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viernes, 19 de abril de 2019

Luis Harss / Juan Rulfo o la pena sin nombre


Juan Rulfo


Luis Harss
Juan Rulfo, o la pena sin nombre
      El viejo regionalism está muerto. Era una literatura de documentación y protesta, de conflictos sociales en feudos y latifundios, minas y plantaciones tropicales. Tendía a ser exterior y folclórica. Murales de brocha gorda. Sus indios y campesinos eran más una causa que una realidad vivida por el autor. Podía ser pintoresca e informativa. Típica fue la Raza de bronce (1919) de Alcides Arguedas que idealizaba al indio del altiplano y lo mostraba como víctima de la explotación. Tuvo sus momentos poéticos con el peruano Ciro Alegría, su dialecto de caricatura con el salvadoreño Salarrué, su militancia vociferante con el ecuatoriano Jorge Icaza. Se hizo experimental con el mexicano Agustín Yáñez, y alcanzó cierta elocuencia con Casas muertas, donde uno de sus profetas más amargos, Miguel Otero Silva, pinta la depresión moral y ruina progresiva de la vida de provincia en Venezuela.
          Hoy —a partir de los años cincuenta, digamos— se puede hablar de un regionalismo nuevo, mucho más interiorizado. Por ejemplo, Los ríos profundos de José María Arguedas, una autobiografía novelada en la tradición del Retrato del artista adolescente de Joyce, donde un lenguaje de metáforas que incorpora ritmos quechuas crea un mundo aparte. Miguel Ángel Asturias sublima en mito y poesía el mundo que expresa. Augusto Roa Bastos parece vivir en carne propia la realidad paraguaya que evoca en el melancólico y melodioso Hijo de hombre. Son todos libros memorables. Y, en un paisaje de tragedia clásica, están los libros de Juan Rulfo.
          Rulfo, un hombre huraño, de mirada huidiza, nació el 16 de mayo de 1918 en una tierra dura y escarpada: el estado de Jalisco, a unos quinientos kilómetros, a vuelo de pájaro, de la Ciudad de México. El norte del estado, donde trepan las cabras montesas entre los peñascos, está densamente poblado, pero su región, que se extiende al sur de la capital, Guadalajara, es seca, cálida y desolada. La vida en las tierras bajas ha sido siempre austera. Es una zona deprimida que azotan las sequías y los incendios. Las revoluciones, las malas cosechas y la erosión del suelo han ido desalojando de a poco a la población, que en gran parte se ha desplazado hacia Tijuana, con la esperanza de cruzar la frontera como braceros. Es una población constituida principalmente por criollos lacónicos —los indios que ocupaban la región antes de la conquista no tardaron en ser exterminados—, cuyos antepasados llegaron de Castilla y Extremadura, las partes más áridas de España, y que por lo tanto, como dice Rulfo, «están acostumbrados a trabajar diez veces más que el campesino de la región central para producir lo mismo». Son una gente hosca, que apenas subsiste y que sin embargo ha dado al país un alto porcentaje de sus pintores y compositores, por no mencionar su música popular. Jalisco es la cuna de la ranchera y el mariachi.


          Dice Rulfo con su voz triste: «Es un estado muy pobre. Pero la gente trabaja mucho. Produce mucho. No sé de dónde producirá tanto. Produce demasiado. Es el estado que produce más maíz de la república. No es un estado muy grande. Yo creo que es el octavo estado en tamaño de México. Pero produce maíz para alimentar a toda la República Mexicana. Tiene más ganado que cualquier otro estado del país. Pero usted va fuera de la capital, y hay mucha miseria. El maíz es un gran destructor de la tierra. Entonces, la tierra está destruida. A grado tal que en ciertas regiones ya no hay tierra. Es una erosión completa».
          Está hundido en su sillón en nuestro cuarto de hotel sobre el bullicioso paseo de la Reforma, las manos delgadas, inquietas y venosas plegadas en el regazo, la cara descompuesta por las sombras del anochecer. Habla con un apresuramiento nervioso —es, nos explica, «de chispa retardada», como dicen en su región, donde los fusiles disparan mal, cuando no les sale el tiro por la culata—, frunciendo el ceño. Es enjuto, como su tierra: ojeroso, descarnado. De voz casi inaudible.
          Hay vacíos en su pasado, que se pierde en las brumas y los rumores.
          «Yo nací en lo que ahora es un pequeño pueblo, una congregación que pertenece al distrito de Sayula. Sayula fue un centro comercial muy grande hace unos años, antes y aun después de la revolución. Pero yo nunca he vivido allí en Sayula. No conozco Sayula. No podría decir cómo es... Mis padres me registraron allí. Porque yo nací en la época de la revolución, es decir, las épocas de las revoluciones, porque hubo una serie de revoluciones... Yo viví en un pueblo que se llama San Gabriel. En realidad, yo me considero de ese lugar. Allí pasé los años de la infancia. San Gabriel era un centro también comercial. San Gabriel antiguamente era un pueblo próspero; por allí pasaba el camino real de Colina.» San Gabriel está en la carretera que lleva tierra adentro desde Manzanillo, el puerto por donde entraban en la época colonial las importaciones del Oriente; en su apogeo había tanta riqueza que los almacenes se medían, no por varas, sino por puertas. «San Gabriel y Zapotitlán fueron los pueblos más importantes de la región desde el siglo XVII hasta la revolución.» La región se colonizó originalmente bajo el régimen de los encomenderos, esos soldados aventureros a los que concedía tierras la Corona en recompensa por sus servicios, con la población local incluida. Los encomenderos concentraron la población en unos pocos centros principales que eran relativamente fáciles de administrar. Así se formaron poblados como San Gabriel y Zapotitlán, y también Tolimán, Tonaya, Chachahuatlán, San Pedro, etcétera. Pero todo eso fue hace mucho tiempo. Los últimos cincuenta años han sido de insolación. Hoy «en esa zona hay aproximadamente alrededor de cinco o seis pueblos. Son pueblos de tierra caliente; entre ochocientos y novecientos metros de altura». Los cambios en las rutas comerciales, los vientos del desierto, los han llevado a la ruina. Hay poca esperanza de renovación. El proceso es irreversible. Algunas aldeas aún parecen dar señales de vida entre la polvareda, pero vistas de cerca son cementerios. Los pocos habitantes, casi todos de edad prehistórica, son estólidos y taciturnos. «La gente es hermética. Tal vez por desconfianza no sólo con el que va, con el que llega, sino entre ellos. No quieren hablar de sus cosas, de lo que hacen. Uno no sabe a qué se dedican. Hay pueblos que se dedican exclusivamente al agio. La gente allí no habla de nada. Arregla sus asuntos en forma muy personal, muy particular, secreta casi.» El paisaje mismo —un cuarenta y cinco por ciento de México es desierto absoluto— es decrépito. Los vivos están rodeados por los muertos.
          Los muertos persiguen a Rulfo. Tal vez porque, como tanta otra gente de su comarca antediluviana, al desarraigarse los ha desenterrado y lo acompañarán por donde vaya. Recuerda cómo la aldea de su infancia, ahora un cráter lunar, se fue despoblando poco a poco. «Había un río. Nosotros nos íbamos a bañar en tiempo de secas al río. Actualmente ese río no trae agua...» Los bosques en las montañas que rodean el pueblo —encierran toda la zona en una herradura monolítica— han sido talados. Casi todo el mundo ha emigrado. Los que se han quedado atrás lo han hecho para no dejar a sus muertos. «Los antepasados son algo que los liga al lugar, al pueblo. Ellos no quieren abandonar a sus muertos.» A veces cuando se van cargan con ellos. «Llevan sus muertos a cuestas.» Y hasta cuando los abandonan, de alguna manera siguen acarreándolos.
