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miércoles, 17 de noviembre de 2021

Linn Ullmann / El camino 4

 



Linn Ullmann
EL CAMINO
 
4

    Erika cruzó la frontera entre Noruega y Suecia. Nadie la hizo pararse, bajar del coche y explicar qué la llevaba a Suecia.
    —Nunca lo hacen —le había dicho Laura por teléfono.
    Eran las cinco y Erika había decidido descansar un poco y comer albóndigas suecas con puré de patatas. Se dijo en voz alta:
    —Voy a parar y a comer albóndigas con puré de patatas. Y mermelada de arándanos.
    Erika tenía el presentimiento de que a Isak ya no le quedaba mucho tiempo de vida, esa era la razón por la que había emprendido ese viaje del que se estaba arrepintiendo. La verdad era que vivía, vivía y vivía. Isak no moría nunca. Decía que el duelo por Rosa era todavía insoportable, y a veces hablaba del suicidio que había planificado con todo detalle, pero que nunca llevaba a cabo. Había comprado pastillas, que tenía preparadas en el cajón de la mesilla de noche.

    Elisabet solía decir que si se trataba de las mismas pastillas que había comprado doce años atrás ya habrían caducado, y que debería comprarse otras si hablaba en serio.

    Al igual que Erika, también su madre conversaba a menudo por teléfono con Isak.
    «Tu padre y yo somos buenos amigos. Cuando estábamos enamorados, sentados en una piedra mirando el mar, me dijo que estábamos ligados indisolublemente el uno al otro», decía Elisabet.
    Elisabet e Isak hablaban cada dos sábados de doce a una y media. Era un rito que seguían desde que se habían separado en 1968. Se separaron porque la tripa de Rosa era ya tan voluminosa que no podía esconder el hecho de que esperaba un hijo, y que el padre de ese hijo era Isak.
    Isak se había hecho viejo, aunque Elisabet opinaba que ochenta y cuatro tampoco era una edad tan avanzada. Su amiga Bekky tenía casi noventa, y seguía ágil como una yegua, decía.

    Pero las cuerdas vocales no sufren la misma decadencia que el resto del cuerpo. Cuando Elisabet e Isak hablaban por teléfono no eran dos cuerpos que causaban molestias y les hacían sentir cohibidos a sí mismos y el uno al otro, dos cuerpos que se movían despacio y que a menudo dolían. Mamá y papá, pensaba Erika. Isak con dolores de cadera y espasmos en las piernas, y Elisabet la bailarina, con la espalda y los pies doloridos.

    De niña, Erika solía escuchar partes de sus conversaciones telefónicas. La voz de su madre cuando hablaba con Isak era cantarina, alegre y ligera, como una larga cinta rosa de seda antes de ser medida, cortada y fijada a una zapatilla.

