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domingo, 27 de agosto de 2023

Fleur Jaeggy / El velo de encaje negro

 



Fleur Jaeggy
EL VELO DE ENCAJE NEGRO

    Mi madre obtuvo audiencia con el Papa. Lo supe gracias a una fotografía en la que se ve al Santo Padre y a ella que lo mira, con el velo negro. Por aquella fotografía comprendí, percibí, de hecho vi claramente que mi madre estaba deprimida. Deprimida en un modo definitivo. La sonrisa es triste, la mirada, que intenta ser amable, no tiene esperanza. Mamá fue una persona más bien sociable, elegante, hermosas joyas, mucho charme, Givenchy, Patou, Lanvin, en fin, muchas cualidades estéticas, que no son tan distintas de las interiores. En la fotografía noté por primera vez que mamá era en definitiva una mujer desesperada —o casi desesperada. Pese a sus mesas de bridge. Recibía mucho, ahora he heredado algunas de sus mesas de bridge y a veces oigo los lances: sans atout, passe, corazones. Y luego me pregunto por qué fue a ver al Papa. A mí que soy su hija jamás se me habría ocurrido. ¿Qué la impulsaba a obtener la bendición del Santo Padre? Tal vez su desesperación, quería ser bendecida. Con aquel oscuro velo de encaje que ocultaba en parte su rostro tan triste. Es en cierto modo aterrador percatarse mediante una fotografía de que la propia madre estaba deprimida. Definitivamente deprimida. O tal vez tan sólo lo estuviera en aquel momento. La presencia del Santo Padre la dejó en un estado de tal consternación que quedó con una expresión de extrema infelicidad. Sin salida. Mientras intentaba desesperadamente sonreír los ojos ya estaban entre las tinieblas. Están —podría decirse sin titubear— apagados, muertos, cerrados. No obstante, todavía era hermosa. La belleza no conseguía encubrir la desesperación, al igual que el velo funesto que llevaba en la cabeza no conseguía ocultar su belleza.

    Ahora quisiera saber por qué fue a ver al Santo Padre. ¿Buscaba consuelo? Tal vez yo esté equivocada. Fue la primera impresión la que me condujo a decir que su mirada era desesperada. Miraba al Santo Padre a los ojos, con una mirada distante y muy directa. Lo miraba directamente a los ojos. Aunque su mirada no es que fuera muy alegre. Era fría y sin esperanza. Ella no tenía ninguna esperanza. Estaba su hijo, a su lado. Y él también tenía una mirada triste. Así pues, su hijo miraba al Santo Padre con el aburrimiento de un niño que no cree en nada. La madre quiso llevarlo a ver al Papa, una audiencia para poca gente. Es un lujo poder ver al Santo Padre, dicen. No sé si la palabra lujo es la adecuada, pero es poco común ser recibidos por el Santo Padre de tan cerca como para poder besarle el anillo o inclinar la cabeza o hacer una genuflexión. Tal vez una genuflexión sea demasiado. No sé mucho del comportamiento ritual para con el Santo Padre. Pero mi madre, que conocía la etiqueta y fue enseguida recibida en audiencia, se habrá inclinado, al igual que empezó a inclinarse ante el destino. Al destino no demasiado favorable que acechaba su vida. Su belleza todavía no se había desvanecido del todo, aún tenía algún fulgor que, para una mirada atenta, podía ser más bien fascinante y conmovedor. Su hija, que no tiene la profundidad de la madre, siempre creyó en la superficie de las cosas. Por tanto en la belleza. En la apariencia. ¿Qué más le da lo que hay dentro? ¿Dentro dónde? ¿Y qué es dentro? Entretanto la hija cree más en las fotografías que en las personas retratadas. Una fotografía podría decir más de una persona. Tal vez. Naturalmente tal vez. Siempre tal vez. Ninguna afirmación podría llevarla a dar un crédito total a la afirmación misma. De modo que... volviendo a la desesperación. Un tema que le es muy caro. ¿Qué hay mejor que la desesperación? Si se descubre que una persona está desesperada al verla en una fotografía, después del primer susto sobreviene una especie de calma. Una remisión. Yo nunca había visto tan desesperada a mi madre, nunca hubiera pensado que pudiera estar desesperada. Éramos nosotros, su hija y su hijo, los que siempre habíamos pensado que estábamos —los dos, él y yo— desesperados. Pero no mamá. Ésa era nuestra prerrogativa. Mamá no sabe siquiera qué es la desesperación, pensábamos. Pues bien, ella nos ha engañado. Por decirlo brevemente. La jugadora de cartas, y tal vez jugadora en la vida, la mujer que durante un tiempo nos protegió, que protegió a sus hijos —y luego los dejó ir. Porque todo a su alrededor la dejó a ella. Hay un instante, como un fulgor, que visita, hiere y se diluye. Y deja el aura del expolio. Bastó una fotografía, la fotografía de mamá ante el Santo Padre, para convencer a su hija de que ella estaba desesperada. Seguiré repitiendo esta palabra, porque ella, mamá, nunca la ha pronunciado. Nunca dijo palabra alguna referida a sí misma. Referida a algún malestar suyo. Un eventual malestar suyo.
    Todavía hoy, han pasado muchos años y mamá ya no está, querría saber qué la llevó a ver al Papa. Por qué la audiencia. Y por qué aquella mirada. Si sintió el deseo de ver al Papa, y tal vez de recibir su bendición, ¿por qué tenía aquella mirada tan terriblemente triste? Tanto, que su hija, a tantos años de distancia, se sobresaltó —como si la madre estuviera viva en aquel momento y le dijera que está harta de vivir. Sufficit. La hija tuvo un sobresalto, un ataque de amor por su madre, que tal vez siempre le había ocultado que era terriblemente infeliz y que se dejó descubrir en una fotografía.




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