          Rulfo sabe que el peso de los antepasados aumenta con la distancia. El de los suyos, que están lejos, no lo ha descargado nunca. Se ha pasado la vida abriendo tumbas en busca de sus orígenes perdidos. «Mi primer antecesor —dice— llegó a México creo que en 1790, del norte de España». La «curiosidad histórica» lo ha hecho excavar, por lo general en vano, en bibliotecas, cajas fuertes, sótanos de bancos y registros civiles. México es el paraíso de los archivos perdidos. Sobre todo su región, enterrada en la confusión administrativa. «Esta zona no perteneció a Jalisco originalmente. Jalisco se llamaba Nueva Galicia. Fue conquistada por Núñez de Guzmán en 1530. Pero la zona de donde yo soy se llamaba provincia de Ávalos. Porque fue conquistada por Alonso de Ávalos, que fue el que redujo a la paz a Colina y el sur del estado de Jalisco. Ávalos pertenecía a la Nueva España, es decir, a México, a la capital del virreinato. Aunque estaba cerca de Guadalajara, que era la capital de Nueva Galicia, no tenía nexos políticos ni religiosos con Guadalajara. Durante muchos años se perdió la documentación de la provincia de Ávalos, porque la mayor parte de esos pueblos fueron diezmados por fiebres, enfermedades, a veces por los mismos conquistadores. Un antepasado materno se apellidaba Arias... Hay una cosa muy curiosa. La mayor parte de los conquistadores de España, los españoles que vinieron a esta conquista de México, eran aventureros, excarcelados: monjes que no eran monjes, curas que no eran curas, personas con antecedentes criminales. Hay apellidos que no existen. Por ejemplo Vizcaíno. Yo me apellido Vizcaíno por el lado materno. Pero el apellido Vizcaíno no existe en España. Existe la provincia de Vizcaya. Aquí han convertido ese nombre en apellido. Quiere decir que todos los Vizcaíno eran delincuentes. Era muy común entre esos señores cambiarse el nombre. En lugar del patronímico, ponían el nombre geográfico. Aquí precisamente la genealogía falla... Por eso las dinastías de las familias de “abolengo” en México son falsas, formadas en base de riqueza.» Remontando un poco el árbol genealógico, dice Rulfo, se acaba generalmente o con un cura o con un criminal. «Resulta difícil marcar los límites. En esta zona de Ávalos la documentación es inexistente. En la provincia de Ávalos los pueblos fueron arrasados, primero por la revolución; los archivos fueron incendiados; y como las copias existían nada más que en México o en la Nueva España, era difícil conseguir esos datos. Ahora, muchos de esos datos (porque de allí partió la expedición de Coronado para California) aparecen en bancos americanos que tienen interés en reunirlos. Porque allí está la historia de California, de Texas, de Nuevo México, de Arizona.» Rulfo ha investigado en todos esos lugares.
          Lo que sabe acerca de su familia es que su abuelo paterno era abogado y su abuelo materno, hacendado. Sus padres eran del norte del estado, de una zona llamada Los Altos. «Es una zona superpoblada, muy erosionada, en donde vive gente que se ha desplazado yo creo que desde principios del siglo hacia el sur. Cómo fueron a dar mis padres al sur, no sé. El alteño, además de ser de la tierra alta, es alto. Le dicen lomilargo, porque tiene lomo largo.» Rulfo heredó ese rasgo: lleva los pantalones bajos en las caderas delgadas. Tiene también ojos claros, comunes en esa región, donde las muchachas campesinas muchas veces son rubias y de ojos azules. Además, son pobres. Andan descalzas. «Nunca hubo gran propiedad en esa zona. Siempre hubo pequeñas propiedades. No existían las haciendas ni las grandes estancias. Los campesinos siempre han sido pobres. Cuando entran a los pueblos adonde van, se ponen los zapatos... Las costumbres de esos pueblos son matriarcales todavía. Allí la mujer es la que manda. Justamente una de las cosas en que se notó el poder del matriarcado fue durante la revolución cristera, en donde fue la mujer la que hizo la revolución.»
          Las turbulencias y privaciones de esa época —que comenzó hacia 1926, bajo la presidencia de Calles, un centralizador que trató de imponer la uniformidad constitucional en el país— están entre los primeros recuerdos de infancia de Rulfo.
          «La revolución cristera fue una guerra intestina que se desarrolló en los estados de Colima, Jalisco, Michoacán, Nayarit, Zacatecas y Guanajuato contra el gobierno federal. Es que hubo un decreto en donde se aplicaba un artículo de la revolución, en donde los curas no podían hacer política en las administraciones públicas, en donde las iglesias eran propiedad del estado, como son actualmente. Daban un número determinado de curas para cada pueblo, para cada número de habitantes. Claro, protestaron los habitantes. Empezaron a agitar y a causar conflictos. Son pueblos muy reaccionarios, pueblos con ideas muy conservadoras, fanáticos. La guerra duró tres años, de 1926 a 1928. Nació en la zona de los altos en el estado de Guanajuato. Allí fue el brote.» Para 1928 ya se había extendido a la región de Rulfo. En los primeros meses de la guerra perdió a su padre. Seis años después perdió a su madre. A los ocho años lo habían enviado a Guadalajara a estudiar, y cuando ella murió lo tomaron a su cargo las monjas josefinas francesas, una orden que tenía escuelas en casi todas las poblaciones importantes de Jalisco. Tenía parientes en Guadalajara, «los Rulfo, una familia muy numerosa, sobre todo por el lado de las mujeres». Pero parece que nadie lo reclamó. Sus abuelos estaban todos muertos, salvo una abuela materna, una vieja dama piadosa que descendía «de unos Arias que habían venido aquí en el siglo XVI, posiblemente andaluces», y que casi no sabía leer ni escribir.
          Rulfo recuerda el orfanato como una especie de correccional. Pasó allí varios años. Dice en voz baja, casi sin interés: «Eso es muy común. Actualmente todavía muchas personas de los pueblos de allá que quieren educar a sus hijos y no tienen una persona que cuide de ellos los mandan internos a colegios».
          Más irónico es el comentario que hace en uno de sus cuentos donde muy bien podría estar evocando la soledad del orfanato cuando dice: «Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta».
          Fue dura la lucha para el triste niño campesino trasplantado entre los espejismos de una Guadalajara pseudometropolitana, muy encopetada y llena de ínfulas aristocráticas aunque en realidad, como él dice, no era más que un remanso nostálgico que vivía de los restos raídos de su orgullo colonial. Después de la escuela primaria, yendo a lo práctico, Rulfo estudió contabilidad. Los contadores, como los zopilotes, sobrevivían siempre, aun en los peores tiempos. Pero pronto vio cortado el camino. «Junto con un primo mío, un Vizcaíno, entramos a la secundaria en un momento crítico en que se declaraba una huelga. Quedó la universidad cerrada como tres años.» Tuvo que mudarse a la ciudad de México para continuar con sus estudios interrumpidos. Eso fue en 1933, cuando cumplía quince años.
          Rulfo habla poco de las dificultades con que —un jovencito de provincia sin amigos ni relaciones— se enfrentó en la capital, en esos primeros tiempos. Pero le dejaron su cicatriz. Era una vida ambulante de empleos ocasionales y siempre precarios. Además de la contabilidad, Rulfo estudió un poco de leyes, «muy irregularmente». En su tiempo libre asistía a los cursos de literatura en la universidad. En 1935 consiguió un empleo en el departamento de Inmigración, en cuya burocracia se escondió por diez años. El puesto no era ninguna sinecura. Cuando estalló la guerra europea y México se mantuvo neutral, aunque con simpatías por la causa aliada, ayudó en la distribución de las tripulaciones de refugiados de los barcos —muchos de ellos petroleros— de la Alemania nazi que sorprendió la guerra atracados en Tampico y Veracruz. Se internaba a los tripulantes, que eran tratados más o menos como prisioneros de guerra, en campamentos militares del interior, frecuentemente en las cercanías de Guadalajara, que se convirtió en un gran centro de extranjeros. Era un trabajo desagradable y en 1947, abolido su cargo, Rulfo se dedicó a la publicidad con Goodrich. Allí estuvo en el departamento de Ventas hasta 1954. En 1955 se unió a la Comisión del Papaloapan, formada para organizar un programa de riego en tierras áridas cerca de Veracruz. Era un proyecto favorito del presidente Miguel Alemán. En un río que desbordaba en la estación de lluvias, inundando las aldeas locales, la Comisión construyó una usina eléctrica. Había trazado también un plan de carreteras. La empresa se fundió y fracasaron todos los proyectos. De vuelta en la Ciudad de México en 1956, Rulfo se ganó unos pesos haciendo guiones y adaptaciones de películas comerciales. El cine le parecía un campo fértil para el talento. Pero era otra quimera. «El resultado fue poco positivo», dice, encogiéndose de hombros. El año 1959 le ofreció nuevas oportunidades. Se incorporó a la televisión en Guadalajara. Con el apoyo del nuevo Televicentro, que subsidiaba su esfuerzo, se puso a recopilar anuarios de ilustraciones históricas que eran otra tentativa de juntar las pruebas ausentes del pasado. «Es que allí en Guadalajara la única actividad cultural es un banco, el Banco Industrial de Jalisco, que publica cada año, como obsequio a sus clientes, libros de historia sobre Guadalajara. Entonces tuve la idea de abarcar la historia de Jalisco desde las crónicas de la conquista, y también hacerlo así en esa forma, que cada año, así como se le daba veneno por la televisión, se la obsequiara un libro.» Si falló el plan o jubilaron al planificador, Rulfo no lo dice.
