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sábado, 30 de mayo de 2015

Charles D'Ambrosio / La Punta


Charles D’Ambrosio
LA PUNTA

NO ME HABÍA PODIDO dormir después de la pesadilla, una pesadilla en la que mi padre y yo comprábamos globos de helio en un circo. Me amarré el mío a uno de los dedos y mi padre ató el suyo alrededor de una habichuela y lo perdió. Después permanecí en la oscuridad, dando vueltas y agitado, despierto por culpa de la arena que había en las sábanas y el alboroto de la sala. Entonces se abrió la puerta y por un momento me encandiló un brillante haz de luz. La fiesta estaba aún en pleno furor y ahora, con la puerta entreabierta y mientras mis ojos se adaptaban, alcancé a ver el humo plateado arremolinándose en la luz y a toda la gente suspendida en él, revoloteando como ángeles en el cielo, una especie de cielo en el que el anfitrión sirve tragos y los hombres fuman cigarros y las mujeres huelen todas a fruta podrida. Todo allí era pura euforia: los hombres reían, el hielo tintineaba, las mujeres chillaban. Una mujer entró, se sentó al borde de la cama y se inclinó sobre mí. Era mi madre. A contraluz se veía como una silueta vaga, amenazante, pero podía oler el lirio de los valles y algo más, la cáscara amarga de limón que siempre masticaba cuando llegaba al fondo aguado de su vodka con tónica. Cuando mi padre estaba vivo, ella rara vez bebía, pero después de que él se pegó un tiro, podría decirse que se soltó del tiso.
“¿Cariño?”, dijo.
“Hola, mamá”, dije.
“Tu vieja madre está borracha, cariño, completamente borracha.”
“Está bien”, dije. Le gustaba confesarme estas cosas, aunque siempre era evidente lo mucho que había bebido. Pero no me importaba. Me consideraba un profesional en estos negocios. “Es una fiesta”, dije sin dramatismo. “Diviértete.”
“Dios mío”, se rio. “No sé a qué horas me puse así.”
“¿Qué quieres, mamá?”
“Sí, cariño”, dijo. “Hay algo que quiero.”
Miró por la ventana, a la luna blanca como una vela más allá de las ramas negras del manzano, y después me miró a los ojos. “¿Qué era lo que quería?” Sus ojos estaban húmedos y surcados de venas rojas. “Vine por algo”, dijo, “pero se me olvidó.”
“Tal vez si vuelves a la fiesta lo recuerdes”, sugerí.
En ese momento la señora Gurney se asomó por la puerta. “¿Y bien?”, dijo desplomándose. La señora Gurney tenía el pelo platinado y estaba muy bronceada —el típico bronceado que las mujeres de por aquí adquieren cuando sus matrimonios comienzan a desmoronarse. Podía ver las vistosas cadenas de oro alrededor del moreno cuello de la señora Gurney titilando en la penumbra antes de ocultarse en el oscuro abismo que se abría entre sus senos.
“Eso era”, dijo mi madre. “La señora Gurney. Está peor que yo. Está realmente jincha… ¿juma? ¿Jumada?”
“Pásame la pantaloneta”, dije.
Me la puse debajo de las cobijas.
Durante años había escoltado a esos viejos ebrios por el arenoso campo de juego y a lo largo de los sinuosos senderos entablados hasta las escaleras blancas de sal de sus casas. Les hacía café, les preparaba tostaditas o les calentaba sobras, buscaba en los botiquines aspirina y vitamina B, les dejaba un vaso de agua en la mesa de noche o en la mesa de centro cuando se desplomaban en el sofá —una vez, incluso, acomodé a un vejestorio en su cama, entre sábanas de seda púrpura. Llevaba a estos borrachos a su casa y les oía sus historias sobre el alma máter, Theta Xi, la repartición de acciones de la Boeing, los Cadillacs, el divorcio, Nembutal, la infidelidad, y a menudo la gente a la que ayudo a llegar a la casa me daba tres o cuatro dólares por oírles todas sus tristes historias. Me imagino que esto es mejor que repartir periódicos. Mi padre, que fue médico militar en Vietnam, me asignó este oficio cuando tenía diez años, y a los trece ya me consideraba todo un veterano, y asumía cada viaje como si fuera una misión.
“Muy bien, señora Gurney”, dije. “Arriba.”
Me tendió la mano y yo se la agarré, me eché hacia atrás y la levanté. Se quedó allí un minuto, meciéndose de aquí para allá como un marinero que llevara tiempo sin tocar puerto.
Mi madre le dio un beso húmedo en los labios y luego le dijo “Apúrate.”
“Estoy borracha”, explicó la señora Gurney. “Totalmente borracha.”
“Salgamos por atrás”, le dije. Nos demoraríamos más si tuviéramos que abrirnos paso por entre la gente, excusándonos y haciendo esas promesas ridículas que los adultos siempre se hacen al final de una fiesta. “Tenemos que repetirlo”, se dicen, como si fuera necesario decirlo. Y yo había notado que, a medida que se terminaba el verano y se acercaba el Día del Trabajo, los adultos adquirían una especie de talante desesperado, pegajoso, como si todo fuera a terminar para siempre y nunca pudieran volver a ver los buenos tiempos. Ahora me doy cuenta, naturalmente, de que el final era simplemente un pretexto para hacer fiestas como locos. El torneo de softball, el derby del salmón, los cocteles, los asados de almejas, las barbacoas, todo sucedería de nuevo. Siempre había sido así y seguiría siéndolo.
En todo caso, salimos por detrás y bajamos la escalera.
Una vez cometí un grave error con un ejecutivo de cuenta retirado, amigo de mi padre. Fred ya estaba caído de la borrachera, de manera que no fueron de mucha ayuda los dos tragos que se tomó camino de la puerta, mientras pedía excusas por su estado, del que nadie se daba cuenta, y ofrecía ruidosamente datos falsos sobre el mercado de la bolsa. Finalmente logré sacarlo, lo arrastré en un carrito y lo dejé caer de culo frente a su casa —suficientemente cerca, supuse— trancado con unos palos para que la marea no lo arrastrara hacia el mar. No fue a dar al mar, pero al subir el mar llegó hasta él, y cuando despertó estaba en una maraña de algas verdes. Afortunadamente no se acordaba de nada —cómo había llegado, dónde estaba, dónde había estado antes—, pero a mí me asustó que un intento más o menos de buena voluntad de mi parte pudiera haber terminado en un enredo tan feo.
