bajaban como pétalos de rosa, las prendas interiores se esfumaban en un suspiro, como pelusa de diente de león. Las lenguas se entrelazaban y se convertían en líquido. Toda tu alma salía a la superficie a través de tu lengua y entraba en la boca de tu amante.
    Para la verdadera, la definitiva jodienda descremallerada A-1, era preciso que nunca llegaras a conocer bien al hombre. Había advertido, por ejemplo, cómo todos mis entusiasmos amorosos se desvanecían tan pronto como entablaba una amistad con el hombre, me mostraba cordial respecto a sus problemas, le escuchaba las kvetch [1] respecto a su esposa o ex esposas, su madre, sus hijos. Después de esto, podía sentir afecto por él, quizás incluso amarlo, pero sin pasión. Y era pasión lo que yo quería. También había aprendido que un camino seguro para lanzar un exorcismo a un entusiasmo amoroso era escribir acerca de alguien, observar sus tics y convulsiones, trazar una anatomía de su personalidad por escrito. Después de esto, era un insecto en un alfiler, un recorte de periódico laminado en plástico. Podía disfrutar de su compañía, incluso admirarle por momentos, pero ya no tenía el poder de que me despertara temblando a media noche. Ya no soñaba en él. Tenía un rostro.
    Por lo tanto, otra condición para la jodienda descremallerada era la brevedad. Y el anonimato aún la mejoraba.
    Durante la época en que viví en Heidelberg me dirigía en tren a Frankfurt cuatro 
veces por semana para ver a mi analista. El trayecto era de una hora de ida y otra de vuelta, y los trenes pasaron a ser una parte importante de mi vida de fantasía. Conocía a hombres guapos en el tren, hombres que apenas hablaban inglés, hombres cuyos tópicos y trivialidades quedaban escondidos debido a mi ignorancia del francés, italiano o, incluso, alemán. A pesar de que odie admitirlo, hay algunos hombres guapos en Alemania.

    Quizás un guión cinematográfico de la jodienda descremallerada me lo inspiró un filme italiano que vi años atrás. Al paso del tiempo, lo embellecí para que concordara con mi idea. Solía repetirse mientras iba y volvía de Heidelberg a Frankfurt y de Frankfurt a Heidelberg. 