          Actualmente —desde el 62— Rulfo trabaja en el Instituto Indigenista, organismo que trata de rescatar e integrar a la vida mexicana las primitivas comunidades indias superadas por el progreso, que las va dejando cada vez más al margen y a la merced de los agitadores políticos. Es una tarea agotadora y deprimente que lo mantiene en constante movimiento. Desaparece por días enteros en misiones solitarias por regiones apartadas de donde vuelve trasojado. Cada viaje lo fatiga más. Entre viajes, en días hábiles, se afana encorvado sobre su escritorio en su oficina antiséptica en uno de los pisos altos del Instituto, sobresaltándose cada vez que suena el teléfono en alguna parte del edificio y empuñando de inmediato el receptor como si la llamada fuera siempre para él. Vive bajo la tensión de la espera. Lo rodean paredes de vidrio que se sacuden con los martillazos que dan unos albañiles trapecistas encaramados en unos ventanales del otro lado del pasillo. Cuando no hay testigos, se escurre como una sombra, baja silencioso y concentrado en el ascensor, se desliza por la puerta de la calle y se pierde a la vuelta de la esquina. Las visitas que lo sorprenden al salir, de pronto inevitables, se convierten en huéspedes de honor. Se desloma abriéndoles puertas y ofreciéndoles sillas, los gestos esquivos, los ojos despavoridos. Es una timidez casi enfermiza. Instalado, agonizante, en su escritorio con su traje oscuro, frotándose las manos, oficioso y desorientado, parece un cura de aldea encerrado con todas las preocupaciones del mundo al final de un largo día en la soledad de su confesionario. Al caer la tarde, cuando le quedan fuerzas, sale inquieto y se larga como atareado por la calle hasta su casa, a pasar la noche escribiendo. Aunque de estatura mediana, por su andar sigiloso parece que se esfuma en el crepúsculo. Es tomador en sus horas y a veces anda trémulo. Lo doblega como una penitencia la necesidad de escribir, pero es una labor ingrata. Toda una noche de trabajo podrá rendirle unas pocas líneas acabadas o diluirse en agotamiento. Publica muy poco, su reputación se basa en dos libros. Corren rumores que ha destruido manuscritos de miles de páginas. Se casó en el 48 y vive en una casa con muchos niños, pero da la impresión de soledad, signada por una pena sin nombre. En algún momento sintió el pulso de su país. Pero ese pulso ha dejado de latir. «En México —dice—, estamos estabilizados en un punto muerto».
          En un atardecer de junio, después de andar persiguiéndolo durante una semana, en su casa y en el Instituto —ha tenido que salir, está ocupado, hace un compromiso y lo rompe—, por fin damos con él en el vestíbulo de nuestro hotel, a donde llega azorado, inculpándose por su retraso —de varias horas—, mirando por todos lados con desconcierto. Subimos cohibidos, y en el cuarto se deja instalar en un sillón y se queda mirando el suelo. Huiría si pudiera. Tiene mil cosas que hacer. Además de sus misiones para el Instituto, ha estado trabajando en una película experimental con un tema de protesta. La describe como una serie de cuadros dramáticos acompañados con música de Vivaldi, tal vez algo en el estilo de Las Hurdes de Buñuel. Garabateando en el aire con sus manos pálidas, se lanza al monólogo compulsivo de un hombre tímido, hilando ideas desconectadas que acaban todas en el silencio. Una y otra vez la conversación decae y se apaga. Y sin embargo, lo vemos extraordinariamente animado. «Yo sólo me sé expresar en forma muy rudimentaria», dice con una media sonrisa.
          Es un hombre que no sabe muy bien cómo llegó a la literatura —le despertó tarde la vocación— salvo que un día amaneció con ella. Quizá habría que culpar al cura párroco de San Gabriel, en la época de las guerras de los cristeros. Rulfo pasó un tiempo en una granja familiar con su abuela, aquella vieja dama piadosa y casi analfabeta que apenas podía leer su breviario —sospecha que lo recitaba de memoria; recuerda que cierta vez había tratado de ir en peregrinación a Roma a ver al Papa—, pero que tenía en su casa una pequeña biblioteca perteneciente a la parroquia, la había dejado allí en depósito cuando las tropas del gobierno convirtieron su casa en cuartel. Los Rulfo estaban bajo la protección federal, porque la madre de Rulfo era parienta política de uno de los coroneles que luchaban contra los cristeros. Rulfo se apropió de la biblioteca. «Leí todos los libros que tenía», dice. No eran en su mayor parte textos bíblicos, sino más bien novelas de aventuras, y se entretenía imaginando que las escribía.
          Fue mucho después, allí por 1940, inspirándose en la gran ciudad, que empuñó la pluma por primera vez. Se puso a componer una ambiciosa novela —que luego abandonó y destruyó— sobre la vida en la Ciudad de México. «Era —dice— una novela un poco convencional, un tanto hipersensible, pero que más bien trataba de expresar cierta soledad. Quizá por eso tenía esa cosa de hipersensibilidad. No convencía. Pero el hecho de que escribiera se debía precisamente a eso: parece que quería desahogarme por ese medio de la soledad en que había vivido, no en la Ciudad de México, sino desde hacía muchos años, desde que estuve en el orfanatorio».
          Fue un paso en falso, dice Rulfo, un mamotreto escrito «en un lenguaje un poco retórico, del cual me daba exactamente cuenta. No era lo propio como yo quería decir las cosas. Entonces, ejercitándome, para liberarme de ese lenguaje retórico, un poco ampuloso, hasta garrafal se puede decir, escribí en una forma más simple, con personajes más sencillos. Claro que fui a dar al otro lado, hasta la simpleza total. Pero es que usé personajes como el campesino de Jalisco, que habla un lenguaje castellano del siglo XVI. Su vocabulario es muy escueto. Casi no habla más bien...». El resultado fue su primer cuento, «La vida no es muy seria en sus cosas», publicado en 1942 en una revista de Guadalajara llamada Pan. Rulfo se había reconcentrado sin disminuirse. Había logrado un tono íntimo que captaba en carne viva las tensiones de la experiencia personal. En 1945 publicó su famoso cuento «Nos han dado la tierra». Los cuentos que se sucedieron los años siguientes, una cosecha escasa pero cristalina, fueron recopilados en 1953 con el título de uno de ellos, El llano en llamas. Entre 1953 y 1954, con una subvención de la Fundación Rockefeller, cuando lo ocupaba el proyecto del Papaloapan, escribió Pedro Páramo, que se publicó en 1955.
          La breve y brillante carrera de Rulfo ha sido uno de los milagros de nuestra literatura. No es, en el fondo, un renovador, sino al contrario el más sutil de los tradicionalistas. Pero ahí radica su fuerza. Escribe sobre lo que conoce y siente, con la sencilla pasión del hombre de la tierra en contacto inmediato y profundo con las cosas elementales: el amor, la muerte, la esperanza, el hambre, la violencia. Con él, la literatura regional pierde su militancia panfletaria, su folclore. Rulfo no filtra la realidad a través del lente de los prejuicios civilizados, la muestra al desnudo. Es un hombre en oscuro concierto con la poesía cruel y primitiva de los yermos, las polvaredas aldeanas, las plagas y las violencias, los odios y las vendettas de familia, las fiestas y los duelos, la dureza de la vida siempre al borde de la desgracia y la muerte. Su lenguaje es tan parco y severo como su mundo. No es un moralizador sino un testigo de la miseria de regiones desérticas que arden como llamaradas bajo un eterno sol de mediodía, donde la seca y el abandono han convertido zonas que eran en un tiempo vegas y praderas en tumbas de piedra. Es un estoico que no blasfema contra la vida, acepta el destino. Por eso su obra brilla con un fulgor lapidario.
