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miércoles, 30 de agosto de 2023

Virginia Woolf / La sociedad

 




Virginia Woolf
La sociedad


    Así comenzó todo. Éramos un grupo de seis o siete reunidas después del té. Algunas miraban hacia la sombrerera de enfrente, donde las plumas rojas y las pantuflas doradas seguían iluminadas en la vidriera; otras dejaban pasar el tiempo construyendo pequeñas torres de azúcar en el borde de la bandeja del té. Pasado un momento, según lo recuerdo, nos ubicamos alrededor del fuego y comenzamos, como de costumbre, a elogiar a los hombres. Qué fuertes, qué nobles, qué inteligentes, qué valientes, qué bellos eran; y cómo envidiábamos a aquellas que, por las buenas o por las malas,lograban unirse a uno de por vida. Hasta que Poll, que había permanecido en silencio hasta el momento, rompió a llorar. Poll, debo admitirlo, siempre ha sido algo extraña. Para empezar, su padre era un hombre extraño. Le dejó una fortuna en su testamento, pero con la condición de que leyera todos los libros de la biblioteca de Londres. Intentábamos consolarla lo mejor que podíamos, pero en el fondo sabíamos que era inútil. Pues, aunque la queremos, sabemos que Poll no posee demasiados encantos; lleva los cordones desatados, y seguramente pensaba, mientras nosotras elogiábamos a los hombres, que ninguno querría nunca casarse con ella. Finalmente dejó de llorar. Por un momento no le dimos demasiada importancia a lo que decía; ya bastante extraño nos resultaba de por sí. Nos dijo que, como ya sabíamos, pasaba la mayor parte del día leyendo en la biblioteca. Había comenzado con literatura inglesa en el piso de arriba, dijo, y planeaba seguir el recorrido hasta el Times, en la planta baja. Y ahora, a mitad de camino, o quizás a tan sólo un cuarto de finalizar, algo terrible había sucedido. Ya no podía leer. Los libros no eran lo que nosotras creíamos.

    —¡La mayoría de los libros son increíblemente malos! —dijo poniéndose de pie, con tanto desconsuelo en la voz que nunca lo olvidaré.
    Desde luego dijimos que Shakespeare había escrito libros, y Milton, y Shelley.
    —Oh sí —nos interrumpió—. Todas ustedes han sido muy bien educadas, lo entiendo. Pero no son socias de la biblioteca de Londres.
    Aquí su sollozo se convirtió en llanto nuevamente. Al fin, recobrando la calma, abrió uno de los libros de la pila que siempre llevaba consigo. «Desde una ventana» o «En un jardín», o títulos por el estilo, escritos por algún tal Benton o Henson. Leyó las primeras páginas. Escuchamos en silencio.
    —Pero eso no es un libro —dijo alguien.
    Tomó otro. Era un libro de historia pero no recuerdo el autor. Nuestra ansiedad crecía a medida que avanzaba en la lectura. Ni una palabra resultaba creíble, y el estilo de escritura era deplorable.
    —¡Poesía, poesía, poesía! —exclamamos con impaciencia—. ¡Léenos poesía!
    No encuentro las palabras para describir nuestra desolación cuando abrió un pequeño volumen y comenzó a articular los ampulosos versos, plagados de un estúpido sentimentalismo.
    —Seguramente lo escribió una mujer —se apuró a decir una del grupo.
    Pero no. Poll nos dijo que lo había escrito un joven poeta, uno de los más reconocidos del momento. Imaginen nuestra sorpresa ante semejante revelación. Aunque le imploramos que dejara de leer, Poll siguió con extractos de «Las vidas de los Cancilleres». Cuando se detuvo, Jane, la mayor del grupo y la más lista de todas, se puso de pie y dijo que, en lo personal, no estaba convencida.
    —¿Por qué, si los hombres escriben basura semejante, nuestras madres desperdiciaron su juventud para traerlos al mundo? —preguntó.
    Ninguna hablaba; y en el silencio se escuchaba a la pobre Poll sollozando:
    —¿Por qué mi padre me enseñó a leer?
    Clorinda fue la primera en recobrar la compostura.
