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lunes, 18 de octubre de 2021

Jackie Collins / Kris Phoenix


Jackie Collins
KRIS PHOENIX

    Londres, 1965
    Chris Pierce celebró su decimosexto cumpleaños tres semanas después de haber sido expulsado de la escuela. Salió a la calle pensando en una venganza y se cambió el nombre por el de Kris Phoenix, ya que no había nada en el mundo que desease tanto como convertirse en una estrella del rock.


    Toda su familia pensaba que eso era lo más estúpido del mundo. Sin trabajo y expulsado de la escuela, no era precisamente el miembro más popular de su familia. Sus hermanas mayores le consideraban un vago. Su padrastro opinaba que debía conseguir un trabajo y tirar a la basura esa guitarra que venía tocando desde los trece. Su hermano Brian era considerado el príncipe de la familia porque después de terminar sus estudios, hacía ya cuatro años, había conseguido un trabajo como empleado en un banco, y le decía: «Vamos, rata, nunca vas a llegar a ninguna parte con tu voz destemplada y tu estúpida guitarra. Déjala y haz feliz a mamá de una vez».
    Mamá. Kris se preguntaba por qué siempre acababa pensando en ella. Todos sabían que era ella quien gobernaba a la familia con su voz autoritaria y su boca sarcástica. Sin embargo, ella casi nunca le traía problemas. A Brian le gustaba pensar que él era el favorito. Pero en realidad Avis Pierce estaba secretamente complacida cuando Chris, su hijo menor, daba muestras de querer hacer algo diferente. Ella había trabajado limpiando para otros desde los catorce años y se sentía orgullosa de haberlo hecho y haber sostenido a la familia. Poco después del nacimiento de Chris, el padre murió en un accidente laboral, y durante seis años Avis se las arregló sola. Fue duro lidiar con seis niños hambrientos, pero ella pudo hacerlo, hasta que conoció a Horace Pierce, un conductor de autobús, y se casó con él. Horace fue un hombre valiente, que tomó sobre sí la responsabilidad de una mujer con seis hijos.
    Kris no recordaba a su verdadero padre. Sólo tenía una vaga imagen de sí mismo balanceándose sobre las rodillas de su padre cuando apenas era un bebé. Su padre parecía un muchacho, con su melena y su sonrisa.
    —Sí —decía a menudo Avis, con un brillo lejano en los ojos—. Tu padre era un peligro. Con una cerveza y un cigarrillo se sentía feliz como un cerdo en la pocilga. ¡Era una sabandija!
    Kris sentía no haber conocido a su padre a quien tanto se parecía. Él nunca había podido comunicarse con Horace, que pasaba la mayor parte de su tiempo libre pegado al televisor.
    Kris pasaba mucho tiempo con su madre. Ella muchas veces lo llevaba consigo. Los lunes, miércoles y viernes limpiaba en la casa de los Edwards, situada en un elegante vecindario; los martes y los jueves trabajaba para Terry Terence, un agente de espectáculos.
    Los Edwards vivían en una lujosa casa de cinco pisos, con una criada permanente y un mayordomo. Avis había sido contratada para hacer el trabajo más pesado: encerar los suelos, limpiar las ventanas y lavar la ropa. Lo que más le gustaba a Kris era cuando la familia tenía invitados para cenar. A la mañana siguiente lo mandaban a la sala y a la biblioteca a vaciar los ceniceros. Él se guardaba las colillas y cuando las repartía al día siguiente en la escuela, lograba ser el muchacho de ocho años más popular.
    Los Edwards tenían dos hijas rubias muy remilgadas. Kris las admiraba, pero ellas nunca le prestaron atención.
    Su favorito era el señor Terry Terence. También a su madre le resultaba agradable. Ella sostenía que era realmente buena gente. Horace decía que era un mariposón, pero hasta los diez años Kris no supo qué pretendía decir con eso.
    El señor Terence era un hombre interesante. Tenía sobre su escritorio un retrato dedicado de Little Richard y un gran póster de Johnnie Ray en el vestíbulo.
    —¿Quién es Johnnie Ray? —preguntó Kris un día.
    —Johnnie Ray es el cantante más maravilloso del mundo —respondió Avis—. Una vez lo vi en el Palladium y casi me desmayo.
    El señor Terence encontró divertido el comentario, y regaló a Kris dos discos de Johnnie Ray y uno de Elvis Presley para que pudiese comparar.
    Kris los escuchó en el tocadiscos de su hermana. Johnnie Ray le pareció detestable, en cambio se volvió loco con Elvis y fue en ese momento, a los once años, cuando decidió ser cantante y aprender a tocar la guitarra.
    Ahora, cinco años más tarde, estaba precisamente tratando de hacer eso. Pero no era sencillo. En 1965 lo que más abundaba eran los adolescentes con aspiración a ser estrellas de rock. Desde el enorme éxito de los Beatles y los Rolling Stones, cualquier adolescente de Inglaterra se imaginaba llegando a ser un suceso internacional; la única diferencia consistía en que Kris era realmente dedicado. No pensaba en otra cosa, ni siquiera en las chicas.
    —¿No crees que ya es hora de un revolcón? —le preguntó una vez su mejor amigo, Buzz Drake—. Tengo dos pollitas preparadas para más tarde. ¿Por qué no vienes?
    Buzz siempre estaba intentando arrastrarlo en sus escapadas para encontrar chicas, pero Kris prefería quedarse ensayando con su guitarra en el polvoriento garaje de la casa donde vivía Buzz con su madre divorciada.
    —Creía que esta noche íbamos a tocar —dijo Kris, acusador—. Me lo habías prometido.
    —No todas las noches tenemos plan —contestó Buzz exasperado—. ¿Es que acaso no te interesa el sexo?
    —Es más importante reunir a nuestro grupo. Si todos vosotros os dedicáis a salir por ahí a la pesca en lugar de practicar, nunca llegaremos a nada.
    —¡Caray! Necesito un poco de acción.
    —Entonces ven a ensayar.
    —Bien. Te mostraré lo que te pierdes.
    —Estoy ansioso por saberlo —respondió Kris, sarcástico.

