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lunes, 28 de agosto de 2023

Fleur Jaeggy / Ósmosis



Fleur Jaeggy
Ósmosis


    Hay quietud en la casa. La quietud parece impuesta por la violencia. Las persianas están cerradas, como si fueran párpados. «No quiero que os partáis el pecho por mi vida», había dicho Franzi, una niña bohemia de cinco años. Los padres, el pastor protestante y su esposa, acaban de salir de la habitación. Seguidos de las palabras de la niña. Se sentaron delante de la chimenea, esperando a que el fuego quemase las palabras. Nunca habían visto nada tan bello como aquel pequeño ser delicado, frágil y terco. El pastor, que durante treinta años había bautizado a niños, habría deseado bautizar a uno propio. Nacido de la unión fraterna con su mujer Ruth. Finalmente el «don del Señor», así llamaba a su hija, nació. A veces Ruth soñaba que estaba a punto de parir y ese sueño la acompañó durante muchos años. Por la mañana no estaba triste. No está permitido estar triste. Alabado sea el Señor. Se agradece aquello que no se tiene. Los dos empezaron a agradecer demasiado aquello que habían recibido. Están en éxtasis ante aquella niña. Ante sus ojos. Fríos y vacuos. Sospechosos. Ojos que más parecen los de un muñeco que había en el suelo de la habitación de la niña. Tenía los brazos en alto en señal de saludo y devoción. Como ellos, que se inclinaban ante aquella pequeña diosa. Quién sabe si el pastor no la habrá llevado a la iglesia, ciñéndole la cabeza con una corona de flores, casi una estampa.


    En la iglesia sin adornos habitaba la oscuridad. El recogimiento. Los colores solemnes de los vitrales se apagaban como si fueran cirios. En invierno era de noche por la tarde. Un día, un día aún más oscuro y breve, el tañido de la campana sonó como una estampida. Interrumpió el silencio amodorrado del paisaje y casi rompió los cristales de las ventanas de los escasos habitantes. El campanero era un joven de diecisiete años que parecía un marinero. Navegaba con los sonidos. Las campanas eran un triunfante mascarón en pleno cielo. Sonaron largamente cuando nació Franzi. Los fieles creyeron que se trataba de un incendio. Se asustaron. Cuando supieron que le había nacido una niña al pastor también se asustaron.
    Un domingo de Adviento, la niña encontró el muñeco en un sendero. Reconoció los ojos. Ojos de cristal. La mirada de esa cosa estaba fija en el paisaje, pero los ojos miraban a la niña. Ella vio, como reflejado en una pantalla, un estanque rodeado de árboles. Árboles que parecían vestir armaduras. El agua, su trofeo. El agua enturbiada por fantasmas de maleza y lianas. Sonidos de sombra. La maleza formaba líneas sutiles, escritas y al acto borradascomo por una aguja magnética. Y a cada instante cambia el canto, se borra, se transmuta. Un banco vacío. Franzi espera a que la cosa hable. Tiene semblanza humana. Cierra la mirada sobre el paisaje que se aleja y desaparece.

    Queda el camino de vuelta. Franzi se detiene ante la casa. Una ventana iluminada, el perfil del padre y de la madre. Sintió el deseo de irse.
    Franzi desecaba flores y hojas, no porque se interesara por la botánica. Por instinto, decía. Observaba el jardín. Y el seto podado. Setenta y cinco brotes de rosas se retiraban en sus tallos. Tienen frío, pensaba Franzi. Enseguida las arrancaba, las extendía sobre el papel, las sofocaba. El muñeco ha mordisqueado flores y hojas secas. Por tanto se alimenta. El pastor y su mujer están preocupados. La niña está tan cambiada, desde que aquella raíz, el muñeco, entró en casa. Franzi sólo siente afecto por él. Cuando es menos indiferente para con ellos, los trata con una cruel, precisa malevolencia. ¿Cómo llamarlo? ¿Qué nombre tienen las cosas sin nombre? ¿Y qué son? Y, si tuvieran un nombre, ¿serían reconocibles sólo por eso? El pastor llama mandrágora a la raíz. En la Edad Media, explicó a la mujer, se decía que desenterrar una raíz era muy peligroso. Había que encontrar a un perro negro que le hincara el diente. Y cuando la mandrágora sale de la tierra, aúlla y hay que taparse los oídos. Ruth estaba aterrada al comprobar que la cosa se parecía cada vez más a su hija. Ella no es supersticiosa. Ella reza. Reza con rencor.
    Ocurrió un día en que Franzi se enfadó con el muñeco. «Dame tus ojos. No son tuyos.» Se los quitó. «Sé que cuando nací no estaba sola. Alguien más nacía conmigo. Y ese alguien está acabando con mi vida. Por tu culpa.» Los padres escuchan detrás de la puerta cerrada con llave. Esa cosa conoce el pasado y tal vez estuviera ya en la casa y había fingido encontrarse en un sendero. Cuando nació Franzi, la gemela no consiguió sobrevivir. Nunca se lo dijeron. Habría sido su secreto. La habían llamado Theresia. Tuvieron tiempo de bautizarla. El pastor las bautizó a las dos a la vez, no se percató de que una de ellas nunca volvería a despertarse. No dejaron que nada se filtrase. En silencio dieron el último adiós a la pequeña. Quizá demasiado deprisa. Se secaron los ojos, que ya estaban secos.
    Ruth cose todo el día, sin mirar. Cada vestido tenía su copia. La máquina de coser funcionaba por su cuenta. Vestía a Franzi y a la otra. Le parecía que cada objeto imitaba al otro. La tetera se duplicaba y las páginas de la Biblia parecían de piedra. El pastor se hartó. Se construyó un pabellón en el jardín y se ocupó sólo de la astronomía.
    La última noche de Ruth llegó en el mes de marzo. Un megáfono anunciaba un espectáculo de marionetas. Acompañado del sonido de un oboe. Ruth escuchaba atentamente. El megáfono calló. El sonido está muy cerca. «Acaba de entrar», piensa Ruth. Como una llamada. Se sintió ella misma aquel sueño. Ella era el instrumento, y el respiro de un cortejo de muñecos músicos y de madera. Y aquel soplo atizaba el fuego que ella iba prendiendo en cada habitación. Por un momento las llamas parecen retroceder ante un pequeño ser de ojos incandescentes. Mientras se quemaba la casa, los niños del pueblo que asistían al espectáculo se volvieron, simultáneamente, para mirar la casa del pastor. Era una visión maravillosa. Franzi estaba sentada en primera fila. Fue la única espectadora que no se volvió.




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