    —Es nuestra culpa —dijo—. Todas sabemos leer; pero ninguna, excepto Poll, se ha tomado el trabajo de hacerlo. Yo, por ejemplo, he dado por sentado que el deber de una mujer durante su juventud es criar niños. Admiraba a mi madre por haber criado diez; y más a mi abuela por criar quince. Mi ambición, lo confieso, era criar veinte. Hemos pasado todos estos años creyendo que los hombres se esfuerzan tanto como nosotras y que su trabajo tiene tanto mérito como el nuestro. Mientras nosotras criamos a los niños, ellos, suponíamos, escriben libros y pintan cuadros. Hemos poblado el mundo. Ellos lo han civilizado. Pero ahora que sabemos leer, ¿qué nos impide juzgar los resultados? Antes de traer otro niño al mundo deberíamos prometer que saldremos primero a ver cómo es.
    Así, nos embarcamos en una sociedad dedicada a la formulación de preguntas. Una visitaría a un excombatiente; otra se escondería en el estudio de un erudito; otra participaría de una reunión de negocios; y todas leeríamos, iríamos a muestras de pintura, a conciertos, andaríamos por la calle con los ojos bien abiertos, y haríamos preguntas constantemente. Éramos muy jóvenes. Se darán una idea de nuestra ingenuidad cuando diga que, antes de despedirnos esa noche, acordamos que los objetivos en la vida eran producir buenas personas y buenos libros. Nuestras preguntas tendrían como fin averiguar en qué medida los hombres habían logrado llevar a cabo esos objetivos. Prometimos solemnemente no tener niños hasta estar satisfechas.
    Salimos entonces, algunas hacia el British Museum; otras hacia King’s Navy; otras a Oxford; otras a Cambridge. Visitamos la Royal Academy y la Tate Gallery; escuchamos música moderna en salas de concierto; fuimos a los tribunales y vimos las nuevas obras de teatro. Ninguna salía a cenar sin antes hacer determinadas preguntas a su compañero y tomar nota cuidadosamente de las respuestas. De vez en cuando nos reuníamos y comparábamos nuestras observaciones. ¡Oh, qué divertidas eran esas reuniones! Nunca he reído tanto como cuando Rose leyó sus notas acerca de «El honor», y contó sobre la vez en que se disfrazó de príncipe etíope y se subió a uno de los barcos de Su Majestad. Al descubrir el engaño, el capitán fue a buscarla (ahora disfrazada de caballero) y exigió que el honor fuera salvado. «¿Pero cómo?», preguntó ella. «¿Cómo?», exclamó él, «¡Con la vara desde luego!». Viéndolo lleno de rabia y creyendo que había llegado su hora, se volvió y, para su sorpresa, recibió seis golpecitos en la cola. «¡El honor de la Armada Británica ha sido salvado!», exclamó el capitán. Ella se incorporó y lo miró; vio cómo le caía el sudor de la frente y le temblaba la mano derecha. «¡Aléjese de mí!», exclamó adoptando la pose del capitány la furia de su expresión, «¡mi honor aún está por salvarse!». «¡Habla como un caballero!», dijo él y se detuvo a pensar. «Si seis golpes vengan el honor de la Armada Real», musitó, «¿cuántos vengan el de un caballero común?». Dijo que prefería dejar el caso en manos de sus hermanos oficiales. Ella contestó con arrogancia que no podía esperar. Él elogió su orgullo. «Veamos», dijo de repente, «¿su padre tenía coche propio?». «No», contestó ella. «¿Y caballo?». «Teníamos un burro que usábamos para arrastrar la máquina de cortar». Ante esto el rostro de él se iluminó. «Mi madre se llamaba…», agregó ella. «¡Por el amor de Dios, hombre, no mencione el nombre de su madre!», chilló él, temblando como un álamo y enrojeciéndose por completo. Pasaron al menos diez minutos hasta que logró hacerlo continuar. Finalmente, el capitán decidió que si ella le daba cuatro golpes y medio en el punto que él le indicara (el medio concedido, dijo, en reconocimiento de que el tío de la bisabuela de ella había muerto en Trafalgar), en su opinión, el honor de ambos estaría salvado. Hecho esto, fueron a un restaurante; tomaron dos botellas de vino que él insistió en pagar y se marcharon prometiéndose amistad eterna.