    A los diecisiete años, uno más que Kris, Buzz Drake tenía un aire particular. Nunca llevaba una prenda que no fuera negra. Jamás sonreía. Era delgado y ágil como una serpiente y tenía una mirada dura y satánica. Las chicas lo adoraban. Kris también, porque cuando de música se trataba siempre estaban de acuerdo. Podían pasarse horas discutiendo los méritos de los Rolling Stones en comparación con los Yardbirds. ¿O acaso el último disco de Bob Dylan era mejor que el de los Beatles? ¿Quién era el mejor cantante de soul de todo el mundo: Sam Cooke u Otis Redding? Buzz también tocaba la guitarra. No tan bien como Kris, pero de todas formas hacía un buen papel.
    Kris había decidido hacía tiempo que no se molestaría en pensar en chicas. Tenía su guitarra, sus canciones y su colección de discos importados. Esa era su vida. Además, cada vez que se acercaba a una chica, salía malparado. En la escuela nunca había logrado comprenderlas, y una vez había sorprendido a dos de ellas hablando de él.
    —Ese Chris Pierce es espantoso.
    —Sí —contestó la otra—. Tiene una mirada horrible. No me gustaría cruzarme con él en una noche oscura.
    Esta conversación sumada a los comentarios burlones escuchados durante años de las hermanas Edwards, lo hicieron descartar masivamente el sexo femenino. Además, ¿qué sabían ellas de música? Nada en absoluto.
    Buzz había instalado una sala de ensayo en el garaje de su casa. Allí tenía una batería de tercera mano que le había regalado un tío, una grabadora que Kris había encontrado en un vertedero de basuras y que había hecho reparar, la colección de discos de ambos y un maravilloso equipo estereofónico con grandes altavoces, regalo de la madre de Buzz, Daphne. Daphne era una mujer de aspecto extenuado, que llevaba demasiado maquillaje y trabajaba como camarera en un club nocturno de Soho.
    A Kris le gustaba la señora Drake, aunque no tenía en absoluto aspecto maternal con sus tacones de aguja y sus medias negras. De alguna manera ella era una especie de versión adulta y femenina de su hijo.
    Algunas veces, cuando Kris y Buzz estaban encerrados tocando variaciones en la guitarra con una grabación de Chuck Berry —el gran Chuck, que les había enseñado más de lo que hubiesen podido aprender en cualquier academia—, ella entraba, permanecía de pie junto a las puertas descascarilladas y decía:
    —No está mal, muchachos. Algún día llegaréis lejos.
    Sí, pensaba Kris, si tan solo Buzz dejara de lado a esas estúpidas chicas y se concentrara.
    Le molestaba que su madre no le hubiese escuchado durante años, desde que se había unido a Buzz y había trasladado sus cosas al garaje. En ese momento su familia había sentido un gran alivio.
    —Gracias a Dios no tendremos que escuchar más esa basura todas las noches —comentó Brian—. Eso suena peor que los gatos peleando por los tejados.
    Kris había decidido en ese momento que si algún día llegaba a dar conciertos, su hermano sería la última persona a la que él invitase.
    —Hasta luego —dijo Buzz, enroscándose la bufanda negra en el cuello—. ¿Estás seguro de que no has cambiado de idea?
    —Dales uno de parte mía —dijo Kris con todo el entusiasmo que pudo fingir, y se quedó preguntándose si sería tan importante eso que se estaba perdiendo y que Buzz perseguía sin descanso.
    No dudó durante mucho tiempo. Pronto estaba totalmente perdido en la magia de la música, tocando en un solo con Chuck Berry y gritando los versos de Little Richard, maravillado ante la maestría de Ray Charles en «What’d I Say».
