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martes, 26 de marzo de 2019

¿Qué pasó con Emma Reyes?

Emma Reyes


¿Qué pasó con Emma Reyes? 


Soho, enero de 2013


Me llegó un libro a las manos que no pude soltar hasta acabarlo. Lo leí en poco más de dos horas, y después de leerlo, no pude dejar de pensar en él. Días después, seguía ahí dando vueltas en mi cabeza. Ese libro es Memoria por correspondencia y, según la crítica especializada —Semana, por ejemplo—, es el mejor libro de 2012 y de los últimos años en Colombia. El argumento es sencillo: es la infancia miserable de una mujer que la narra sin resentimientos ni rencores a través de veintitrés cartas que le escribe a su amigo, el intelectual Germán Arciniegas. Las cartas recuerdan la pacífica tristeza, la nostalgia sin aspavientos, de Las cenizas de Ángela. Memoria por correspondencia fue escrito por una mujer que fue analfabeta hasta los dieciocho años, que nunca pasó por un colegio ni una universidad. Narra en ellas desde el recuerdo más lejano de su infancia —cuando vivía en una pieza que no tenía ni luz ni inodoro ni ventanas, en el barrio San Cristóbal de Bogotá, a comienzos de los años veinte— hasta que la abandonan junto a su hermana para terminar confinadas en un convento casi por quince años. Si Rilke decía que la patria de todo hombre es su infancia, la de Emma Reyes es una patria eterna para quien la lea. Esa infancia ya es nuestra, nos pertenece para siempre. 


Después de su huida del convento se sabe a grandes rasgos que hizo autoestop por Suramérica hasta llegar a Argentina. Se casó en Uruguay. Vivió en Paraguay. Se convirtió en artista. Se ganó una beca y se fue a París para terminar codeándose con la élite cultural de Europa, como Alberto Moravia, Jean-Paul Sartre, Pier Paolo Pasolini, Enrico Prampolini, Elsa Morante, entre tantos otros, y ser la madrina de los pintores colombianos en Francia hasta su muerte, en 2003 en Burdeos. ¿Quién era Emma Reyes, esa mujer que me hizo leer su infancia entre lágrimas? 


Me obsesioné y desde que terminé el libro me juré averiguarlo. ¿Qué pasó con los demás personajes que menciona en sus cartas? ¿Por qué su apellido Reyes? ¿Supo quiénes eran sus padres? ¿Los buscó alguna vez? Acá está todo lo que sucedió con Emma Reyes, con su hermana, con la increíble vida que le esperaba. 




Emma Reyes fue una hija de María Auxiliadora. En 1909 nació el Taller María Auxiliadora donde las niñas «por muchos años se encargan de bordar la banda presidencial por su relativa cercanía, amistad y colaboración permanente con el Palacio Presidencial», justo lo que hizo Emma durante los años que duró allí. En 1920 —cuatro antes de que Emma ingresara—, el taller se ubicó en la calle 8 n.° 10-65, el santo patrón era Juan Bosco y la directora general, María Carolina Mioletti, como también está en sus cartas. Hoy esa dirección no existe: el Parque Tercer Mileno borró el peor recuerdo que pudo tener Emma. 


En el Centro Histórico Salesiano, en el colegio León XIII, hay documentos que hablan de algunos personajes como el padre alemán «Bacaus», quien iba todos los días a darles misa a las niñas y quien quizá fue uno de los pocos personajes de recuerdo dulce para ella. Emma nunca supo cómo se escribía su apellido: en realidad era Backhaus, «... el único hombre y la única persona venida del mundo que teníamos derecho a ver». En la revista Voz Amiga, de exalumnas de María Auxiliadora, de 1940, mencionan a tres de las monjas que aparecen en sus cartas: sor Dolores Castañeda, «la directora»; sor Inés Zorrila, «la que dirigía la lavandería», y sor María Ramírez, «la monja que más amé», quien dirigía la zona de planchado. Pero lo más conmovedor, el testimonio más cercano a lo que Emma escribió sobre su paso por ahí, sobre su trabajo con el bordado y la pobreza con la que convivían es un artículo de La Crónica, en 1924, cuando ella debió ingresar allí a los cinco años. El texto «Las hijas de María Auxiliadora» dice que el instituto «tiene por objeto, según se lee en el folleto oficial “Protección de la infancia”, preservar y educar a niños pobres». Y sigue el relato de alguien que optó por firmar como Polídoro: «A ciertas horas se oyen desde los alrededores cantos melifluos, ruidoso gritar de niñas en recreo animadísimo, rezos devotos; en otras el silencio es tan absoluto como si nadie existiera en aquella casa: pero si nos detenemos a escuchar, percibiremos el acompasado rumor de las máquinas Singer o los arpegios del piano». El narrador dice que cierto día entraron ahí — habla en plural— guiados por la curiosidad. «Desde el primer momento llama nuestra atención una vidriera en que campean unos cubrelechos tan primorosamente bordados y algunos otros trabajos en lino y seda, tan perfectos que vienen deseos de comprarlos.» Luego, Polídoro describe los patios con similitud a como lo hizo Emma y también un salón largo donde decenas de jóvenes bordan y cosen. La monja dice que ahí «hacen toda clase de bordados en blanco, en seda y en oro, se confeccionan ornamentos de iglesia. Con su producto se sostienen muchas niñas pobres y huérfanas». 