Sin embargo, ahora llevaba ya tanto tiempo en este oficio que conocía bien todos los trucos.
La luna estaba llena e inmaculadamente blanca en un cielo negro-azul. El viento se encauzaba por el Pasaje de Saratoga soplando fuerte, soplando al sur, y la señora Gurney y yo luchábamos contra él, avanzando y retrocediendo por el campo de juego. La señora Gurney me estrangulaba con su brazo y avanzábamos tambaleantes. La arena se nos metía en los ojos y nos enceguecía.
“¡Mantenga la cabeza baja, señora Gurney! ¡Yo la guío!”
Se dejó caer sobre la arena haciendo allí un nido como si fuera a poner un huevo. Se desató las sandalias y las arrojó hacia atrás. Me devolví corriendo y les sacudí la arena. La falda le revoloteaba al viento y se le iba a la cara. El cabello plateado, que generalmente mantenía lacado y peinado como un casco, se le abrió y se le astilló como un atado de paja.
“¿Por qué carajos tomé tanto?”, gritó. “Estoy borracha. En serio, Kurt, estoy completamente borracha. No debí haber bebido tanto, maldita sea.”
“Pero lo hizo, señora Gurney”, dije, inclinándome hacia ella. “Ese no es el problema ahora. El problema ahora es cómo llegar a su casa.”
Una cosa sobre estos borrachos: mi opinión es que, a la larga, vale la pena ceñirse estrictamente a la tarea que se tiene entre manos. Vamos a casa, les asegura uno, y mañana todo será diferente. Me he dado cuenta de que si uno se aleja demasiado de la simple meta de llegar a la casa e irse a dormir, se acaba metiendo en un berenjenal innecesario. Comienza uno a oírlos hablar sobre su miserable existencia, y de un momento a otro lo más importante en el mundo es arreglarlo todo ahí mismo. Hay ciertas cosas en la vida que no se pueden reparar, como le pasó a mi padre, y eso siempre es triste, pero creo que no hay nada en la vida que se pueda arreglar bajo la influencia de media docena de cocteles.
Bueno, no todo el mundo en La Punta era un bebedor empedernido. Pero los que no lo eran, la gente que evaluaba con precisión su capacidad y equilibraba de acuerdo con ello su consumo, la gente que nunca se perdía, que nunca se desplomaba entre las matas, o que, a la deriva por entre el laberinto de estrechos tablados desistía de buscar su hogar y entraba a cualquier casa vieja de la vecindad —ellos, la gente que nunca hacía estas cosas y sabía lo que quería, nunca necesitó de mi ayuda. Tampoco eran muy amistosos con mi madre, ni participaban en sus parrandas semanales. La Punta estaba como dividida en esa forma —entre los residentes rectos, aptos para la navegación, y los amigos de mi madre, que se volcaban con facilidad.
La señora Gurney vivía una media milla playa arriba en un bungaló lleno de añadidos góticos. Los rumores sobre la señora Gurney eran que, aunque no estaba divorciada, su esposo no la amaba. Saber estas cosas era parte de mi trabajo, algo de lo que no disfrutaba pero que aceptaba como gajes del oficio. Conocía todos los chismes, los rumores, las cambiantes fortunas de los amigos de mi madre. Después de un verano, quisiéralo o no, conocía los trapos sucios de todo el mundo. Pero había desarrollado una percepción sacerdotal de mi posición, y todo lo que me contaban en un arranque disparatado de confesiones etílicas era para mí tan secreto y privilegiado como si lo hubieran dicho en una audiencia privada con el Papa. De todas maneras, esperaba que la señora Gurney se centrara en su objetivo inmediato y no comenzara a hablar sobre lo triste y sola que estaba, o lo cruel que era su marido, o qué iría a ser de nosotros, etc.
El viento mecía los columpios, hacía rechinar las cadenas y azotaba la rasgada bandera que ondeaba a media asta. A comienzos del verano el señor Crutchfield, abogado de seguros, se había caído por la borda y se había ahogado cuando trataba de jalar su trampa de cangrejos. Siempre untaba su caja de carnadas con Mentholatum, lo cual es ilegal, y eso a los cangrejos los enloquecía. Me imagino que, en su codicia, habiendo sobrepasado el límite, no pudo sacar la trampa pero tampoco la quiso perder, y el peso lo arrastró al mar, le dio un ataque al corazón y se ahogó. La corriente lo arrastró hasta Everett antes de que lo encontraran, blanco e hinchado como un pan mojado.
La señora Gurney estaba acuclillada, levantando puñados de arena que dejaba correr por entre sus dedos, y los granos caían como en un reloj de arena.
“¿Señora Gurney? No estamos progresando mucho.”
Se levantó, se agarró de la pierna de mi pantalón, de mi camisa, de mi manga y por fin de mi cuello. Comenzamos a caminar de nuevo. Había una capa de arena suelta y a cada paso nos hundíamos en ella hasta que lográbamos hacer pie en la arena más firme del fondo y avanzábamos con pasitos de bebé. La noche estaba clara y animada de sombras —todo, hasta los más diminutos penachos de maleza que brotaban de la arena, tenía una sombra— y esto profundizaba el mundo, lo hacía parecer más espeso, con capas y más capas, y luego la oscuridad a través de la cual no podía ver nada.
“Tú sabes”, me dijo la señora Gurney, “el problema de estas fiestas es… el problema sobre la bebida es… tú sabes, llegar a estar tan horriblemente perdida es…”. Se detuvo y trató de amasar su cabello salvaje y de volver a ponerlo en su sitio, y al no estarse sosteniendo de otra cosa que de su cabeza, se cayó hacia atrás, de culo en la arena.