    Después fue el turno de Fanny, que nos contó sobre los Tribunales. En su primera visita llegó a la conclusión de que, o bien los jueces estaban hechos de madera, o bien eran animales parecidos a hombres que habían sido entrenados para moverse con extrema dignidad, mascullar y asentir con la cabeza. Para probar su teoría, había dejado caer un pañuelo lleno de moscas en el momento crítico de un juicio, pero le fue imposible determinar si las criaturas dieron señales de humanidad, pues el zumbido de los bichos le indujo un sueño tan profundo que sólo se despertó a tiempo para ver cómo se llevaban a los presos a sus celdas. Pero por las pruebas recolectadas, decidimos por votación que no hay razón para suponer que los Jueces son hombres.
    Helen fue a la Royal Academy, pero cuando le pedimos que nos hablara de las pinturas comenzó a recitar de un volumen color celeste:
    —«¡Oh, el roce de una mano invisible y el sonido de una voz muda! El hogar es la caza, el hogar es una colina. Sacudió las riendas. El amor es dulce, el amor es breve. ¡La primavera, la buena primavera, es el rey agradable del año! ¡Oh, estar en Inglaterra ahora que es abril! Los hombres deben trabajar y las mujeres lamentarse. El camino del deber es el camino a la Gloria».
    No pudimos seguir escuchando tantas tonterías.
    —¡Basta de poesía! —exclamamos.
    —¡Hijas de Inglaterra! —comenzó. Pero en este momento nos abalanzamos sobre ella y en la riña el agua de un florero se le derramó encima.
    —¡Gracias al cielo! —exclamó, sacudiéndose como un perro—. Ahora rodaré por la alfombra a ver si puedo quitar lo que queda de la bandera del Reino Unido. Tal vez entonces…
    Y comenzó a rodar con energía. Al incorporarse, comenzó a explicarnos cómo eran las pinturas modernas cuando Castalia la interrumpió.
    —¿Cuál es el tamaño promedio de un cuadro?
    —Sesenta centímetros por un metro, tal vez.
    Castalia tomaba notas mientras Helen hablaba, y las dos evitaban cruzar las miradas. Cuando Helen terminó su relato, Castalia se puso de pie y dijo:
    —Tal como me lo solicitaron, pasé toda la semana en Oxbridge, haciéndome pasar por mujer de la limpieza. De esa manera pude acceder a las habitaciones de varios eruditos y ahora intentaré darles una idea al respecto. Sólo que… No se me ocurre cómo. Es todo tan extraño. Estos eruditos viven en casas inmensas, rodeadas de extensos jardines; cada uno en una especie de parcela privada. Tienen todas las comodidades. Sólo deben presionar un botón o encender una pequeña lámpara. Sus papeles están prolijamente archivados. Tienen cientos de libros. No hay niños ni animales allí, sólo seis gatos callejeros y un viejo camachuelo, un gallo.
    Se detuvo.
    —Recuerdo a una tía que vivía en Dulwich y cultivaba cactus. Llegabas al jardín de invierno por la sala de estar, y allí, sobre los tubos calientes, había cientos. Feos, apelotonados, llenos de espinas, cada uno en su maceta. El aloe florece cada cien años, así decía mi tía. Pero murió antes de que eso pasara.
    Le dijimos que fuera al punto.
    —Bueno —resumió—, cuando el Profesor Hobkin salía, me ponía a hurgar en el trabajo al que le dedicaba su vida, una edición de Safo. Es un libro de aspecto extraño, de aproximadamente quince centímetros de espesor, no todo de Safo, oh no. Se trata, en su mayor parte, de una defensa a la castidad de Safo que algún alemán había negado; y les aseguro que la pasión con la que estos dos caballeros discutían, la sabiduría que desplegaban, la prodigiosa ingenuidad con la que deliberaban acerca del uso de un instrumento que para mí se veía ni más ni menos que como una horquilla, me dejó atónita. En especial cuando la puerta se abrió y el mismísimo Profesor Hobkin entró. Un anciano afable y agradable, ¿pero qué puede saber él sobre castidad?
