Conocí a Toto mucho antes de saber de Lucy. Orejas de murciélago, nariz de gigante y pies de payaso, colores chillones y corbata de pepitas. Vendía enciclopedias de puerta en puerta, de pueblo en pueblo. Alguien dijo que era dueño de un criadero de conejos. Nunca fuimos amigos pero supe su historia, sus numerosas desgracias, por diversas fuentes. Alguna vez, mientras la eterna primavera recorría las calles, le ofrecí una limonada en El Moro, en la esquina de Junín con Ayacucho, y paré la oreja porque ya había decidido incluirlo en una historia. El enano tenía ganas de hablar. Aclaró dudas y me confió uno que otro secreto. Ya estábamos en la sombra, apoltronados con cara a la calle, pero seguía sudando.
–Arciniegas, me mandas el libro apenas lo publiques –insistió–. Y no pongas en mi boca frases que no haya dicho.
Le enseñé la palma de mi mano en señal de juramento.
–Soy capaz de buscarte hasta en la Patagonia para hacerte un reclamo –dijo, siguiendo el vuelo de una mosca–. Soy chiquito pero cumplidor.
Bebía como un caballo.
Bebía y sudaba.
Le pregunté por el diablo.
–¿Andas en aprietos, escritor? –dijo.
Quise saber qué tan cierto era el cuento de los tres pelos.
–Tengo los pelos en la casa –dijo, apretando la mano como si sostuviera un manojo. Luego la abrió y sopló para darle vuelo a los pelos invisibles–. ¿Acabaste el cuento con la negra Eufemia?
Apartándose el sudor de la frente con los dedos, se levantó y se asomó a la calle. ¿Lo perseguían o esperaba a alguien? Volvió a sentarse. La mosca cometió la equivocación de posarse en la mesa y el enano la aplastó de un manotazo.
–¿Y la historia del cocodrilo?
–Conseguí una lágrima pero se secó –dijo el enano.
Fue a la calle, arrojó el cadáver y volvió limpiándose las manos en el pantalón.
–¿Y el libro de poemas?
–Lo estoy puliendo para publicarlo el año entrante.
Supe que siempre diría lo mismo. Que nunca publicaría nada y que los secretos de su pasión permanecerían a salvo.
El enano se consideraba el más grande de todos los desgraciados. Lo manifestaba sin rencor, como si se trataba del color verdoso de sus ojos o el desproporcionado tamaño de su nariz.
Lucy había sido un episodio fugaz.
–Mi nariz la encontró –dijo Toto, contemplando el humeante pavimento de la calle.
Durante algún tiempo su nariz enloqueció y el desventurado enano se vio en más de un aprieto. La nariz se volvió loca de atar por las flores. El enano no acababa de ver un ramo de astromelias frescas cuando su nariz ya estaba tratando de meterse al jarrón, con enano y todo. En su afán de oler el perfume a plenitud, hasta partía el jarrón. Resultaba caro vivir con una nariz así.
De los jardines sería mejor no hablar. La nariz se revolcaba de dicha entre las rosas. Los dueños soltaban unos perros negros, grandes, de afilados y relucientes colmillos, que dejaban al enano medio muerto entre una catástrofe de pétalos. Algunas veces terminó en la cárcel. Sólo algunas veces. Las otras, en el hospital.
El enano no podía pasar por las floristerías. Ni en sueños. Tampoco frente a las tiendas de perfumes porque ya estaba la nariz oliendo frasco tras frasco, haciendo regueros aquí y allá. Ciertos gustos exquisitos de la nariz valían más que un ojo.
Se disputaba las flores con las abejas y siempre salía perdiendo. Le clavaban aguijones hasta en las orejas y se veía tan hinchado que parecía un balón. Vimos su foto en el periódico más de una vez.
Y si por desgracia aparecía una mujer perfumada, ni hablar. A veces la mujer corría, a veces se defendía a carterazos. A veces el novio de la víctima dejaba al enano hecho papilla. No tenía suerte con las mujeres.