          «Tanta y tamaña tierra para nada», dice uno de los personajes de El llano en llamas, la vista perdida en los espacios que se extienden hasta el horizonte en el bochorno y la desolación. Son estampas impresionistas, más que cuentos, pequeñas hogueras en las que se consume el alma. No todos están relacionados entre sí en el tiempo o el espacio. Pero es la misma vida ancha y ajena del hombre de la tierra. La región, a grandes rasgos, es la del sudeste de Jalisco, que abarca desde el lago Chapala, hacia al oeste por Zacoalco hasta Ayutla y Talpa, y al sur por Sayula y Mazamitla hasta el límite que separa Jalisco de los estados de Colima y Michoacán. Bandas armadas devastaron la zona durante la revolución. Enseguida, cuando regresó la población desplazada, estalló la revuelta de los cristeros, durante la cual, dice Rulfo, «hubo una especie de reconcentración. El ejército concentraba a la gente en las rancherías, en los pueblos. Cuando la revolución se hacía más fuerte, entonces se concentraba a la gente de esos pueblos en las poblaciones más grandes. Entonces había un abandono que se producía a base de reconcentraciones. La gente buscaba trabajo en otra parte. Después de unos años, ya no regresaba». La reforma agraria empeoró las cosas. Fue muy desorganizada. «La tierra, más que entre los campesinos, se distribuyó entre los obrajeros, entre los carpinteros, albañiles, zapateros, peluqueros. Eran los únicos que formaban comunidad. Para formar una comunidad se necesitaban veinticinco personas. Se reunían veinticinco personas y solicitaban tierras. Los campesinos no las pedían. La prueba está en que hasta la fecha los campesinos no tienen tierras. Es que el campesino estaba muy allegado al hacendado, al patrón. Había el sistema del mediero, es decir, se sembraba la tierra, el patrón entregaba la tierra al campesino y el campesino entregaba la mitad de la cosecha al patrón.» La anarquía favorecía la especulación. Y sigue todo igual ahora. En la actualidad, los pequeños agricultores de Jalisco «ya no tienen medios de vida. Viven en una forma muy raquítica. Se van a la costa o se van de braceros a los Estados Unidos. Regresan en la época de lluvias a sembrar algún terrenito allí. Pero los hijos, en cuando pueden, se van... Esa zona tiende a desaparecer». Los malos tiempos siguen arrasándola, dice Rulfo. El cuarenta o cincuenta por ciento de la población de Tijuana es originaria de allí. Las familias son numerosas, con un mínimo de diez hijos. La única industria es el mezcal, la planta de la que se obtiene el tequila. No por nada existe una ciudad llamada Tequila al noroeste de Guadalajara. El mezcal y el maguey —fuente del pulque— son productos clásicos de tierras empobrecidas en vías de desintegración.
          Rulfo escribe el epitafio de esas tierras. El llano en llamas es una áspera oración fúnebre por una región que expira. La cubren como una mortaja las nubes de la fatalidad. Pétreas son las horas, amargas las desilusiones, y la regla general es la resignación. Un coraje espartano disfrazado tras la apatía explota intermitentemente en arrebatos de violencia y de brutalidad: bandolerismo salvaje, vendettas sangrientas. Es una región de hombres acosados y mujeres abandonadas en la que «los muertos pesan más que los vivos». «No se puede contra lo que no se puede», dice la gente, inclinándose ante la muerte próxima que los aliviará por fin de la vida rapaz. Porque ésa es su única fe firme, su última ilusión, que «algún día llegará la noche» y la paz con ella, cuando los lleve la tumba oscura al descanso final.
          Los disgustos y las mortificaciones comienzan en la infancia, como en «Es que somos muy pobres», donde una muchacha —cuyas hermanas mayores, decididas a exprimir de su indigencia todo el placer que puedan, han recorrido el camino de la carne— se ve, a su vez, condenada a la perdición al desvanecerse sus esperanzas de casamiento cuando la inundación se lleva la vaca y el carnero que constituyen su pobre dote. Peor todavía es la suerte del niño que da su nombre a «Macario»: un huérfano criado de mal modo en un hogar adoptivo, cuyo único consuelo es el cariño de una cocinera bondadosa convertida en nodriza que le da leche con gusto a flores de obelisco. Macario vive bajo la sombra amenazadora de su madrastra, que lo espanta prometiéndole el infierno por su mala conducta. Para darle gusto —es una neurótica que pasa las noches en vela, oyendo ruidos— se pasa matando ranas en un estanque cercano —su croar no la deja dormir— y cucarachas en la casa. Roído por oscuras angustias —el encono, la nostalgia por una madre ausente— sufre ataques de epilepsia, y entonces, golpeando la cabeza contra el suelo, se imagina que oye resonar en la calle los tambores de las ferias. Con una especie de fruición sádica aplasta bichos con los pies, descuartizándolos, y desparrama las tripas por toda la casa. Sólo perdona a los grillos, que, según la creencia, cantan para ahogar los lamentos de las almas en el Purgatorio.
          Los secretos impulsos que precipitan a la gente a su ruina se encadenan en «Acuérdate», retrato fugaz de un prototipo aldeano, un fanfarrón que de pronto, nadie sabe por qué, se corrompe y se convierte en un criminal y un forajido. Quiere reformarse, y se embarca un rato como policía y hasta piensa en el sacerdocio. Pero una fuerza ciega lo lanza a la violencia, hasta que finalmente lo cuelgan de un árbol que, en un último acto de libre albedrío concedido por el destino irónico, escoge él mismo.
          La revolución, dice Rulfo, desató pasiones que con el tiempo se han vuelto hábitos en algunos de estos pueblos. Aunque el crimen en épocas más recientes se ha ido desplazando hacia la costa, próspera todavía en ciertas poblaciones de Jalisco, donde es un oficio e incluso todo un sistema de vida. Lo vemos haciendo sus estragos en «La cuesta de las comadres», que relata con sangre fría un narrador impávido en el que sentimos la indiferencia sufrida de un pueblo para el que la muerte está siempre cerca y la vida tiene poco valor. Una cuadrilla merodeadora de bandidos y cuatreros —los Torricos— aterrorizan a los habitantes de la cuesta de pequeñas parcelas de tierra laborable que da su título al cuento. Es uno de esos lugares contra los que se ha ensañado el destino. A lo largo de los años la población, seducida por esas ilusiones efímeras que obsesionan a todos los personajes de Rulfo, se ha desbandado. Parte de la culpa del éxodo la tienen los Torricos. El narrador los conoce bien. En su día robaba sacos de azúcar con ellos y estuvo a punto de dejar el pellejo en la aventura. Más tarde, cuando Remigio Torrico lo amenaza con un machete, acusándolo de haber asesinado a su hermano Odilón, que en realidad murió en una pendencia en el pueblo, lo mata a Remigio clavándole una aguja de embalar en las costillas. Todo esto lo cuenta como si tal cosa, con una naturalidad que congela la sangre. El escenario es la tierra de nadie que rodea a Zapotlán. Rulfo dice que en esos lugares ocurren las cosas más lóbregas sin que nadie se altere por ellas. «Hace un tiempo, en Tolimán, estaban desenterrando a los muertos. Nadie sabía la razón, la causa. Sucedía en etapas. Era cosa cíclica...» Recuerda otro caso: «De todos estos pueblos, hay uno que se llama El Chantle, donde se han ido a refugiar forajidos. Allí no hay ninguna autoridad. Ni las mismas fuerzas del gobierno intentan llegar allí. Es un pueblo de proscritos. Usted encuentra esas personas en otras partes. Generalmente son las más calmadas del mundo. No traen armas, porque los desarman. Usted habla con ellos y parece que no matan una mosca. Son una gente muy tranquila, una especie de campesino, así, un poco ladino, avispado, pero al mismo tiempo sin malas intenciones. Sin embargo, detrás de aquel hombre puede haber muchos crímenes. Entonces uno no sabe con quién está tratando, si con el pistolero de algún cacique o con un simple campesino de cualquier parte». Muchas veces las fuerzas del orden no son más civilizadas que los delincuentes que persiguen. En «La noche que lo dejaron solo» vemos a un pandillero fugitivo acechado por siniestros perseguidores que acaban con toda su familia. Cuando vuelve a hurtadillas a su choza por la noche, ve a través del humo de una fogata los cadáveres de sus dos tíos que cuelgan de un árbol en el corral. Los soldados están reunidos alrededor de los cadáveres, esperándolo. Se larga de cabeza por el matorral para zambullirse en el río, y oye a sus espaldas una voz que dice con una lógica salvaje: «Si no viene de hoy a mañana, acabalamos con el primero que pase y así se cumplirán las órdenes».