    No la entendimos.
    —No, no —protestó—, él es el honor en persona, estoy segura. No se parece al capitán de Rose en absoluto. Estaba pensando más bien en los cactus de mi tía. ¿Qué pueden saber sobre castidad?
    Otra vez le pedimos que no se desviara del punto. ¿Los eruditos de Oxbridge ayudaban a producir mejores personas y mejores libros, los objetivos en la vida?
    —¡Exacto! —exclamó—. Nunca se me ocurrió preguntar. Nunca se me ocurrió que pudieran producir algo siquiera.
    —Creo —dijo Sue—, que has cometido un error. Probablemente el Profesor Hobkin sea ginecólogo. Un erudito es una clase de hombre muy diferente. Un erudito desborda humor e inventiva. Quizás sea adicto al vino, pero ¿qué hay con eso? Siempre será una compañía agradable; generoso, delicado, con gran imaginación, lógicamente, pues pasa su vida junto a los seres humanos más extraordinarios.
    —Veo —dijo Castalia—. Quizás deba volver e intentarlo otra vez.
    Tres meses después estaba sola en casa cuando entró Castalia. Había algo en su mirada que me conmovió; y sin poder contenerme crucé corriendo la habitación y la abracé. No sólo se veía bellísima, también parecía de muy buen ánimo.
    —¡Qué feliz se te ve! —exclamé mientras se sentaba.
    —He estado en Oxbridge —dijo.
    —¿Haciendo preguntas?
    —Respondiéndolas.
    —¿No has roto nuestra promesa, verdad? —pregunté con ansiedad, notando algo diferente en su figura.
    —Oh, la promesa —dijo al pasar—. Tendré un niño, si es a lo que te refieres. No puedes imaginar cuán emocionante, cuán hermoso, cuán gratificante es…
    —¿Qué cosa?
    —Pues… Responder preguntas —dijo algo confundida. Después me contó todo. Pero en medio de su relato (que me estaba causando mayor interés y entusiasmo que cualquier otra cosa que haya oído jamás) lanzó un grito de lo más extraño, como un chillido con mezcla de clamor.
    —¡La castidad! ¡La castidad! ¿Dónde está mi castidad? —gritó—. ¡Ayúdame! ¡El perfume!
    No había nada en la habitación más que un pote de mostaza que estuve a punto de alcanzarle cuando recuperó la compostura.
    —Deberías haber pensado en ello tres meses antes —dije con severidad.
    —Es cierto —dijo—. No tiene sentido pensar en ello ahora. Qué ironía, por cierto, que mi madre me haya llamado Castalia.
    —Oh, Castalia, tu madre… —había comenzado a decir cuando tomó el pote de mostaza.
    —No, no, no —dijo sacudiendo la cabeza—. Si tú misma fueras una mujer pura, habrías pegado un alarido al verme; en su lugar, corriste a abrazarme. No, Cassandra. Ninguna de las dos somos castas.
    Seguimos hablando.
    Mientras tanto, la habitación se fue llenando, pues era el día que habíamos acordado discutir los resultados de nuestras observaciones. Todas, pensé, sintieron lo mismo que yo al ver a Castalia. La besaron y dijeron cuán contentas estaban de verla. Finalmente, cuando ya estábamos todas, Jane se puso de pie y dijo que era hora de comenzar. Dijo que ya habíamos hecho preguntas durante más de cinco años, y que aunque los resultados no serían concluyentes… En este momento Castalia me codeó y dijo en voz baja que no estaba tan segura de ello. Se levantó e, interrumpiendo a Jane en el medio de una frase, dijo:
    —Antes de seguir, me gustaría saber, ¿puedo permanecer en la habitación? Porque debo confesar que soy una mujer impura.
    Todas la miraron sorprendidas.
    —¿Tendrás un niño? —preguntó Jane.
    Castalia asintió.
    Era fascinante ver las distintas expresiones en sus rostros. Una especie de murmullo recorrió la habitación, del que pude deducir las palabras «impura», «niño», «Castalia», entre otras. Jane, que estaba particularmente conmovida, lo dejó a nuestro criterio:
    —¿Debe irse? ¿Es una mujer impura?