El cronista termina así su relato: «Cuando salimos a la calle, teníamos los ojos humedecidos». 





—Emma, ¿cómo fue tu infancia? 

—A veces me parece tristísima y a veces privilegiada. 

—Eso es muy ambiguo, concretemos: ¿cómo fue tu infancia? 

—Esa infancia se pasó en un convento sin salir nunca. En un mundo absolutamente de sueño, de abstracción, porque todo lo que pasaba fuera del convento lo denominábamos «el mundo», como si estuviéramos en otro planeta. Naturalmente eso desarrolló en nosotras una enorme imaginación, nuestra imaginación se enloqueció imaginándonos inclusive que los árboles eran de otro color y la gente de otra forma, y fue tal la angustia de lo que estaba afuera que yo decidí escaparme un día. 

Así comienza la entrevista que le hizo Gloria Valencia de Castaño a Emma Reyes en 1976 para el programa de televisión Gloria 9.30 —cuando la artista tenía cincuenta y siete años—, y que hoy conserva el productor Rodrigo Castaño como un tesoro. El video, de veintiséis minutos, en blanco y negro, después de una emotiva introducción, la periodista da paso a una mujer de pelo crespo abundante que no da la cara a la cámara todavía y que intenta pintar sobre un óleo con una naturalidad postiza mientras se dispone a responder las preguntas que vienen. Después de que Gloria Valencia se lo pide, ella voltea su rostro para que los televidentes la vean: es una mujer mestiza, con pómulos marcados, delgada, se ve fina en sus gestos, delicada, tiene un vestido de rayas oscuras y un collar de pepas en el cuello. Debió ser bonita. No tiene ningún indicio de que fuera bizca, como dice que lo fue de niña en su libro. Su voz es ronca, recia, imponente, y por momentos parece que arrastrara la r. Su acento no parece bogotano, pero tampoco de una región colombiana en especial. Tiene un dejo argentino, y mientras habla suelta palabras del francés y el italiano para complementar lo que el español no parece decir bien. 

Ahí está Emma Reyes y me causa una profunda emoción verla, saber por unos cortos minutos cómo era, cómo hablaba o cómo se veía esta mujer que nunca pensó en ser escritora. La entrevista sigue su curso y Gloria Valencia le pregunta lo que todos los lectores de Memoria por correspondencia quisieran saber hoy: lo que pasó justo después de que se voló del convento. Emma responde sobre su huida con alguna similitud a como aparece en el libro: después de ir a la cocina en busca de un incensario, tomó las llaves que estaban detrás de la portería y se fue, solo que esta vez agrega algo que no contó en sus cartas: «Salí con el uniforme que tenía puesto y todo eso pasa en mi mente como un sueño hasta que llego a un tren al que prácticamente me fuerzan a subir, y todo era tan irreal porque nunca había visto un tren, un tranvía, un automóvil, te puedes figurar si uno tiene una descripción de esas cosas». 

—¿Y qué pasó, te fuiste en ese tren y qué? 

—Uy, eso es larguísimo. Solo te digo que después de mil cosas llegué a París —responde Emma con una sonrisa. 

—En ese momento, cuando Emma sube a ese tren, con los pies descalzos y dos trenzas en su pelo, empieza la leyenda Emma —comenta la entrevistadora a manera de paréntesis, pero sin insistir en lo que realmente ocurrió. Y Emma agrega de inmediato cuando oye eso de «la leyenda Emma»:

—Sí, un poco demasiado. No es que quiera que la olviden, pero a veces me da la impresión de que tiene más importancia mi vida que mi trabajo. 

Y Gloria Valencia aclara que no se trata de eso, pero sí que existe una fascinación por todo lo que ocurrió hasta entonces. 

—¿Y allí estudiabas algo? 

—No, eso era voluntario, los que querían leer o escribir, los domingos tenían una clase. 

—¿Y tú aprendiste? 

—No, yo no vi la necesidad, ¿para qué? 

—¿Entonces cuando saliste del convento no sabías leer ni escribir? 

—No, nada absolutamente. 

—¿Quién te dio afecto en esa infancia? 

—No creo que tuviéramos ese tipo de preocupación, lo nuestro era el pecado, salvar el alma, no ser malas, tenerle miedo al diablo... 