Esperé a que terminara la frase y luego renuncié, sabiendo que se había ido para siempre. Noté que su boca estaba manchada de lápiz labial como si fuera un payaso, lo que fijaba sus labios en un gesto de desdén o tal vez en una sonrisa estúpida. Olía diferente de mi madre —a pimienta, pensé, y a bananos. Era más alta que yo, un poco rolliza, y su nariz tenía la misma forma que su cabeza; era como una pequeña réplica pegada en medio de la cara.
Finalmente salimos del campo de juego hacia el entablado que estaba frente al malecón. Había un vagón de madera volcado en la arena. Lo enderecé.
“Vamos, señora Gurney”, dije, señalando el vagón. “A bordo.”
“Estoy bien”, protestó. “De maravilla.”
“Usted no está de maravilla, señora Gurney.”
El vigilante había construido estos vagones con viejas compuertas de lanchas torpederas. Eran pesados, monstruosos y hechos para durar. Cuando uno lograba echarlos a andar, volaban.
La señora Gurney se subió, no sin muchos aspavientos, y cuando finalmente logré que se callara y se sentara, comencé a jalar. Nunca antes la había llevado a su casa, pero en una escala de uno a diez, siendo diez lo más escandaloso, en ese momento le daba a ella más o menos un seis.
Se estiró como Cleopatra flotando Nilo abajo en su barcaza. “Paren el mundo”, cantaba. “Quiero bajarme.”
Recordé vagamente que esa era una canción de la generación de mis padres. Me recordó a mi padre, que una mañana se pegó un tiro en la cabeza —¿ya lo había dicho? Estaba estacionado en la grama que hay sobre La Punta. Oficialmente, la suya fue una muerte accidental y, en efecto, todo el mundo creyó que había estado limpiando su arma; pero una noche mi madre me contó otra cosa. Ella tenía un repertorio de excusas ineptas que ensayó conmigo, pero verla buscando una respuesta y quedándose corta sólo me hizo sentir más triste. Deseé que saliera con algo, más que todo por ella. Mi padre solía decir que aquí todo el mundo era dinky dow, que en patois vietnamita quiere decir “loco”. Después de que papá murió, a veces se me ocurría que mi mamá se estaba volviendo un poco dinky dow.
Me eché hacia adelante, con la cabeza inclinada contra el viento. A estribor el mar estaba negro, con una línea de olas blancas iluminadas por la luna, que se estrellaban sin cesar en la orilla. A lo lejos, podía ver los oscuros promontorios de la isla Hat y la isla misa que surgía del agua como una ballena abriendo surcos y luego, más allá, las luces suaves, azules, indecisas de Everett, en la lejana tierra firme.
Me detuve para tomar un respiro y ya la señora Gurney se había ido. Estaba sentada en el entablado, unas cuantas casas más atrás.
“Mira todas esas casas”, dijo, meciendo los brazos.
“Vamos, señora Gurney.”
“Otro maldito gran verano en La Punta.”
Parecía que el viento refrescaba a la señora Gurney, pero era difícil asegurarlo. A veces los borrachos parecen a punto de despejarse, pero tan pronto como logran equilibrarse, se van para el otro lado y caen en la depresión.
“Pobre Crutchfield”, dijo la señora Gurney. Estábamos de pie frente a la casa del señor Crutchfield. Había una luz encendida en el segundo piso —yo sabía que era la alcoba—, aunque el primer piso estaba oscuro y vacío. “Y Lucy, por Dios, qué tristeza. Ellos se querían, Kurt.” La señora Gurney frunció el ceño. “Se amaban. ¿Y ahora?”
En realidad, los Crutchfield no se habían amado —cosa que sólo yo sabía. Con seguridad la tristeza de Lucy tenía que ver con el hecho de que su esposo había muerto en un estado deplorable, y ahora ella no iba a poder remediarlo. En la mente de Lucy, él siempre andaría por ahí tirando con todo el mundo y ella siempre estaría esperando a que él cambiara y volviera a casa. Después de que él murió, ella divulgó el mito de su reconciliación y todo el mundo se lo creyó, pero yo sabía que era mentira. El señor Crutchfield tenía una enorme sensación de fracaso en relación con su matrimonio. Se culpaba a sí mismo, y probablemente tenía razón. Pero recuerdo una noche al comienzo del verano, en que yo le dije que no había problema, que si no era feliz con Lucy, bien podía andar tirando por ahí. ¿Tú si crees?, me dijo él. Claro, le dije yo. Adelante.
Por supuesto que me podían preguntar: ¿qué podía saber yo? A los trece años no me había ni siquiera besuqueado con una niña, peo nada perdía con darle ánimos.
Estaba borracho, se sentía miserable, y yo tenía un trabajo, un trabajo que consistía en llevarlo hasta su casa y evitar que se compadeciera mucho de sí mismo.
Fue esa noche, la noche en que llevé al señor Crutchfield a su casa, mientras regresaba a la mía, cuando desarrollé la teoría del agujero negro, que me ayudó enormemente en este negocio de manejar borrachos por La Punta. La idea es la siguiente: que a cierta edad aparece en la mitad de la vida un agujero negro que se lo chupa todo, y uno sabe que ahí está para siempre, ese denso espacio negativo, y sin embargo, uno sigue y lucha, y hace plata, y tiene unos cuantos hijos y se agota, y uno hace de cuenta que no está ahí y nunca lo mira de frente, si puede arreglárselas para no hacerlo. Me imaginaba que este agujero negro existe en algún punto justo detrás de uno y también en algún punto justo delante de uno, de manera que uno está siempre dejándolo atrás y entrando en él al mismo tiempo. La cosa espacial no la tenía resuelta todavía, pero eso era lo que me imaginaba. A veces el agujero era sólo un agujerito en la mente, generalmente era vasto, y con frecuencia fluctuaba, latiendo como un corazón, pero siempre estaba allí, y cuando uno se emborrachaba, creyendo escapar, lo notaba todavía más. De todas maneras, cuando descubrí esto, a la manera de un astrónomo que observa el universo, pensé que tenía la clave, y convertí en norma no permitir nunca que alguno de mis borrachos pensara demasiado y cayera hacia adelante o hacia atrás en el agujero negro. Vamos a casa, les decía, eso es todo.