    Tal fue el alboroto que se armó en la habitación que pudo haberse oído desde la calle.
    —¡No, no, no! ¡Déjenla quedarse! ¿Impura? ¡Tonterías!
    Aunque me pareció que algunas de las más jóvenes, las de diecinueve o veinte, se contuvieron de hablar, como abrumadas por la timidez. Después, todas la rodeamos y comenzamos a hacerle preguntas. Al final, una de las más jóvenes, que había permanecido en silencio, se acercó a Castalia con timidez y dijo:
    —¿Qué es la castidad entonces? Quiero decir, ¿es buena, mala, o no significa nada en absoluto? Castalia respondió en voz tan baja que no pude oír lo que dijo.
    —Me has dejado sin habla por al menos diez minutos —dijo otra.
    —En mi opinión —dijo Poll, que se había vuelto hosca de tanto leer—, la castidad no es más que ignorancia, un estado mental totalmente vergonzoso. Sólo deberíamos admitir la no-castidad en nuestra sociedad. Voto por que Castalia sea nuestra Presidenta.
    Esto dio lugar a una violenta disputa.
    —Es injusto tildar a las mujeres tanto de puras como de impuras —dijo Poll—. Algunas ni siquiera tenemos la oportunidad después de todo. Además, no creo que Cassy sostenga que actuó como lo hizo por amor al conocimiento.
    —Tiene sólo veintiuno y es increíblemente bello —dijo Cassy con un gesto encantador.
    —Voto —dijo Helen—, por que a nadie le esté permitido hablar de castidad o no castidad, salvo las que estén enamoradas.
    —Oh, por favor —dijo Judith, que había estado indagando en asuntos científicos—, yo no estoy enamorada y estoy esperando el momento de poder explicar mis medidas para prescindir de las prostitutas y fertilizar vírgenes por ley.
    Nos contó de un invento suyo que se instalaría en estaciones de metro y otros lugares públicos que, con el pago de una pequeña suma, salvaguardaría la salud de la nación, complacería a sus hijos y aliviaría a sus hijas. También se le había ocurrido un método para preservar los gérmenes de los futuros Cancilleres en tubos sellados.
    —O de los poetas, o pintores, o músicos —siguió—, suponiendo, que estas clases no se hayan extinguido y las mujeres aún deseen tener niños.
    —¡Desde luego queremos tener niños! —exclamó Castalia con impaciencia.
    Jane golpeó la mesa.
    —Para discutir eso mismo es que estamos reunidas —dijo—. Durante cinco años hemos intentado averiguar si se justifica que sigamos continuando la raza humana. Castalia ha sido la primera en decidirse. Ahora nosotras debemos tomar una decisión.
    En este momento otra del grupo se puso de pie y dio su reporte. Las maravillas de la civilización excedían por mucho nuestras expectativas; y al escuchar por primera vez cómo el hombre vuela por los aires, habla a través del espacio, penetra en lo profundo de un átomo y alcanza el conjunto del universo con sus especulaciones, no pudimos contener los suspiros de admiración.
    —¡Estamos orgullosas —exclamé— de quenuestras madres hayan sacrificado su juventud por esta causa!
    Castalia, que había estado escuchando con atención, se veía más orgullosa que el resto. Jane nos recordó que aún teníamos mucho por aprender, pero Castalia nos rogó que nos diéramos prisa. Entonces nos adentramos en una maraña de estadísticas. Aprendimos que la población de Inglaterra es de tantos millones y que una gran proporción pasa hambre y está en prisión; que la cantidad de integrantes promedio de una familia trabajadora es grande y que un gran porcentaje de mujeres muere al dar a luz. Leímos reportes de visitas a fábricas, comercios, conventillos y astilleros. Se describió el funcionamiento de la bolsa, de una enorme casa de negocios de la ciudad y de una oficina gubernamental. Discutimos acerca de las colonias británicas y hablamos sobre nuestra dominación en India, África e Irlanda. Yo estaba sentada junto a Castalia y noté su impaciencia.
