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jueves, 25 de febrero de 2021

Lygia Fagundes Telles / Herbario


Lygia Fagundes Telles

HERBARIO
Traducido por Pedro Sevylla de Juana


Lygia Fagundes Telles / Herbarium



Todas las mañanas agarraba yo la cesta y me adentraba en el bosque, temblando por completo de pasión cuando descubría alguna hoja rara. Era miedosa, pero arriesgaba pies y manos al pasar por entre espinas, hormigueros y agujeros de animales (¿armadillo? ¿serpiente?), buscando la hoja más difícil, aquella que él examinaría largamente: la escogida iba al álbum de portada negra. Más tarde, formaría parte del herbario, tenía en su casa un herbario con casi dos mil especies de plantas. «Usted ha visto un herbario» – él lo quiso saber.

Herbarium, me lo enseñó el primer día en que llegó al sitio. Me quedé repitiendo la palabra, herbarium. Herbario. También dijo que apreciar la botánica era apreciar el latín, casi todo el reino vegetal tenía denominación latina. Yo detestaba el latín, pero fui corriendo a liberar la gramática color de ladrillo escondida en el último estante de la estantería, memoricé la frase que encontré más sencilla y en la primera ocasión me referí a la hormiga saúva que subía por la pared: formica bestiola est. Él me miró. La hormiga es un insecto, me apresuré a traducir. Entonces se rio con la risa más agradable de toda la temporada. Me quedé riendo también, confundida pero contenta: al menos hallaba alguna gracia en mí.

Un vago primo botánico convaleciente de una vaga enfermedad. ¿Qué enfermedad era aquella que lo hacía tambalearse, ponerse verde y húmedo cuando subía rápidamente la escalera o cuando se movía mucho tiempo por la casa? Dejé de morderme las uñas, para desconcierto de mi madre que ya había amenazado con rebajas en la paga o prohibición de fiestecitas en la asociación recreativa de la ciudad. Sin resultado práctico. «Si yo contara, nadie lo creería», dijo ella cuando vio que me frotaba para imitar la presencia de la pimienta roja en las puntas de los dedos. Dibujé mi cara más inocente: la víspera, él me señaló que yo podía ser una muchacha de manos feas, «¿aún no pensó en eso?» Nunca había pensado antes, nunca me importaron las manos, pero en el instante en que él hizo la pregunta empecé a preocuparme. ¿Y si un día se las rechazan como hojas defectuosas? O insignificantes. Dejé de roer las uñas y dejé de mentir. O mentir menos, más de una vez se refirió al horror que tenía por todo lo que olía a falsedad, escamoteo. Estábamos sentados en el balcón. Él seleccionaba las hojas aún húmedas de rocío cuando me preguntó si ya había oído hablar de las hojas perennes. ¿No?

Alisaba el tierno terciopelo de una hoja de malva manzana. La apariencia apareció blanda al amasar la hoja en los dedos y sintió su perfume. Las hojas persistentes vivían incluso hasta tres años, pero las caedizas amarilleaban y se soltaban con el soplo del primer viento. Así era la mentira, hoja caediza que podía parecer muy brillante pero su vida era breve. Cuando el mentiroso mirase hacia atrás, vería al final de todo un árbol desnudo. Sequía. Pero los sinceros, esos tendrían un árbol de intenso follaje agitado por el viento lleno de pajaritos, y abrió las manos para imitar el revoloteo de las hojas y las alas. Cerré las mías. Cerré la boca incandescente ahora que los tocones de las uñas (ya crecidas) suponían más tentación y un castigo mayor. Podía decirle que justamente por encontrarme así disminuida, necesitaba cubrirme con la mentira como cubre un manto fulgurante. Decirle que delante de él, más que ante los demás, tenía que inventar y fantasear para obligarle a demorarse conmigo como se demoraba ahora con la hoja de verbena – ¿Es que no percibía esa razón tan simple?
Llegó al sitio con sus largos pantalones de franela gris y el grueso suéter de lana tejida en trenza, era invierno. Y era de noche. Mi madre había quemado incienso (era viernes) y preparó el Cuarto del Jorobado, corría en la familia la historia de un jorobado que se perdió en el bosque y mi bisabuela lo instaló en aquel cuarto que era el más caliente de la casa, no podía haber otro lugar mejor para un jorobado perdido o para un primo convaleciente.