          Otro perseguido es el protagonista de «El hombre», cuya fuga lo precipita a un horizonte tras otro llevando íntegro el peso de su culpa. Es un asesino que ha terminado con toda una familia. Puntos de vista en constante flujo iluminan de a poco las incógnitas de la historia, anticipando técnicas perfeccionadas después en Pedro Páramo. La primera parte del cuento transcurre objetivamente en dos tiempos: uno que corresponde a las percepciones del perseguido, y el otro a las del perseguidor. A medio camino hay un desvío a un narrador en primera persona —el fugitivo— y luego al punto de vista de un testigo casual: un pastor que hace su declaración ante las autoridades policiales de la localidad. Todas son figuras huidizas, destellos humanos que se esquivan pronto en la vastedad de la llanura.
          En la tierra de los condenados nadie es responsable de sus faltas y sin embargo todos son culpables. Porque aun despojados de su humanidad, los hombres siguen pagándola. La culpa puede ser desconocida —sin por eso ser menos onerosa— como en el cuento «En la madrugada», donde despierta en la cárcel un peón de granja acusado de haber matado a su patrón en una pelea, y aunque no recuerda nada se dice, casi con regocijo: «Desde el momento en que me tienen aquí en la cárcel por algo ha de ser». O puede ser muy precisa y concreta, como en «Talpa», donde una pareja de adúlteros —un hombre y su cuñada— llevan al marido engañado, afligido por la peste, en una larga peregrinación a la Virgen de Talpa, a la que esperan llegar «antes que se le acaben los milagros». El viaje tiene un doble propósito (y también un doble sentido). El enfermo es una carga para sus parientes; saben que el esfuerzo lo agotará y así saldrán de él más pronto. Pero también ellos padecerán en el camino. Es lo que descubren cuando el apestado, que tal vez sospecha la verdad —aunque ellos mismos sólo la perciben a medias— se vuelve una especie de mártir y flagelante. En un arrebato de fervor ciego, se lacera los pies en las rocas, se venda los ojos y se arrastra a gatas con una corona de espinas. Su sufrimiento es el de ellos, su pérdida también. Dramatizan una desesperanza común. Cuando muere, los sobrevivientes no se ven absueltos de su culpa. El amor que se alimentaba a expensas del enfermo muere con él.
          La culpabilidad vuelve a ser el tema central de «Diles que no me maten», una historia de venganza. Un viejo crimen que el tiempo no ha derogado alcanza al protagonista, al que ata a una estaca el hijo del hombre al que asesinó años atrás, ofreciéndole primero con paradójica compasión unos tragos de aguardiente que le mitigarán el dolor, para después despacharlo sin miramientos. Aunque en realidad el peor castigo habría sido perdonarlo, porque con su mala conciencia ya había muerto de terror mil veces antes. Es la ironía de siempre. Las balas que lo acribillan arreglan cuentas muchas veces saldadas. Son el remate, nada más: golpes de gracia en un cadáver.
          El dolor crea fallas por dentro. La pobreza física es indigencia moral. Difunde sus venenos hasta en los rincones más íntimos de la vida privada, contagiando el amor y socavando la confianza y la amistad. Tal es el tema de «No oyes ladrar los perros», donde seguimos los pasos de un padre que lleva a su hijo herido al pueblo para que lo vea un médico, y amontona los reproches en el camino. En Rulfo hay casi siempre rencor y recriminación entre padres e hijos; se desgarran entre ellos aun cuando tratan de ayudarse. Lo que una generación puede transmitir a la siguiente es poco más que una impotencia secular. Los jóvenes, desheredados, son arrojados al mundo indefensos, para arreglárselas como puedan. Los que tienen vigor y ánimo se defienden. Los otros se marchitan, o se hacen maleantes. «Los hijos se te van... no te agradecen nada... se comen hasta tu recuerdo», dice un cuento. Las relaciones entre hombre y mujer no son más felices que las relaciones entre padres e hijos. En «Paso del Norte» se nos cuenta lo que le sucede a un joven que deja a su familia para cruzar ilegalmente la frontera de los Estados Unidos. Lo reciben del otro lado a los balazos, y cuando regresa con su derrota a la aldea se encuentra con que su mujer lo ha dejado. Abandonando a sus hijos, desaparece tras ella, destinado a vagar por la región como un alma en pena.
          Hay siempre los que de alguna manera, aun desde el infortunio total, medran con los males ajenos. Es el caso de los bandidos errantes de «El llano en llamas», que saquean los ranchos e incendian los campos galopando a través de la llanura perseguidos por tropas del gobierno que no los alcanzan nunca o los dejan escapar cuando ya casi los tienen entre las manos. Son la banda parasitaria de los Zamora, que «aunque no tenemos por ahorita ninguna bandera por qué pelear, debemos apurarnos a amontonar dinero», y se entrenan cortando gargantas y acumulando botín. El jefe juega al «toro» con los prisioneros, que desarma para luego arremeterlos con su espada. Descarrilan trenes y raptan mujeres. La mala suerte quiere que el narrador pase un tiempo en la cárcel, de donde sale algo corregido. Tal vez una mujer que le abre los brazos a la salida —en un desenlace un tanto sentimental— lo salvará. Pero probablemente volverá a sus andanzas. O encontrará alguna otra manera ambigua de ganarse la vida, como Anacleto Morones, en el cuento del mismo nombre, que revela mejor que ninguno a Rulfo como un ironista mordaz. Anacleto se enriquece como santero, combinando el arte del negociado con la charlatanería religiosa. Su fama le rinde grandes beneficios. Entre sus devotos partidarios hay una recua de viejas brujas hipócritas que se han dejado seducir de más de una manera por sus encantos. Cuando muere, de vulgar buhonero se convierte en «el santo niño Anacleto». Las viejas quieren hacerlo canonizar oficialmente y acuden a Lucas Lucatero, el yerno de Anacleto, para que testifique los presuntos milagros. Pero Lucas Lucatero sabe de memoria que Anacleto fue un farsante. Resulta que su mayor milagro fue dejar embarazada a su propia hija, la mujer de Lucas. Lucas lo ha matado y enterrado con todo y sus milagros bajo el piso.
          Tal vez, en la balanza final, Lucas Lucatero y el mismo Anacleto no fueron alguna vez peores que los honrados campesinos del adusto y fúnebre «Nos han dado la tierra», que sigue siendo uno de los cuentos más conmovedores de Rulfo. Con una especie de compasión impersonal que hace al cuento doblemente sugestivo, habla de un grupo de hombres a los que se han otorgado tierras en una región estéril bajo un programa de distribución gubernamental. Los envían lejos de los campos fértiles que bordean el río, donde han impuesto sus prerrogativas poderosos terratenientes. El grupo, reducido ahora a cuatro hombres, ha marchado durante once horas, con el corazón en la boca, a través del desierto, en el que «nada se levantará... ni zopilotes».
          Sin embargo, la vida continúa. «Es más dificultoso resucitar un muerto que dar vida de nuevo», dice Rulfo en alguna parte, resumiendo la actitud general. De esta frágil esperanza se alimentan las vidas exiguas. Haber sabido captar lo que tienen de fuerza elemental ha sido el mérito de Rulfo. En los pequeños detalles está la mano maestra. Tiene debilidades como narrador. La excesiva poetización congela algunas de sus escenas. Sus personajes son a veces demasiado tenues y fragmentarios para darse con toda su humanidad. Son voces y gestos que pasan y se desbaratan. Por su falta de recursos internos, al final inspiran poco más que compasión. Ese patetismo es un peligro. Pero hay entradas a otra dimensión: un escenario de alegoría y tragedia. Vivir, en Rulfo, es morir desangrado. El llano es la condición humana. Late en cada gesto la mortalidad. Rulfo puede evocar la fatiga de un largo día de marcha a través del desierto con una frase sencilla: «A mí se me ocurre que hemos caminado más de lo que llevamos andado», o la angustia y el anhelo inexpresables de toda una vida en la voz quieta de una mujer que dice de su marido ausente: «Es todavía la hora en que no ha vuelto». De la madre que ha perdido a todos sus hijos comenta simplemente: «Se dice que tuvo su dinerito, pero se lo acabó en los entierros». Rulfo es trágico porque abre a algo más grande. Los conflictos entre padres e hijos y entre hermanos, la culpa y la orfandad, son los del teatro griego y el antiguo testamento. El estilo, en sus mejores momentos, es tan sobrio como sus paisajes. Las voces van formando un coro que dice profecías.