Al crítico de arte Álvaro Medina, con quien compartió una larga amistad en Francia, le contó que a las pocas semanas de volarse del convento ocurrió el accidente aéreo del 24 de julio de 1938, en el aeropuerto de Santa Ana, en Usaquén. En una exhibición aérea —¿para qué existen si siempre hay accidentes?—, un avión fue a dar contra la tribuna en un acto donde estaban el presidente saliente, Alfonso López Pumarejo, y el electo, Eduardo Santos. 

Emma tenía diecinueve años entonces. Fecha que corrobora doña Clara Arias, una mujer de noventa años que me cuenta en su apartamento en el norte de Bogotá que su esposo, ya fallecido, Manuel Arias Restrepo, fue novio de Emma poco antes de 1940. 

A Gabriela Arciniegas —sus padres y su hermana ya murieron— le contó que después del convento trabajó en una emisora, y en un hotel de Bogotá donde iban muchos diplomáticos que le enseñaron a leer y escribir. También mencionó algo de un cura con el que viajó a algunas ciudades como Medellín, Cali, hasta llegar a la costa atlántica. Emma no solo conoció el mar en Barranquilla, Santa Marta y Cartagena, sino también a una mujer que leía el tabaco y que le auguró, como lo contaría tantas veces después, un destino lleno de viajes, de aventuras. Emma emprendería entonces su travesía por Suramérica haciendo autoestop, vendiendo Emulsión de Scott, trabajando en hoteles, a cambio de limpiar o de cocinar. Dependiendo de cómo le iba, se quedaba más en ciertas ciudades o si no seguía su camino. Así llegó hasta Argentina, huyendo de Colombia. 



Dos años antes de fallecer, en 1999, el escultor caldense Guillermo Botero Gutiérrez se animó a escribir sus memorias. En Y fue un día... Botero narra cómo él emprendió un largo viaje por Suramérica. Hacia el final de este libro, que encontré en la Biblioteca Nacional después de indagar en vano en librerías, Botero habla de su trabajo «en el rancho de Gonzalito», en Montevideo. Es el comienzo de los años cuarenta y cuenta que un cura amigo suyo, «de Punta Gorda», lo buscó allí, venía con una muchacha «simpática, sonriente y un poco audaz. Subieron al comedor que tenía como taller y me la presentó: “Emma Reyes”, me dijo con voz sin timideces. Voz de mujer que sabe conquistar». Emma venía de Argentina y estaba sin empleo. 

Botero la interrogó y ella le dijo que quería trabajar en lo que fuera, «no tengo dinero. Mi hermana quedó de enviarme desde Colombia unos pesos... y no aparecen. Siguió hablando y contando su mala suerte. Igual que todos los colombianos que piden en el extranjero una ayuda...». 

Botero le prometió conseguirle empleo en un almacén, le explicó que el dueño del sitio en el que estaban era Armando González, un importante artista que andaba por Chile. Le ofreció dormir en la cama de «Gonzalito» mientras él volvía. Emma se ofreció a lavar, barrer, cocinar. Así nació el romance entre los dos y, en un abrir y cerrar de ojos, estaban casados. Botero dice en su relato: «No sé por qué me dio por casarme. Me casé por lo civil en un pueblecito de vacas de leche y quesos». Se refería a Colonia Suiza, hoy Nueva Helvecia. La luna de miel fue en un pequeño hotel «para turistas recién casados» y, desde entonces, él ya estaba arrepentido de su matrimonio. Emma le manifestó su intención de ser artista «y recitaba la carta que le iba a escribir a su hermana Helenita para que se viniera a vivir con nosotros y le hiciera los oficios de la casa, con el fin de tener más tiempo para su pintura deseada. Empezó a pintar unos paisajitos inventados, unas flores ingenuas y unos bodegones de un ocurrir casi infantil. Era una pintura llena de ingenuidad, a la acuarela, igual que la de los niños que expresan esa sencillez tan difícil de imitar... Ella misma se celebraba sus cosas y creía haber encontrado la verdadera expresión del paisaje, de las flores». 

Los amigos del artista se divertían con Emma al ver las ingenuidades de su pintura, mientras que su esposo «seguía meditando en el hecho de haberme casado, en el paso dado, a mi edad, tan sin razón y análisis». Partieron después para Paraguay, convencidos de que allá los colombianos eran como locales, y terminaron en un pequeño pueblo cerca de Asunción llamado Caacupé. El país todavía vivía bajo la sombra de la Guerra de la Triple Alianza, en la que Brasil, Argentina y Uruguay lucharon contra los paraguayos. Murieron tantos hombres en la guerra que se volvió una costumbre que las mujeres quedaran embarazadas para repoblar el país. Un amigo suyo le dijo que podían embarazar a las mujeres que quisieran y sería un honor para ellas. En el pueblo no había ni agua ni alcantarillado, no existían baños públicos y la gente hacía sus necesidades en la calle. Paraguay seguía, además, en una guerra interna. Dice Botero que un vecino lo alertó una tarde de que en Concepción se había alzado un regimiento contra Morinigo, el presidente de turno. «Aquí se roba y se mata... arrasan con todo y queman lo que no pueden llevar. Tenemos que enterrar comida, es la única solución y si somos valientes, desenterrarla en las noches, para ir viviendo, o de lo contrario, huir», le dijo el vecino a Botero. 