    —No llegaremos a ninguna conclusión a este paso —dijo—. Si, al parecer, la civilización es tanto más compleja de lo que pensábamos, ¿no sería mejor atenernos a nuestra pregunta original? Habíamos acordado que el objetivo en la vida es producir buenas personas y buenos libros. Todo este tiempo hemos estado hablando de aviones, fábricas y dinero. Hablemos ahora de los hombres mismos y lo que hacen, pues ese es el núcleo del asunto.
    Entonces, las que habían salido a cenar sacaron los papeles donde tenían escritas las respuestas a sus preguntas, elaboradas éstas con sumo cuidado. Un buen hombre, habíamos acordado, debe ser en todo momento honesto, apasionado y poco materialista. Pero si un hombre contaba o no con esas cualidades sólo era posible de averiguar con preguntas, en ocasiones comenzando con alguna muy alejada del punto. ¿Kensington es un lindo lugar para vivir? ¿A qué escuela va su hijo? ¿Y su hija? Ahora dígame. ¿Cuánto paga por sus cigarrillos? Por cierto, ¿el Sir Joseph es barón o sólo caballero? A veces parecía que aprendíamos más de este tipo de preguntas que de las más directas. «Acepté mi título porque mi esposa me lo pidió», dijo Lord Bukum. He perdido la cuenta de todos los que han aceptado sus títulos por la misma razón. «Trabajando quince de las veinticuatro horas del día, tal como yo», miles de profesionales comenzaron así. «No, no, desde luego usted no sabe leer ni escribir. ¿Pero por qué trabaja tanto?». «Querida señora, con una familia en crecimiento». «¿Pero por qué crece su familia?». Sus esposas deseaban lo mismo, o quizás era el Imperio británico. Pero más importante que las respuestas era la negativa a responder las preguntas. Muy pocos respondían todas las preguntas acerca de moral y religión, y las respuestas en esos casos no eran serias. En prácticamente todos los casos evitaban responder acerca del valor del dinero y el poder; y forzarlos a responder podía resultar peligroso para ellas.
    —Estoy segura —dijo Jill—, de que si el Señor Harley Tightboots no hubiera estado cortando la carne cuando le pregunté sobre el sistema capitalista, me habría degollado. La única razón por la cual seguimos con vida es que los hombres están hambrientos y son demasiado corteses al mismo tiempo. Nos menosprecian demasiado como para preocuparse por lo que decimos.
    —Desde luego nos menosprecian —dijo Eleanor—. Pero al mismo tiempo, ¿cómo explicas esto? He estado indagando entre los artistas. Ahora, no hay mujeres artistas, ¿es cierto eso Poll?
    —Jane, Austen, Charlotte Bronte, George Elliot —chilló Poll, como un vendedor de bollos en un callejón.
    —¡Malditas mujeres! —exclamó alguien—, ¡qué aburrido es ser mujer!
    —Desde Safo no ha habido una artista digna de mención —comenzó a leer Eleanor de un semanario.
    —A esta altura es sabido es que Safo fue un invento en cierto modo lascivo del Profesor Hobkin —interrumpió Ruth.
    —Como sea, no hay razón para suponer que haya habido mujeres capaces de escribir o vaya a haber alguna vez —siguió Eleanor—. Y aún así, siempre que estoy entre escritores no paran de hablarme de sus libros. «¡Magistral!», les digo, o «¡el mismo Shakespeare!» (pues una tiene que decir algo) y, les aseguro, me creen.
    —Eso no prueba nada —dijo Jane—. Todos lo hacen. Sólo que —suspiró—, no parece sernos de mucha ayuda. Tal vez sea mejor concentrarnos en literatura moderna en lo que sigue. Liz, es tu turno.
    Elizabeth se puso de pie y dijo que para llevar a cabo su investigación se había vestido de hombre y se había hecho pasar por crítico.
    —He leído libros nuevos bastante a menudo durante estos últimos cinco años —dijo—. Wells es el escritor vivo más importante; le sigue Arnold Bennett; Compton Makenzie; y McKenna y Walpole en el mismo rango tal vez.
    Se sentó.
    —¡Pero no nos has dicho nada! —protestamos.