    Cuando Elisabet Lund Lövenstad era una joven y prometedora bailarina contratada por el ballet de la Ópera sueca (de más renombre que el ballet de la Ópera noruega), uno de sus novios había dicho que si le quedara un solo día de vida y tuviera que elegir entre verla bailar u oírla reír, elegiría la risa. La madre de Erika se reía a menudo y a carcajadas. Nunca se reía por lo bajo. Hay mujeres que se ríen por lo bajo y mujeres que se ríen. Elisabet era de las que se reían. Abría toda la boca, enseñando los dientes, la lengua y la campanilla, emitiendo sonidos que procedían de un lugar muy dentro de ella. Pero exactamente de dónde, no se sabía muy bien. Del pecho, del estómago, de la pelvis, del abdomen. Isak habría querido tener a Elisabet por entero. No solo lo bonito que podía ver todo el mundo en el escenario, eso tan perfecto, no, él también quería todo lo demás. Todo lo que salía de ella. Los sonidos que hacía. Sus sollozos cuando lloraba. La molesta tos que la mantenía despierta por las noches. Los gruñidos de su estómago, los jadeos, los suaves ronquidos. No le bastaba que ella se desnudara. Elisabet tenía un cuerpo increíblemente bonito. Como bailarina era una revelación en el escenario. A decir verdad, era demasiado grande para convertirse en esa estrella mundial que su talento apuntaba. Era demasiado alta, demasiado ancha, demasiado pesada, había demasiado de todo en ella. Demasiado para el tutú blanco, demasiado para los bailarines que casi se doblaban cada vez que intentaban levantarla, pero no demasiado para Isak, que siempre quería más. Él, por su parte, era un hombre flaco, conocido por su brillante cerebro y su oído absoluto. Cuando era pequeño, todos los que conocían a la familia sueco-noruega afincada en la región limítrofe entre los dos países, creían que Isak de mayor sería un gran músico. En cambio, un sádico profesor de piano puso fin a todo aquello (niños pequeños, dedos pequeños, genitales pequeños), y así fue como se hizo médico, dedicándose a sonidos que ningún oído humano era capaz de oír. Junto con un pequeño equipo en la Universidad de Lund contribuyó a desarrollar el uso de la ecografía. Cuando ya era viejo decían de él que era un pionero en su campo. Las pacientes le estaban agradecidas. Se descubrieron tumores, y se examinaron y se midieron niños antes de nacer. Poco a poco las historias privadas de Isak con las mujeres iban cayendo en el olvido; las mujeres en cuestión habían envejecido, y sus cuerpos ya no despertaban nada en nadie, ni deseo ni curiosidad. Acaso solo compasión, pues el cuerpo femenino es muy previsible en este sentido.
    Pero ¡ah! ¡El flaco y larguirucho Isak y la enorme Elisabet! De joven él la desdoblaba desnuda sobre la cama como si fuera un gran tapete bordado a mano. No dejaba sin tocar ni un solo trozo de piel, ni una sola articulación, ni una sola abertura. Pero eso no le bastaba. Quería tener más. Ella le dejaba untarle el vientre con crema y mover el ecógrafo sobre su piel para poder mirar debajo y que los dos pudieran ver el interior de su cuerpo en una pantalla. Isak nunca tuvo bastante de ella, de la irresistiblemente hermosa Elisabet, de su estómago, su vejiga, matriz, ovarios, canal del parto, quistes, tejidos, ligamentos. ¡Y un buen día, Elisabet, había un feto dentro de ti! Un feto de nueve semanas. Una Erika de nueve semanas. O no Erika. No de nueve semanas. Otra cosa. No un ser humano. Algo que un día sería un ser humano, que se convertiría en tiempo; que sería una Erika de nueve semanas que lloraría y gritaría reclamando el pecho de su madre. Pero en ese momento era algo oscuro y móvil, algo parecido a una medusa. Un grumo o una mancha que a menudo simplemente se disuelve y sale del cuerpo femenino en forma de sangre, líquido y pequeños fragmentos. Pero que también a menudo echa raíces, come, crece y se extiende más allá de su cáscara como un tumor o un árbol. Sonidos que llegan juntos y sonidos que chocan el uno contra el otro; sonidos que forman una imagen. Una mancha que antes no estaba en la pantalla, en la matriz, muy dentro del divino cuerpo de Elisabet.

    Un niño crecía en tu cuerpo divino, Elisabet. Se negaba a desaparecer aunque tú subías y bajabas corriendo todas las escaleras que veías, corrías por las calles de Estocolmo en lugar de coger el autobús, corrías hasta la tienda a comprar comida para ti y para ese marido tuyo calificado de genio, corrías a los ensayos en la Ópera donde tomabas aliento y metías la tripa aunque todavía no se notaba nada, volvías corriendo a casa subiendo y bajando más escaleras, corrías al entrenamiento de la mañana, corrías hasta que caíste rendida en un movimiento casi perfecto y vomitaste sobre ti misma y otras dos bailarinas que acudieron juntas de puntillas a ayudarte, vomitaste sobre trajes limpios y blancos, mallas transparentes, calentadores y zapatillas de ballet atadas en dos cruces sobre el empeine, vomitaste tanto que el hedor de tu vómito fue más fuerte que el olor a tiza, por todas partes ese olor a tiza, no soportabas ya el olor a tiza en el suelo, en tus zapatillas. Pero tu hijo no desapareció. Tú seguías corriendo, pero tu hijo se aferraba a ti, y ya no lograbas dejar de vomitar. Se cancelaron ensayos, se saltaron clases de entrenamiento, te sustituyó otra bailarina. ¡Quítamelo, Isak, quítamelo! ¡No lo quiero, ¿entiendes?! ¡No quiero tener hijos! ¡Este hijo, no! ¡Ahora no! Pero Isak, que apestaba a algo, no quiso quitárselo. Lo que llevas dentro es una vida, una vida, Elisabet, dijo, cerrando la puerta tras él. Tu cuerpo se deformó, se ensanchó. ¿A qué huele, Isak? ¿A frito? ¿A sudor? ¿A perfume? ¿A jabón? ¿A esperma? ¿A café? ¿A nieve? Pronto verás a tu hijo, dijo él. Y si es una niña se llamará Karin, porque es el nombre más bonito que conozco. Se te hinchó la tripa. Se te hincharon los tobillos. Sacaste la máquina de coser y el rollo de cinta de seda rosa. Mediste y cortaste cuatro cintas iguales y las ataste a los zapatos. No se va a llamar Karin, ni en broma, le susurraste a nadie, y los lanzaste contra la pared. Fue lo último que dijiste en bastante tiempo. ¡Pequeña bailarina! Tus tobillos estaban hinchados y feos, las hemorroides colgaban fastidiando entre tus nalgas, tus piernas estaban azuladas como las de una anciana, y tú ya eras decididamente demasiado grande y pesada. Demasiado pesada para bailar, demasiado pesada para correr, demasiado pesada para dormir, demasiado pesada para hablar. Eras una enorme ballena blanca, Elisabet. Una enorme ballena blanca que yacía inmóvil en el fondo del mar, y no pronunciabas ni una palabra.