Emma ratificó, muchos años después, esos episodios de sangre, y le contó una vez a Germán Arciniegas, compungida, que ella tuvo un hijo y que en esas revueltas se lo mataron cuando apenas tenía meses de nacido: un grupo de hombres entró a la fuerza a la casa donde vivían a saquearla y todo terminó en tragedia. Lo comentó pocas veces y a pocas personas. Botero no menciona nada de esto en su libro, solo la intriga de vivir la guerra que comenzaba. «Días después ocurrió algo insólito. Llegó Helenita, la hermana de Emma. Era una mujer semimadura, ni fea ni bonita. Tampoco era inteligente, pero nunca bruta. Ni alta ni baja, y con un pelo que no era corto, tampoco largo. Una cara sin contrastes, ni alegre ni triste. Lo que sí se podía afirmar era que era una mujer, por los senos, por la cara, por la voz, y que tenía una presencia, que sin tenerla ocupaba un espacio». Botero dice que se la llevaron bien y que Helena había sido amante de un señor de Cali, gerente de la Lotería del Valle. «Contaba que la quería mucho, pero que un día quiso más a otra mujer y la dejó. Había recibido la carta de Emma y se vino a vivir con nosotros.» 

Después de ahí viajaron por el Río de la Plata hacia Buenos Aires. Botero no soportaba más el matrimonio. Él mismo escribe que no quiere entrar en detalles de cómo fue el divorcio, «unas discusiones sin importancia, el conseguir un abogado y empezar un proceso burocrático... hice una exposición, le dejé algún dinero a Emma y a Helenita, y salí para Uruguay al taller de Gonzalito».

Cuenta Botero en esas páginas lo que Emma también le confesó al periodista Carlos Enrique Ruiz, director de la revista Aleph, en una entrevista que le hizo en Burdeos en 1998, cuando tenía ya setenta y nueve años: un tiempo después ella fue a buscarlo al taller y le contó que se había ganado una beca en Buenos Aires para estudiar en París. La esperaba un barco rumbo a Europa y ella trató de convencerlo de que se fueran juntos. Botero escribió al respecto: «La miré largamente. No entendía nada. Pensé y solo pude decirle: te invito a almorzar y quiero acompañarte a tu barco. Es la única respuesta que tengo para ti. Ella no dijo nada, calló y esperó». En efecto, él la acompañó al camarote de su barco, ella le entregó un retrato suyo y se despidieron. «Al bajar el puente y bajar al muelle, fui rasgando lentamente su fotografía y despacito empecé a arrojar sus restos al mar. En realidad este gesto no era más que una despedida total.» 

En aquella entrevista, Emma da su versión: «El barco permaneció como cinco horas en el puerto de Montevideo, y pensé que debía tomar un taxi e ir a ver a Guillermo para decirle de mi nuevo destino. Tal hice. Hay visiones que uno no pierde de la vida, aún en medio del silencio. El barco había quedado frente a una plaza enorme. Yo subí con Guillermo al barco, incluso a mi cabina donde tenía un caballete que me llevaron los amigos pintores. Lo acompañé para su regreso bajando las escaleras del barco y cada vez que pienso en él lo veo atravesando esa plaza enorme, como durante una hora, sin volver la cabeza». 

Lo que Emma no sabía es que la tristeza de esa despedida sería reemplazada muy pronto por la llegada de un nuevo amor, el más grande: Jean Perromat, un médico francés que viajaba en ese barco y que se convirtió, años después, en su esposo para siempre. 




«¿Dónde nació usted, señorita? Está en el pasaporte: nací en Bogotá. ¿Tiene familia, papá y mamá? No, yo creo que todos están muertos. ¿Qué es esa historia? ¿Tiene hermanos? Sí, una hermana, pero la perdí también. ¿Murió? No, la perdí en la calle y no la encuentro más; creo que no me quería y la recuerdo más bien mala de carácter. Pero ¿tiene protectores? Sí, san Juan Bosco, y además yo fui consagrada hija de María Auxiliadora. Se rió y me dio una palmadita en la espalda, pidiéndome que volviera a la oficina del embajador. Ah... perdón, perdón, señorita, ¿qué es lo que usted ha venido a hacer a Francia? He venido a estudiar. ¿Estudiar qué? Quiero hacer cuadros, de esos que cuelgan en las paredes. ¿Tiene otros estudios? No. Ninguno, de nada nada. ¿Y en qué se ha ocupado todos estos años? Me ocupo siempre de vivir y defenderme. ¿Usted conoce a personas importantes en Colombia que le hayan ayudado? No, señor cónsul, todavía no conozco ningún colombiano importante, pero espero conocer varios algún día», escribió Emma Reyes en la revista Aleph sobre su llegada a París después de ser detenida por la policía y remitida al cónsul colombiano. Después de la entrevista que Carlos Enrique Ruiz le hizo en Burdeos, mantuvieron contacto epistolar y él la convenció de que publicara algunos textos en la revista. 