    —¿O quieres decir que estos caballeros han superado ampliamente a Jane Elliot y que la literatura inglesa está…?, ¿dónde está esa crítica tuya?, oh sí, ¿«segura en sus manos»?
    —Segura, bastante segura —dijo balanceándose con impaciencia de pie en pie—. Y estoy segura de que dan incluso más de lo que reciben.
    Todas sabíamos eso.
    —Pero —presionamos—, ¿escriben buenos libros?
    —¿Buenos libros? —dijo mirando el techo—. Recuerden —comenzó a hablar con extrema velocidad—, que la ficción es el espejo de la vida. Y no pueden negar que la educación es de gran importancia, y que sería de lo más engorroso encontrarse solas en Brighton, tarde a la noche, sin saber cuál es mejor hostal donde dormir y, suponiendo que fuera un domingo lluvioso, ¿no sería lindo ir al cine?
    —Pero ¿qué tiene que ver éso? —preguntamos.
    —Nada, nada, nada —respondió.
    —Dinos la verdad —protestamos.
    —¿La verdad? Pero ¿acaso no es maravilloso? —se interrumpió—. El Sr. Chitter ha escrito un artículo semanal durante los últimos treinta años sobre amor o tostadas con mantequilla y ha enviado a sus hijos a Eton.
    —¡La verdad! —reclamamos.
    —Oh, la verdad —balbuceó—, la verdad no tiene nada que ver con la literatura.
    Se sentó y se negó a decir más.
    Nos pareció muy poco concluyente.
    —Señoritas, debemos intentar resumir los resultados —comenzó a decir Jane cuando el ruido de la calle, que se había estado oyendo desde hacía rato a través de la ventana abierta, tapó su voz.
    —¡Guerra! ¡Guerra! ¡Guerra! ¡Se ha declarado la guerra! —exclamaban los hombres en la calle.
    Nos miramos horrorizadas.
    —¿Qué guerra? —gritamos—. ¿Qué guerra?
    Nos dimos cuenta demasiado tarde de que nunca habíamos pensado en enviar a alguna a la Cámara de los Comunes. Nos habíamos olvidado de ello. Miramos a Poll, que había llegado a la sección de historia en la biblioteca, y le pedimos que nos esclarezca el asunto.
    —¿Por qué los hombres van a la guerra? —preguntamos.
    —A veces por una razón, a veces por otra —respondió con calma—. En 1760, por ejemplo —los gritos en la calle taparon lo que decía—. Otra vez en 1797, en 1804 fue la de Australia; entre 1866 y 1870 la franco-prusiana. En 1900, por otro lado…
    —¡Pero es 1914! —la interrumpimos.
    —Ah, no sé por qué van a la guerra ahora —admitió.

    * * * * *

    La Guerra había terminado y estaba por firmarse la paz cuando otra vez me encontré sola con Castalia en la sala donde solíamos reunirnos. Empezamos a dar vuelta las páginas de nuestros libros de acta con desgano.
    —Es extraño —reflexioné—, pensar en lo que creíamos hace cinco años.
    Castalia nos citó, leyendo sobre mi hombro:
    —«Acordamos que el objetivo en la vida es producir buenas personas y buenos libros».
    No hicimos ningún comentario al respecto.
    —«Un buen hombre debe ser en todo momento honesto, apasionado y poco materialista».
    —¡Cómo hablan las mujeres! —dije.
    —Oh, querida —dijo Castalia apartando el libro—, ¡qué tontas éramos! La culpa de todo fue del padre de Poll. Seguramente lo hizo a propósito; ese ridículo testamento, quiero decir. Forzar a Poll a leer todos los libros de la biblioteca de Londres. Si no hubiéramos aprendido a leer —dijo con amargura—, todavía estaríamos criando niños en la ignorancia y creo que esa era la vida más feliz después de todo. Sé lo que dirás acerca de la guerra —me escrutó—, y lo horroroso de criar niños para verlos morir como les pasó a nuestras madres, y a sus madres, y a las madres de éstas. Y no se quejaban. No sabían leer. He hecho lo mejor que pude —suspiró—, para evitar que mi niña aprendiera a leer, ¿pero con qué propósito? Ayer mismo la encontré a Ann con un periódico; y ya comenzó a preguntarme si era «verdad». Después me preguntará si el señor Lloyd George es un buen hombre; después si Arnold Bennett es un buen novelista; y finalmente si creo en Dios. ¿Es que estoy educando a mi hija para que no crea en nada? —preguntó.