En el hospital le abrieron una cuenta para que pagara los infortunios en cómodas cuotas mensuales.
–Ahora está calmada, pero fue tremendo –dijo Toto, rascándose la punta de la nariz, como quien acaricia a un perro obediente–. ¿Otra limonada? Gracias, señor escritor.
Un día tropezó con Lucy, toda pecosa y pelirroja, alta, delgada y pizpireta. Olía a rosas y acababa de comprarse unos aretes de plata. El enano se acercó emocionado.
–Haces feliz a mi nariz –dijo.
–¿Sólo a tu nariz? –replicó Lucy.
–Me haces todo feliz. Me dicen Toto. Querida, soy Toto feliz.
La nariz bailaba de la impaciencia, como el perro que festeja la llegada del amo. Quería saltar al cuello de Lucy.
–Sólo dejaré que me huelas si me traes una lágrima de cocodrilo –dijo Lucy.
–No puedo. Quisiera pero no puedo. Voy donde diga mi nariz.
Lucy sacó un pañuelo y amarró la nariz loca con un nudo de magia.
–No puedo respirar –se quejó el enano.
–Hazlo por la boca y vuelve pronto.
El enano, con su nariz toda amarrada, fue al pantano de los cocodrilos, más allá del Valle de Aburrá, al norte de la República de Antioquia, y se sentó a llorar en una piedra. Le dolían los pies y el esqueleto. Le contó toda su vida, centímetro a centímetro, al cocodrilo viejo que se acercó a preguntar por sus desdichas.
–Todo es cierto y mucho más –dijo el enano–. Toto es verdad de pies a cabeza.
El cocodrilo soltó una lágrima y se sumergió en las aguas amarillentas. Toto volvió a la casa de Lucy con la lágrima intacta en la palma de la mano.
–Ahora tráeme tres pelos de diablo –dijo Lucy.
El enano se alejó de la ciudad de la eterna primavera con la nariz amarrada y sin mirar atrás. Caminó día y noche, secándose el sudor con la corbata de pepitas y soplando el mechón rebelde que insistía en taparle los ojos. Descansó a ratos debajo de los árboles y bebió en los pozos de los caballos, hasta que llegó a las puertas del infierno y golpeó tres o cuatro veces.
–Hoy es viernes –gritó el diablo desde adentro.
–Sí, ¿y qué pasa con eso? –dijo el enano–. Caminé más de tres días.
–No recibo visitas.
–No soy una visita.
–Tampoco doy limosna –dijo el diablo–. Tienes que ir al cielo. Queda más arriba.
–Sólo quiero tres pelos de diablo.
–Al diablo –maldijo el diablo–. Me estoy quedando calvo. No eres el primero que viene con el cuento.
–No me iré hasta que me des los tres pelos.
–Te voy a dar candela.
–No te tengo miedo –dijo el enano, temblando–. Abre y verás.
El diablo abrió la pesada y chirriante puerta. “Con razón hablas gangoso”, dijo. Tenía la cara llena de espuma porque estaba afeitándose.
–No me tienes miedo pero estás temblando.
–De furia –mintió el enano.
–Qué gracioso. Eres el primer enano que dice que no me tiene miedo, y vienen muchos a disfrutar del calor. Has arriesgado tu vida.
–Lo sé. Vale la pena.
–Ajá –dijo el diablo, frente al espejo, concentrado en la tarea de alinear el bigote–. Estás buscando que una mujer que te atormente. Digo, estás buscando que esa mujer te atormente. Llevas el nombre en la cara. ¿Lucinda? ¿Lucila? ¿Luciérnaga?
–Lucy.
–Ay, diablos –dijo el diablo, y estuvo a punto de cortarse–. Estos hombres arriesgan hasta el pellejo por una mujer. Todos los días me llegan aquí los que pierden la apuesta: tahúres, locos, poetas.
–Tres pelos del bigote y no me verás nunca más.