          Uno de los cuentos más característicos de El llano en llamas es «Luvina», el nombre de una aldea situada en una colina de piedra caliza, que sufre una oscura maldición en una zona barrida por una polvareda que parece transportar cenizas volcánicas. Es «un lugar moribundo donde se han muerto hasta los perros». Como la antiguamente fértil cuesta de las comadres, es un pueblo fantasma destinado al olvido. «Yo diría que es el lugar donde anida la tristeza, donde no se conoce la sonrisa, como si a toda la gente le hubieran entablado la cara», advierte el narrador, un antiguo residente, a un viajero encaminado en esa dirección. Él sabe, porque: «Allá viví. Allá dejé la vida». Estos días no vive nadie en Luvina más que «los puros viejos y los que todavía no han nacido... y las mujeres solas». Los que no se han ido, como de costumbre, es porque los retienen los muertos al lugar. «Ellos viven aquí y no podemos dejarlos solos», dicen. Se las aguantan como pueden, pensando: «Durará lo que debe durar».
          También en Comala, en Pedro Páramo, los vivos, si los hay, y los muertos son indistinguibles. Comala es el fin del mundo, apenas una depresión en el paisaje. Pero para sus habitantes es una olla ardiente colocada «sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno». Allí la carne y la sangre o se petrifican, o se evaporan. Sólo queda una sombra de vida, formada por figuras de ultratumba que se disipan al sol y que resultan ser almas inquietas de los difuntos.
          Pedro Páramo es la historia de un caudillo local, un ejemplar clásico del género. Muerto y enterrado, se sigue sintiendo su presencia. Juan Preciado, el hijo, trata de reconstruir su vida en la memoria. Lo busca a tientas, entre sus despojos, las voces del pueblo, los cuchicheos y los rumores. Juan se ha criado lejos, con su madre. Con vagas ilusiones, tras una ausencia de muchos años y cumpliendo con una promesa que le hizo a la madre en su lecho de muerte, regresa a Comala, en busca también de su identidad. Reconocemos una variante del mito mexicano del «hijo de la chingada», huérfano de padre desconocido. Son los descendientes de la madre tierra mexicana violada por el conquistador.
          Juan Preciado encuentra un pueblo en ruinas —existe un pueblo llamado Comala justo al sur de la frontera de Jalisco, cerca de Colima— compuesto apenas de voces y ecos. Un camino demacrado se empina por la ladera que lleva al pueblo. Por un arriero que encuentra en el camino —Abundio, un hijo natural del caudillo, y en consecuencia medio hermano de Juan Preciado— se entera de que Pedro Páramo ha muerto. Muertos, no tardará en comprender, están todos los habitantes del lugar, incluso él mismo. Es el mes de agosto, pleno verano, época de un calor sofocante. Juan Preciado se pasea de un lado a otro en la modorra como un espectro. Todos sus encuentros resultan ser espejismos o fantasmas. Esos pueblos, dice Rulfo, son verdaderos sepulcros dedicados al culto de los muertos. El respeto cristiano por la muerte se ha mezclado con el culto pagano de los antepasados. Hay ciertos días del año, por ejemplo —los primeros días de octubre—, cuando los muertos, según dice la gente, vuelven para aparecerse a los vivos. «Hay la idea de que aquel que muere en pecado sigue vagando sobre la tierra. Son las ánimas de los muertos» que no encuentran paz ni reposo. Pronto Juan Preciado siente su cabeza «llena de ruidos y de voces». La verdad, como vamos descubriendo, es que al contar su historia ya está en el otro mundo. Su muerte —o más bien la repentina conciencia que toma de ella— se apunta a la mitad del libro. Un día lo encuentran en la calle «acalambrado, como mueren los que mueren muertos de miedo». Y es que efectivamente así murió. «Lo mataron los murmullos», dice una voz. Desde su tumba, en las profundidades de la tierra, oyendo la fiebrosa agitación de los muertos, Juan Preciado sigue recomponiendo la historia de Pedro Páramo.
          Nos remontamos a comienzos de siglo, en vísperas del estruendo revolucionario. El escenario, jaliscano en sus contornos generales, se propone, dice Rulfo, ser más representativo de México en su conjunto que de una provincia particular. Le interesa menos la precisión geográfica que el ambiente anímico. «Yo conozco mucho la República Mexicana y conozco cacicazgos tremendos en el estado de Guerrero y en otras partes del país. Que yo haya situado Pedro Páramo en Jalisco fue sencillamente debido a que la conozco. Yo tengo la desgraciada tendencia de situar geográficamente a ciertos personajes imaginarios. Me gusta ubicar geográficamente al personaje. Es el ambiente de la zona.»
          ¿Quién es Pedro Páramo?
          No es el latifundista ausente que dominaba en el norte de México, donde nació la revolución. Éste era el gran propietario que residía en la capital, dejando sus tierras, que a veces nunca había visto, en manos de un administrador, y educaba a sus hijos en Europa. En cambio, Pedro Páramo «es el caso representativo del hacendado mediano que existía en Jalisco, un hacendado que está sobre sus tierras y las trabaja. Es capaz de tomar el arado y sembrar». Pero eso no impide que reine con absoluta rapacidad en la región donde manda.
          De la penumbra de la memoria colectiva va surgiendo poco a poco una figura nítida. En otro tiempo Pedro Páramo heredó una propiedad importante, llamada la Media Luna, de su padre, don Lucas, que fue asesinado por un peón y dejó a su hijo traspasado de odio por la comunidad, que pronto aprendió a temerlo. Pedro Páramo, hasta entonces poco más que un jovencito calavera amante de los galanteos campestres, impulsado por el rencor y la ambición, empuña firmemente las riendas. Se inicia un período de violentas represalias. Para consolidar su poder, Pedro Páramo soborna o expulsa a sus vecinos, falsificando escrituras, desplazando linderos y en caso de necesidad recurriendo a la mano armada. Don Lucas dejó una cantidad de deudas de las que se desentiende. Un abogado trapisondista a sueldo suyo le arregla las cosas bajo la mesa. Y no le faltan métodos eficaces. Entre sus principales acreedores están unas hermanas llamadas Preciado. Pedro Páramo decide casarse con una de ellas, Dolores, que languidece por él. Y una vez decidido, ¿quién lo para? Mediante los buenos oficios de Fulgor Sedano, su mayoral, hombre de confianza y hábil negociador, la convencen para que lo acepte inmediatamente, aunque la luna está «brava» —ella tiene sus reglas— según el curandero de la localidad. Pedro Páramo, que no se distingue por la delicadeza de sus sentimientos, sigue adelante. Todo esto lo sabe Juan Preciado, el hijo de Dolores, por una aparecida: Eduviges Dyada, íntima amiga de infancia de su madre, que recuerda en el silencio de la tumba cómo ella —que también quería a Pedro Páramo— sustituyó a Dolores en la cama matrimonial en el momento decisivo para ayudarla a pasar la noche de bodas. Lo que no impidió que Dolores, ultrajada y al final descartada por Pedro Páramo, huyera poco después, abandonando el lugar para siempre.
          Entretanto, la Media Luna prospera. Hay emergencia. Un día llegan los presagios de la revolución. Circulan rumores de que anda rondando por allí Pancho Villa. Luego vienen los cristeros. Pero en cada caso Pedro Páramo se las arregla para salir campante. Se «une» a la revolución para salvar la piel. Hospeda a los rebeldes, les promete dinero y abastecimientos, y luego envía a uno de sus secuaces de confianza, Damasio, con algunos hombres para que combatan en sus filas y los vigilen. El plan no le cuesta un centavo. Ni siquiera tiene que mantener a sus tropas. Saquean los ranchos de la vecindad, no sólo manteniéndose con la rapiña sino además favoreciendo indirectamente los intereses del patrón de la Media Luna.
          Pero nada es eterno, y un día cae el telón. El primer golpe que recibe Pedro Páramo es la muerte de su adorado hijo Miguel, una mala hierba que ha matado ya a un hombre a los diecisiete años e impregnado a la mitad de las muchachas de la vecindad. Sólo la influencia de su padre lo salva de la cárcel. Hasta que finalmente, una madrugada en que vuelve a casa de una de sus correrías nocturnas, se desbarranca al arrojarlo su caballo. Y se acabaron las parrandas... Porque la muerte de Miguel es de algún modo la zancadilla fatal que le hace el destino a Pedro Páramo. Con clara visión se da cuenta enseguida de lo que le espera. «Estoy comenzando a pagar. Más vale empezar temprano, para terminar pronto», dice, reconociéndose de pronto en la desgracia. A la vista de Miguel amortajado para el entierro, lo atraviesa un presentimiento de su propia caída. «Parece más grande de lo que era», dice, melancólico y resignado.