La Fundación Zaira Roncoroni, que le otorgó la beca, le entregó un dinero inicial y el acuerdo era que después le harían llegar, cada mes, una suma para su manutención. Apenas llegó a Le Havre, en Francia, la policía le decomisó «su valija» porque Emma había comprado francos en Buenos Aires y esos billetes habían sido hechos por los alemanes en la invasión a Francia durante la guerra. Esa era una ofensa, porque quienes los tenían habían sido presumiblemente colaboradores de los alemanes. Pero se superó el incidente y Emma arrancaría una nueva vida en un país donde vivió más de cincuenta años. 

Desde antes de salir de Buenos Aires, Emma venía enferma. En Paraguay fue víctima de leishmaniasis y en la capital argentina estuvo hospitalizada un tiempo. En el barco tuvo una recaída y en su relato en Aleph, habla de la diligencia de un médico que la atendió, sin mencionar su nombre. Se sabría después que era Jean Perromat. Apenas llegó a Francia, Emma contactó a un hombre que trabajaba en Bayer, que conoció en el barco, y él le ayudó a conseguir un taller para trabajar. Se reencontró también con el cantante argentino Atahualpa Yupanqui, que había conocido en Paraguay y con quien tuvo una larga amistad. Con el dinero de la beca se inscribió en la academia de arte de André Lothe, una de las más prestigiosas de la capital. Ella buscaba aprender un poco de la técnica de la pintura, con modelos que posaban frente a los estudiantes, pero Emma fracasó en ese intento. «Una vez llegó Lothe y me dijo: “Usted no ha mirado el modelo para nada, no ha hecho sino inventar; además, usted no tiene ni idea del dibujo, pero quiero hablar con usted”. Lo fui a ver y nos hicimos grandes amigos. Me dijo que tenía que trabajar sola, porque hay gente que conoce el oficio, “pero gente que tiene qué decir no hay tanta. Y usted tiene tanto que decir que lo mejor es que busque su propia forma de expresión. Vaya a muchos museos”, y así me fue dirigiendo y llevando a la parte profesional», cuenta en la entrevista con Gloria Valencia. 

Con Jean mantuvo un noviazgo que no duró mucho tiempo, pero que retomaron para finalmente casarse en 1960, con Germán Arciniegas y su esposa, Gabriela, como padrinos. Ella prefería París y él, Burdeos o Périgueux. Pasaban días cada uno en su lugar favorito y cada fin de semana se reencontraban, como si quisieran hacerse falta a propósito, y todos los veranos Jean le tenía alguna sorpresa a Emma para ir de vacaciones. Jean, tal como lo recuerdan quienes lo conocieron, «era todo un señor en el sentido de la palabra». Era muy culto, leía mucho y era especial con Emma. Solo que ella era el centro de atención, incluso en esa familia Perromat. Álvaro Medina, que la visitó en Burdeos, recuerda que los almuerzos familiares, largos, de horas, giraban en torno a ella. 

Emma permaneció en París los tres años de su beca antes de viajar a Washington contratada por la Unesco para la realización de las cartillas de alfabetización para América Latina. También trabajó con Diego Rivera en México y fue asistente en la galería de Lola Alvárez-Bravo, una de las más prestigiosas del D. F., y no solo ayudó a organizar la última exposición en vida de Frida Kahlo, sino que también expuso ahí mismo junto al propio Rivera, José Clemente Orozco y Rufino Tamayo. 

Después se fue a Italia: vivió en Capri, Venecia, Florencia y Roma. Emma seguía siendo pobre. Se acomodó en un sótano que tenía unas ventanas por donde entraba la luz y por donde solo podía ver los zapatos de los transeúntes. Pero gracias a su trabajo pictórico y a su carisma, Emma terminó codeándose con los principales intelectuales de Italia. Elsa Morante, Alberto Moravia, Enrico Prampolini, entre otros, no solo fueron sus amigos sino que también escribieron sobre su obra. Su periodo en Italia solo se vio interrumpido por un viaje de dieciocho meses a Israel. Emma se las ingeniaba para vender sus pinturas, y también, en medio del rebusque, trabajó como chofer de una marquesa. Pintaba y conducía por Roma. Hasta que un día atropelló a alguien —dicen que iba con ella el también artista Carlos Rojas— y ese lío la llevó a irse de Roma. La víctima del accidente no tuvo mayores consecuencias, pero insistió en una demanda. Ningún intento de conciliación dio resultado. Emma decidió escaparse. Volvió a Francia para instalarse definitivamente.