    Por lo general, dijo Laura, que había hecho ese camino en coche, se tarda dos días en ir a Hammarsö. Dos días si haces noche en Örebro. Pero Erika había iniciado el viaje en medio de una tormenta de nieve, ya avanzado el día, y solo había llegado hasta Arvika. No se había parado a comer albóndigas con puré de patata y mermelada de arándanos. Isak tenía razón. Era de noche. La carretera estaba resbaladiza. No debería haber ido.
    Erika dijo en voz alta:
    —Así muere la gente, conduciendo en condiciones como estas. —Y añadió—: Tenías razón, Isak. ¡No debería haber venido en esta época!
    El teléfono móvil estaba a su lado en el asiento. Podía cogerlo y marcar el número. Él sería el primero en entenderlo. Incluso la animaría a no proseguir el viaje. Se sentiría aliviado. Erika seguía por la autovía, pensando que pararía a comer en Boda.

    «Lo único que haremos será mostrarnos corteses el uno con el otro», había dicho Isak.

    Cuando el niño de las piernas flacas como palillos golpeó y aporreó la puerta de Isak durante lo que pareció una eternidad, el propio Isak abrió al fin la puerta violentamente. Laura yacía boca abajo sobre la hierba agarrándose a Erika; al ver a su padre profirió un ay ay ay.
    —Calla —susurró Erika.

    A posteriori Erika se preguntaba si realmente había visto a Isak tirarse del cabello como el profesor loco del Pato Donald y si realmente había oído que le gritaba al niño: «me cago en diez, vete de aquí inmediatamente o te corto las orejas y me las como para la cena, crío de mierda».

    Lo que Erika sabía era que el niño de las piernas como palillos se quedó tan asombrado cuando se abrió la puerta y apareció de repente Isak, que se cayó hacia atrás y se hizo el muerto durante varios minutos.

    Iba camino de Hammarsö y los sonidos que oía eran el ruido del motor, de la calefacción y las ruedas de invierno sobre el asfalto. Ráfagas, lluvia oscura y nieve que se derretía en el aire al caer, convirtiéndose en aguanieve en la autovía y el parabrisas. Los limpiaparabrisas moviéndose de un lado para otro, uno-dos, uno-dos, uno-dos, como péndulos negros, le hicieron pensar en el reloj de pared del salón de Isak.

    Él estaba frente al reloj rodeado de sus hijas. Por aquel entonces también Molly iba a Hammarsö los veranos. Un día apareció sin más, tenía un año. Estaba sentada en un cochecito rojo delante de la casa blanca de caliza y no paraba de llorar, queriendo salir del coche. Llevaba en la cabeza un gorro anticuado.

    Estaba en el salón rodeado de sus tres hijas mirando el reloj de sonería; Molly ya se tenía en pie, andaba y hablaba. Miraban el péndulo y las sólidas pesas. Ese reloj había pertenecido en su día a Alf Lövenstad, el padre de Isak, pastor de marineros en Liverpool, que falleció a los cincuenta y dos años. El reloj fue transportado junto con el frágil Isak, que entonces tenía doce años, y su madre, hasta Suecia en barco, de Londres a Gotemburgo. Solo Isak tenía la llave del reloj, y abría la pequeña puerta cada vez que iba a darle cuerda. Entonces llamaba a sus tres hijas, esperaba a que estuvieran colocadas a su alrededor y luego giraba la llave en la cerradura con una cara que parecía estar a punto de enseñarles oro, piedras lunares o perlas.
    ¡Pues sí! Así hacía siempre, pensaba Erika, con la mirada clavada en los coches de delante (un repentino movimiento de inestabilidad en un coche que la adelantaba le recordó que la velocidad en la autovía era alta); todo lo que Isak tocaba era importante porque él decía que lo era, y porque él lo tocaba. Cada cosa era una historia. Erika se acordaba del escritorio del salón, que había hecho el propio Isak, igual que la mesa de trabajo de su despacho y el caballo balancín que luego heredaría Molly.
    «Está prohibido tocar el escritorio, porque en él guardo todos mis papeles importantes —decía—. No quiero niños cerca de mis papeles.»
    Erika recordaba todo eso y que un día estaba sentada descalza en el sofá leyendo
ElOle-Pette relatoOle-Pette deOle-Pette miOle-Pette vida, esperando a que el sol volviera y las nubes desaparecieran para poder ponerse el biquini de lunares y tomar el sol en la roca con Marion, Frida y Emily, y algunas veces Eva. Y se acordaba de Ragnar, ese chico que olía a Coca-Cola y a mar, y que era feo y guapo a la vez, según como lo miraras, con los ojos abiertos o casi cerrados.
    Recordaba que Isak salió del despacho y se detuvo en seco al descubrirla. Ahora se pondrá a gritar, pensó. Se pondrá a gritar por estar aquí sentada. Seguro que le he molestado. No he hecho ni un ruido, a no ser que..., que pasar las páginas de ElOle-Pette relatoOle-Pette deOle-Pette miOle-Pette vida produzca un sonido que Isak pueda oír. Porque Isak era capaz de oír sonidos que nadie más oía. Erika había leído algo de eso en un artículo de la revista
Life. Es decir, no es que oyera los sonidos, sino que los veía en una pantalla. El corazón palpitante de un feto. El contorno de un cerebro que parecía un dátil. La sombra de dos bebés en lugar de uno en el vientre de su madre.