–Eso espero. Tanto lío por una mujer. Estás flaco y con los ojos en la nuca. Se nota que viniste a pie. Traes los zapatos rotos y los pies hinchados. ¿De qué circo te echaron? No vayas a empolvarme la alfombra. ¿Quieres una crema para la hinchazón?
–Quiero los pelos.
–Pobre enamorado –dijo el diablo, observando al visitante en el espejo–. ¿No te vi el otro día en El Norteño? ¿Quién te hizo esa foto tan horrible? Te picaron trescientas abejas.
–Sólo fueron doscientas noventa.
–Los periodistas siempre exageran –señaló el diablo, y se pasó un trapo por la cara para quitarse los restos de espuma–. Toma los pelos y déjame en paz. Tengo trabajo. Me llega mucha gente en diciembre. Ya casi no queda espacio en esta casa. Puedes pedir tres deseos.
–Sólo tengo uno.
El diablo, impaciente, azotó el piso con la cola.
–Tú verás –dijo–. Vete.
Cerró la puerta después de empujar al visitante.
–No vengas a quejarte si las cosas no resultan –gritó.
El enano volvió a la ciudad de la eterna primavera con los tres pelos, y Lucy los examinó con cuidado. Era una experta en pelos de diablo.
–Sólo falta una prueba, la más terrible y difícil, no sé si puedas sobrevivir –dijo Lucy.
–Haré lo que sea si me prestas una bicicleta. Si quieres una pluma de ángel, subiré al cielo en una nube.
–No –dijo Lucy–. ¿Pensabas llegar al cielo en bicicleta?
–Si quieres una casa en el aire, se la pediré a Rafael Escalona.
–No –dijo Lucy–. Escalona ya las vendió todas.
–Si quieres que te lleve a cine.
–No –dijo Lucy–. ¿Pensabas llevarme a cine en bicicleta?
–No me digas nunca que no.
–Después de esta prueba de amor, nunca te diré que no.
–Cumpliré aunque me cueste la vida.
–Escríbeme un libro de poemas –dijo Lucy–. Llévate mi bicicleta, aunque no sé cómo puede ayudarte una bicicleta destartalada.
El enano consiguió papel, pluma y tinta y, con la nariz toda amarrada, se retiró a la montaña a escribir los poemas. En la ventana de su pequeña casa se posó una paloma herida, el enano la curó y la echó al aire. "Este es mi corazón herido que vuela hacia ti", pensó, iluminado, y escribió un poema. Los conejos rodearon la casa, pero al enano no se le ocurrió nada.
Bajó al río y contempló las aguas puras que corrían entre las piedras. "Este es mi corazón iluminado que te busca", pensó, estremecido, y escribió otro poema. Las aguas aliviaron sus lastimados pies. Le traqueaban las rodillas porque había pedaleado tres días. Los conejos se acercaron a beber, observaron al enano un largo rato y se fueron, aburridos.
Contempló los árboles, desde las raíces hasta las ramas más altas, los árboles que beben del aire y de la tierra, que fabrican los frutos con su cuerpo, y pensó que su amor era un árbol. Trató de explicarlo en un poema.
Lucy era la luna que se asomaba detrás de las montañas, Lucy era el fuego que encendía las noches, Lucy era el viento que golpeaba en la ventana. Lucy era todo. Lucy era de Toto al terminar el libro. El corazón del enano brincaba como una nariz desatada.
Pedaleó sin descanso hasta la ciudad donde la eterna primavera se revolcaba como un perro. Lucy, toda pecosa, toda pelirroja, lo esperaba en la ventana, bebiendo jugo de mandarina.
–Creí que nunca volvería a ver mi bicicleta –dijo–. Déjame el libro y vuelve mañana.
El enano volvió al otro día. Lucy temblaba. Un gato se estiraba en el jardín.
–Estoy enamorada de ti.
–Soy Toto tuyo –dijo el enano.
–Eres Toto mío –dijo Lucy–. ¿Qué quieres?
El enano se acercó a su oreja y expresó el deseo. Lucy soltó la risa y le desamarró la nariz.
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