Dice Plinio Apuleyo Mendoza en Nuestros pintores en París: «Los pintores que fueron llegando en las postrimerías de los años sesenta y a lo largo de los años setenta, la encontraron siempre en su camino. Ayudó a Botero a plantar su tienda en París. Darío Morales y Ana María, su esposa, veían llegar la aurora hablando con ella en su apartamento cercano al Observatoire. Caballero, Cuartas, Cogollo, Barrera, Francisco Rocca y Gloria Uribe giraron en torno a ella, recién llegados. Sí, antes de echar plumas, ellos eran los pollitos y ella la gallina». 

—¿Qué pintaba Emma? —le pregunto al crítico de arte Álvaro Medina. 

—El tema de ella fue la gente común y corriente. Si bien hizo muchos bodegones, algunos paisajes, el tema fundamental es la gente de la calle. Hizo un dibujo figurativo con algo de abstracción. Sus pinturas son como dibujos coloreados, es la estructura fundamental que, ella misma decía, derivó de su experiencia con las monjas haciendo bordados. 

Ramiro Castro, hermano de Dicken, publicó un libro que recoge varios textos críticos sobre su obra. Allí Luis Caballero escribió: «Hay pintores míticos, de leyenda. De los que se habla, en torno a quienes se tejen y destejen anécdotas, pero cuya pintura se ignora. Emma es uno de ellos. Su enorme personalidad impide que se vea su obra para desventura de quienes aman la pintura. La leyenda de Emma se ha elaborado a partir de su propia vida a pesar de su obra; es por eso tal vez que su obra es ignorada». Germán Arciniegas decía: «Ella no pinta con aceite sino con lágrimas». 

Emma expuso en varias ciudades del mundo. Hoy, gran parte de su obra pertenece a la Fundación Arte Vivo Otero Herrera, en Málaga, España. Otras varias están en el Museo La Tertulia en Cali. La biblioteca de Périgueux conserva un gran mural suyo. De su arte ella dijo: «Es verdad que mi pintura son gritos sin corrientes de aire. Mis monstruos salen de la mano y son hombres y dioses o animales o mitad de todo. Luis Caballero dice que yo no pinto mis cuadros: que los escribo».



«Helena me dijo: »—Si tú hablas de la señora María yo te pego. »Y ese silencio duró veinte años, ni en público ni en privado volvimos nunca a pronunciar su nombre ni a hablar de los años pasados con ella, ni de Guateque, ni de Eduardo, ni del niño, ni de Betzabé. Nuestra vida empezaba en el convento y ninguna de las dos traicionó jamás ese secreto», escribe Emma en el libro. 

Y así fue. Nunca habló de la señorita María, quien aparece en el libro como su acudiente, como una especie de mamá que compartía con su hermana, pero a la cual no llamó nunca «mamá»: solo «la señorita María». 

Pero ese secreto que quiso guardar para siempre fue el que más quisieron develar sus allegados cada vez que narraba su vida: ¿de quién era hija Emma Reyes? El pintor Ramiro Arango, radicado en París con Edilma, su esposa, y gran amigo de Emma hasta su muerte, me cuenta por teléfono que un día coincidieron en una reunión con el escritor Manuel Mejía Vallejo, quien, haciendo pública una sospecha que tenía, le preguntó:

—¿Es cierto que tú eres nieta del presidente Rafael Reyes? 
—Yo de eso no hablo. Cambiemos de tema por favor —respondió ofuscada como pocas veces. 

Durante muchos años en París optó por no hablar de su pasado. No sabía cómo podría ser la reacción de Jean y su familia, una familia tradicional y reconocida en Francia. Por eso, prefirió que el libro con sus cartas se publicara después de su muerte. De hecho hoy, tanto Sophie y Xavier Perromat, sobrinos de Jean, me dicen desde Francia que no sabían nada de lo que cuenta el libro. Ni siquiera oyeron jamás de su hermana Helena. Su hermana fue uno de los más grandes enigmas. Ni siquiera los Arciniegas la conocieron. Álvaro Medina me dice que pensaba que Emma era hija única. Lo cierto es que Helena —como me confirmó Ramiro Arango— terminó viviendo en Brasil y visitó a Emma un par de veces en París. Emma era hermética con el tema y advertía: «Esta semana tengo una visita muy importante y por eso no quiero que nadie me llame ni me busque hasta que yo avise», decía. Días después comentaba que su hermana Helena había estado ahí. 