¿Convaleciente de qué? ¿Qué enfermedad tenía él? Tía Marita, que era divertidilla y le gustaba pintarse, respondió riendo (hablaba riendo) que nuestros tés y los buenos aires hacían milagros. Tía Clotilde, oprimida, reticente, dio aquella respuesta que servía para cualquier tipo de pregunta: todo en la vida podía cambiar menos el destino rayado en la mano, ella sabía leer las líneas de las manos. «Va a dormir como un tronco» – cuchicheó tía Marita cuando me pidió que le llevara el té de tila. Lo encontré recostado en el sillón, la manta de rombos cubriendo las piernas. Aspiró el té. Y me miró: «¿Quieres ser mi asistente?» Preguntó expeliendo una fumada. «El insomnio me tomó por el pie, ando tan bajo de forma, necesito que me ayudes. La tarea es recoger hojas para mi colección, las vas juntando según tu buen entender y después las selecciono. Y como no me puedo mover mucho, tendrás que ir solita”, dijo y desvió la mirada líquida hacia la hoja que flotaba en la jícara. Sus manos temblaban tanto que la jícara se desbordó hasta el platillo. Es el frío, pensé-. Mas siguieron temblando al día siguiente que hizo sol, amarillentas como los esqueletos de yerbas que yo buscaba en el bosque y quemaba con la llama de la vela. Pero, ¿qué mal sufre?, pregunté, y mi madre respondió que aunque lo supiese no lo diría, formaba ella parte de un tiempo en que la enfermedad era asunto íntimo.

Yo siempre mentía, con o sin motivo. Mentía principalmente a la tía Marita que era bastante tonta. Menos a mi madre porque tenía miedo de Dios, y menos aún a la tía Clotilde que era medio hechicera y sabía ver el interior de las personas. Cuando se daba la ocasión, me dirigía por caminos más imprevistos, sin el menor cálculo de vuelta. Todo al azar. Pero poco a poco, ante él, mi mentira comenzó a ser dirigida, con un objetivo correcto. Sería más simple, por ejemplo, decir que recogí la hoja de abedul cerca del arroyo, donde estaba la acacia. Pero era necesario aprovechar el instante en que se detenía en mí, ocuparlo antes de ser puesta yo a un lado como las hojas sin interés, amontonadas en la cesta. Entonces ramificaba peligros; exageraba dificultades, inventaba historias que agrandaban la mentira. Hasta quedar yo cortada a cercén con un rápido golpe de ojos, sin palabras, pues con la mirada hacía él rodar enmudecida a la hidra verde, mientras en mi cara se teñía de rojo la sangre de la hidra.

Ahora me vas a contar de verdad como sucedió: me pedía suavemente, poniendo la mano en mi cabeza. Su mirada era transparente. Directo. Quería la verdad. Y la verdad era tan poco atractiva como la hoja del rosal, le expliqué eso mismo, esa verdad tan trivial como esa hoja. Me entregó la lupa y abrió la hoja en la palma de la mano: «Mira entonces de cerca.» No miré la hoja, no me importaba la hoja; pero su piel ligeramente húmeda, blanca como papel con su misterioso enmarañado de líneas, estallaba aquí y allá en estrellas. Fui recorriendo las cimas y las depresiones, ¿dónde estaban el comienzo o el fin? Mantuve la lupa en un espacio de líneas, tan disciplinadas, que por ellas podía pasar el arado, ¡uf! Sentí ganas de acostar mi cabeza en el suelo. Separé la hoja, quería ver sólo los caminos. Lo que significaba ese cruce, pregunté y él me tiró del pelo: «¡También tú, niña?»