Me pregunté cuantos años podría tener la señora Gurney, y pensé que treinta y siete. Me imaginé que su agujero negro tendría el tamaño de una tapa de alcantarilla.
La señora Gurney se sentó en el casco de una balsa salvavidas volteada. Se metió las manos debajo de la falda y se quitó las medias de nailon, enrollándolas pierna abajo, y luego lanzó al viento las rosquitas negras. Yo las recogí y las embutí en las sandalias.
“Así está mucho mejor”, dijo.
“No estamos lejos, señora Gurney. Estará en su casa en un momento.”
Logró ponerse de pie por sí misma. Pasó ante mí flotando hacia el mar. Una maraña fantasmal de madera gris —viejas cepas de árboles, troncos desprendidos de los botalones, tablas— obstruía el camino, y era demasiado traicionera, pensé, para que ella tratara de escalarla en ese estado de embriaguez. Pero la señora Gurney siguió de largo mientras su cabello estallaba al viento, su falda ondeaba como una vela, y sus brazos se mecían como los de un trapecista en la cuerda floja.
“Señora Gurney”, llamé.
“Quiero…”, comenzó, pero el viento le arrebató las palabras. Después se sentó en un tronco, y cuando llegué, se estaba sosteniendo la cabeza con las manos y vomitaba entre las piernas. El vómito y el espectáculo de los adultos vomitando eran los aspectos desagradables de este oficio. Detestaba ver a la gente en una posición tan abyecta. Sin embargo, después de tres años, ya sabía en qué closet se guardaban los trapeadores y las esponjas y los limpiadores en más de una casa de La Punta.
Le di una palmadita a la señora Gurney en el hombro y le dije: “Está bien, está bien, vomite tranquila. Se sentirá mejor cuando lo haya sacado todo.”
Se atoró y escupió y un rastro de plata quedó colgándole de los labios hasta la arena. “Maldita sea, Kurt. Al diablo con todo.” Levantó la cabeza. “Mírame, sólo mírame, ¿quieres?”
Se veía un poco maltrecha pero bien. Los había visto peores.
“Fúmese un cigarrillo, señora Gurney”, dije. “Cálmese.”
Yo no fumaba —creía que era un hábito repugnante—, pero mi experiencia pasada me había enseñado que un cigarrillo debe saberle bien a la persona que acaba de vomitar. Uno o dos cigarrillos parecen clamar a la gente dándole en qué concentrarse.
La señora Gurney me pasó sus cigarrillos. Saqué uno de la cajetilla y me lo metí en la boca. Rastrillé media docena de fósforos antes de poder encender uno, protegiendo la llama del viento al estilo de las viejas películas de guerra. Di una bocanada. Le pasé el cigarrillo a la señora Gurney, y ella se lo fue fumando abstraída, mirando a lo lejos. Esperé y la dejé fumar en paz.
“Me siento terrible”, gimió la señora Gurney.
“Ya se le pasará, señora Gurney, es que está borracha. Tenemos que llevarla a su casa.”
“Mira mi falda”, dijo.
Cierto, la había ensuciado un poco con su propio vómito, pero no era nada que no pudiera arreglarse con un poco de agua y jabón. Se lo dije.
“¿Cuántos años tengo, Kurt?”, replicó.
Fingí pensar y luego apunté por lo bajo.
“¿Veintinueve? ¡Por Dios!” la señora Gurney miró a través del agua hacia la sombra negra y profunda de la isla Hat, y yo también miré y era notable la forma como la oscuridad se incrustaba entre la oscuridad que la rodeaba.
Pero eso era algo que podría admirar cuando no estuviera de servicio.
“Tengo treinta y ocho años, Kurt”, gritó. “¡Treinta y ocho, treinta y ocho, treinta y ocho!”
La estaba perdiendo. Se acercaba al diez en una escala de diez.
“Dando tumbos en una noche oscura”, dijo, “uno no puede distinguir entre treinta y ocho y cuarenta. ¡Cincuenta! ¡Sesenta!” Botó su cigarrillo, que trazó una alta curva y fue a estrellarse contra un tronco en una explosión de chispas doradas.
“¿A dónde voy, maldita sea?”
“A casa, señora Gurney. Aguante.”
“Me quiero morir.”
Unos cuantos botes se mecían con el viento, y una foca se quejaba en la balsa de buceo, y el viento alejaba sus gritos de nosotros, hacia el sur. Una boya roja titilaba en la arena. La señora Gurney se trepó sobre la maraña de madera y se fue tambaleando por la arena húmeda hacia el mar. Se detuvo en la orilla y por un momento pensé que se iba a lanzar al agua, pero no lo hizo. Se quedó parada en la orilla, con las olas blancas arremolinándose a sus pies, y dejó que la falda le cayera hasta los tobillos. Llevaba debajo una enagua blanca y sedosa, que brillaba como un reflector de bicicleta a la luz de la luna. Caminó por el agua y se acuclilló a limpiarse la falda. Después salió del agua y se estiró en la arena.
“¿Señora Gurney?”
“Todo me da vueltas.”
Tenía los ojos cerrados. Le recomendé que los abriera.
“Eso ayuda”, le dije. “Y siéntese, señora Gurney. Eso también le ayuda.”
“¿A ti también te da vueltas todo?”, preguntó la señora Gurney. “No me digas que le metes mano al bar de tu mamá, Kurt Pittman. No quiero oírlo. Por favor, evítame eso. Jesús, no podría soportarlo. Realmente, no podría soportarlo. Maldita sea, ni se te ocurra decírmelo ¿bueno?”
Nunca en mi vida me había tomado un trago. “Yo no bebo, señora Gurney.”
“Yo no bebo, señora Gurney”, repitió ella. “Tan santurrón.”
Me pregunté qué hora era y hacía cuánto habíamos salido.
