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miércoles, 15 de mayo de 2024

Sobre El infinito en un junco


Irene Vallejo


Sobre El infinito en un junco

Por Susana González Marín

14 de mayo de 2024

El problema de El infinito en un junco reside en esta duplicidad genérica. Por un lado, la autora adopta un tono intimista y romántico para tratar con el lector y comunicarle la pasión que el tema le suscita (“Me pareció interesante hablar con el lector en segunda persona; es algo que no solemos hacer en literatura. La voz es habitualmente un poco fría en el ensayo, pero yo me dije: voy a explicarle al lector por qué este tema es apasionante para mí”, palabras de la autora en una entrevista publicada en 20minutos), propósito que creo que consigue; en efecto, hay hermosas páginas sobre los libros, ella es hábil engarzando lo clásico con lo moderno y sus lecturas en este sentido son amplias e interesantes; el libro, a pesar de llegar a las 400 páginas, se lee agradablemente. Pero este carácter subjetivo lastra su propósito divulgativo; en este sentido, es superficial y poco fundamentado en una bibliografía actualizada. Yo no aconsejaría este libro ni a mis alumnos ni a nadie que quisiera acercarse al mundo del libro antiguo. Irene Vallejo, llevada por su apasionamiento, para acercarse al tema parte de dos presupuestos muy comunes, que a mi modo de ver deben ser evitados.

El primero es, dicho en términos vulgares, el “ombliguismo”, que caracteriza a muchos filólogos clásicos, la convicción de la superioridad intrínseca del mundo clásico sobre otras culturas antiguas. Resulta cuando menos empobrecedor escamotear al lector la información que concierne a las culturas orientales, de las que Grecia tomó tantas cosas, entre otras la escritura y el rollo de papiro. El mundo clásico no viene de la nada. (Por cierto, en la misma entrevista de 20minutos, Irene Vallejo transmite informaciones equívocas, por ejemplo, sobre Gilgamesh, de la que afirma: “Otras [obras, sc.] desaparecieron, como el Gilgamesh, que luego se reconstruyó porque se encontraron las tablillas”). Este prejuicio («Si estudias civilizaciones como el Egipto faraónico o el mundo mesopotámico son apasionantes, pero yo creo que no existe esa identificación profunda») produce un relato parcial e inexacto de los hechos. Por ejemplo, es insólita la escasa atención (apenas una página) que se presta a la expansión del cristianismo y a la conversión del Imperio romano en oficialmente cristiano como un factor fundamental en la historia del libro y de la lectura.

Pero la autora va todavía más allá, pues dentro del mundo clásico su helenocentrismo es evidente, no hay más que ver la extensión y tono de las páginas que dedica a Grecia y a la Biblioteca de Alejandría; ésta es sin duda una institución fundamental a la que no hace falta atribuirle méritos ajenos, como el de iniciar un proyecto a gran escala de traducción (p. 247), más una magnificación que un hecho contrastado (cfr. Feeney, Beyond Greek. The Beginnings of Latin Literature. Cambridge, MA; London: Harvard University Press, 2016). En este terreno la autora peca sobre todo por la reproducción de estereotipos, algo que se extiende a todos los niveles de la información que proporciona. Y este es uno de los mayores problemas del libro. Uno de los ejemplos más palmarios es su insistencia en el carácter secundario de la literatura latina, despachada durante varias páginas sin matizaciones como copia de la griega, aunque luego aparezca corregido sumariamente en la página 362, algo que probablemente desconcierte al lector.

Por otra parte, la autora, que ha leído a Mary Beard, sin embargo, no sigue la advertencia de que no querríamos de ningún modo vivir en esa época. De nuevo, el entusiasmo conduce a la idealización de esa época y a la creación de una imagen inexacta también en lo que concierne al libro y la literatura antiguas. Frases que califican a las bibliotecas griegas como “una red venosa que bombeaba el oxígeno de las palabras y de los relatos de ficción hacia todos los rincones del territorio” (p. 202) parecen poco adecuadas para retratar la realidad de un mundo en el que solo había una minoría de alfabetizados (además de que no necesariamente la alfabetización se relacionaba con la literatura, sino con el comercio, la religión o la burocracia) y la literatura se difundía fundamentalmente por la vía oral y se definía por su carácter más que elitista, reducido a un ámbito de unos pocos, unidos por lazos personales y políticos.

No podemos olvidar la alteridad fundamental, que es especialmente notable en el mundo del libro y la lectura. Sí, por supuesto hay rasgos fundamentales que hemos heredado de los clásicos, pero su identificación pasa por ser muy conscientes de las diferencias, que aquí quedan difuminadas en beneficio del relato que se pretende construir. No hay reflexión sobre el papel fundamental de la oralidad, especialmente en la literatura griega; se pasa por alto el carácter sustancialmente diferente de aquellos objetos raros y caros que eran los antiguos libros; se señala a las librerías en el mundo antiguo, cuyo papel entonces era insignificante en la circulación de la literatura elevada y en principio se reducía a la literatura de consumo, como equiparables a las modernas; no hay análisis sobre el hecho de que el libro ahora es un negocio (aunque sea un mal negocio) y ese rasgo está totalmente excluido de la literatura antigua; no es correcto el análisis sobre el papel de las bibliotecas públicas, cuya denominación es responsable de un grave equívoco, puesto que de ninguna manera pueden considerarse un trasunto de las actuales ni albergaban el propósito de abrir el mundo de la literatura a la clase de los desfavorecidos (p. 330), sino que más bien constituían una exhibición pública de poder.

En suma, la autora quiere construir su propio relato, ameno, en ocasiones brillante, pero muy personal y como tal debe ser considerado. La divulgación no está reñida con un conocimiento profundo y preciso del tema. Se trata de algo que los filólogos clásicos hemos de tener presente si queremos tener una voz digna de confianza en el mundo actual.

Tomado del blog de Elsy Rosas Crespo



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