Con las cartas de la baraja, tía Clotilde ya le había desvelado el pasado y el presente. «Y más desvelaría» – agregó guardando la lupa en el bolsillo del delantal blanco, en ocasiones se ponía el delantal. ¿Qué vio en ellas? Al momento, tantas cosas… Entre lo más importante, sólo eso, que en el fin de semana vendría una amiga a buscarlo, una muchacha muy bonita, podía ver hasta el color de su vestido de corte anticuado, verde musgo. Los cabellos largos, con reflejos cobrizos, ¡muy fuerte el reflejo en la palma de la mano!
Una hormiga roja entró por la grieta del empedrado y se llevó su pedazo de hoja, velero desarbolado impulsado por el viento. Soplé yo también, ¡la hormiga es un insecto!, grité, las piernas flexionadas, los brazos sueltos hacia delante y hacia atrás, con el gesto del mono, ¡hi hi! ¡hu hu! es un insecto! un insecto! repetí rodando por el suelo. Él se reía y trataba de levantarme, te vas a lastimar, niña, ¡ten cuidado! Huí al campo, con los ojos desvariados de pimienta y sal, sal en la boca, no, no venía nadie, simple locura, una loca barrida esa tía, invención de ella, invención pura, ¿cómo podía? ¿Hasta el color del vestido, verde musgo? Y los cabellos, una loca, tan loca como la hermana de cara pintada hecha un payaso, riendo y tejiendo sus alfombritas, centenares de alfombritas por la casa, en la cocina, en el cuarto de baño, ¡dos locas!

Me lavé los ojos ciegos de dolor, me lavé la boca grávida de lágrimas, las últimas hebras de uña quemándome la lengua, ¡no! No. No existía nadie de pelo cobrizo que fuera a aparecer el fin de semana para recogerlo, él no se iba a ir nunca más, ¡NUNCA MÁS! Repetí y mi madre que me venía a llamar para el almuerzo terminó riéndose con la cara de demonio que puse, disfrazaba el miedo poniendo cara de miedo. Y la gente se distraía con esas muecas y no pensaban más en mí.
Cuando le entregué la hoja de hiedra con forma de corazón (un corazón de nervaduras temblorosas que se abría en abanico hasta los bordes verde azulados) él besó la hoja y se la llevó al pecho. La colocó en el tejido del suéter: «Esta va a estar guardada aquí.» Pero no me miró ni siquiera cuando salí tropezando en la cesta. Corrí hasta la higuera, puesto de observación donde podía ver sin ser vista. A través de la malla de hierro del pasamanos de la escalera, me pareció menos pálido. La piel más seca y más firme, la mano que sostenía la lupa sobre la lámina de las espinas del brezo. ¿Se estaba recuperando, no se recuperaba? Abracé el tronco de la higuera y por primera vez sentí que abrazaba a Dios.

El sábado, me levanté más temprano. El sol expulsaba a la niebla, el día sería azul cuando consiguiera romperla. «¿Dónde vas con ese vestido de desaliñada maria-mijona?», preguntó mi madre dándome la taza de café con leche. ¿Por qué se descompuso la barra? Desvié su atención hacia la serpiente que dijo haber visto en la terraza, toda negra con rayas rojas, ¿sería un coral? Cuando ella corrió con la tía para verla, cogí la cesta y entré en el bosque, ¿cómo explicarle? Que descolgara todas las barras de las faldas para ocultar mis piernas finas, llenas de marcas de picaduras de mosquitos. Con una alegría incoherente fui recogiendo las hojas, mordí guayabas verdes, arrojé piedras a los árboles, espantando a los pajaritos que cuchicheaban sus sueños, lastimándome de contento por entre la enramada. Corría hasta el arroyo. Alcancé una mariposa y, sosteniéndola por las puntas de las alas, la dejé en la corola de una flor, ¡te suelto en medio de la miel! la grité. ¿Qué voy a recibir a cambio? Cuando perdí el aliento, me tumbé de espaldas sobre las hierbas del suelo. Me quedé riendo hacia el cielo neblinoso detrás de la red tupida de las ramas. Me volví de bruces y desmigué entre los dedos hongos tan blandos que mi boca comenzó a llenarse de agua. Fui avanzando a rastras hasta el pequeño valle de sombra debajo de la piedra.

