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martes, 24 de agosto de 2021

Lygia Fagundes Telles / Entonces, adiós


Lygia Fagundes Telles

Entonces, adiós

Traducción de Diana Margarita


Esto ocurrió en Bahía, una tarde en que yo visitaba la más antigua y arruinada iglesia que encontré por allí, perdida en la última calle del último barrio. Se acercó a mí un padre viejito, pero tan viejito, tan viejito que más parecía hecho de ceniza, de tela, de bruma, de soplo que de carne y hueso. Se acercó y me tocó el hombro:
—Veo que aprecia esas imágenes antiguas — musitó con su voz débil. Y descerrando los labios marchitos en una sonrisa amable: -Tengo en la sacristía algunas preciosidades. ¿Quiere verlas?


Solícito y tembloroso me fue enseñando los pequeños tesoros de su iglesia: un mural de colores remotos y tenues como las de un pobre velo deshilachado en la distancia; una Virgen de manos carcomidas y grandes ojos llenos de lágrimas; dos ángeles antorcheros que debieron de haber sido esculpidos por Aleijadinho, ya que de él tenían la inconfundible marca en los rasgos de las rostros severos y nobles, de narices ya carcomidos... Me enseñó todas las reliquias, tan viejas y tan gastadas como él mismo. A continuación, desvanecido con el interés que demostré por todo, me acompañó lleno de gratitud hasta la puerta.
—Venga a menudo — me pidió.
—Imposible —le dije—. No vivo aquí, pero, en todo caso, quién sabe un día... —añadí sin ninguna esperanza.
—Y entonces, ¡hasta pronto! —musitó descerrando los labios en una sonrisa que me pareció melancólica como el destrozo de un naufragio.
Lo miré. Bajo la luz azulada del crepúsculo, aquel rostro blanco y transparente era de tal fragilidad, que llegué a conmoverme. ¿Hasta luego?... “Entonces, ¡adiós!”, debería haber dicho él. Yo iba a embarcar hacia Río al día siguiente y no tenía ninguna idea de volver tan pronto a Bahía. Y aunque volviera, ¿encontraría aún de pie aquella pequeña iglesia arruinada que encontré al acaso en medio de mis andanzas? Y aunque diera de nuevo con ella, ¿encontraría vivo a aquel ser tan viejito que más parecía un antiguo muerto que se olvidó de partir?!...
Oye, lector: tengo pocas certezas en esta incierta vida, tan pocas que podría enumerarlas en esta breve línea. Sin embargo, una certeza tuve en aquel instante, la más absoluta de las certezas: “No lo veré jamás.” Le estreché la mano, que tenía la misma frialdad seca de la muerte.
—¡Hasta pronto! —le dije llena de enternecimiento por su ingenuo optimismo.
Me alejé y desde lejos aún lo vi, inmóvil en el tope de la escalinata. La brisa le agitaba el pelo ralo y marchito como una llama que está por extinguirse. “Entonces, ¡adiós!”, pensé conmovida al despedirme agitando la mano por la última vez. “Adiós.”
Esa misma noche hubo la clásica cena de despedida en casa de una pareja de amigos. Y, en medio de un grupo, yo ya me dirigía hacia la mesa, cuando de pronto alguien me tocó el hombro, un toque muy suave, que más parecía el roce de una hoja seca.
Me di la vuelta. Delante de mí, el padre viejito sonreía.
—¡Buenas noches!
Me quedé muda. Allí estaba aquel de quien horas antes yo me había despedido para siempre.
—Qué coincidencia... —balbuceé al final. Fue la única banalidad que se me ocurrió decir—. Yo no esperaba verlo... tan pronto.
Él sonreía, sonreía siempre. Y esta vez creí que aquella sonrisa era más maliciosa que melancólica. Era como si él hubiera adivinado mi pensamiento cuando nos despedimos en la iglesia y ahora entonces, de un cierto modo desafiante, estuviera divirtiéndose con mi sorpresa. “¿No le dije hasta pronto?”, los ojitos nublados parecían preguntar con ironía.
Durante la cena ruidosa y calurosa, me acordé de Kipling. “Sí, grande y extraño es el mundo. Sobre todo extraño...”
Mi vecino de la izquierda quiso saber entre dos bocados:
—¿Entonces está segura de que nos deja mañana?
Miré la bolsa que tenía sobre el regazo y dentro de la cual ya estaba mi pasaje de vuelta con la fecha del día siguiente. Y le sonreí al viejito allá en la punta de la mesa.
— Ah, no lo sé... Antes lo sabía, pero ahora ya no lo sé.




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