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martes, 5 de noviembre de 2019

Juan Manuel Roca / Prólogo / El destino de la luz, de Alfredo Molano





Juan Manuel Roca Motivos para un galerón 


Pocos escritores han trasegado más la geografía colombiana que Alfredo Molano. No es una novedad decirlo, pero de ninguna manera resulta innecesario repetirlo. Molano es un nómada del país y a la vez un nómada de sí mismo, alguien que no se entiende si no está migrando hacia los otros.
Ese carácter nómada es precisamente lo que se sostiene en su escritura. Molano se evade de los cánones para migrar de géneros, va de la crónica a la historia y de esta a la narrativa mientras se aleja con decisión del aparato conceptual que pocas veces se transgrede en la sociología.

Alfredo Molano y Juan Manuel Roca

En textos como el de este libro desglosado de la versión original de Siguiendo el corte, el autor emigra desde los sucesos de nuestra violencia y nos muestra, quizá sin pretenderlo, que aún en ellos hay una poética venida del habla popular, de la palabra y la aguda observación llanera y campesina.
Parece recordarnos que de todos los temas que mueven en el país la aguja creadora, por obvias razones políticas, económicas y sociales, terminamos casi siempre involucrados en el aserto de Rivera anotado en la primera página de su novela de 1924, y que se tratara entonces de un destino crepuscular y colectivo: jugamos el corazón al azar y termina ganándolo, como si fuera algo irremediable, la violencia.
No es asunto de la sociología ni muchas veces lo es del periodismo asumirse desde la lírica, como no lo es de la poesía dejarse atrapar en los sociologismos. Sin embargo —y sin que esto sea un asunto programático— esa pareja disfuncional de la poesía y la historia se encuentran en la obra de Molano de una manera que parece natural, tanto en el lenguaje y en la forma como en la sólida estructura de sus libros.
Cuando lo leo no dejo de pensar en la sentencia de una aguda escritora norteamericana que se opuso de manera radical a la guerra de su país contra Vietnam, Denise Levertov: “escribir es escuchar”.
En ese escucharse señalado hay un llamado a escarbarse, a guaquearse a sí mismo para traducir en palabras necesarias y justas el adentro, pero también hay —y de qué manera— una necesidad de escuchar al otro. Eso lo hace como pocos Molano. Parece esconderse en una penumbra personal tras la historia narrada, no se exhibe ni profetiza y más bien monta desde sus personajes de carne y hueso una galería de autorretratos.
Sin duda, esa condición descalza de su palabra lo lleva a rebasar una condición puramente sociológica. Es muy probable que a algunos puristas de la academia y de la sociología, acostumbrados a una taxonomía y a un lenguaje de gueto, les genere molestias el desenfado y la oralidad testimonial que Molano preserva en todos sus escritos.
No exagero cuando afirmo que ese despliegue de cosa hablada lo emparenta con Juan Rulfo, alguien que afirmaba que no tuvo que aprender a hablar como su pueblo sino oírse a sí mismo. Esto es algo que siento en la prosa de nuestro relator, él oye al otro como si se oyera a sí mismo, anula su primera persona, sus opiniones y conceptos en un país de hábitos precisamente opinadores y conceptuales.
De esa decisión, que es algo más que una vocación de estilo, dijo alguna vez: “oír las voces de las gentes no es suficiente. Para no usurparlas habría que escribirlas en el mismo tono y el mismo lenguaje en que han sido escuchadas”. Y lo logra, casi que uno puede escuchar la respiración, los espaciados silencios del habla coloquial, una memoria verbalizada.
Una vez le oí decir a Marta Traba y luego lo leí, que Rulfo no describe a sus personajes sino que los “sufre”. Lo mismo, desde lo testimonial, es lo que hace Molano: padece y respeta a su interlocutor, por eso mismo no crea fisuras como bien lo apunta uno de sus maestros, Orlando Fals Borda. No separa los quehaceres del sociólogo, del literato y el periodista. Más bien los fusiona, crea un mestizaje entre ellos, un lenguaje anfibio. Hay, sí, una amalgama de saberes en su escritura, pero no deja ver las costuras, la artesanía del asunto.
Uno oye la voz que atrapa de Berardo Giraldo, ‘El Tuerto’, su protagonista fundamental de Siguiendo el corte, y es como si se oyera en el fondo la voz de toda la insurgencia guerrillera del llano. Resulta curioso y premonitorio, se podría decir, que a Molano siendo un niño le hayan mostrado desde lejos —en el Ariari— al tuerto, al temible guerrillero liberal, como lo recordó en las palabras pronunciadas al recibir el Honoris Causa que le otorgó la Universidad Nacional.
Como biógrafo, Molano nos lleva del cabestro con la seguridad de quien conoce el camino, es un baquiano de la historia que ha gastado su tiempo y su rigor en serias investigaciones, siempre con el país atravesado en la memoria. Nadie de la generación que compartimos ha estudiado y recorrido tanto como él la Colombia profunda.
Me sorprende cómo estructura sus libros. Con qué cuidado de respetuoso testigo le presta su oído a las voces populares, malheridas por la violencia pero nunca miserabilistas ni plañideras. Nuestro relator es además el amanuense de una historia de claroscuros y silencios, de una historia olvidada que, no me canso de decirlo, en su ámbito oficial siempre está contada por el lado del borrador más que por la punta del lápiz.
Uno agradece a quienes como Alfredo Molano vuelven a contar la historia por el grafito, que es el lado de la memoria. Y también se agradece la fidelidad que tiene con su interlocutor, en este caso con el habla genuina de ‘El Tuerto’ Giraldo y las imágenes que nos entrega en su conversación, lo mismo que a su humor negro y su encaletada malicia llanera.
Todo deviene en Siguiendo el corte, retrato hablado y colectivo, un gran fresco de la guerrilla liberal, la saga de los Dúmar Aljure, los Guadalupe Salcedo y otros embreñados. Y deviene historia, como sucede con El destino de la luz, este libro cuyas páginas me recuerdan las palabras de René Char: “la historia es el reverso del traje de los amos”.
A manera de ejemplo sobre el habla del libro, bien vale la pena señalar el virtuosismo narrativo, la forma como ‘El Tuerto’ describe que a él mismo no lo llevaban en una camilla tras explotarle un taco de dinamita en las manos, que al que llevaban en guandas era su dolor. O la certeza sentenciosa y agorera de que “el destino es arisco”, una imagen agonista que parece salida de La Vorágine, esa novela fundacional que presumo jamás habría leído el tuerto con su único ojo.
"El destino de la luz" es una pieza magistral que funciona por sí misma como un cuento o como un relato de las gestas llaneras en toda su brutalidad y heroísmo, dos caras de una moneda al aire acuñada en la guerra. Es también un poema en prosa, directo y elusivo a la vez, un poderoso arsenal de imágenes para un galerón.

Bogotá, abril 3 de 2017

1 comentario:

  1. Duele mucho la falta de memoria... Manuel Ancisar... y de ahi en adelante... la geografia... nuestra identidad ... memoria que algunos llaman historia... aun no entendemos el papel de nuestros cronistas. Testimonio: entre el arte y la vanalidad...

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