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domingo, 22 de octubre de 2023

Güido Tamayo / El último lector


Güido Tamayo

El último lector 

 

El escritor se ha sentado frente a la sobria mesa preparada para él. Su conferencia está programada para dar inicio en unos minutos. Toma asiento y deposita sobre la mesa unos papeles que con seguridad son el texto que leerá a continuación. Luce sereno, un poco más de lo normal. Tal vez más que sereno, esté orgulloso de lo escrito y desde ahora saboree la satisfacción por su inteligencia. No hay nada que brinde más sosiego que la seguridad en sí mismo. Pasan 15 minutos. Nadie llega aún.

 

Afuera, el recinto ferial bulle. Hay miles de personas caminando como en una procesión desordenada y con destino incierto. Los pasillos de los pabellones están abarrotados de visitantes; mucho miran y pocos compran. No obstante, hay un ambiente festivo, celebran estar entre libros. Los que leen se sienten en casa, en su estudio, en el centro de una sabiduría selecta; los otros, los que no lo hacen, a pesar de ser intrusos, avanzan con una especie de sonambulismo resignado. Nada hay en los libros que los conmueva, pero estar junto a ellos en algo los preserva.

 

—Muchas gracias por venir, sobre todo tan temprano —pronuncia el escritor con voz segura, dirigiéndose al único asistente a la sala—. Es usted muy amable. Como sabe, la gente en este país llega tarde a todas partes. Pero en un momento arribarán, son unos minutos de espera, nada más.

 

De repente, ve cómo se asoma por la puerta el rostro inquisitivo de un colega. Lo conoce de hace años. Es su contemporáneo. Sabe con antelación que él estará en la sala de al lado.

 

—Déjeme le comento algo —se dirige con calma a su interlocutor—, me complace mucho que me haya leído. Supongo que no toda mi obra, sé que es extensa, he trabajado bastante y muy duro, pero sí la última novela. Aunque tengo la certeza que da el oficio de que es buena, algunos dicen (muchos) que muy buena, no deja de sorprenderme el éxito que ha tenido. Por supuesto, conozco, es decir, conocemos usted y yo, que el triunfo de un libro es caprichoso. Hay excelentes libros que viven ignorados, en medio de un silencio lapidario, no es mi caso por fortuna, y otros (los más) que se celebran inmerecidamente. Conmigo el lector ha sido generoso, me ha leído con placer y si se quiere (no me queda bien decirlo), con devoción. Y qué decir de la crítica: definitivamente favorable: “la mejor novela de la década”, “una escritura elegante, inteligente, equiparable al mejor Proust”, “la sabiduría de su autor sobrepasa sin exageraciones a la de cualquiera de sus contemporáneos”, etc, etc. No quiero abrumarlo con estos comentarios, pero son extraídos de las reseñas hechas por los mejores críticos del país. No quiero pecar de vanidoso, pero menos de falsa modestia. La gente modesta es lo peor del mundo, y si son modestos por algo será ¿no cree?

 

Se sirve otro vaso de agua. Su mirada, con pausa simulada, revolotea por el salón desocupado y concluye su viaje frente a la puerta inmodificablemente cerrada. Su cuerpo mantiene la compostura y sus ojos esquivan mirar de frente a su exclusivo espectador. Una gota de sudor asoma por su frente. Sus manos toman y abandonan el texto una y otra vez. Un ruido inevitable parte de la sala contigua. Es el sonido de mucha gente silenciosa que respira y de vez en cuando susurra algún comentario. Reconoce de inmediato ese eco, es el eco de un espacio repleto, lo ha vivido. Transcurren otros diez minutos. 

 

—¿Recuerda usted cuando publiqué mi primer libro? No, tal vez no, sería usted apenas un adolescente. Desde entonces han pasado tantas cosas. Pero lo que quería contarle es que “La hostigante soledad”, así se llama mi primera novela, fue recibida con un gran entusiasmo. Yo era muy joven y sorprendió mucho la madurez de mi mirada sobre el mundo, de manera especial al mundo familiar, y la calidad de mi prosa, que decían, parecía tallada por un gran estilista. Se vendieron muchos ejemplares, seis ediciones en menos de tres meses, y de inmediato la editorial me adoptó como lo que era: una gran revelación a la que había que cuidar, respaldar, consentir. 