“Tú no sabes cómo puede cambiar la vida de un momento a otro”, dijo la señora Gurney. “Qué tan mala puede llegar a ser.”
Al comienzo no dije nada. Estas conversaciones no conducen a ninguna parte. La señora Gurney estaba borracha y beligerante. Estaba buscando un enemigo. “Tenemos que llegar a su casa, señora Gurney”, dije. “Esa es mi única preocupación.”
“Tu única preocupación”, dijo la señora Gurnay, imitándome de nuevo. “Qué suerte.”
Me quedé allí, detrás de la señora Gurney. Estaba cansado, pero si me sentaba en la arena, la señora Gurney creería que donde estábamos estaba bien, y no era así. Teníamos que superar esta etapa, esta difícil etapa de arrastrarse por la arena y sentirse deprimida, e irnos a dormir.
“Así no llegaremos a ninguna parte”, dije.
“Tengo la boca de algodón”, dijo la señora Gurney. Movía la boca como un pescado. Y estaba temblando. Se agarró las rodillas y escondió la cabeza entre las piernas, tratando de enroscarse como un gusano.
“Kurt”, dijo la señora Gurney mirándome, “¿crees que soy hermosa?”
Pasé las sandalias a la otra mano. Primero contaré lo que dije; luego, lo que estaba pensando. Dije que sí, y lo dije inmediatamente. ¿Por qué? Porque me daba cuenta de que las preguntas que no obtienen una respuesta inmediata caen en el silencio y nunca son respondidas. Se las chupa el agujero negro. Ya me había dado cuenta de esto y sabía que el truco era cerrar el resquicio en la mente de la señora Gurney, suprimir el silencio fantasmal entre la pregunta y la respuesta. Ahí estaba ella, borracha, enferma, temblorosa, sin amor, sentada en la arena y preguntándome, a mí, un simple muchacho, si yo creía que era hermosa. Dije que sí, porque sabía que eso no le haría daño a ella, y a mí no me costaba nada, aunque esa no era realmente mi respuesta. La respuesta estaba en la inmediatez, en la velocidad de mi contestación, despojada de toda incertidumbre y vacilación.
“Sí”, dije.

La señora Gurney se volvió a tender en la arena. Se desabotonó la blusa y se desabrochó el sostén.
Escudriñé la oscuridad y fijé los ojos en un remolcador que arrastraba una barcaza hacia el norte, a través del Pasaje, hacia los San Juanes.
La señora Gurney se sentó. Se deshizo de la blusa y se despojó del sostén y los arrojó contra el viento. De nuevo, recogí sus cosas de donde habían caído, puse el bulto a mi lado y esperé.
“Así está mejor”, dijo la señora Gurney arqueando la espalda, y estiró las manos en el aire, moviéndolas como si fuera una especie de dignatario en un desfile. “Cuando el viento sopla, es como si un espíritu te estuviera lavando.”
“Debemos irnos, señor Gurney.”
“Siéntate, Kurt, siéntate”, dijo palmoteando sobre la arena húmeda. La huella de su mano permaneció allí por unos pocos segundos, después de aplanó y desapareció. La marea estaba subiendo rápidamente, y estaría alta hasta la noche, con la luna llena.
Me agazapé a poca distancia.
“¿Así que crees que soy hermosa?”, dijo la señora Gurney. Miró hacia adelante, sin fijarse en mí, dejando que sus palabras flotaran en el viento.
“No es asunto de belleza o no belleza, señora Gurney.”
“¿No?”
“No”, dije. “Sé que su esposo no la ama, señora Gurney. Ese es el problema.”
“Belleza”, cantó.
“No. Como dicen, la belleza está en el ojo del espectador. Usted ya no tiene un espectador, señora Gurney.”
“La luna y las estrellas”, dijo, “el viento y el mar.”
Viento, mar, estrellas, luna: estábamos en un territorio inexplorado y la culpa era mía. Había permitido  que nos apartáramos de nuestra meta, y ahora ya ni siquiera la veía. Tenía que retomar el curso, o acabaríamos hablando de Dios.
“Vístase, señora Gurney, está haciendo frío. Eso no es bueno. Vamos a casa.”
Se agarró las rodillas y se meció adelante y atrás. Se quejó. “Es tan lejos.”
“No es lejos”, dije. “Se ve desde aquí.”
“Un día te voy a dejar todo esto”, dijo la señora Gurney moviendo los brazos en círculos, señalando todo lo que había en el mundo. “Cuando lo herede de mi esposo, después del divorcio, te lo dejaré a ti. Es una promesa, Kurt. En serio. Lo pondré en mi testamento. Recibirás una llamada. Recibirás una llamada y sabrás que he muerto. Pero tú estarás feliz, muy feliz, porque todo esto será tuyo.”
Su casa estaba a escasos cien metros. Una mangaveleta llena del aire que la atravesaba, se agitaba de un lado a otro en lo alto de un poste blanco. Sus dos niños se habían estado quedando en la ciudad durante casi todo el verano. Yo no sabía si habían venido este fin de semana. Ella había dejado encendida la luz de la entrada.
“Quisieras tener esto, ¿no es cierto?”, preguntó la señora Gurney.
“No es el momento de discutirlo”, dije.
La señora Gurney se acostó en la arena. “Las estrellas tienen colas”, dijo. “Cuando dan vueltas.”
Miré hacia arriba. A mí me pareció que estaban fijas en su sitio.
“La primera vez que me enamoré tenía catorce años. Me enamoré cuando tenía quince, me enamoré cuando tenía dieciséis, diecisiete, dieciocho. Me enamoré una y otra vez”, dijo la señora Gurney. “Eventualmente esto me llevó al matrimonio.” Se aplastó una manotada de arena mojada en el pecho. “Es tan estúpido. ¿Sabes dónde lo conocí?”
Pensé que se refería a Jack, al señor Gurney. “No”, le dije.
“En una cancha de golf, ¿puedes creerlo?”
“¿Usted juega golf, señora Gurney?”
“¡No! Maldita sea, no.”
“¿Y Jack?”
“Tampoco.”