    Laura, que era la que mejor conocía a su padre, solía decir que Isak lo oía todo. Era capaz de oír lo que Laura y Erika se decían aunque estuvieran muy lejos. Podía oír incluso lo que pensaban. Palabras y pensamientos eran recogidos y registrados en forma de puntos y rayas en una pantalla, configurando una imagen. Lo mejor era no decir, ni siquiera pensar, nada que no quisieran que Isak supiera. Eso era imposible, claro. No hablar. No pensar. Dos niñas sordomudas en la hierba, con un nudo virginal entre las piernas y en la cabeza. Ragnar, el niño de las piernas como palillos, fue el que les proporcionó la respuesta.

    Ragnar tenía cinco carpetas con revistas de Superman y sabía todo sobre los superpoderes. Isak tenía una especie de combinación de superoído y visión de rayos X, decía Ragnar, que sabía cosas de Isak. Pero, al igual que Superman, también Isak tenía sus limitaciones. Su punto neurálgico, decía Ragnar. Si se encontraba el punto neurálgico, todo estaba solucionado.
    «Superman sin superpoderes es mucho más débil que la gente normal sin poderes normales», dijo Ragnar.
    Erika y Laura asintieron. No habían leído nunca la revista Superman. Solo habían leído
ElOle-Pette hombreOle-Pette enmascarado de vez en cuando, cuando todas las demás revistas estaban requeteleídas y aún faltaba una eternidad para el siguiente martes, día en que recibían la paga y llegaban las nuevas revistas al quiosco.
    Ragnar se llevó a Erika y a Laura a la cabaña del bosque y les dijo que mientras no conocieran el punto neurálgico de Isak tendrían que hablar un idioma que Isak no entendiera, porque así no importaría que las oyera. Un idioma que él, Ragnar, había empezado a desarrollar y que tenía sus orígenes en el lenguaje de los ladrones, pero que era mucho más complicado, por ejemplo, en el sentido de que no se ponía la misma consonante a cada lado de la vocal o, y que constituía el lenguaje de los ladrones en su forma más sencilla. En el lenguaje de los ladrones la palabra «yo», por ejemplo, sería «yoyo», y eso cualquiera lo podría adivinar. En el idioma de Ragnar, en cambio, yo sería «yaloin», y «Yo te quiero» sería «Yaloin tineal quelianeritoen», lo que además debería pronunciarse como si se hablara en ruso.
    En la cabaña tenía una caja llena de cosas que había encontrado en la playa de piedras, restos de naufragios de países del Este, y así era como había coleccionado palabras extranjeras en alfabetos extraños que podrían ser incorporados a su propio idioma. Por ejemplo la maravillosa palabra stolichnaya, que aparecía en una botella de vodka.
    Pero lo primero que aprendieron a decir Erika y Laura fue «Yo te quiero» o «Yaloin tineal quelianeritoen». Erika se acordaba de que había repetido para sus adentros la palabra «quelianeritoen» cuando se acostaba por las noches. «Quelianeritoen.» Era una hermosa palabra cuando aprendías a pronunciarla. Laura dejó de hablar el idioma de Ragnar casi enseguida. Le parecía demasiado difícil. A Erika no. No se daba por vencida. Le gustaba hablar una lengua que solo ella y Ragnar entendían.

    Ragnar le hablaba en voz baja. Ella estaba tumbada sobre el brazo de él en la cabaña secreta, él le acariciaba el cabello y dijo: «Isak, pronunciado Isatokol, era el malvado rey del país Dofødofenop, que había hechizado la isla y a todos los que en ella vivían: los seres humanos, las ovejas, las vacas, los árboles, los peces. Tenía una oreja tan grande como las ventanas en forma de arco de Hembygdsgården. Lo oía todo. Todos los sonidos. Las aletas del rodaballo contra el fondo de piedras. Las piñas abriéndose. Tu respiración cuando huyes por el bosque».

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