    Kris había aprendido solo todo lo que sabía, escuchando a los grandes. Comenzó a los once años con una guitarra acústica de la sala de música de la escuela y luego, a los trece, se compró una guitarra eléctrica de tercera mano, con sus ahorros y un poco de ayuda de su madre. Avis no lo había alentado, pero en realidad tampoco había hecho lo contrario. Era el resto de su familia el que estaba en su contra, siempre maldiciendo y protestando por el ruido.
    Encontrar a Buzz, un camarada con el mismo sueño, lo había salvado. Compartían la aspiración a ser estrellas de rock y estaban dispuestos a trabajar duro para llegar.
    Se hallaba muy concentrado tocando una canción de Buddy Holly, cuando se dio cuenta de que la señora Drake estaba apoyada contra la puerta del garaje, escuchándolo en silencio.
    —No pares —dijo ella, arrojando el humo por la nariz.
    Él no lo hizo, y dejó que la música lo envolviera, sintiendo el ritmo y la pasión, dejando que el instrumento se transformase en parte de sí mismo.
    Cuando terminó, al mismo tiempo que la grabación, ella aplaudió, desparramando la ceniza en el suelo.
    —No eres nada malo —dijo caminando hacia él.
    —Gracias.
    —Y no estás nada mal, para ser un chico.
    ¿Estaba oyendo bien? Nadie le había dicho nunca algo así. Él sabía que no era feo. Era corriente, quizás un poco desagradable si se tenían en cuenta los comentarios de las chicas.
    —Dime una cosa, ¿cómo es que no andas acostándote por ahí, como mi Buzz? —preguntó, poniéndose en cuclillas y ojeando alguno de los álbumes clavados en la pared.
    —Prefiero practicar —contestó él tratando de no mirar la piel que veía entre la falda negra ajustada y el ceñido suéter.
    Ella se volvió para observarlo y él sintió con vergüenza que el miembro comenzaba a crecerle dentro de los pantalones.
    —¿No te gustan las chicas? —preguntó ella, mirándole provocativamente.
    —Bueno… no… quiero decir… sí —balbuceó, deseando estar en un lugar solitario con una revista Playboy. Ese sería el único modo de librarse de la urgencia que crecía bajo sus pantalones.
    —¿No? —preguntó ella, divertida—, ¿o sí?
    Él intentó recobrar la compostura.
    —Me gustan bastante… Es sólo que quiero ensayar.
    —Hummm.
    Ella se lamió los labios, delgados como todo en ella.Entonces, como si fuese lo más natural del mundo, levantó los brazos y se quitó el suéter, dejando ver sus pechos pequeños y duros, con grandes pezones de color púrpura.
    Kris se oyó a sí mismo tragar saliva. Le pareció que el sonido recorría todo el garaje.
    —Tienes dieciséis —dijo la señora Drake, segura—. Yo tengo treinta y dos, querido. Más vale que lo hagas conmigo en vez de con alguna adolescente que se cansará antes de que puedas acabar.
    Buscó la cremallera de sus pantalones y la bajó lentamente. Entonces le tocó el miembro, que él sentía a punto de estallar. Después de dejarlo fuera, le acarició diestramente la punta y él se sintió avergonzado cuando se corrió bruscamente en su mano.
    Se ruborizó de la cabeza a los pies, pero la señora Drake no parecía en absoluto perturbada.
    —¿Es la primera vez? —le preguntó, comprensiva.
    Él asintió torpemente, demasiado humillado como para hablar.
    —No te preocupes. Aprendiste a tocar bien la guitarra. Ahora aprenderás a hacer el amor a las mujeres. Sólo échate y disfruta de la lección número uno. Soy la mejor maestra que jamás tendrás.
    Tener algo secreto con la madre de Buzz no era precisamente sencillo. Así como antes Kris insistía siempre a su amigo para ensayar juntos, ahora no veía el momento de deshacerse de él.