El arquitecto y diseñador Dicken Castro me recibió en su apartamento en el barrio Chicó, en Bogotá. Él, como su hermano Ramiro, ya fallecido, fueron muy amigos de Emma. Me cuenta que ella alguna vez mencionó que de niña sabía que unas personas iban con frecuencia al convento para saber cómo estaban ella y su hermana. ¿Por qué el apellido Reyes? Algunas veces respondía con humor: «Yo soy de los Reyes de Inglaterra». En otras oportunidades decía que era hija del presidente Rafael Reyes. Y al final, a un amigo de ella, residente en Francia y que me pidió reservar su nombre, le confesó que realmente era nieta de Rafael Reyes, como le preguntó esa vez Manuel Mejía. Dice la historia que el presidente Reyes salió al exilio con sus tres hijos y tres hijas —era viudo— en junio de 1909 desde Santa Marta rumbo a Manchester, Inglaterra. Solo hasta 1918 regresó a Colombia con su familia. Emma Reyes nació un año después. 

Emma le contó a Gabriela Arciniegas que sí supo quién era su padre, y que incluso después de salir del convento lo buscó y habló con él. Él le dijo que nunca la reconocería y que no la ayudaría en nada, razón que llevó a Emma a irse de Colombia, agobiada y hastiada de todo. Quería comenzar una vida nueva, como lo hizo, pero también, como lo contó, demostrarle a él que podía triunfar sin su apoyo. Si ese encuentro fue cierto, el presidente Reyes ya había muerto hacía mucho tiempo: en 1921, cuando Emma tenía dos años. Y si fue uno de sus hijos —Rafael, Enrique o José Ignacio— solo ella supo la verdadera respuesta. 



En una de sus cartas, Emma cuenta que a los cuatro años ella y su hermana Helena fueron llevadas a Guateque por la señorita María. ¿Por qué ahí y no a cualquier otro pueblo del país? ¿Por qué la señorita María trabajó en la agencia de la chocolatería La Especial, tanto en Guateque como en Fusagasugá (como lo haría después)? ¿Quién era el papá de «el Piojo», aquel niño del que se hicieron amigas y que al parecer era hijo del gobernador de Boyacá, que se paseó por el pueblo en unas fiestas decembrinas, y que además trajo el primer carro antes de que se produjera un incendio de tres días que dejó en cenizas «la parte baja del pueblo»? 

Viajo a Guateque para tratar de averiguar las respuestas. El pueblo boyacense, a dos horas y media de Bogotá, es como cualquier pueblo colombiano, con una iglesia de fachada blanca que domina la plaza principal. Al costado derecho de esa puerta inmensa, de unos diez metros de alto, está el Banco de Bogotá. Justo ahí debió quedar hace noventa años la agencia de chocolates donde trabajó la señorita María. Hablo con el párroco Carlos Hernán Bernal, de unos cuarenta y cinco años, que me atiende amablemente en su oficina, y me dice que nunca oyó nada al respecto, a pesar de que su familia es guatecana. En el archivo del Palacio Municipal, una mujer que no pasa de los treinta años me aclara que en el archivo no hay fotos históricas, solo algunas posteriores a 1950. Le insisto que quiero ver lo que haya de los años veinte, los años en que Emma vivió ahí, pero es imposible. Le pregunto si hay información sobre un incendio que empezó en el hospital, hacia 1923 o 1924 más o menos, y en el que murieron unas cincuenta personas. Pero nada. Pregunto en vano a varios habitantes si alguien sabe cuándo llegó el primer carro a Guateque. 

La exbibliotecaria del pueblo, Isabel Benito — me la recomiendan en la Alcaldía para asuntos históricos—, me dice al calor de un café que el peor incendio ocurrió en 1959 y consumió una cuadra entera, lejos del hospital, y me indica el sitio donde quedaba, donde ahora hay un edificio en ruinas. En la biblioteca Enrique Olaya Herrera —la casa donde nació el presidente— apenas un solo libro amarillento, carcomido, me puede dar pistas: se llama Guateque. Allí se habla de la inauguración del hospital en 1877 «en una casa pajiza» (como lo describe Emma), propiedad del señor Cornelio Hernández que después la compraron para adecuarlo, pero nada más. 

Días después, en la Biblioteca Nacional de Bogotá busqué en el periódico El Tiempo noticias de Guateque desde 1923 —cuando Emma tenía cuatro años— pero hay muy poco. No hay anuncios de carros ni de incendios. Apenas hablan de la posibilidad de la construcción de la carretera a Guateque desde Cundinamarca. Incluso, hacia 1926, se habla de la indignación por la demora en las obras. Se sabe que el primer carro que entró a Boyacá fue en 1909 con el entonces presidente Rafael Reyes, quien inauguró la llamada Carretera Central del norte hasta Santa Rosa de Viterbo, su pueblo natal. Pasó por Tunja, en dirección opuesta a Guateque y diez años antes de que Emma naciera. 