          Al final, lo que pierde a Pedro Páramo es lo que pierde a todos los demás personajes en Rulfo: la ilusión. En su caso es el amor imposible por la bella Susana San Juan, «una mujer que no era de este mundo». Susana era una compañera de juego de infancia con la que se bañaba desnudo en los arroyos del campo y lanzaba barriletes en «la época del aire». Susana —imagen etérea que lleva siempre en el recuerdo como un resabio de la inocencia perdida, un anhelo de imposible felicidad— es una muchacha extraña, una especie de Ofelia, frágil y sensual, siempre al borde de la locura. Tiene visiones y pesadillas. Perdió a su madre cuando era joven, y luego la traumatizó su padre, Bartolomé San Juan, un minero empecinado en la búsqueda de un tesoro enterrado que mantiene con su hija una relación equívoca. Cierta vez la hizo bajar por una cuerda a las profundidades de un pozo bajo los tablones de la casa para que recogiera lo que él se imaginaba como una pepita de oro, aunque resultó ser un apestoso esqueleto. La niña regresó muerta de espanto, y para empeorar las cosas, de adolescente se enamoró de Florencio, con cuyos abrazos apasionados se ha pasado soñando su vida entera. A Florencio lo despacharon por orden de Pedro Páramo... Y desde que «enviudó», Susana vive con su padre solitario, que se la ha llevado a un pueblo minero para que olvide... El clima incestuoso que crea el viejo alrededor de ella, dice Rulfo, es su manera de romper el hechizo, de tratar de hacerla volver a la realidad. Nos acercamos peligrosamente al estereotipo del trauma infantil. Pero todo queda en el aire, ambiguo siempre. Sólo hay indirectas, «hilos» de sugestión, indicios, sentidos implícitos. Después de treinta años de ausencia, completamente arruinado, el viejo acepta que lo aloje Pedro Páramo, quien a cambio le exige la mano de su hija. Con lo que Pedro firma su condena. Susana se convierte en su esposa, pero sólo en el papel. Sus fascinaciones febriles se agravan. Por la noche se agita en la cama llamando a Florencio. Cuando muere, atormentada por el cura macabro de la localidad, Pedro Páramo, aturdido, hace que las campanas de la iglesia de Comala repiquen durante tres días seguidos. Pero nada puede devolverle a Susana. Para peor, las campanas alegres crean una atmósfera festiva en el pueblo, que celebra dichoso el velorio. En venganza, Pedro Páramo decide: «Me cruzaré de brazos y Comala se morirá de hambre». Y así sucede. Pedro Páramo quema sus posesiones, descuida sus tierras y pasa el resto de su vida sentado al borde del camino con la mirada fija en la cuesta por donde fue llevada Susana al cementerio. El drama interior se refleja en el mundo afuera. Los ríos se secan, la gente se va. Es como si la existencia misma de Comala dependiera de la voluntad de un solo hombre. El poder del caudillo había dado a la región una cierta cohesión y estabilidad. Ahora el derrumbamiento es completo. A Comala se le ha ido el alma. Rulfo dice: «En realidad, es la historia de un pueblo que va muriendo por sí mismo. No lo mata nada. No lo mata nadie». Sencillamente envejece y caduca. Pedro Páramo encarna la sensación general de fatalidad. Cansado, desilusionado, espera la muerte, que llega al fin el día en que Abundio, el arriero, convertido en Némesis —se ha emborrachado después de la muerte de su esposa, por la que acusa vagamente a Pedro Páramo—, le clava un cuchillo. Para Pedro Páramo es un momento de plenitud final. «Ésta es mi muerte», dice, acogiéndola como a un miembro de la familia.
          Tal es la línea general de la historia. Pero la cara de Pedro Páramo —piedra y páramo— se compone en un espejo de polvo y espectros. Suspiros de muertos, sombras que pasan. Rulfo pinta al claroscuro, entre telas, con medias luces, susurros, rumores que confabulan en las tinieblas. Dice Rulfo, que parece preguntarse él mismo cómo logra hacer lo que hace: «Imaginé el personaje. Lo vi. Después, al imaginar el tratamiento, lógicamente me encontré con un pueblo muerto. Y claro, los muertos no viven en el espacio ni en el tiempo. Me dio libertad eso para manejar a los personajes indistintamente. Es decir, dejarlos entrar, y después que se esfumaran, que desaparecieran». Es un sistema telepático. Pensamientos que andan como personas, intuiciones. Estamos en un mundo de efectos sin causas. Como en los cuentos de Rulfo, son los pequeños detalles los que fijan una escena: un gesto que proyecta una manera de estar en el mundo, una forma de decir. Se destacan nítidos los personajes secundarios: por ejemplo, el padre Rentería, cuya obsequiosidad con el poderoso que patrocina la iglesia hace una parodia de su apostolado. Cuando su confesor le niega la absolución y se encuentra solo con su alma por la noche, reza pro forma, sin fe, «repasando una hilera de santos como si estuviera viendo saltar cabras». Lo acompañan en su pena la temblorosa Eduviges con sus recuerdos mustios; un hermano y una hermana incestuosos que alojan a Juan Preciado en su casa una noche; Dorotea, que sufre un atroz remordimiento de conciencia —y males psicosomáticos— por lo que puede haber sido un embarazo imaginario o un niño abortado, cuál de los dos no sabemos nunca con seguridad, y no importa, porque de todos modos está irreparablemente condenada por su papel de alcahueta de Miguel Páramo.
          Pedro Páramo tiene sus imperfecciones. Hay una figura de Madre, con mayúscula, típicamente mexicana, que languidece en el fondo con lagrimones en los ojos. Siempre que se evoca su imagen nos balanceamos al borde de la sensiblería. La misma figura de Pedro Páramo está cortada a la medida de un viejo molde. El estilo austero, el enfoque oblicuo, no alteran el hecho de que sea en el fondo un estereotipo del déspota local. Los instintos sexuales de Pedro Páramo, su oportunismo y su rapacidad, y hasta su nostalgia algo fatua por un amor de juventud que simboliza la inocencia perdida, son todos lugares comunes literarios. Pero está siempre ese otro paisaje más vasto. Rulfo cuenta la esencia de una historia milenaria. Pedro Páramo no es épica sino elegía. Su efecto descansa en gran parte en el uso que hace Rulfo de los ritmos y las intuiciones del lenguaje popular. «Es un lenguaje hablado», dice. Pero no es la voz del autor la que habla; son las voces de los personajes. Rulfo las combina, las entreteje, las orquesta; pero sobre todo las escucha con atención. El lenguaje es lo que da vida a sus libros. Por supuesto, aclara, «no es un lenguaje captado, no es que uno vaya allá con una grabadora a captar lo que dice esa gente, es decir a observar: “A ver cómo hablan. Voy a aprehender su forma de hablar”. Aquí no hay eso. Así oí hablar desde que nací en mi casa, y así hablan las gentes de esos lugares». Para Rulfo, el ritmo del lenguaje es el de la sangre, lo demás es retórica. Siempre se ha opuesto al rebuscamiento y la redundancia barroca de la literatura latinoamericana. Dice: «Trato de defenderme del barroquismo. Y lo haré por todos los medios que tenga a mi alcance». Su tono es el del pudor, la reticencia. Se sabe que de la exuberancia de un manuscrito de varios centenares de páginas ha extraído alguna vez las cuatro preciosas gotas de savia que fueron a nutrir un cuento perfecto.
          Es un país de camarillas literarias, Rulfo ha perseguido siempre su propia sombra, parece no tener nexos con nadie. Agustín Yáñez, un novelista de peso que es en la actualidad ministro de Educación, es de su estado natal. Rulfo apenas parece haber oído hablar de él. Sería difícil imaginarse dos temperamentos más distintos. Rulfo, cuyas opiniones tajantes sobre otros miembros de la profesión suelen causar ofensa en México, pertenece a esa raza de hombres para quienes escribir es un asunto muy íntimo que se produce en la oscuridad de la noche. Es supersticioso y reservado en todo lo que respecta a su trabajo. Hablará de cualquier cosa menos de eso. «Payasos», llama a los que se exhiben, y él, desde sus días de aprendizaje cuando se iniciaba en su oficio solitario a la luz de una vela al margen de la ciudad dormida, se ha ocultado siempre. Por años no conoció a ninguno de sus contemporáneos literarios. Dice que leía unas pocas revistas literarias, pero nada más. Sólo sabía que «parecía que tenía que ser escritor». Confiesa que en una época, entre 1948 y 1952, anduvo con un grupo llamado América que editaba una revista del mismo nombre. «El grupo es necesario para impulsarse», dice un poco sardónico. Pero éste era un grupo irregular que incluía a las personas más heterogéneas. Casi lo único que tenían en común eran las ganas de reunirse de vez en cuando en un café chino para refrescarse y chismear un rato. El círculo se encogía o se ampliaba a medida que la gente iba o venía, hasta que no quedó nadie. Por fortuna, dice Rulfo, la revista ya no existe.