 

Bebe un largo sorbo de agua. Las noventa sillas siguen vacías, las ochenta y nueve, corrige, pues allí está su único interlocutor, callado pero atento. También reconoce las paredes grises, los techos blancos, el equipo de sonido, la pequeña mesa, la puerta a la entrada, los afiches promocionales con su nombre y la novela en primer plano. El vaso ya casi desocupado y la botella de agua.

 

—Más adelante viene lo que usted, que se ve una persona enterada, ya conoce: la celebración de cada una de las obras que escribí a continuación. Mi nombre y mi imagen en los periódicos, las invitaciones a muchos congresos de literatura y ferias del libro de todo el mundo, las traducciones, en fin, eso que se llama el éxito. La verdad, ya que estamos solos, le quiero confesar que ese mundo me espanta. Nunca me he sentido bien con tanto agasajo, tanta figuración en los medios de comunicación, tanta viajadera: los hoteles, las comidas, los cocteles…la falta de privacidad. ¿Sabe?: la fama es lo peor. 

 

Ahora vuelve a llenar el vaso y bebe agua con avidez. Mira el reloj. Mira la puerta y la sala vacía como despejando la idea de vivir una ensoñación. Mira al único ser que lo escucha.

 

—Me ha costado mucho llegar hasta acá, al éxito me refiero, y ahora estoy un poco cansado, en realidad, bastante cansado. He sacrificado demasiados asuntos importantes por estar haciendo de escritor, no vaya a pensar mal, no me refiero a escribir los libros o corregirlos (que a veces es una verdadera desgracia), me refiero a tener que soportar a los otros… ¿a quiénes?, se preguntará usted, (suda copiosamente), pues a los otros, a todos los que no son usted. Me explico. ¿Es usted escritor? No lo creo, los escritores no asisten a los eventos de los otros escritores, sería demasiada condescendencia, admiración por el otro y eso aquí, en esta secta, no se permite. Cada uno a lo suyo. Déjeme explicarle. Como usted no es escritor, jamás ha tenido que soportar a un editor. Los editores, ¡Dios mío!, son unos mercenarios, como lo oye, son capaces de vender el alma al diablo, —como Fausto, supongo que sabrá de quién le estoy hablando— por vender unos cuantos libros, sean de lo que sean, estén bien escritos o no; cuánto vendes cuánto vales, esa es su consigna. Al comienzo te adoran y poco a poco, en la medida que las ventas van cayendo, te abandonan, te ignoran y al final te desprecian. Así es.

 

Se quita su saco tweed para la ocasión y lo deja en el espaldar de la silla. Abre un par de botones de su camisa y desnuda un pecho lampiño y lechoso; al mover los brazos deja en evidencia sus sobacos empapados. Se quita las gafas de montura de carey y con su pañuelo quita la humedad de los lentes. Por un momento padece de una ceguera borgiana. La sala es una caja silenciosa y negra. No ve nada, no escucha nada. Nadie lo ve, nadie lo escucha.

 

-Pero, ¡ay!, mi querido amigo, los peores no son ellos, los verdaderos insufribles son mis colegas. Son una peste, unos enemigos permanentes, nada los amedrenta, mienten cuando celebran tus triunfos, denigran de tu obra a tus espaldas, se burlan de tu manera de ser, espían tus costumbres para poder ridiculizarlas en público, son los primeros en esculcar tus textos con minuciosidad enfermiza para señalar el defecto, exagerarlo, exhibirlo; aguardan con paciencia franciscana que caigas, que fracases, sólo en ese momento se sentirán contentos. No, no ponga esa cara, lo que le digo es cierto. Entre nosotros no hay lealtad, ni camaradería, ni nobleza, ni nada que se le parezca, hay, eso sí, inquina, envidia, sí señor ¡ENVIDIA!

 

La parrafada lo ha dejado exhausto. No tanto por su extensión sino por la pasión con que la ha dicho. Por primera vez parece obviar a su acompañante. Se toma el rostro entre las manos y llora. Está tan compungido que no se da cuenta que la única criatura en esa sala la abandona; sale de puntillas para pasar desapercibido, y él queda solo en la sala vacía.

 

-Sabe una cosa: ser escritor es una mierda, susurra entre sollozos.



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La sala está desnuda como un breve abismo de cemento.

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