    —Desde luego podrías enseñarle a creer que los hombres son y siempre serán más inteligentes que las mujeres —sugerí.
    Su rostro se iluminó y comenzó a dar vuelta las páginas de los libros otra vez.
    —Sí —dijo—, piensa en sus descubrimientos, sus matemáticas, su ciencia, su filosofía, su educación —y empezó a reír—. Cómo olvidar al viejo Hobkin y la horquilla —dijo y siguió leyendo y riendo.
    Pensé que se sentía feliz hasta que de repente apartó el libro y dijo:
    —Oh, Cassandra, ¿por qué me atormentas? ¿No sabes que nuestra fe en la inteligencia de los hombres es la mentira más grande?
    —¿Qué? —exclamé—. Pregunta a cualquier periodista, erudito, político o empleado público y te dirán que los hombres son mucho más inteligentes que las mujeres.
    —Como si no estuviera al tanto de ello —dijo con desdén—. ¿Cómo evitarlo? ¿Acaso no los hemos criado, alimentado y les hemos dado todas las comodidades desde el comienzo de los tiempos, de manera que sean más inteligentes aún cuando no hagan nada? ¡Todo lo hemos hecho nosotras! —exclamó—. Insistimos en ser inteligentes y ahora lo somos. Y es la inteligencia —continuó—, lo que cuenta en el fondo. ¿Qué puede ser más encantador que un niño antes de que empiece a desarrollar la inteligencia? Es tan bello observarlo; no se da aires; entiende el significado del arte y la literatura por instinto; disfruta de la vida y hace que los otros disfruten de la suya. Después se le enseña a desarrollar el intelecto. Se convierte en abogado, en empleado público, en general, en autor o en maestro. Todos los días va a una oficina. Todos los años escribe un libro. Mantiene a su familia gracias al trabajo de su cerebro, ¡pobre diablo! Ni siquiera puede entrar a una habitación sin hacernos sentir incómodas. Es condescendiente con todas las mujeres, y ni a su esposa le dice la verdad. En lugar de deleitar nuestra mirada debemos cubrirnos los ojos si queremos tomarlo entre los brazos. Es cierto, ellos se consuelan a sí mismos con estrellas de todas las formas, cintas de todos los colores y sueldos de todos los tamaños. ¿Pero cuál es nuestro consuelo? ¿Que en diez años pasaremos un fin de semana en Lahore? ¿Que el insecto más insignificante de Japón tiene un nombre dos veces más largo que su cuerpo? ¡Oh Cassandra, por el amor de Dios, encontremos un método para que los hombres puedan criar niños! Es nuestra única esperanza. Pues si no les damos alguna ocupación pura no tendremos ni buenas personas ni buenos libros; ¡moriremos bajo los frutos de sus actividades desenfrenadas, y ningún ser humano sobrevivirá para saber que alguna vez existió un Shakespeare!
    —Es muy tarde —contesté—. No podríamos mantener siquiera a los niños que tenemos.
    —Y después quieres que crea en la inteligencia —dijo.
    Mientras conversábamos, los hombres lloraban a viva voz en la calle, y escuchamos que la paz había sido firmada. Las voces se extinguieron. La lluvia caía e interfería con el ruido de los fuegos artificiales.
    —La cocinera traerá el Evening News —dijo Castalia—, y Ann lo va a deletrear en la cena. Debo irme.
    —No es bueno, no es nada bueno —dije—. Una vez que aprenda a leer habrá sólo una cosa en la que podrás enseñarle a creer, y es en sí misma.
    —Bueno, eso sí será un cambio —suspiró Castalia.
    Así que recogimos los papeles de nuestra Sociedad y, aunque Ann jugaba entretenida con sus muñecas, en un acto solemne le regalamos parte del lote y le dijimos que la habíamos elegido Presidenta de la Sociedad del futuro. La pobre niña rompió a llorar.



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