          ¿Cuál será la posición de Rulfo dentro de la literatura mexicana?
          El último en saberlo es Rulfo. Dice que cuando iba a la escuela no había mucha literatura mexicana. Los autores leídos en México en esa época eran Vasconcelos, los escritores políticos de la revolución, los cronistas del momento: Martín Luis Guzmán, Mariano Azuela. «Pero aun a ellos se los leía muy poco. Casi no tenía ningún valor la literatura mexicana. Se consideraba, por ejemplo, a la novela de la revolución como el reportaje de ciertos hechos. Se editaron mucho (eso en proporción, ¿no?) pero no se leían. La tendencia era leer literatura de otros países. En las escuelas, la literatura española. Libremente, se leía la literatura rusa, literatura que venía de España, se traducía, se editaba en España, pero no española. Al mismo tiempo que se editaba la literatura rusa se editaba la literatura norteamericana. Se conocía a Dos Passos, a Sinclair Lewis, a Elmer Rice y a Hemingway. España tuvo un auge muy fuerte antes de la revolución en cuestión de traducción, sobre todo obras de carácter social.»
          Desde el comienzo, Rulfo desconfió de las herencias fáciles. En los pocos cursos de literatura que siguió en sus momentos libres le preocupó y decepcionó la costumbre que tenían los profesores de enseñar lo peor de la literatura española: «Pereda, la Generación del 98... Sabía que ése era el retraso de la literatura latinoamericana: el que estábamos absorbiendo una literatura que era ajena a nuestro carácter, a nuestro modo de ser». Además, la cultura española estaba en decadencia. «Habían teologado hasta con las matemáticas.» España se había aislado del mundo durante siglos. Su debilidad fue lo que permitió que los países latinoamericanos conquistaran su independencia. Pero todavía no se habían independizado en el plano cultural. Rulfo se apresura a reconocer su ascendencia española. Agrega, con una chispa en el ojo, que uno de sus antepasados incluso perteneció a las fuerzas realistas de Callejas que lucharon contra la revolución. Lo que reprocha a España es su provincialismo y su flojera lingüística. «Lo que a mí me duele, por ejemplo, en España, es que se esté perdiendo el idioma», dice. Es un tema que discute siempre con la gente, metiéndose en argumentos. En Latinoamérica ocurre justo lo contrario. Por un lado, el lenguaje se ha enriquecido con el aporte de los dialectos indios, y por el otro, hay zonas aisladas en las que ha conservado su pureza clásica. Rulfo se dio cuenta hace tiempo de que «España no tenía ninguna cultura que dar a América». Siempre prefirió la literatura rusa —Andreyev, Korolenko— y, sobre todo, es un gran admirador de la literatura nórdica: Selma Lagerlöf, Bjørnson, Knut Hamsun, Sillanpää. «Tuve alguna vez la teoría de que la literatura nacía en Escandinavia, en la parte norte de Europa, y luego bajaba al centro, de donde se desplazaba hacia otros sitios.» Sigue siendo un lector asiduo de Halldór Laxness, a quien considera un gran renovador de la literatura europea, desde una posición diametralmente opuesta, digamos, a la de la escuela intelectual francesa. Cree que la literatura de los Estados Unidos ha ejercido también una influencia saludable en los últimos años. Pero Rulfo, con su amor de lo diáfano, prefiere a los nórdicos, por su «ambiente neblinoso». El mismo factor lo inclina hacia la obra del novelista suizo C. F. Ramuz, cuyos retratos de adustos campesinos en conflicto con una civilización hostil tienen fuertes connotaciones para él. Rulfo no pretende que sus preferencias se basen en un juicio catedrático. Tiene una notable debilidad, por ejemplo, por los dramas paisanos de Jean Giono, a quien considera un gran talento menospreciado de las letras francesas. Giono, dice Rulfo, rompe con los artificios de la tradición de los Jules Romains y los Mauriac, quienes, sostiene, producen obras tan indistinguibles que «no sabe uno a quién está leyendo. Todos escriben igual». En todo caso, parecen «escritos». Y eso es lo que él ha tratado siempre de evitar. «Precisamente lo que yo no quería era hablar como un libro escrito. Quería, no hablar como se escribe, sino escribir como se habla.»
          Si la suerte lo ha favorecido en su propósito, dice, es porque en realidad nunca se puso a desarrollar su estilo de manera consciente. «Es una cosa que simplemente ya existía allí.» Lo descubrió y lo tomó tal como lo encontró. En esto puede haber contribuido a señalar el camino a algunos de los escritores de la nueva generación en México, que han comenzado a prestar un oído más atento al lenguaje cotidiano. No es, dice, que tenga imitadores. Le desagrada esa idea, y la rechaza con vehemencia. Pero su obra puede haber revelado algo del potencial literario del lenguaje popular. «Entonces quien escriba así no está influenciado por Pedro Páramo —dice—, sino simplemente ha visto que él hablaba ese idioma, ese lenguaje, pero que nunca lo había aprovechado».
          Once años han pasado desde Pedro Páramo y Rulfo ha guardado un extraño silencio. Se muestra poco dispuesto a hablar de lo que ha publicado entretanto, y cuándo. Se angustia de pronto cuando le hacemos la pregunta. Menciona «algún cuento, uno que formaba parte, que tenía la misma línea, de El llano en llamas. No sé cómo llegó allí... Fue más bien que se traspapeló, y a la hora de publicar el libro no entró...». Parecería que, por modestia o distracción, controla poco lo que hacen las editoriales con sus libros. Se dice que la traducción francesa de Pedro Páramo, por ejemplo, es más extensa que el original. ¿Qué pudo haber sucedido? Quizá se mezclaron unos papeles en el camino...
          Por ahora tiene otros proyectos. Mientras la gente se pregunta si volverá a dar señales de vida, trata de resolverse a publicar una novela inconclusa que ha prometido y retirado mil veces, llamada La cordillera. «Estoy medio trabajando en ella», dice. Hace poco creyó haberla resuelto, pero a último momento decidió rehacerla otra vez más. Había que volver a meditarla por completo. «Me parecía un poco densa.» Quisiera ahora hablar de ella, pero «es un poco difícil de explicar». El escenario son otra vez los pueblos de Jalisco, «pero ya tomados desde su base. En el siglo XVI». Rulfo sigue las vidas y destinos de una familia de encomenderos desde sus orígenes, a través de generaciones de guerras y migraciones, hasta el presente. Como siempre en sus obras, el viaje es mental, un recuerdo evocado a trozos y cabos sueltos por los descendientes de los muertos. «En realidad, es la historia de una mujer que es la última descendiente de las familias estas.» Es probablemente otra alma perdida que el estigma de los siglos ha marcado con su pena sin nombre. Porque la lección de la historia, en Rulfo, es que el pasado podrá olvidarse, pero nunca ser enterrado. Por eso en su obra ha tratado de «mostrar una realidad que conozco y que quisiera que otros conocieran. Decir: “Esto es lo que sucede y lo que está sucediendo”; y: “No nos hagamos ilusiones. Vamos a ponerle el remedio si acaso es una cosa fatal”. Pero en realidad yo no tiendo al fatalismo. No creo ser fatalista. Simplemente conozco una realidad que quiero que otros conozcan... Yo quisiera precisamente en La cordillera, intento, más que nada, dar la sencillez de la gente del campo, expresar la sencillez de alma que tienen. El hombre de la ciudad ve sus problemas como problemas del campo. Pero es el problema de todo el país. Es el problema mismo de la ciudad. Porque el hombre de allá viene aquí, emigra a la ciudad, y aquí se produce un cambio. Pero él no deja hasta cierto punto de ser lo que fue. Él trae el problema». La prueba es Rulfo, que lleva el llano en llamas en el alma.



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