No podía ayudarla: esta es la clase de historias que no tienen sentido y que a los borrachos les gusta repetir. Llevaba tres años oyendo las mismas historias cada verano, la clase de historias que todos creen que son muy especiales sin darse cuenta de que todo el mundo cuenta casi lo mismo, sin darse cuenta de que todas se mezcal unas con otras, rezuman una en la otra.
“Tengo sed”, dijo la señora Gurney. “Me hace falta mi casa.”
“Ya estamos cerca”, dije.
“Eso no es lo que quiero decir”, dijo ella. “Tú no sabes lo que quiero decir.”
“Tal vez no”, dije. “Por favor, póngase la blusa, señora Gurney.”
“Me voy a matar”, dijo la señora Gurney. “Me voy a casa y me voy a matar.”
“Eso no la va a llevar a ninguna parte.”
“Van a ver.”
“Lo único que lograría es estar muerta, señora Gurney. Entonces la olvidarán.”
“A Crutchfield no lo han olvidado. Pobre Crutchfield. La bandera está a media asta.”
“Este año”, dije. “El próximo año estará donde siempre ha estado.”
“Mis niños no olvidarán.”
Eso era cierto, pensé, pero no quería entrar en esa discusión.
La señora Gurney se sentó. Sacudió violentamente la cabeza, y le salió arena. Entonces se levantó, tambaleándose. Le alcancé la blusa, mirando al suelo. Meneó los dedos de los pies y los enterró en la arena.
“Mírame”, dijo la señora Gurney.
“Preferiría no hacerlo, señora Gurney”, dije. “Mañana usted se alegrará de que no lo haya hecho.”
Por un momento no hablamos, y en ese espacio vacío se precipitaron el viento, las olas, el quejido de la foca en la balsa de buceo. Miré hacia arriba, a los ojos de la señora Gurney que eran verde oscuros, y estaban flotando entre lágrimas. Me miró pero vagamente y me pregunté qué veía.
Tenía la impresión de que el primero que pestañeara perdería.
Me quitó la blusa de las manos.
Miré.
Yo no tenía experiencia en esto, pero sabía que lo que estaba mirando no era carne joven. Los senos le colgaban como sacos de arena mojada, desplomándose hacia los lados. Pensé que eran enormes, aunque no tenía con qué compararlos. Tenían largas cicatrices blancuzcas como si un hombre salvaje o un oso la hubieran arañado. Los pezones se veían morados a la luz de la luna, y fruncidos por el viento frío. Las cadenas doradas y serpenteantes le brillaban en la oscuridad del cuello, y la V del bronceado hacía que todo lo demás pareciera asombrosamente blanco. La piel bronceada de su pecho se veía como un pergamino, como la página amarillenta y ajada de algún texto antiguo, tal vez la Biblia o la Constitución —la copia original o incluso el borrador.
La señora Gurney se echó la blusa sobre los hombros y la dejó aletear al viento. Se le fue volando por la playa. Suspiró. Después se acercó y se inclinó hacia mí. Podía olerla —la pimienta, los bananos.
“Señora Gurney”, dije. “Vámonos ya.” La marea estaba tan alta que podíamos sentir la espuma blanca de las olas alrededor de los pies. Las olas que retrocedían arrastraban su blusa hacia el mar, y las que venían la devolvían. Se quedó allí en la orilla, remojándose. Nos miramos a los ojos. Incluso así de cerca, no había nada familiar en los de ella; eran vidriosos, oscuros y sin expresión.
En ese momento, estoy seguro, sus manos rozaron el frente de mi pantaloneta. No recuerdo muy bien en qué estaba pensando o si pensaba en algo. Y esto, el no haber estado pensando con claridad, pudo haber sido mi ruina. ¿Qué hay allá afuera que nos indique el camino recto? Hubiera podido caer del todo. Me hubiera podido hundir en ese instante. Conocía todas las palabras para nombrarlo y todas eran cortas y brutales. Joder, tirar, clavar. Una voz me dijo que podía hacerlo impunemente. ¿Quién se va a dar cuenta? Preguntó la voz. Dale, siguió diciendo. Yo conocía la voz, sabía que era la misma voz que le había dicho al señor Crutchfield que le diera, que tirara con quien quisiera. Estábamos solos, allá afuera no había más que la luna y el mar. Miré a la señora Gurney, la miré a los ojos, y vi dos líneas negras que brotaban de ellos y rodaban en líneas locas por sus mejillas.
Sentí que debía ser galante o tierno y besar a la señora Gurney. Sentí que debía decir algo, después sentí que debía quedarme callado. El momento parecía estar suspendido en el aire, como si todo fuera frágil, como si sólo el silencio le diera consistencia.
Nos alejamos de la orilla y de la marea por la playa, y la arena bajo la superficie aún conservaba algo del calor del día.
Me quité la camiseta. “Póngasela”, le dije.
Ella se la puso al revés, y yo recogí las sandalias, las medias y el sostén. Nos quedamos callados. Seguimos nuestro camino por la arena, sobre la maraña de palos arrojados a la playa, con el viento empujándonos desde el norte.
Cruzamos el entramado y yo sostuve a la señora Gurney por el codo mientras subíamos las escaleras de su casa. Adentro encontré la aspirina, serví un vaso de cidra y se lo llevé a la cama donde ya se había enroscado bajo una pesada frazada mexicana. Parecía como si estuviera durmiendo debajo de una alfombra. “Tengo sed”, dijo y se tomó la aspirina con el jugo. Había una lámpara encendida. El cabello platinado de la señora Gurney se desparramó sobre la almohada, con chuzos como los radios de una bicicleta. Me arrodillé al lado de la cama, y ella me tocó la mano y entreabrió los labios como para hablar, pero yo le apreté la mano y sus ojos se cerraron. Pronto estuvo dormida.
Cuando bajaba las escaleras, sus dos hijos, Mark y Timmy, salieron de su alcoba y me miraron desde el rellano.
“¿Ya llegó mamá?”, preguntó Timmy que tenía tres años.
“Sí”, dije. “Está acostada, está dormida.”