En Garagoa, el pueblo más cercano a Guateque donde se tiene noticia de la llegada del primer carro, el «monstruo» llegó en 1930, en mula, y se armó en la plaza y fue la atracción de todos los habitantes. Pero para entonces Emma ya no vivía por ahí y menos cuando la carretera a Guateque se inauguró en el gobierno de Enrique Olaya Herrera, a finales de su mandato en 1934. 

Pienso en esa segunda carta en la que Emma habla del hombre que las visita en Bogotá, el papá de «el Piojo», «un señor muy alto y delgado que no estaba vestido como los del barrio, era como los que veíamos retratados en los periódicos que encontrábamos en el basurero». La señorita María les dice que «ese señor que vino aquí es un gran político, tal vez va a ser Presidente de la República...». 

¿Las memorias de Emma sobre Guateque eran una suerte de fantasía mezcladas con episodios de realidad? ¿Pudo pasar un carro por Guateque cuando Emma vivía ahí y que no hubiera registro de eso? ¿Ella vio algún incendio menor y con el tiempo el recuerdo cobró una magnitud monumental? ¿Confundió Emma varios de sus recuerdos para llegar a ver la imagen del papá de «el Piojo», un incendio y el carro, todo en las mismas fiestas? 

¿Quién era el gobernador padre de «el Piojo»? Mientras Emma tuvo entre tres y seis años —tiempo en el que pudo vivir en Guateque— los gobernadores fueron Luis A. Mariño Ariza, Silvino Rodríguez, Nebardo Rojas y Nicolás García Samudio. Ninguno es de Guateque y de ninguno hay mayor información. 

Antes de irme decido buscar al hombre más viejo del pueblo, alguien que a lo mejor haya vivido algo de lo que Emma pudo ver. Don Miguel Antonio Roa, de noventa y cuatro años —uno más de los que tendría ella si viviera—, me recibe amablemente gracias a la ayuda de su nuera después de ubicarla en un local cerca de la plaza. Se mueve despacio, pero su memoria está intacta a pesar de la edad. Me cuenta que, en efecto, esa casa que hoy es un banco fue en algún momento de los Montejo, una familia muy importante, tal como lo dice Emma. No recuerda saber dónde era la chocolatería pero sí de haber probado chocolates La Especial. Me confirma que la plaza sí era plaza de mercado, como está en las cartas, y que en las fiestas ahí había corridas de toros, como también lo dice ella. Recuerda muy bien el incendio de 1959, pero ningún otro. —Señor periodista, si va a escribir algo de Guateque, por favor diga que la carretera está acabada. Es el colmo. Está tal y como la dejó Olaya Herrera cuando trajo el carro por primera vez.



Emma volvió a Colombia algunas veces, la última en 1983, cuando estuvo en Popayán y tuvo que vivir el terremoto. Cuando todo ocurrió, estaba alojada en el hotel Monasterio. No podía ser otro el nombre. De Colombia, Emma decía que si Jean se moría primero, ella vendría a morirse aquí. Pero no fue así. Vivió sus últimos días en Burdeos, duró una semana hospitalizada, antes de morir a los ochenta y cuatro años, por un virus sin nombre. Después, su cuerpo fue llevado a Périgueux, donde hoy está sepultada junto a su marido Jean, tal y como siempre quisieron. Sin embargo, antes de morir dejó claro que su dinero fuera donado a un orfanato en Colombia, incluido el dinero de las regalías de Memoria por correspondencia, saliera cuando saliera publicado. Quería ayudar en algo a niños que han padecido su suerte. Y así fue. Gabriela me cuenta que Emma siempre amó a los niños, que cada vez que veía uno lo trataba con especial cariño. Los Perromat hablaron con Ramiro Arango, quien, a su vez, llamó a María del Carmen Carrillo en Bogotá, voluntaria del Hogar San Mauricio en Bogotá.

Decido ir hasta allá. La fundación está ubicada en San José de Bavaria, en la calle 172 con carrera 80. Hay varios alojamientos para los casi 150 niños de todas las edades, cuidadosamente decorados con pinturas y afiches infantiles. Hay un jardín infantil para los más pequeños. Aquí llegan menores abandonados, maltratados, y la fundación los acoge para darles educación, alimentación, un lugar donde dormir. Hay bebés de apenas meses en una habitación aparte a la espera de una adopción. Como en toda labor de esta índole, los recursos siempre faltan pero el esfuerzo para darles una infancia digna a estos niños es evidente. Los veo jugar sobre el pasto, correr sobre el pavimento, se ríen: todos son Emma. Esa infancia triste que dejó por escrito, tan difícil de olvidar, no fue en vano. Ella estaría feliz de ver que en algo ha ayudado a estos niños, cuidados y protegidos por personas que intentan ser sus familias. Son niños que no saben quién fue Emma Reyes y que quizá también sueñan con el mundo. 




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