Allí hacía más frío y eran más grandes los champiñones, que goteaban un líquido viscoso de sus sombreros hinchados. Salvé a una abejita de las mandíbulas de una araña, permitiendo que la hormiga saúva gigante arrebatara a la araña y la llevara en la cabeza como un fardo de ropa pataleando, pero retrocedí cuando apareció el escarabajo de labio leporino. Por un instante me vi reflejada en sus ojos facetados. Dio media vuelta y se escondió en el fondo de la grieta. Levanté la piedra: el escarabajo había desaparecido, pero en la lava cortada vi una hoja que no había encontrado antes, única. Solitaria. ¿Pero qué hoja era ésa? Tenía la forma aguda de una hoz, el verde del dorso con pintas rojas irregulares como gotas de sangre. ¿En una pequeña hoz ensangrentada se convirtió el escarabajo? Escondí la hoja en el bolsillo, pieza principal de un juego confuso. A esa hoja no la pondría con las otras hojas, esa tenía que quedarse conmigo, secreto que no podía ser visto. Ni tocado. Tia Clotilde adivinaba los destinos pero yo podía modificarlos, ¡así, así! y aplastar con la suela del zapato la termita que se armaba debajo del almendro. Me fui caminando pomposa porque en el bolsillo donde llevaba el amor llevaba ahora la muerte.

Tía Marita vino a mi encuentro, más afligida y tartamuda que de costumbre. Antes de hablar comenzó a reír: «Creo que vamos a perder a nuestro botánico, ¿sabes quién llegó? La amiga, la misma muchacha que Clotilde vio de su mano, recuerda. Los dos se van en el tren de la tarde, ella es linda como los amores, claro que Clotilde vio a una muchacha igualita, estoy toda horrorizada, mira ahí, me preguntó cómo la hermana adivina una cosa así.

Dejé en la escalera los zapatos pesados de barro. Solté la cesta. Tía Marita me enlazó por la cintura mientras se esforzaba en recordar el nombre de la recién llegada, un nombre de flor, ¿como era? Hizo una pausa para admirar mi cara blanca, ¿y ese blanco de repente? Yo respondí que volvía corriendo, mi boca estaba seca y el corazón hacía tantán muy alto, ¿ella no lo oía? Puso el oído en mi pecho y se rio agitándose por completo, cuando tenía mi edad ¿cree que no vivía a trompicones?
Me fui acercando a la ventana. A través del cristal (poderoso como lupa) vi a los dos. Ella sentada con el álbum de fotos en el regazo. Él, de pie y un poco separado de la silla, acariciándole el cuello y con la mirada de mirar las hojas escogidas, la misma suavidad de dedos yendo y viniendo en el terciopelo de la malva manzana. El vestido no era verde, pero los cabellos sueltos tenían el reflejo cobrizo que había aparecido en la mano. Cuando me vio, vino hasta la balconada con su andar tranquilo. Pero vaciló cuando dijo que esa era nuestra última cesta, ¿por casualidad no me habían avisado? El llamamiento era urgente, tendrían que volver esa tarde. Sentía perder tan devota ayudante pero un día, ¿quién sabe?… Necesitaba preguntar a tía Clotilde en qué línea del destino aparecían los reencuentros.

Le tendí la cesta, pero en vez de agarrar la cesta, comprobó mi pulso: yo estaba escondiendo algo, ¿no era así? ¿Qué estaba escondiendo, qué? Traté de librarme huyendo por los lados, a impulsos, no estoy escondiendo nada, ¡me suelta! Él me soltó, pero continuó allí, de pie, sin quitarme los ojos de encima. Encogí cuando me tocó el brazo: «¿Y nuestro trato de decir solo la verdad? ¿He? ¿Olvidaste nuestro trato?» – preguntó bajito.
Introduje la mano en el bolsillo y apreté la hoja, intacta la humedad pegajosa de la punta aguda, donde se concentraban las manchas. Él esperaba. Entonces quise arrancar la pieza de ganchillo de la mesita, cubrirme con ella la cabeza y hacer monadas, ¡hi hi! ¡hu hu! hasta verlo reír por los agujeros de la malla, quise saltar de la escalera y salir corriendo en zigzag hasta el arroyo, me vi arrojando la hoz al agua, ¡deseando que desapareciera en la corriente! Fui levantando la cabeza. Él seguía esperando, y ¿entonces? En el fondo de la habitación, su muchacha también esperaba una niebla de oro, había roto el sol. Lo miré por última vez, sin remordimiento, ¿quieres esto? Le entregué la hoja.




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