Se quedaron allí en el rellano iluminado, parpadeando y frotándose los ojos, y yo me quedé parado más abajo en las escaleras, en la oscuridad.
“¿Dónde está la niñera?”, pregunté.
“Se quedó dormida”, dijo Timmy.
“Ustedes, niños, también deberían estar dormidos.”
“No me puedo dormir”, dijo Timmy. “Cuéntame un cuento.”
“No me sé ningún cuento”, dije.

Cuando regresé y entré a la casa, la luz brillante y el humo me hicieron arder los ojos. La sala estaba llena de gente, pero yo conocía a todo el mundo —loa Potters, los Shanks, los Capstands, etc. Había un ruidaje frenético; alguien le había dado cuerda a la vitrola, y de uno de los viejos discos de mi abuelo salían oleadas de estática que inundaban el cuarto. Podía ver en la repisa de la chimenea, a través de las nubes de humo, el altar que mi madre le había levantado a mi padre: su Estrella de Plata y el Corazón Púrpura que recibió en Lao Bao, hacia arriba, por Khe Sanh, cerca de la zona desmilitarizada en donde sirvió como médico. Su diploma de la escuela de medicina colgaba torcido de un clavo. La pelota que atrapó en un juego de béisbol, sus anteojos, una navaja de bolsillo, el estetoscopio, un juramento hipocrático enmarcado con serpientes enrolladas alrededor de lo que parecía un poste de barbero. Vi a mi madre revolotear por la cocina con una coctelera de plata, que sacudía como si fuera un instrumento de percusión. Se paseaba como un animal enjaulado, sacudiendo hielo picado en la coctelera. El ruido de la fiesta me impedía oír alguna voz específica. Me quedé allí un rato. Nadie parecía haber notado mi presencia hasta cuando Fred, como una cuba, levantó su vaso vacío en el aire y dijo “¡Hola, Capitán!”
Entré a la cocina. Mi madre dejó la coctelera y me miró. La abracé y le dije: “Volví.”
Después me fui para mi alcoba y destendí la cama. Saqué las sábanas por la ventana y sacudí la arena. Volví a ponerlas en la cama y me acosté, pero no me pude dormir. Me levanté y saqué una de las viejas cartas de mi padre de debajo del colchón. Salí por la puerta de atrás. Era una de esas noches de La Punta en las que el viento que sopla, las olas que se rompen en líneas blancas contra la orilla, la arena molida, las siluetas amontonadas de las casas lavadas por la luna, el golpeteo de las boyas, en las que todo esto parece haber estado sucediendo durante mucho, mucho tiempo, y uno siente que la eternidad lo está mirando. Me senté en el columpio. La carta estaba un poco rota en los dobleces, y la abrí con cuidado, buscando la luz de la luna. Estaba fechada en 1966 y dirigida a mi madre. La letra era borrosa y difícil de distinguir.
Primero que todo, las viejas noticias: gracias por la corbata. No sé cuándo podré usarla, pero gracias. Ahora mis noticias. Me hirieron, pero no te preocupes. Estoy bien.
Desde hace varios días han desplegado una compañía en el perímetro de este pueblo —corría el rumor de que los campos habían sido minados por el Vietcong. Los hombres trabajan con tanques —tanques de película que se mueven hacia adelante y hacia atrás sobre un campo como podadoras de césped gigantes. Despejan el camino haciendo explotar las minas. Generalmente las minas del Vietcong son antipersonales, y la idea es que los tanques deberían activarlas y absorber las explosiones. Los tanques resisten los estallidos fácilmente y adentro los hombres están a salvo. Una operación de libro. Fácil. Ayer hicieron explotar doce minas. Quién sabe cómo llegaron hasta allá.
Tomó varios días despejar el perímetro. Anoche creyeron que habían terminado. Pero cuando los hombres estaban saltando de los tanques, uno de ellos cayó directamente sobre una mina. Yo fui el primer médico en llegar. Sus pies y sus piernas habían volado, volado hasta el nivel de la ingle. Nunca había visto algo tan terrible, pero esto es lo que recuerdo con más claridad: una pieza de metralla había perforado su lata de crema de afeitar y un chorro de espuma blanca se elevaba metro y medio por el aire. La sangre se regaba por todas partes, y ese surtidor blanco salía de su espalda haciendo un arco. La presión dentro de la lata no dejaba de silbar. El muchacho podía tener unos diecinueve años. “Doctor, estoy vuelto nada”, dijo. Llamé a una unidad de evacuación. Comencé a aplicarle compresas, después vi que sus ojos se cerraron y traté de revivirlo con un masaje cardiaco. El muchacho murió antes de que la crema de afeitar hubiera terminado de regarse.
Todo quedó misteriosamente tranquilo, considerando el estrago, y de un momento a otro la zona liberada se puso caliente y comenzaron a dispararnos: quince minutos de artillería y fuego de mortero; después, tranquilo otra vez. Nada, absolutamente nada. Recibí un fragmento de metralla en la espalda, pero no te preocupes. Estoy bien, aunque no tendré ocasión de ponerme esa corbata pronto. Ni siquiera supe que estaba herido hasta que sentí la sangre, y aun entonces creí que era de alguien más.
Es curioso, pero no sentí miedo durante los quince minutos de la acción. Generalmente no hay mucho contacto con el enemigo. A veces no se ve un solo Vietcong. Pasan los días sin contacto alguno. Uno sabe que están ahí, pero nunca los ve. Sólo las minas y las bombas. Yo no soy más que un médico y mi contacto con el enemigo casi nunca es directo —lo que veo son los hombres heridos y los muertos, los cadáveres. Veo la destrucción y he comenzado tanto a temer como a odiar a los vietnamitas —aun aquí, en Vietnam del Sur, no sé de qué lado están. Visito todos los días un pueblo cercano y ayudo al médico local a vacunar a los niños. La mañana después del ataque, sentí que la gente del pueblo se reía de mí porque sabía que un americano había muerto. Ayer volví al mismo pueblo. Todo estaba tranquilo, cada cual en lo suyo, como siempre, y yo me quedé ahí parado, rodeado de borrachines, pensando en aquel muchacho muerto, y por un momento sentí la necesidad de emparejar la cuenta en alguna forma.