5

Un sórdido compartimiento de tren europeo (segunda clase). Los asientos son de imitación de piel y duros. Hay una puerta corredera que da al pasillo. Los olivos pasan precipitadamente por la ventanilla. Dos campesinas sicilianas están sentadas en un mismo costado con una niña entre ellas. Parecen ser la madre, la abuela y la nieta. Las dos mujeres compiten entre sí para atiborrar de comida la boca de la niña. Al otro lado (en el asiento de la ventanilla) se encuentra una encantadora y joven viuda con un espeso velo y un vestido negro muy ajustado que revela su cuerpo voluptuoso. Suda copiosamente y tiene los ojos hinchados. El asiento del centro está vacío. El asiento junto al pasillo está ocupado por una enorme mujer gorda con bigote. Sus grandes ancas le obligan a ocupar casi la mitad del asiento vacío del centro. Está leyendo una novela rosa en la que los personajes son modelos fotografiadas y el diálogo aparece en pequeñas nubes de humo encima de sus cabezas.
    El grupo de cinco va dando botes durante un tiempo, la viuda y la mujer gorda se mantienen calladas, la madre y la abuela hablan a la criatura y mutuamente acerca de comida. Y luego el tren chirría al parar en una ciudad llamada (quizá) CORLEONE. Un soldado alto y de mirada lánguida, sin afeitar, pero con una bella mata de pelo, un mentón partido y unos ojos algo endiablados y perezosos, entra en el compartimiento, da un vistazo insolente, advierte el medio asiento vacío entre la mujer gorda y la ventanilla, y con varias disculpas y como flirteando, se sienta. Está sudoroso y desmelenado, pero básicamente resulta un espléndido cacho de carne, sólo que algo rancio debido al calor. El tren chirría al salir de la estación.
    Luego sólo tenemos conciencia de las sacudidas del tren y de la manera rítmica en que los muslos del soldado frotan los de la viuda. Naturalmente, el soldado también roza las ancas de la dama gorda —y la mujer intenta apartarse de él— lo cual es bastante innecesario puesto que él ni advierte las ancas de la mujer. Contempla la gran cruz de oro entre los pechos de la viuda, que pendulea en su profundo escote. Sacudida. Pausa. Sacudida. La cruz golpea un pecho húmedo y luego el otro. Parece dudar entre ambos como si se quedara paralizada entre dos imanes. El hoyo y el péndulo. El soldado está hipnotizado. La mujer mira por la ventanilla, contemplando cada olivo como si nunca hubiera visto olivos. El soldado se levanta de manera extraña, saluda a medias con la cabeza a las damas y se esfuerza por abrir la ventana. Al sentarse de nuevo, su brazo roza accidentalmente el vientre de la viuda. Parece que ella no lo advierte. El soldado deja la mano izquierda sobre el asiento entre su muslo y el de ella y empieza a enrollar sus dedos rozando alrededor y debajo de la blanda carne del muslo femenino. La mujer sigue contemplando cada olivo como si fuera Dios, acabara de crearlos y estuviera pensando qué nombre darles.
    Mientras, la enorme dama gorda deja su novela rosa en una bolsa de plástico verde iridiscente, llena de quesos olorosos y de plátanos ennegreciéndose. Y la abuela saca la piel del salchichón envuelto en un periódico grasiento. La madre pone un jersey a la niña y le lava la cara con un pañuelo, amorosamente humedecido con saliva materna. El tren chirría para detenerse en un pueblo llamado (quizá) PRIZZI y la dama gorda, la madre, la abuela y la niñita salen del compartimiento. Seguidamente, el tren se mueve de nuevo. La cruz de oro empieza a rebotar, pausa, rebote, entre los húmedos pechos de la viuda, la viuda sigue contemplando los olivos. Seguidamente los dedos se deslizan entre los muslos de ella y se los separan, y avanzan hacia arriba, al interior del espacio de carne entre sus medias negras espesas y sus ligas, y se están deslizando bajo sus ligas hacia el interior del húmedo lugar sin medias entre sus piernas.
    El tren entra en una galleria , o túnel, y en la semioscuridad se consuma el simbolismo.
    Se huele la bota del soldado y las paredes oscuras del túnel y el balanceo hipnótico del tren y el largo silbido al salir del túnel.
    Sin decir palabra, baja del tren en un pueblo llamado, quizá, BIVONA. Atraviesa los raíles saltando con todo cuidado sobre ellos con sus estrechos zapatos negros y sus medias negras espesas. El soldado la mira como si fuera Adán preguntándose qué nombre le va a dar. Acto seguido, da un brinco y salta del tren en busca de la mujer. En aquel momento mismo, un largo tren de carga entra por los raíles paralelos oscureciéndole la visión y bloqueándole el paso. Después de pasar veinticinco vagones de carga, la mujer se ha esfumado para siempre.

6

Un guión de jodienda descremallerada.
    Descremallerada, ya ves, no porque los hombres europeos lleven botones en vez de cremalleras, ni tampoco porque los participantes sean devastadoramente atractivos, sino porque el caso presenta la rápida comprensión de un sueño y, en apariencia, está libre de todo remordimiento sentido de culpa; porque no se habla del último marido o de su prometido; porque no se racionaliza; porque no se habla en absoluto. La jodienda descremallerada es de una pureza inmaculada. Se ve libre de ulteriores móviles. No hay un juego de poder. El hombre no está «tomando» ni la mujer está «dando». Nadie trata de poner cuernos a un marido ni de humillar a una esposa. Nadie intenta probar nada ni lograr nada de nadie. La jodienda descremallerada es lo más puro que existe. Y resulta algo más raro que el unicornio. Yo nunca la he conocido. En cada ocasión en que parecía anunciarse, acababa yo descubriendo un caballo con un cuerno de cartón piedra o dos payasos dentro de un vestido de unicornio. Alessandro, mi amigo florentino, se acercó mucho. Pero fue, a fin de cuentas, un payaso dentro de un vestido de unicornio.
    Estudien este tapiz, mi vida.

Erica Jong
Miedo a volar
Círculo de Lectores, Bogotá, 1984, pp. 19-27




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