    —¿Qué es lo que ocurre? —le preguntó un día Buzz después de una larga y no muy buena sesión de ensayo—. Esto es lo que siempre querías hacer, y ahora parece que te escapas. Si sigues así nadie se interesará nunca por nosotros.
    Kris asintió. Era verdad, pero de algún modo en ese momento tocar no era lo más importante. Lo que deseaba era estar con Daphne.
    —Es mi maldito trabajo. Lo odio.
    Su madre había insistido en que debía hacer otra cosa que recibir el subsidio del paro. Le había dicho que ya era hora, y él había conseguido un trabajo de limpiacristales. En realidad, se sentía aterrado cada vez que debía subir a la pequeña plataforma que pendía de la gigantesca torre de ese edificio de oficinas.
    —Haz otra cosa entonces —le sugirió Buzz.
    Él se había conseguido un trabajo como empleado en un parque de atracciones y realmente lo disfrutaba.
    —Puedo cazar veinte pollitas en un día —alardeaba.
    En realidad Kris sentía una enorme culpa. Había descubierto los placeres del sexo con la madre de su mejor amigo; además, en su casa, su hermano mayor estaba a punto de casarse, lo que hacía que la atmósfera fuera caótica, pues Avis actuaba como si fuera a tener lugar una boda real.
    La futura esposa de Brian, Jeniffer, era la hija de un contable. La boda significaba un ascenso para Brian y Avis se preocupaba por señalarlo continuamente, indicándoles a todos cómo debían vestirse y comportarse ante la familia de Jennifer.
    Kris debía ser el padrino de boda. Su madre le hizo alquilar un traje. Era demasiado estrecho y olía levemente a sudor. Algún día, pensó para sí de pie tras su hermano en la iglesia, se compraría trajes y los desecharía después de haberlos llevado una sola vez, quizás hasta se los regalaría a Brian.
    El verano transcurría.
    La historia de Kris con la señora Drake también discurría. Buzz anunció que estaba harto de Inglaterra y que quería viajar al extranjero por un tiempo. Había pensado en España. Sería una buena elección.
    —Mucha bebida barata, mujeres y me han dicho que podremos conseguir trabajo tocando la guitarra en restaurantes y bares. Apesta quedarse aquí durante el invierno helado. Además, si no te vas pronto de aquí se te van a secar las pelotas sin ayuda del invierno helado.
    Buzz todavía no tenía idea de lo que ocurría en su casa.
    Kris sopesó las posibilidades y decidió que no sería una mala idea. Acababa de cumplir diecisiete y nada sucedía. Odiaba su trabajo. Odiaba la doble vida que implicaba la relación con Daphne. Odiaba ver cada día llegar a su madre a casa agotada y con las manos enrojecidas de limpiar la suciedad de otros. Odiaba oír a sus hermanas peleando el día entero. Odiaba las visitas semanales de su hermano Brian y su estirada esposa. Y, lo peor de todo, no había logrado nada con su música.
    —Está bien. Iremos —decidió al fin.
    —¡Fantástico! —aulló Buzz, por una vez satisfecho.
    Avis se sintió mal cuando se lo dijo.
    —Eres demasiado joven para irte a uno de esos sucios países extranjeros. Comen perros y beben agua sucia en esos asquerosos lugares.
    —Déjalo ir —terció Horace, un aliado inesperado—. Es hora de que se las arregle solo. Ya es mayorcito, y es bien feo.
    Daphne Drake se tomó la noticia con calma. Hasta los ayudó a pagar las bicicletas de segunda mano y les dio dinero para el viaje en el transbordador hasta Bélgica. Kris presintió que nunca volvería a verla. 

Jackie Collins
Rock Star

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