No sé lo que digo,  cariño. Soy un médico, entrenado para salvar vidas. Todos los días estoy más cerca de la muerte que la mayor parte de las personas, excepto en su último segundo sobre la tierra. Este es un mundo de dolor —esa es la expresión que usamos— y aquí pasan cosas, cosas que uno no puede guardarse. He visto lo que pasa a los hombres que tratan de hacerlo. Lo que han visto y lo que han hecho los consume, se vuelven obsesivos y lentamente pierden de vista el trabajo que se supone que deben hacer. No tengo clara prueba de esto, pero creo que los hombres en estas condiciones se exponen al ataque. Uno tiene que hablar de las cosas, tenerlo todo muy claro en la mente. Tengo la suerte de tener aquí a un compañero que también ha estado bajo fuego, y entiende lo que estoy sintiendo. Eso ayuda.
Lamento escribir así, pero en tu carta decías que querías saberlo todo. No está en mi poder decir lo que esta guerra significa para ti o para cualquiera allá en casa, pero puedo describir lo que sucede y, si quieres seguiré haciéndolo. Para mí, por lo menos, es una tranquilidad saber que hay alguien allá lejos que realmente no puede comprender, y que espero que nunca pueda hacerlo. Pronto escribiré de nuevo.
Con amor,
Henry.
Yo había sacado esta carta de una caja que mi madre guardaba en su alcoba, bajo la cama. Había otras clases de cartas, cartas sobre el amor y la familia y el trabajo, pero no creí que mi madre echara de menos esta que era sólo sobre la guerra. Mi padre nunca habló mucho sobre su permanencia en Vietnam, pero lo hacía cuando se le preguntaba. En consideración a esto, yo estaba enterado de las redadas Zippo, los códigos luminosos, las minas asesinas, las granadas de fragmentación, las mochilas explosivas y demás. Y cuando estaba furioso, o triste, mi padre salpicaba su lenguaje con jerga que se le había prendido, como titi, que quiere decir “pequeño”, y didi mow, que quiere decir “apúrese”, y xin loi, que quiere decir “lo siento”.
Guardé la carta. Me columpié con fuerza, y subí, después bajé, subí y bajé, mirando y luego sin mirar. Cuando el columpio estuvo lo suficientemente alto, me dejé ir y navegué por el aire libre antes de caer en una explosión de arena blanda. Me quité la arena de los ojos. Los ojos se me aguaron, y todo se puso borroso. El viento volcaba y arrratraba las cosas. Una sombrilla de playa a rayas rodaba por el campo de juego, dando vueltas como un trompo. Una sábana de la tendedera de alguien aleteó hasta que se soltó y salió volando. Pensé en mi pesadilla, en el globo de mi padre amarrado a una habichuela. Miré hacia el cielo, y estaba negro, con alguna luz. Había estrellas, millones de estrellas como agujeritos en algo, y la luna, como un agujero más grande en la misma cosa. Agujeros blancos. Pensé en la señora Gurney y en sus ojos en blanco y en lo negro que salía de ellos. ¿Fue el viento, una ráfaga súbita, la que me empujó y me rozó los pantalones? Sucedió tan rápidamente. ¿Había tratado de tocarme? ¿Lo había hecho? Me estiré en la arena. El viento me puso la carne de gallina. Temblando, escuché. De la casa, me llegaba el sonido de hombres que reían, de hielo que tintineaba, de mujeres que chillaban. Allí todo seguía frenético. Nunca podría dormirme. Decidí permanecer despierto. Todos se irían a sus casas, pero hasta entonces yo esperaría afuera.
Me quedé allí, muy quieto. Me sacudí un poco de arena. Esperé.
Fui yo quien encontré a mi padre esa mañana. Había ido a sacar un poco de creosota del baúl de su carro. Era una mañana fría y húmeda, como las que tenemos habitualmente, y en la pradera sobre el estacionamiento había una familia de ciervos rumiando, mirando alrededor, toda inocencia. Y allí estaba, sentado en el carro. Abrí la puerta del lado pasajero. Al comienzo, los ojos como que se separaron del cerebro, y lo vi todo muy despacio, como en una película o como algo lejano que no le está pasando a uno. Se había volado parte de la cara. Uno de los ojos miraba fijamente hacia afuera. Todavía respiraba, pero sus pulmones trabajaban como si se hubiera tragado un metro de cascajo o de arena. Se sacudía. Le toqué su mano y sus dedos se enroscaron alrededor de los míos, agarrándolos, pero eran sólo los nervios, una antigua reacción o algo, porque su cerebro ya estaba muerto. Mi imaginación se disparó cuando él me agarró. Supe en seguida que un muerto me había agarrado. Hui. Corrí. En casa traté de hablar, pero no había palabras. Comencé a golpear las paredes y a patear los muebles y a quebrar cosas. No podía ver, oía que caía. Corrí alrededor de la casa cogiéndome la cabeza y jalándome el pelo. Eventualmente mi madre me alcanzó. Yo sólo señalé hacia el carro. Mi padre me hace falta, entiéndanme, me hace falta tenerlo a mi lado para que me diga lo que está bien y lo que está mal, o para hablar de boom-boom, o sea de sexo, o para ir a pescar salmón por los lados de la isla Hat, y no preocuparme por nada en ningún sentido. Pero también quiero decir que nunca más quiero ver lo que vi aquella mañana. Nunca, mientras viva, quiero encontrarme a otra persona muerta. Ya ni siquiera era una persona, era sólo una cosa reventada, basura aplastada. Parte de su cabeza había volado, y había sangre y pelo y hueso salpicados en el parabrisas. Parecía como si hubiera pasado con el carro a través de algo terrible, como si necesitara usar los limpiabrisas, poner las plumillas a toda velocidad y limpiarlo todo, excepto que las plumillas no le iban a servir de nada porque todo el horror estaba por dentro.

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